domingo, 27 de mayo de 2012

Esto sí




Cuentan que Fernando Ortiz, el gran sabio cubano, con grandísimo esfuerzo había terminado de levantar su casa en La Habana, cuando un periodista le preguntó: Don Fernando, ¿el estilo de estas columnas es jónico? A lo que el sabio respondió: No, no son jónicas, son cojónicas. No se imagina usted con qué cojónico afán, pasando qué trabajo las construí…

Con ese mismo tipo de esfuerzo, sobre la nada, o lo que es peor, bajo el pernicioso influjo de la manipulación política más grosera, Fernando Ortiz amasó sustancia histórico-cultural en pos de una imagen viable para la cubanía. En esta emergente imagen, lo negro dejaba de ser de una vez sonoro atrezo para convertirse en actor secundario, o incluso protagonista. Es cierto que a finales del XIX y principios del XX, lo negro se había puesto de moda en Estados Unidos y en Europa. Cuba, como es lógico, no podía permanecer ajena a este influjo, estaba en su centro, era uno de sus motores. En esa época destacan en la isla, por ejemplo, Juana Borrero con sus “Negritos”, y también numerosos poetas que rozan o tocan literaria negritud: Creto Gangá (siglo XIX), Poveda, Boti, Guirao, Pedroso y hasta Acosta (siglo XX). Todo ello antes de que Guillén (Nicolás) y Ballagas lograran subir un escalón formal en este empeño. Los esfuerzos de Ortiz eran sin embargo mucho más cojónicos (léase titánicos) porque muy lejos de intenciones formales más o menos románticas, más o menos originales, folclóricas, estaban impulsados por una necesidad casi infantil, no de verdad poética, sino de verdad científica.

Ortiz, totalmente imbuido del espíritu de Humboldt, y claro, de todo el positivismo decimonónico europeo, estaba decidido a conformar un cuerpo teórico sólido, casi doctrinal, que nos permitiera entender cómo operaba, en esa imagen de cubanía que entonces buscaban todos (políticos, mercaderes, artistas, poetas, y también científicos) lo que él llamó sincretismo cultural. El sabio dejó una obra enorme que siempre se acercó a lo cubano, y a lo negro como uno de sus ingredientes, con un rigor científico sin fisuras. Así construida, su obra es ya uno de los pilares fundamentales del saber patrio. Su influencia se ha notado en el hacer de investigadores y artistas tan distintos como Lydia Cabrera, Moreno Fraginals y Lezama, quien llega a decir: “En Cuba solamente ha sido alcanzada la sabiduría por el taita, el negro esclavo al llegar a su ancianidad…

Sin embargo, no corren siempre lo negro y su papel en lo cubano la misma suerte. Ni intelectuales ni artistas tienen siempre el mismo rigor o el mismo duende, según el caso. Figuras como Fernando Ortiz o Lydia Cabrera en la investigación y su consecuente literatura, Juana Borrero, Wifredo Lam o Manuel Mendive en la pintura, Ricardo Porro en la arquitectura, Bola de Nieve en la música o Eduardo Rivero en la danza (quienes saben integrar lo negro en la cultura cubana como la rama de un árbol con raíz universal y tronco europeo, especialmente mediterráneo, hispano) son excepción, no regla.

En poesía, Ballagas y Guillén crean escuela en lo referente a la negritud, pero (que me perdonen sus tantos incondicionales) sobre todo Guillén se queda en el color y en el ritmo (no es poco, ya lo sé, pero...) sin ahondar más allá de la anécdota localizada en la expresión graciosa de un habla que buscaba entonces un espacio fonético y musical en la lengua castellana. No obra el taita lezamiano en Guillén, como no obra en el teatro vernáculo cubano, ni en la “Esquina Caliente” del Parque Central habanero, por más que en todos estos eventos hablen, por turnos o a la vez, el negro y el blanco que cohabitan la isla. En poesía, creo yo, falta un acercamiento mucho más riguroso a lo negro como parte de la cultura cubana.

Pues bien, esta pequeña introducción pretende crear un fondo adecuado para que figure sobre él un proyecto poético, en mi opinión, completamente inédito en la poesía cubana. Tengo en mi ordenador el número 363 de la revista “Folklore” que edita en Valladolid la Fundación Joaquín Díaz. Leo en su página 52: “Leyendas yorubas” Luis Enrique Valdés Duarte. Sí, Luis Enrique, gran amigo, poeta y dramaturgo, publica, acompañado de un escueto texto-guía, el primer poema de una serie de diez con que pretende abarcar la teogonía yoruba cribada en la isla. Leo el texto, el poema y estallo en júbilo. 

Ya me había leído este poema antes mi amigo y maestro Antonio Piedra, pero ahora, no escuchado, sino leído y releído por mí mismo… Es esto, es precisamente esto lo que echaba de menos. Luis Enrique comienza su teogonía yoruba con una ambición que asusta. Este poema: “El gallo de Obatalá”, así, de un plumazo, sitúa la mitología yoruba, no en el mundo donde siempre estuvo, sino en sus registros literarios, en su vertiente escrita (negro sobre blanco) donde, creo yo, no alcanzó todavía su justa medida. Y claro que asusta, si yo fuera él me aterraría, porque este primer poema (qué razón tenía Antonio) lo obliga a otros nueve igualmente verticales. Pobre amigo, a qué delicioso abismo se acaba de asomar. 

Y es que este poema es magnífico. La génesis yoruba sometida al rigor del romance, a sus riendas musicales, (re)creando verdad poética a partir de un cuerpo mitológico que (¿quién lo duda?) comparte sustancia con el griego (el de Hesiodo y el órfico), el judaico, el celta, el nórdico, en fin, con casi todos; pero que a diferencia de estos otros no tiene todavía su Pentateuco. 

Y es que el proyecto que anuncia, de concretarse con esta calidad todo él, situaría la teogonía yoruba, tamizada por el sincretismo cultural cubano del que hablaba Ortiz, ya no sólo en el lugar que merece en Cuba, sino en un podio universal donde poder tutearse con sus iguales. Insisto, en qué lío se ha metido mi amigo Luis. Podemos darle todo el tiempo que necesite con tal de que se obligue a ofrecernos otros nueve poemas como éste. Ortiz, seguro, estaría igualmente expectante. Imagino que le escribiría a Unamuno: “Mi amigo benevolente y estimado: Lea este poema. En lo que le contó Bobadilla hay mucho de pavoneo insular, pero esto sí…” 

Aquí les dejo el poema. Léanlo, por favor, a ver si al final pueden decir como yo y con Ortiz: esto sí… Dice un  refrán cubano: “La gallina bebe agua y le da gracias a Dios.” Pues bien, el gallo de Obatalá, antes de beber y agradecer, antes de morir sacrificado, ha escarbado con sus patas para crearlo todo, para nombrarlo todo con su kikirikí. Esto sí, esto sí…
                 
              

EL GALLO DE OBATALÁ
(Génesis yoruba)


I

El Padre quiere dormir
celestialmente en su cama
y encarga a la bruma eterna
los detalles y las ganas.
Sus dieciséis querubines,
ebrios con vino de palma,
descienden muertos de risa
por una escalera abstracta.
Y cuando rozan las nubes
con el filo de sus alas,
ártico sol mutilado,
dieciséis perfiles razga,
acunando los ojillos
altos de la madrugada.
Pájaros peces y flores
bajo sus mantas se guardan,
continentes, montes, ríos,
cordilleras, valles, playas…
Desde la tierra se burla
el espíritu del agua:
los dieciséis querubines
han olvidado la gracia.
Lívida en el horizonte
está la luna doblada;
su rubor oculta un aire
de licores y de danzas
que va despeinando, mustia,
la tropa en su basta cábala.
Busca el Creador suplentes
por celestiales ventanas
y encuentra insomnio y agravio
de borrachera y trastada.
Le da a Obatalá el encargo
con tres condiciones raras:
que recaiga en fiel criatura,
que pique en tiniebla opaca,
que ignore que es el misterio
quien da a la esencia ganancia.


II

Escarba un gallo en la tierra
la cantidad hechizada;
los querubines se ríen
al ver resbalar su lágrima.
Pero el gallo mostrará
que de su tímida entraña
surgen nítidas las cosas
en una turba de tramas.
En seis días la belleza
contra la nada se embauca.
De la pata izquierda salen
todas las semillas granas:
trigo, arroz, maíz y avena,
centeno, bambú y cebada.
En el mismo día el polen
salta, coloreando el alba,
a lirios y marpacíficos,
sauces, mangos y guanábanas.
Y de la pata derecha,
en la segunda jornada,
inmensas filas de embriones
recónditos en su cáscara:
aves, reptiles y peces,
de huevos y cataplasma,
más la exhibición galante
de gacelas, leones, cabras,
elefantes y jutías,
almiquíes y jirafas.
Al tercer día en la cresta,
el gallo busca las casas:
océanos, serranías,
selvas, estepas, sabanas…
y enloquece de grandeza
por la arquitectura exacta.
Al cuarto día pretende
embellecer las moradas.
De sus plumas fulgurantes,
roto espejo en catarata,
los minerales se agrupan
en valencias arbitrarias:
basalto, níquel y plomo,
hierro, pirita, pizarra…
y junto a la consistencia
de pétrea razón en rama,
con fina espuela perfora
las preciosidades altas:
jade, zafiro, amatista,
lapislázuli, oro y plata.
De minería empolvado,
se enfrasca en la quinta obrada.
Para ornar el apetito,
el de la avidez con trampas,
roba del piélago eterno
la glosa de las miradas.
A las heridas del prisma
recorta excesivas gamas
y los más puros colores
de policromía santa:
azul, rojo, verde, añil,
amarillento y naranja…
Rasca el gallo su sesera
en la sexta laborada
y lúcido se pregunta
por la grandiosa antesala:
¿Habrá en el fichero eterno
lo igual a su semejanza?
Bate las fuerzas telúricas
con la pátina encrespada
y un hombre y una mujer,
manual de matrices sacras,
abren los ojos al mundo,
emergiendo de las aguas.
Brilla el sol por un paisaje
de formas reconciliadas
y el amor a borbotones
que en dulce verdor encalla
se refleja en la yagruma
al vaivén de su hoja falsa:
leve cara al mediodía
y un envés de noche larga.
En el varal de un bohío
y sin más labores claras
se limpia el gallo su airón
intuyendo que algo falla.


III

Al séptimo día exacto,
cuando Dios en paz descansa
y la materia agoniza
por una espuela encantada,
lo perfecto se despierta,
exigiendo al gallo alas.
El ave triste prescinde
de sus plumas más doradas.
Por más que las hermosuras
le envenenan las entrañas,
por más que busca en el mundo,
no logra encontrar las ánimas
y el gallo se desespera:
¡Ay, el hombre pide un alma!
Ya nada puede alentar
con espuela tan escasa
ni sabe cómo ofrecer
espíritu a la sustancia.
Mira a Dios piadosamente
y atravesando galaxias
el soplo queda en el hombre
de celeste ala dorada.
En los collados solares
se queda el gallo sin habla.
Rompe el pergamino azul
donde iluso proclamaba:
“De todo soy creador,
dé la esencia mi ganancia.”
Obatalá lo conduce
a las estancias sagradas
y un vago kikirikí
trepa torpe la garganta:
último canto inmortal
de melodía profana
que retumba el terciopelo
de la Majestad intacta.
En el Jardín del Edén,
sobre carroza argentada,
las jerarquías yorubas
dan fe del gallo y su hazaña,
con el primer sacrificio
bajo una gran ceiba estática.

domingo, 13 de mayo de 2012

¿Sencillez o exactitud? ¿Complejidad o ambición?





El próximo veintidós de mayo cerraremos el Club de Lectura de poesía 2011-2012 que dirijo y modero en la Biblioteca de Castilla y León (Valladolid). En esta edición, al igual que en la pasada, leímos y estudiamos poemarios de autores tan distintos como Juan José Cuadros, Almudena Guzmán, Francisco Javier Baruque, Alexis Díaz Pimienta, Blanca Varela, Antonio Piedra, Emily Dickinson, Valdimir Holan, Antonio Gamoneda y Juan Ramón Jiménez entre otros. El Club no sólo tiene la ingenua intención de un leve acercamiento a la poesía, sino que tiene también (por qué negarlo) otra intención mucho menos cándida y más avara, esa que aspira al fértil hundimiento en la imagen poética, al estudio de sus potencias y concreciones hasta el punto en que asome cierta capacidad de lectura “útil”, crítica, con garantías para el justiprecio. Con tales miras, y siempre dentro de las limitaciones que nos imponen el tiempo y el diferente nivel de lectura poética que tienen sus miembros, hemos repasado (sólo hay que ver los nombres de los autores citados para darse cuenta) diferentes formas de entender y escribir poesía.

Finalizada la presente edición, después de haber leído y estudiado a poetas tan distintos; de haber observado en la imagen poética tantas y diferentes sustancias, formas y calidades, dudo (siempre me pasa) si ejercí, desde mi posición de moderador-director, una influencia demasiado personal sobre los miembros del Club a la hora de ponderar lo leído. Creo que todos los que asistieron regularmente aprovecharon muy bien las sesiones (lo mismo sucedió en la edición pasada), y ahora no sólo necesitan leer más poesía, sino que son más capaces de leerla en plenitud. Sin embargo, la duda expuesta me inclina a escribir esta nota compensatoria, con la doble intención de atemperar el efecto de mis posibles vicios, y de compartir ciertas ideas con los amigos que me acompañan en este cuaderno digital.

Para hacerlo, se me ha ocurrido acudir a dos poetas coetáneos pero bien distintos, casi opuestos: Baldomero Fernández y Juan Ramón Jiménez. Como este espacio aconseja una extensión limitada, para compararlos sólo citaré un soneto de cada autor; pero aun a partir de tan escasa muestra, pretendo explicar y demostrar que son varios y muy diversos los caminos de la poesía para, tensando a la vez imaginación e inteligencia, atravesar la realidad y su alumbrada manifestación, groseras ambas, con la imagen que pueda fertilizarlas, habilitarlas para el consumo humano. Por más que varíen su asunto y su forma, la imagen poética de calidad, alejada de la flacidez y la palabrería con que nos importuna tanta poesía sobrante, alcanza siempre la verdad poética; esa verdad cuyo río va por cauces de mentiras (Tagore), trátense de rabiones o dársenas. A las preguntas: ¿sencillez o exactitud?, ¿complejidad o ambición?, propongo contestar: ambiciosa exactitud. Entonces, tanto la sencillez como la complejidad quedarían en medios al servicio de ese fin. Y ahí, en ese fin, por vías diferentes calzarían, por ejemplo, lo mismo un iluminado y pulcro Juan Ramón, que un oscuro e inquietante Heráclito:

¡Intelijencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!  
                        Juan Ramón


Una sola cosa, la única verdaderamente sabia,
quiere y no quiere que se le denomine Zeus.
                                                          Heráclito

Los dos, Juan Ramón y Heráclito, escriben con ambiciosa exactitud. Sólo que el primero se mueve en los parámetros de la física de Newton, y el segundo (ay, cómo vuelve sobre sí el relato en los rápidos de la historia) se mueve en los parámetros de la física de Einstein, más aún, de la física cuántica. ¿Son menos exactas, por más complejas y codiciosas, las formulaciones de Einstein que las de Newton?... Aunque en este caso indagan en distintas regiones, tanto Juan Ramón como Heráclito, con similares ansias de precisión, tensan la imagen cual galvanizada garrocha para saltar sobre la barra metafísica y caer a salvo en la verdad poética. El uno es poeta y pensador (¿existe otro tipo de Poeta?), el otro es pensador y poeta, que fue más o menos lo mismo hasta la Grecia clásica.

Pero vayamos a los ejemplos con que quiero acercarme a poéticas todavía más dispares que las de Juan Ramón y Heráclito. Coloquemos en paralelo al propio Juan Ramón y a Baldomero Fernández.

Hace ya mucho tiempo, mi amigo Julio Guillén me envió un poema muy especial del poeta argentino: “Soneto de tus vísceras”. Entonces yo escribía un libro muy alejado en tema y tono de la poética de este autor. Ah, su poema me detuvo, me conmovió hasta el punto de estar una jornada sin escribir. Baldomero Fernández es un importante miembro de aquella corriente de principios del XX que se llamó Sencillismo, y que se oponía frontalmente a los temas y las formas modernistas. El grueso de su obra se ajusta a tal vocación, que a la sazón prosperaba, lenta pero decididamente, al calor de las vanguardias en América Latina. (Recordemos el célebre verso del mexicano Enrique González Martínez: Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje, incluido en un poema con el mismo nombre). Pues bien, el poema en cuestión (el de Baldomero) es, en mi opinión, una muestra clarísima de cómo la imagen poética puede entrar incluso en parcelas que rayan lo escatológico, y, con formas muy simples, alcanzar la cara verdad poética. Ved:    


Soneto de tus vísceras

Harto ya de alabar tu piel dorada,
tus externas y muchas perfecciones,
canto al jardín azul de tus pulmones
y a tu tráquea elegante y anillada.

Canto a tu masa intestinal rosada,
al bazo, al páncreas, a los epiplones,
al doble filtro gris de tus riñones
y a tu matriz profunda y renovada.

Canto al tuétano dulce de tus huesos,
a la linfa que embebe tus tejidos,
al acre olor orgánico que exhalas.

Quiero gastar tus vísceras a besos,
vivir dentro de ti con mis sentidos...
Yo
soy un sapo negro con dos alas.


Mientras Baldomero Fernández escribía este soneto, Juan Ramón Jiménez escribía este otro donde, todavía de camino a su ansiada “totalidad”, se nos presenta hasta cierto punto heracliteano:


Nada

A tu abandono opongo la elevada
torre de mi divino pensamiento;
subido a ella, el corazón sangriento
verá la mar, por él empurpurada.

Fabricaré en mi sombra la alborada,
mi lira guardaré del vano viento,
buscaré en mis entrañas el sustento…
Mas ¡ay!, ¿y si esta paz no fuera nada?

¡Nada, sí, nada, nada!... ––O que cayera
mi corazón al agua, y de este modo
fuese el mundo un castillo hueco y frío…––

Que tú eres tú, la humana primavera,
la tierra, el aire, el agua, el fuego, ¡todo!,
… ¡y soy yo sólo el pensamiento mío!


Cuando Baldomero trascendía el modernismo con su cruda poética de raíz española (¿quién no intuye sobre ella el manto de Quevedo, incluso, aunque más oblicuo, el de Gracián?), Juan Ramón lo hacía con una poética excelsa en todos los sentidos, decantadísima, que a caballo entre sus fases sensitiva e intelectual, bebía en el simbolismo, el impresionismo y el orfismo franceses de una manera muy personal; que bastante poco tenía que ver ya con la poética de Darío, aunque compartiera con ésta sus relevantes fuentes.

Insisto, eran Baldomero y Juan Ramón poetas coetáneos. Estos sonetos están escritos más o menos en la misma época. Ambos poetas están en vías de trascender formal y temáticamente al entonces influyente modernismo, y, sin embargo, ¿pueden ser más diferentes sus poemas, sus poéticas?; ¿no tienen ambos, ambas, alta calidad? No pretendo comparar a estos dos poetas en general. (Confieso que para mí Juan Ramón es difícilmente comparable, puede que sea el más redondo poeta en castellano del siglo XX). Valga este ejemplo un tanto extremo en su disparidad, sólo para apuntalar lo que decía al comienzo: que la poesía, si es buena, tiene muchas y muy distintas vías para alcanzar la verdad poética. La verdad poética, sí, que no hay que confundir con la sentencia poética. La verdad poética que casi siempre ocurre al margen de la lógica formal y de la estricta causalidad.

Entonces, para los miembros del Club de Poesía, los de esta edición y los de la pasada, y claro, también para todos los amantes de la poesía que se acerquen a este espacio, hago un ejercicio incluyente que me descarga y digo: todo, si con ambiciosa exactitud… Sustancia poética en tensión, sean los que sean los asuntos y las formas que, como es lógico, deben ir de la mano. La sencillez o la complejidad son sólo medios. O sea, sin un fin nuclear, sin yema, mera clara de huevo clueco en ambos casos.

Por eso, de lo único que no me arrepiento por ahora, es de ser inmisericorde con esa poesía banal que recurre a formas (fórmulas) supuestamente elegantes, divorciadas de sus flojos asuntos para enmascarar su solemne vacuidad; o con esa otra que, huyendo de una palabrería de “alta cuna”, cae en la vulgaridad, en el estéril “colegueo”, para dar con su propia palabrería, si me permiten, aún más dañina que la contestada. Sepamos señalar (y hagámoslo sin complejos) la palabra flácida y vacía, el nominalismo vago, el prosaísmo sin causa, el verso espurio… la poesía encharcada o embadurnada… y trabajemos por su higiénica cesantía; porque recuerden, al decir de Ovidio: “El pájaro no puede volar con las alas viscosas”.

domingo, 6 de mayo de 2012

Les presento a Daphné




Dafne (o Daphné para ser preciso) es el nombre que tengo ahora registrado en la memoria para reconocer el luminoso rostro que ven en el encabezamiento de esta entrada. Ya no necesito recrear en mi mente la escultura de Bernini, ni los cuadros de Albini o Chassériau, ni los versos de Ovidio o Garcilaso, porque esta pequeña amiga que hoy les presento, puso sus grandes ojos y su especial capacidad para la imagen donde prosperaban tales apetencias. Sí, Daphné es una niña encantadora, muy inteligente y cariñosa, pero, sobre todo, es una niña-poeta. Tiene sólo ocho años, mas hace ya dos (cuando tenía seis) leí unos versos suyos y quedé felizmente tocado:  


Una niña llora

Una niña llora,
llora que te llora,
sobre la semilla que plantó.
Una anciana le pregunta:
-¿Qué te pasa?
-Es que mi semilla,
dorada, plateada
no crece,
y creo que no crecerá.
Una niña llora,
llora que te llora,
sobre la semilla que plantó.
De tanto llorar
al fin nació
el árbol dorado
que ella plantó.

En un comentario a mi anterior entrada (“Moáis agazapados”) mi amigo Rubén Aguiar me decía que aquel texto estaba firmado por un niño más que por un poeta. Claro que tenía razón, y su agudo comentario, como arte de Rocambole me trajo a Daphné a la mente. (Bueno, tampoco es tan raro, la verdad es que no conozco ahora mismo ningún caso más llamativo de niño-poeta) Entonces llamé a Thais y Jerónimo, sus padres, y les pedí permiso para escribir sobre ello. Sí, claro, me dijeron.

Daphné nunca leyó poesía. Sus padres son filólogos (¿tendrá esto algo que ver?) pero la niña todavía no tiene hábito de lectura. Vive, pues, en una familia normal (acéptenme el término) con padres sensibles a la cultura, pero dedicados a la empresa y la enseñanza (no de literatura) y con tres hermanos que tienen intereses muy disímiles. Daphné estudia violín y ama los gatos. Tiene un carácter fuerte y voluntarioso, pero es tímida para mostrar su poesía salvo si se sabe en un medio afín a sus intereses.

¿De dónde saca esta niña tal capacidad para generar y/o manejar imágenes? No lo sé. La imaginación es patrimonio de todos, pero el manejo no ingenuo de la imagen y el buen gusto para hacerlo, suelen suponerse a espíritus, como poco, medianamente cultivados en ello. Lo cierto es que una tarde, mientras estaba de visita en su casa y hablaba con sus padres de temas varios, la niña, entonces con seis años de edad, se apartó de nosotros, y en cinco minutos, no exagero, escribió esto:

El llanto

El llanto, tanta agua en el suelo.
La belleza del reflejo, luminoso y brillante.
Se reflejan las flores en el río de las lágrimas.
De la tristeza, en vez de piedras,
joyas que son lágrimas secas.

Tal capacidad para entendérselas con la imagen, en un niño de seis años que no ha tenido gran contacto con ella, se me hace algo difícil de explicar. Ahí están los niños especialmente dotados para la música, para el baile o para el dibujo, pero en la mayoría de los casos éstos se desarrollan en ámbitos donde la práctica de tales artes es algo frecuente. Además, también en la mayoría de los casos, se trata de niños con gran facilidad para la técnica, todavía no para la creación. Daphné no domina ninguna técnica. Claro, ni ha leído poesía, ni ha estudiado lengua. No compone poemas redondos. Aunque los titula, escribe una poesía que no pretende el poema, y que cuando llega a él, lo hace por vías propias, porque su letra, con faltas ortográficas y errores sintácticos incluidos, esta viva. Decía Lezama: “La letra mata (y muere, digo yo) cuando el espíritu nutricio pasa a ella venenoso y desinflado. El verbo espurio es el que motiva la letra yacente”. No hay verbo espurio posible en esta niña-poeta. Sus versos nacen en instantes de incontrolable necesidad, y están gobernados desde una rarísima intuición donde rebota el mal gusto como bala en oportuna carcajada. Vean el final de un poema que tituló “Las frutas saladas”:

En un manzano crece un pomelo,
amargo y ensaladero.

Vean cómo es capaz de catar oscuridad y salir airosa con sus ocho añitos de hoy:

Nieve para ti, ceniza para mí,
la esperanza negra con su bufón sucio y negro
se resguardan en mi pobre sonrisa, en mis negros ojos.
Sonrisas para ti, tragedia para mí.
No te rías de mí, que mi oscura tragedia acabará en tus fieles ojos,
tu adorable sonrisa, esa cara que engaña sin cesar.

Empieza a llorar, que si no tu destino… ya sabrás.

En este blog, donde se pretende encomiar la imagen, un caso como el de Daphné, si conocido, no puede obviarse. Me detengo en ella porque admiro sinceramente su gran precocidad y porque quiero alentarla a seguir escribiendo; pero además, porque me resulta muy gratificante poder compartir con quienes lean esta entrada la capacidad que tiene la imagen de prosperar en almas tan jóvenes. ¿O será que su alma viene ya de otros avatares a lucir esta vez en un rostro niño? Ah, como decía la Dickinson: “el instinto recogió la llave que la memoria se dejó en el suelo”.

Cuando Daphné alcance la madurez (ojalá lo haga escribiendo versos) seguramente atravesará, como todos, períodos de rácana sequía; seguramente enfrentará, también como todos, extensiones donde la imagen se inhiba o se muestre rechoncha y cansina. Quién sabe si ya mujer, deba alguna vez taparse los oídos ante los cantos que ahora la colman; pero entonces, en los períodos de reparación sanadora, podrá decir con Juan Ramón y como pocos: ¡Qué bien le viene al corazón su primer nido! Porque el primer nido de esta niña-poeta-laurel acuna huevos de oro.

Les incluyo un manuscrito de Daphné para que vean cómo escribe y cómo acompaña sus versos con dibujos. También les incluyo un poemilla que le escribí a la niña hace ya algún tiempo.
  

 

Inquietísimo laurel


          Para Daphné


¿Quién puso ojos a tu pequeña copa
cual ventanales abiertos hacia la imagen?
Ah, niña-ninfa de fluvial sonrisa, ¿quién,
quién te llevará ante Apolo, tan tuyo,
para que pulses su lira más preciada?

No conocemos los cabestros ni el camino,
pero sabemos que en lo alto del Parnaso
el dios cavó hace eras un abismo
donde sólo encepará su bienquerida.

No te detengas. Abísmate.
Colma el hoyo que en suerte te ha tocado.
Pulsa la lira y no cierres las ventanas.
No cierres las ventanas. No.
No cierres las ventanas…

                                          Mil lugares comienzan bajo tu pie.
                                                                                     Lao-Tse