domingo, 29 de julio de 2012

Urgente jabalina




Como una fangosa pelota lanzada en una pista de harina”, que diría Lezama, cayeron, Alejandro primero y Roma después, sobre la clásica Olimpia griega y sus Juegos. “Como una piedra caída en una ecuación”, resultó la posterior llegada del cristianismo a la Olimpia romana para resolver sus tímidas variantes y liquidar sus agónicos fulgores. Sí, la angustia del moribundo agon griego apenas expelía ya los lúmenes imprescindibles para un velorio, cuando Teodosio apagó las luces definitivamente y tasó sus haberes con el cero persa. El tiempo ya no transcurriría al asimétrico ritmo de la flauta dionisíaca, ni para regocijo de Zeus se mediría por sus desembarcos en el estadio, sobre los sudorosos pectorales de los atletas, sobre sus genitales expuestos, porque las eras demandan de sus avenidos una filiación sin fisuras, y el tiempo en la nuestra, aun dudado por Agustín (“...el tiempo no es otra cosa que una extensión, pero ¿de qué?”), ya había sido definido por Plotino como “imagen móvil de la eternidad”, por lo que no podía permitirse aquellos terrenos y embarazosos nudos… 

Nada sabía yo de esto cuando, con nueve años cumplidos, frente al televisor y viendo los Juegos de Múnich ’72, fui avisado por primera vez de que los cubanos nos habíamos convertido, bajo la tiranía de Castro, en los mejores deportistas del mundo. Nuestro Milón de Crotona: Teófilo Stevenson, un gigantón de Las Tunas, había obtenido un oro en boxeo, mientras que un grupo de ágiles y revolucionarios jóvenes había llegado al bronce en baloncesto. Y éste era sólo el comienzo, porque en los Juegos posteriores el deporte patrio creció ampliamente en obtención de medallas, aunque también (sonrío amargamente) en continuas cesiones al perverso mundo capitalista de "díscolos" frutos de su excelencia encarnados en "viles desertores". 

Poco a poco, y mientras los Juegos se erguían ante mí como un sucio pendón politiquero (recordemos lo ocurrido en Moscú ’80, Los Ángeles ’84 y Seúl ’88), me fui enterando de su prehistoria, su historia antigua y moderna. Ya más ilustrado, en los Juegos de Barcelona ’92 vibré sinceramente con la precisa y preciosa ceremonia mediterránea que les sirvió de pórtico. Entonces, cumplidos los veintinueve, tenía las maletas hechas para venir a España, y aquellos Juegos, junto con la Exposición Universal de Sevilla, ponían a este país en el mapa de los solventes. ¿Qué más podía pedir? Me encontraría con mi yo mediterráneo, ya no sólo intuido, sino claramente esbozado, en el país de mis abuelos, con unos deportistas modestos entonces (recordemos que los mejores del mundo eran los cubanos, claro) pero capaz ya de semejantes hazañas logísticas y con tan evidente poder de convocatoria… 

Han pasado otros veinte años, y después de haberme perdido la pekinesa, el pasado viernes vi la ceremonia londinense que inauguró los actuales Juegos. Bonito espectáculo. Pero ¿por qué no pude verlo con los ojos “limpios”? ¿Por qué cada gesto, cada símbolo me ponía a la defensiva, como si se estuviera urdiendo sobre mí, sobre nosotros, una nueva trampa? No me pasa eso en un tablao flamenco, ni en un club de jazz. ¿Cómo debo leer ahora, a las puertas de los cincuenta, tales muestras de buena voluntad y vocación mercantil? Ah, la decadencia, este mordaz estado que siente pavor ante las banderas, que se espanta frente al agujero repujado (hasta en la nada) por la palabrería. Si al menos desfilaran desnudos los atletas, especialmente ellas, para hacernos creer que algo cambió desde que Teodosio liquidara en Olimpia toda posibilidad de hecatombe que no fuera apocalíptica. Si al menos se pactara una verdadera tregua o paz olímpica para con-fundirnos en una imagen plenamente humana. Si al menos… 

No, orgías no, que no hay que sucumbir a tales reminiscencias de los olímpicos originales en este tiempo-imagen de la eternidad. Pero y si… Decía Maquiavelo que existen tres clases de cerebros: los primeros entienden las cosas por sí mismos; los segundos entienden solamente lo que otros han demostrado; los terceros no entienden absolutamente nada. Ah, decadencia, sabionda que nos atas, que paradójicamente nos condenas a esta incómoda y estéril terceridad, permítenos siquiera vibrar con los colores que, cuando menos, “son actos de la luz”; permítenos la emoción en el instante dichoso en el que los atletas, ya no cubanos ni españoles, ni rusos ni americanos, ni judíos ni árabes, felizmente desnudados por la imaginación, libres de sus perversos sobrenombres, en la única cúspide posible que es la de la imagen, lancen la jabalina contra el jabalí que, enmascarado, aplaude en la tribuna. Entonces el segundón maquiavélico, ese que sólo entiende lo que otros han demostrado, amenazado por la justiciera lanza, acaso comprenda que los atletas pueden reconducir los símbolos para que los poetas sigan creyendo e invitando al sueño. 

Quién sabe si la pista de harina y la ecuación, mancilladas latan todavía bajo la piedra y la pelota de fango… Ojalá podamos disfrutar los Juegos. Ojalá, ganemos o no, nos divirtamos todos, porque, según decía mi padre: “un juego tiene sentido si todos se divierten.” ¿Podremos dar sentido a estos Juegos? ¿Y si todos lanzamos la urgente jabalina? Intentémoslo. Aquí va la mía, directa al pálido jabalí que, camuflado tras la purpúrea túnica, cual ignorante segundón de jeta y risotada suidos, se regodea en la tribuna áurea. Aquí va la mía, propulsada por la oscura imagen, porque, como dijo el poeta: “sólo el jabalí negro tiene los ojos de oro.





sábado, 21 de julio de 2012

Y SIN EMBARGO EN ELLAS, LAS PALABRAS...




Y sin embargo en ellas, las palabras...


Soy un hombre afortunado. No sólo tengo amigos, grandes amigos, sino que entre ellos los hay que me prestan y regalan libros. Claro, saben que los leo, y eso debe animarlos a gestos de tamaña generosidad. También saben que los devuelvo en caso de préstamo, y que siempre agradezco sentidamente esas muestras de aprecio, pero aun así, soy muy dichoso cada vez que un amigo, de una forma u otra, me brinda la oportunidad de vibrar, de crecer con el impulso dador que comporta todo libro.

Hace algunos meses, mi amigo Hugo Busso me regaló un libro de Teodoro Elías Isaac, titulado “La palabra alterada (Narco)”. Hugo, filósofo y poeta, conoce algunas de mis inquietudes, sobre todo porque las participa, y, en alguna medida, las “padece”. Él sospechaba, acaso sabía que este libro me interesaría, porque es un libro diferente, novedoso y curioso, sobre un tema de inagotable extensión y especial trascendencia: la palabra; ese germen de humanidad, esa otrora vigorosa atleta de la imagen, del conocimiento y la comunicación, tan maltratada hoy por todos, tan desprovista de sus mejores armas en una época donde el lenguaje se mecaniza y empaca en dirección al agujero en que yacen los significados y las metáforas para que medre el más flácido sinsentido, el más integrista nominalismo.

La palabra necesita hoy más que nunca de amantes prestos (“Todo amante es soldado”, decía Ovidio) que, por cualquier vía a su alcance, llamen nuestra atención sobre lo que está pasando y sus posibles consecuencias… La verdad es que el libro citado es diferente, incluso raro. Su autor, médico, psicólogo, lingüista, en fin, humanista y maestro, para mí desconocido hasta ahora, va con total naturalidad de la ciencia a la ocurrencia, del rigor al entusiasmo, del dato a la iluminación, siempre que estos caminos lo ayuden a controlar el timón de su airosa nave. No sé si me gusta más cuando ejerce de científico o de iluminado. En ambos casos se muestra convincente. En el primero, utiliza su saber en los campos de la mitología, la filosofía, la psicología y la lingüística (griego, latín y lenguas semíticas) para, sobre todo apoyado en Grimal, Corominas y Freud, activar ante nosotros toda la potencialidad contenida en el étimo de las palabras como vía de conocimiento. En el segundo, y aunque su decir en lo formal nunca es poético, no duda en “tirar” de la imagen, aunque ésta nazca de intuiciones personales, propias o inducidas por todo tipo de fuente, para, a través de su capacidad de sorpresa y apertura sígnica, llevarnos al mismo terreno: la clave del conocimiento situada en la compresión de las palabras como unidades significantes de un único y mismo libro que él llama, con cartesiano impulso, Gran Enciclopedia o Libro del Universo… Sí, el libro es raro, también porque está compuesto por diez conferencias que han sido llevadas a texto escrito tal y como se dictaron oralmente. Esto “dinamiza” su estructura con un desenfado y una liberalidad que, si bien puede en ocasiones desorientarnos, nos mantiene alerta, siempre en tensión y dispuestos a transgredir la causalidad y la lógica del discurso en aras de una motivación más oblicua y sugerente. Pero lean algunos pasajes del libro:

 “La palabra alterada es una palabra que no tiene en cuenta al objeto que nombra, ni al otro a quien va dirigido el mensaje. Por eso es narco: el diálogo, que es habla de dos está bloqueado y deformado en un vacío monólogo. No dice nada.

Toda palabra guarda un centro, guarda un corazón, un corazón vivo, que únicamente palpita y se despierta si es respetuosamente atendido y tocado. Ese es el núcleo de la palabra, es lo que se llama ‘lo verdadero’, el etimós griego. Y llegar a lo verdadero, a la verdad de la palabra es despertar el sentido etimológico.

… hemos buscado el símbolo más antiguo de la humanidad, el símbolo más universal, que es el símbolo de la rueda, que guarda un centro, una periferia y los rayos que conectan el centro con la parte periférica. Este símbolo de la rueda, que marca y sella todo acontecimiento universal, desde lo más simple a lo más complejo, también sella la estructura de la palabra. Este es su signo.

En-kýklos-paideia. La clave del conocimiento está en la capacidad de la lectura de ese gran libro. Y todos los otros libros son libros en la medida en que se corresponden a este libro, en la medida en que facilitan y estimulan la lectura de ese gran libro, de esta gran enciclopedia.

Hasta aquí queda clara la vocación de unicidad y universalidad con que el autor se acerca a lo esencial de la palabra: significado, étimo, símbolo, centro, periferia… todo condensado en unidades de ese gran y único Libro del Universo. Pero no adelantemos el juicio. Sigamos. Noten el importante giro que da en esta agraciada y feliz definición:

La palabra ‘palabra’ es una abreviación de una palabra más larga, ‘parábola’. Las palabras se llaman palabras porque son parábolas. Cada palabra es una parábola (…) ¿Qué significa parábola? Es la unión de dos palabras griegas: pará-ballo. Pará significa ‘al costado, al lado’; y ballo, es ‘arrojar, pegar o golpear’. Una parábola es lo que pega al costado de algo, no hace centro, circunscribe un espacio, es la metáfora; para que en ese espacio, en el silencio de ese espacio, se manifieste una verdad, que no está en lo que dice. Por eso las palabras son parábolas, porque pegan al costado de algo que no está allí, pero circunscriben el núcleo del silencio donde se manifiesta el etimós, la verdad que cada palabra conlleva. Quien no tenga oído para el silencio de la palabra queda atrapado en la cáscara del sonido. Por eso podemos afirmar y decir, sin equivocarnos, que todas las palabras son huecas, por eso tienen valor de palabras, porque en el hueco, en el silencio del hueco es donde se manifiesta la verdad. Pero tiene que ser circunscrito por la palabra. Las palabras, como los templos, circunscriben el espacio para con-templar.

Sólo por encontrar un pasaje como éste me habría leído el libro entero. Qué cara esta definición de palabra para los poetas, y qué guiño a los arquitectos, a los que construyen edificios en particular y a los que construyen discursos (estructurados) en general… Pero continuemos:

Porque la palabra es la comarca del deseo. Porque la palabra es la expresión del alma, de la psiquis. Toda la vida de la psiquis está dibujada, marcada, en la palabra. La palabra representa la vida psíquica.

…el deseo únicamente puede ser contemplado en signos que lo representan en el espacio de la tierra, en el espacio del hombre, en signos que lo representan pero que deben ser captados, leídos, releídos, entendidos, descifrados en su clave. Ese es el valor de la simbólica, es la esencia del símbolo, contemplar.

…la verdad que duerme en el corazón de la palabra, en el etimós, porque cuando se le hace vibrar abre interrogación, despierta interrogantes.

…¿qué es lo exotérico de la palabra? El sentido semántico, las definiciones que están en el diccionario. ¿Qué es lo esotérico de la palabra? El sentido que duerme en la raíz, la temática que duerme en el núcleo.

…todo símbolo es una cadena, un derrotero designante que nunca llega y nunca toca lo signado…

La palabra es válida como una campana cuando llama al silencio. Las palabras en ese sentido son campanas, llaman al silencio, no al mutismo. Por eso callamos.

Claro, todas estas ideas son muy útiles para comprender en la palabra su dual connotación. Por un lado la palabra es una (¿la única?) vía para llegar a la verdad siempre que se despierte, se haga vibrar su núcleo, su étimo. Pero por otro lado la palabra, en tanto que parábola (metáfora), ahueca su interior para que lo colme un silencio cardinal (lo contrario del “intrascendente” ruido) y entonces se pueda manifestar ahí esa verdad, que ahora, lógicamente, al no estar en lo que dice, se ha convertido en verdad poética. Porque ese hueco que genera la palabra (parábola) al pegar de costado sobre algo que no está allí, sólo puede ser colmado por la imagen. Es la imagen la que dará contenido y sentido a lo esotérico que habita el espacio determinado por la sonora cáscara. Es la imagen la yema de ese huevo, de ese germen de humanidad que es la palabra.

Pero la imagen no obra plena, eficazmente en las afueras del símbolo. Necesita de él, mantiene con él una relación simbiótica. El símbolo de la rueda (cerrada sobre sí y en continuo movimiento) con un núcleo y una periferia que giran titánicamente en un tiempo circular, se me hace un tanto estrecho para la potencialidad real de la palabra, sobre todo si el movimiento es centrípeto y no centrífugo. Así que propongo sustituir la rueda por las aspas de un molino que, también con centro y periferia, “soplen” espirales infinitas de un aire en movimiento centrífugo, donde la palabra-símbolo no se agote en un tiempo circular, cerrado sobre sí, simétrico, sino que resulte inagotable en otro tiempo abierto y asimétrico. Y sí, “…todo símbolo es una cadena, un derrotero designante que nunca llega y nunca toca lo signado…” Según Jung: “Un símbolo pierde su virtud mágica, por decirlo así, o si se quiere, su virtud redentora, tan pronto como su reductibilidad es reconocida. Por eso un símbolo activo ha de tener una hechura inasible.

O sea, que volvemos a necesitar a la imagen re-dimensionando, re-significando continuamente la palabra-símbolo (o el símbolo “apalabrado”), con tal de que aquélla (o éste) no dejen de ser. La palabra como medio activo de conocimiento, como ente vivo cargado de significado, como vía de verdad poética, como motor simbólico… La palabra como bien primero, acaso sumo de la humanidad. ¿No debíamos poner mayor empeño en protegerla de la banalización y el vacío por los que parece seriamente amenazada?

Jorge Larrosa, hablando del lenguaje utilizado actualmente en la enseñanza universitaria (ya ven, casi nada) dice: “Un lenguaje neutro y neutralizado, que no siente nada y que no hace sentir nada, es decir, anestésico y anestesiado, al que no le pasa nada, es decir apático, un lenguaje sin tono o con un solo tono, es decir, átono o monótono, un lenguaje despoblado, sin nadie dentro, una lengua de nadie que tampoco va dirigida a nadie, un lenguaje sin voz, literalmente afónico, una lengua sin sujeto que sólo puede ser la lengua de los que no tienen lengua” (…) “En las aulas se habla cada vez más, se opina cada vez más. Todo el mundo tiene derecho a la palabra, pero a una palabra cada vez más banal, más neutra, más irresponsable, más vacía.” ¿Es esto lo que queremos para nuestros hijos? Cuidemos la palabra, para que a pesar de las maniobras insistentes de la nada, podamos decir con Francisco Pino: “…y sin embargo en ellas, las palabras/ me dispuse inocente a ser eterno.” De él, de Pino, son las imágenes que acompañan este texto. Muchas gracias a todos los amigos que comparten sus libros conmigo. Muchas gracias de nuevo a Hugo por este libro en particular. Si pueden, léanlo. Se lo recomiendo. (Universidad Católica, Córdoba, Argentina, 2010)




Amarga coda:

Al margen del tema central de esta nota, contesto algo que considero una innecesaria excrecencia en el discurso del texto comentado. Mucho medité si sería o no conveniente hacerlo, si sería mejor obviar el “desliz” o tratarlo en otra entrada, pero, aunque no me resulta agradable, no supe evitarlo, pues el asunto me inquieta especialmente. Si, como es el caso, recomiendo un libro, no quedo tranquilo mirando a otro lado en estos espinosos detalles, por colaterales o subsidiarios que puedan parecer.

En la tercera conferencia, el profesor Elías Isaac “patina” regaladamente con tal, creo yo, de resultar confortable al auditorio. Tal vez, si en lugar de oral, el discurso hubiera sido escrito, el autor no habría desbarrado así, quién sabe. Dice en la página 184: “Cuando hablamos de lo ‘árabe’ no estamos hablando de la raza árabe. Cuando hablamos nosotros de la lengua castellana no estamos hablando de los españoles. Yo no tengo ningún motivo para odiar ni rendir homenaje a los españoles, pero sí a la lengua castellana, que si no fuera por ellos no hubiera llegado acá, no me interesa lo que sean, lo que hicieron los españoles, pero sí me interesa la lengua castellana, que llegó gracias a ellos, se les cayó, como dice Neruda, de las botas, de las barbas, de los yelmos, se les cayó, quedó en casa con nosotros. Y cuando se habla de lo árabe con ustedes, me estoy refiriendo a la lengua árabe, no a la raza árabe. Quizás la raza árabe sea la que menos entienda y comprenda la lengua árabe. El profeta Mahoma decía ‘Aquel que habla árabe, la lengua árabe, ese es árabe’. Pone la referencia en una comunión de lenguas, no en una comunión genética o racial.

Vaya joya. Qué comentario tan infeliz... ¿Pero qué necesidad tenía usted, profesor, de soltar ese rosario de incoherencias en medio de un tema tan interesante? No, no lo paso por alto aunque me duela, porque este pasaje, además de provinciano, es peligroso. A ver, ¿qué cautelas ve usted necesarias frente a españoles y árabes? “…no me interesa lo que sean, lo que hicieron los españoles…” Esto ¿qué quiere decir? “…se les cayó (la lengua), como dice Neruda, de las botas, de las barbas, de los yelmos, se les cayó, quedó en casa con nosotros…” ¿Y esto…?

Profesor, no sé si podrá leerme, pero ese “nosotros” incluye (o debía incluir) a españoles y árabes. Las lenguas no se caen, se siembran y fructifican, como usted bien sabe, en lo más profundo de una cultura. ¿O es que a los romanos se les cayó el latín en Hispania? ¡Por Dios! Una tontería, si dicha por Neruda, sigue siendo una tontería, e igualmente cubre con su torpe manto a todo el que la airea.

Ese “nosotros” está también (y necesariamente) integrado por españoles nacidos en los virreinatos del Perú y del Río de la Plata, o en sus intendencias (actual Argentina) según la época de que se trate. Ellos, nuestros ascendientes, fueron los que sembraron el castellano allí. Y ellos, afortunadamente, llevaban con su lengua, no sólo el germen de las lenguas semíticas, sino también la sangre árabe y bereber. Llevaban este germen junto al indoeuropeo, al grecolatino, al celta...

España es (y ya era entonces) un fabuloso crisol de culturas. ¿A qué le teme usted? Usted, cuando habla de lo árabe, lo español, la lengua castellana, ¿piensa en los chinos, en los maoríes, o sólo en los actuales latinoamericanos? ¿Cómo puede leer tanto, profesor, creer tanto en la palabra, en su capacidad de ceñir verdad, de signar realidad, y decir tales cosas tranquilamente? Si según Mahoma (citado por usted) “Aquel que habla árabe, la lengua árabe, ese es árabe”, ¿qué son aquellos que hablan castellano? ¿aymaras?

No sé qué público tuvo en estas conferencias, pero fuera el que fuera, semejante comentario era, cuando menos, ocioso. Según Mahoma (insisto, citado por usted) usted y yo, ambos, somos castellanos por obra y gracia de nuestra comunión lingüística, aunque hayamos nacido en Argentina y Cuba respectivamente. ¿A usted le incomoda? A mí no. Pero no lo creo así. No me siento castellano (sólo) por pensar y hablar en este idioma, porque realmente la única patria chica que no me parece excesivamente provinciana (más allá de la lengua) es la mediterránea. Usted y yo tal vez seamos todavía ciudadanos, incluso súbditos griegos. Todos los occidentales, todos, lo somos en buena medida.

Amplíe, por favor, ese “nosotros” y no haga de su discurso, tan necesario, esbelto y esponjado, merced a estos inoportunos deslices, un retraído bonsái para el acomplejado jardín anterior de una imberbe casita de provincia. Usted sabe (lo cito) que “la palabra es válida como una campana cuando llama al silencio.” Pues hay que tener cuidado no vayan a resultar las palabras, torpemente usadas, cornetas que llaman a rebato… Lo dicho en esta amarga coda no empaña para nada lo sugerente que me resultó el libro, pero a veces, y como bien dice el refrán, “donde se cae el mulo hay que darle los palos”. Lo siento, pero tenía que decirlo aquí y ahora. ¿Demasiado hispano? Puede ser…

     

sábado, 14 de julio de 2012

Pulsión de posesión y cópula canina




Finalmente ayer, gracias a la bondad y la pericia de mi amiga Mercedes, experta criadora de perros que nos ayudó en el lance, fuimos capaces mi hijo Leonardo y yo de “liar” a Sombra (nuestra perra) con Blues (el perro de nuestro vecino Roberto). Llevábamos varios días empujando a los animales a un cortejo infructuoso: Blues, inexperto, y Sombra, “estrecha”, parecían incapaces por sí mismos de conjurar su bestialidad en dirección a los añorados cachorros. Estábamos al borde de la renuncia y la consecuente frustración, cuando apareció la buena de Mercedes que, con mano de santa, puso las cosas en su sitio (nunca mejor dicho) de una vez por todas. No sabemos cuál será el resultado de la cópula y juro no hacerlo público, porque claro, como se podrán imaginar, no es la parte pornográfica, escatológica, anecdótica o sensiblera del asunto la que me inclina a este breve texto. 

En estos últimos días, en los que ejercí a la vez de madame y voyer durante varias horas, no pude evitar preguntarme cómo ha llegado el hombre a ejercer un control tan extremo sobre gran parte del medio que habita; cómo ha llegado a controlar de tal manera los reinos animal, vegetal y mineral de este benévolo planeta; y, especialmente, cómo es capaz de ejercer su dominio hasta la manipulación casi absoluta de la mayoría de los seres vivos que lo acompañan en esta aventura, hasta el punto de decidir, incluso, sobre su más elemental derecho a la supervivencia. 

Blues y Sombra se entregaban tan indefensos a nuestros deseos, al manejo que hacíamos de sus impulsos vitales que, hasta cierto punto, me avergonzaba de ello. ¿Seremos realmente los elegidos de alguna divinidad autocomplaciente? ¿Seremos nosotros mismos piezas en un tablero mayor, simples juguetes en manos de algún jugador igualmente déspota pero a otra escala? ¿O esta sensación de dominio no es más que una ilusión, una jugarreta de la conciencia para apuntalar nuestro yo? Como ven, son preguntas nada originales (ya en el siglo XIX, Herbert George Wells se hacía preguntas parecidas en su novela “La Isla del Doctor Moreau”) pero no por ello pierden filo y ganas de hacer brecha. 

Hace poco leí un ensayo de Ana Ornelas Huitrón, que entre otras cosas hablaba sobre la pulsión de posesión en el hombre. Ella la coloca entre las dos pulsiones freudianas (vida y muerte) y dice: “Esta pulsión se expresa en la tendencia permanente del ser humano de percibir todo lo que le rodea, materialidad, geografía, personas, etc, de su propiedad. No es que quiera apropiárselas e inicie un proceso consecuente con ello, como algunos pensarían, lo que ocurre es que percibe todo su entorno y contenido como algo suyo…” Sí, pero ¿por y para qué? La autora no nos dice demasiado al respecto, mas asegura que “el sentido de posesión antecede al sentido de dominio y poder, pero también antecede al Tánatos de Freud. Tánatos (muerte), poder, dominio y cualquier forma de destrucción de la naturaleza, del planeta, de otras especies y de la suya propia (matar a los de su propia especie) son meras consecuencias del sentido primario de la posesión. En la naturaleza humana esas pulsiones o sentidos quedarían en el siguiente orden: primero: vida; segundo: posesión; tercero: muerte”. 

Ya ven, si convenimos con esta autora en lo tratado, veremos como algo necesario, consustancial a nuestra especie, que nos sintamos dueños de cuanto nos rodea. Se trata de una pulsión básica y primaria contra la que no merece la pena luchar si se pretende eliminar del todo. Al parecer, y según el texto citado, hasta la esencia social del hombre, y también los mecanismos de orden y control que han fijado las distintas sociedades a lo largo de la prehistoria y la historia, surgen y se desarrollan atendiendo a la necesidad de atemperar esta pulsión para que no desemboque en la antropofagia más severa: el canibalismo (literal o metafórico) conducente al exterminio de la propia especie.

Pero aun aceptando que la pulsión de posesión es algo inevitable, ¿no es cierto que la misma no obra con igual intensidad en los europeos y en los guaraníes? Los perros de los guaraníes (estoy seguro) no necesitan ayuda para copular, y sus dueños (imagino que los guaraníes también se sientan en alguna medida propietarios de los perros con los que conviven) seguramente estarán menos interesados que nosotros en controlar su natalidad. ¿No será que nos estamos pasando con la tal pulsión de posesión por muy primaria que sea? Confieso que no sólo me avergonzaba la indefensión de Blues y Sombra frente a nuestros deseos y lucubraciones, sino que hasta cierto punto me atemorizaba. Entonces no lo dije a Leonardo ni a Mercedes, pero realmente cuando los perros quedaron "anudados", las ideas que ahora comparto con ustedes me vinieron a la mente con especial fuerza. 

Qué lentamente bebe el caballo”, observó el poeta ante la inminencia de una gran tragedia. ¿Seremos capaces de controlar nuestra pulsión de posesión antes de que nos devore definitivamente? No preguntaré a los banqueros, ni a los políticos, ni a los grandes empresarios, ni a los científicos más infantiles, pero ustedes, mis amigos, mis lectores, ¿qué piensan al respecto?

A mí me queda el consuelo de que Sombra en casa vive como una reina. ¿Acaso a las reinas no se les exige igualmente descendencia? Más aún: ¿no se les exigía en algunos sitios, hasta hace bien poco, descendencia masculina bajo la amenaza de perder trono y cabeza? Al menos a Sombra no le exigimos nada en relación al sexo de sus cachorros, aunque muy bien nos vendría al menos una hembra. Sí, lo reconozco, aun pesaroso por lo contado, me gustaría quedarme con una de sus crías. Serían tan felices Mario, Leonardo y Marisela… 

¿Ven cómo la pulsión posesiva es irrefrenable? ¿Y qué podemos hacer? Pues, cuando menos, percibirlo, intentar atenuarlo… En fin, con la inquietante imagen de Marlon Brando en su excelente papel de Doctor Moreau (película de John Frankenheimer, 1996) dándome vueltas en la cabeza, insisto, me queda la tranquilidad compensadora de que Sombra en casa vive como una reina, y de que igual viviría cualquiera de sus cachorros. ¿Los tendremos?



 

domingo, 8 de julio de 2012

¿A quién interesa algo que ya se sabe?





Menudo corre-corre se traen las partículas en el interior de ese tubo franco-suizo con siglas casi psicodélicas (LHC). Vaya ingenio… Tienen que correr aceleradamente y chocar entre sí con cósmica intensidad para alcanzar un nombre. Sí, todas las partículas que por pequeñas quedaron al margen de las homeomerías de Anaxágoras y los átomos de Demócrito, llevan siglos penando por un título que les dé sentido. Algunas alcanzaron el suyo (electrón, protón, neutrón) a finales del XIX y principios del XX, pero otras, más canijas aún, siguieron sin él. 

A Dios debió parecerle esto una gran injusticia, porque recientemente puso en manos del hombre una pequeña réplica de su campo de acción (el mencionado tubo imantado) y una pequeña porción de su desencadenante más expedito (el movimiento acelerado) para que finalmente las partículas más radicales vieran satisfecho su afán nominal. Claro, una de ellas es aparentemente tan pequeña y pesada, tan elemental y primaria, que habiendo usado el nombre de Higgs mientras fue una corredora intuida e invisible, opta ahora, que casi se le ve correr y chocar, al mismísimo nombre del Creador. 

La “partícula (de) Dios”. Qué sonoro y merecido colofón para esta genitora atleta que tanto tiempo esperó un título capaz de reconocer su esencial ejecutoria. La “partícula (de) Dios”. ¿Y qué haremos ahora con esta partícula, con este nombre? Dicen que Higgs y Hawking tienen una apuesta al respecto. Bien, que la resuelvan. ¿Y qué más? Pues que los físicos y los metafísicos tendrán que actualizar sus manuales; los teólogos, la retórica que ancla y sustenta sus convicciones; los académicos, los diccionarios y las enciclopedias; los ingenieros, el alcance de sus artefactos (sean tubos imantados, satélites, microscopios electrónicos o proyectores holográficos); los banqueros, los objetivos de sus inversiones; los políticos, nunca se sabe; y los poetas… ¿qué harán los poetas? ¿Se dejarán arrastrar a tan escuetas misiones? ¿Alterarán las eternas variantes de las ecuaciones que manejan en su laboratorio palabrero para colocar en su lugar flamantes y púberes certezas? 

No lo sé, pero lo cierto es que cuando el hombre descubrió el bronce, el poeta dijo: “Noche, domadora de los dioses y los hombres”; cuando el filósofo definió el átomo, el poeta dijo: “El mar, sudor de la tierra”; cuando el científico razonó a Dios y dedujo que era el primer motor, el poeta dijo: “Una sola cosa, la única verdaderamente sabia, quiere y no quiere que se le denomine Zeus”; cuando el filósofo repensó a Dios y dijo que era el motor necesario; el poeta dijo: “Voy no sabiendo dónde”; cuando el teólogo pontificó sobre la ley natural, el poeta dijo: “¡Oh humano corazón!, ¿por qué te vuelcas en bienes que no admiten compañía?; cuando el científico descubrió la gravedad, el poeta dijo: “Huyó lo que era firme, y solamente lo fugitivo permanece y dura”; cuando el inventor logró generar la corriente alterna y conducirla hasta las bombillas, el poeta dijo: “Si de noche lloras por el sol, no verás las estrellas”; cuando el científico definió el Big Bang; el poeta dijo: “Salimos de la oscuridad como del sueño: torpemente vivos”. ¿Qué dirán ahora los poetas para celebrar el colmo nominal de la materia? 

No lo sé, pero ojalá sigan considerando que “nada es más real que la imaginación”. Porque en los eternos debates entre universalistas y nominalistas, entre creacionistas y evolucionistas (cuánto oxígeno aportará la excelsa partícula a este fuego), es la imagen la única que puede resolver en dirección al hombre. La imagen, sólo ella, porque como también dijo el poeta: “No creas que hay mucho más. Lo demás es todo”. Y digo yo: claro, lo demás es nada… 

Corran las partículas locamente por los túneles del hombre, choquen, háganse luz, alcancen su soñado nombre, emulen a Dios, dinamiten su exclusividad creadora... Da igual, porque sea o no Dios el Poeta, siempre será el Poema. A mí me basta. Y si es verdad lo que dijo Epicarmo: que “el hombre no es arte, es artista”, hagan lo que hagan las partículas: aunque corran encerradas en artilugios humanos, aunque resignadas exploten ante los ojos del científico que reducirá su esencia a fórmulas matemáticas, aunque se ofrezcan mansas a su arsenal de nociones (todo ello a cambio de ser pomposamente nombradas); el poeta les cobrará siempre el cardinal peaje: la obligada reverencia ante la imagen. Las partículas, al margen de la verdad poética, ¿a quién interesan? Vamos, pensémoslo, seamos sinceros, ¿a quién interesa algo que ya se sabe?






domingo, 1 de julio de 2012

Un pliegue para el recuento y un poema



Cuando hace seis meses inauguré este blog, no tenía la menor idea de cómo podría mantenerlo vivo. Entonces no sabía si dispondría de ganas y tiempo para hacerlo, si sería capaz de enfrentar el formato con la pasión y la tensión necesarias, si encontraría lectores cómplices en el camino. Además, aunque hace mucho tiempo escribía en prosa tanto o más que en verso, en los últimos veinte años escribí casi únicamente poesía, y dudaba que mi disposición a la prosa tuviera cierta continuidad. Bueno, esta es ya la entrada número trece. Me fui sintiendo cada vez más cómodo con el formato, tengo ganas de mantenerlo y voy sacando el tiempo para hacerlo. Para mí resulta un ejercicio fresco que, sobre todo entre un poemario y otro, me mantendrá más activo que de costumbre frente a la escritura. No sé cuántos lectores tengo porque no recibo muchos comentarios en “abierto”, pero a juzgar por las visitas al blog no son pocos, al menos para un poeta que siempre escribe, lo quiera o no, “para la inmensa minoría”. Muchos amigos me comentan por correo y me dan ánimos para seguir. A todos, a quienes comentan en el blog, a quienes me escriben vía e-mail, y a quienes simplemente me leen, les estoy muy agradecido. Claro que los invito a participar comentando, pero como yo mismo fui durante mucho tiempo reticente a esto, comprendo a quienes no lo hacen porque aún no se sienten cómodos en este medio.

Creo no haberme apartado temáticamente de lo que me propuse en un inicio. Se trata de un blog que pretende encomiar la imagen, la capacidad para producirla, emitirla, buscarla, recibirla y digerirla. Intentaré seguir ese camino porque realmente lo creo necesario... Hoy, en esta entrada un tanto diferente, quiero compartir con ustedes un poema inédito que escribí hace ya algunos años. Escribo “Poesía” en el doblez más luminoso de este pliegue. Ojalá lo abran y lo disfruten. Yo (espero que acompañado por todos ustedes) lo despliego, lo activo, sigo… Los abrazo a todos.      
La imagen de la cabecera la diseñé especialmente para esta entrada.


Poesía
 
...y el hombre pensó:
–– todo lo que alcance a nombrar será mío.
Y puso un nombre a cada cosa, fuera tangible o no,
siempre que se pudiera tocar con el deseo,
se pudiera acotar entre los sueños.
Pero ciertas entidades resultaban inasibles
aun bajo el corsé de las definiciones.


Y pensó el hombre: 
–– a todo eso que no puedo asir ni siquiera con un nombre
     lo llamaré Dios. No me importa pertenecerle,
     ofrecerle incluso lo que pude reducir a palabra,
     si me apropio el centro de todo lo corpóreo,
     si soy finalmente aceptado en el seno
     de todo lo incorpóreo que me excluye.


Pensaba el hombre, por ejemplo,
que bien vendría formar parte de la mirada del tigre,
que sería excitante asimismo
catar el desamparo de la hoja que cae.
Y nombró a Dios.
Y puso a su nombre todo lo nombrado.
Y lo tentó con grandes sacrificios.
Y se declaró su hijo.


Pero Dios, que sabe dónde radica su poder,
se mostró esquivo,
nunca quiso negociar con lo intangible.


Entonces pensó el hombre:
–– todo lo que alcance a nombrar será mío, incluso Dios,
     si aprendo a levitar sobre los nombres.


Y apareciste tú.