sábado, 13 de abril de 2013

Hombre y orangután ante caballo que bebe




Yo a mi hija ya le he dicho que se haga cantaora o algo, que canta muy bien. Sal en la tele. El que habla es Mané, que tiene un bar donde, a veces, por las tardes, se juntan unos amigos a tocar flamenco. Yo esos de los libros, a los que van de culturales, me descojono, dice. Llevo diez años con el negocio y no he visto ni uno que tenga para pagarse los cafés. ¿Qué le dices a tu gente? ¿Qué sean como ellos? Venga hombre. Mucha facha y nada más. A mí, esos de los libros, negocio me hacen poco.

El extracto anterior (me costó trabajo escoger uno, y con pudor lo incluyo) pertenece a un artículo que me envió hace unos días mi amigo Carlos Negrín. Fue publicado en “El Confidencial” y se titula “Sí, soy un inculto, pero gano mucho más que tú. ¿Qué pasa? ¿Eh?”. El artículo es malo, no pude leerlo entero, lo confieso, sólo le pasé por encima. Suficiente. ¿Para qué? Pues para esbozar una pequeña pero amarga mueca y escribir algo al respecto. Por cierto, mi amigo Carlos me dijo que tampoco lo había leído completo. Me lo envió entre asombrado y contrariado.

¿Qué es eso de ser culto? ¿Tiene utilidad? ¿Cuál? Qué manía de preguntarse cosas tiene el hombre, madre mía. Cómo gusta incordiarse a sí mismo persiguiendo razones huidizas cuando no hostiles…
Para muchos autores supuestamente cultos, serlo radica única y exclusivamente en la capacidad de comprender el presente y pre-ver el futuro a partir del conocimiento profundo del pasado. O sea, para un supuesto vidente, ser culto sería tal vez un ocioso exceso. Si alguien es capaz de pre-ver el futuro en base a dones sobrehumanos, no necesita conocer al hombre. ¿O sí?... Lo que parece claro es que para quien no tenga el poder de la adivinación, puede resultar interesante, incluso útil, saber a qué atenerse frente al emotivo, pero en última instancia previsible, comportamiento de tan raro animalito.

La cultura, vista así, es un providencial saco de memoria, una suerte de almacén de datos para una videncia casi científica. Miren por dónde, los cultos, los videntes y los científicos terminan encontrándose… Sí, un hombre culto es, sobre todo, un visionario, aunque limitado, pues sólo funciona si conserva la memoria y tiene a mano su chuleta histórica. Cómo no citar aquí a Ortega. Decía éste: “… el chimpancé y el orangután no se diferencian del hombre por lo que hablando rigurosamente llamamos inteligencia, sino porque tienen mucha menos memoria que nosotros. Las pobres bestias se encuentran cada mañana con que han olvidado casi todo lo que han vivido el día anterior, y su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de experiencias. Parejamente el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido antes ninguno. El hombre, en cambio, merced a su poder de recordar, acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer hombre; comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. Este es el tesoro único del hombre, su privilegio y su señal. Y la riqueza menor de ese tesoro consiste en lo que de él parezca acertado y digno de conservarse: lo importante es la memoria de los errores, que nos permite no cometer los mismos siempre.” Y ahora la célebre frase del pensador: Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al orangután.

Me he permitido esta larga cita porque resulta demoledora para quienes menosprecian la cultura; ese “pretérito amontonado” que poseemos, y que, especialmente si se acomoda en la imagen (la memoria es, sobre todo, un selectivo imaginario) nos permite ser hombres frente a las bestias. Si ser culto es realmente estar en posesión de un ventilado montón de memoria, y por ello no tener que empezar cada día a cimentar humanismo sobre el vacío; entonces, señores, ser culto no es un lujo, es una pesada pero necesaria sobrecarga. La cultura es continente y transmisor de memoria. La cultura recibe humanidad, la incuba, la testa. Casi nada…

Dicho esto, debo continuar diciendo que el primer síntoma que denota un déficit de cultura en el citado artículo, radica en que su autor pretende adjudicar a nuestro tiempo un especial rechazo a la misma. ¿Somos ahora singularmente apáticos frente a ella? El tema no se puede agotar, ni siquiera despachar en dos párrafos, pero ateniéndome a las exigencias de este formato, intentaré explicar lo que creo al respecto: en esencia somos los mismos, también frente a la cultura, al menos desde que vivimos rigurosamente socializados, ayuntados en la polis o su remedo, y sometidos al devenir en un tiempo lineal e histórico.

Los impulsos civilizador y cultural de la humanidad se encontraron frente a frente, por primera vez con toda su potencia, en la polis, en la historia, donde se trasciende el tiempo circular sujeto a cíclicas e invariables vueltas. Lo que el impulso civilizador necesitaba hacer entonces, el cultural debía someterlo al riguroso decantador de la memoria precipitada, sedimentada, poseída. La solución equilibrada a las tensiones que generó tal correlato, permitió al protohombre pasar de la prehistoria a la historia en dirección a sí mismo. Pero para un animal en principio tan económico, calculador, cauteloso y cobarde, este equilibrio no podía construirse si las fuerzas descritas resultaban simétricas.

La civilización necesita la ceguera que le es extraña a la cultura. La civilización es atrevida, la cultura es prudente. La cultura estaba condenada a ser minoritaria en los inquietos predios de la historia, ese escenario donde lo actual no sólo es medio sino fin. La cultura, afortunadamente, siempre fue cosa de pocos, y pocas veces armó el brazo ejecutor de la historia. ¿Adónde nos habría llevado, por ejemplo, la sociedad pretendida por Platón? La cantinela de la cultura frente a la civilización y viceversa tiene milenios de existencia y se puede rastrear desde la Grecia preclásica hasta el día de hoy sin grandes esfuerzos. Es cierto que sobre todo a partir del siglo XIII, donde se comienza a gestar el último gran cambio de episteme, de la religión al capitalismo, se hicieron más visibles, que no más reales, estas fértiles contradicciones. Es cierto también que hoy en día, en pleno apogeo del hombre-masa, que dispone de importantes medios para expandir su credo, la irreverencia de la incultura se hace más notoria y escandalosa, pero este asunto no es nuevo, y tratarlo como tal denota desmemoria, incultura.

Claro, que sepamos que estos contrarios obran desde siempre en la historia, no quiere decir que no debamos controlar, hasta donde sea posible, el necesario equilibrio entre ellos. Tal equilibrio siempre será asimétrico, pero no podemos prescindir de él. Hoy, en un escenario global, la incultura, que también lo es, parece campear, rampar incluso por doquier. Puede que el hombre-masa capitaneado por el científico-ignorante, suponga ahora un riesgo algo mayor en tanto posee mejores medios para expandir su credo. Pero similares medios poseen sus contrarios. La cultura, ese saco de memoria, ese “pretérito amontonado” seguirá contrapesando la ceguera civilizadora, la barbarie. Para hacerlo necesita soldados especiales, individuos con mucha memoria, especial sensibilidad, gran capacidad para el esfuerzo y la comunicación. Sin embargo, la resistencia ante la barbarie debe ejercerse sin despotismo, porque si bien la incultura resulta hoy visiblemente descarada, la cultura puede ser muy insolente cuando se adorna y se encumbra, que es, en la casi totalidad de los casos, cuando resultada impostada, impostora.  

¿Qué hacer entonces con esos “cultos” lectores de best sellers y consumidores de todo tipo de cine que, al parecer, etiquetaban su afición para tener éxito social, incluso para ligar; y que ahora se rinden ante la inoperancia de su táctica, la rápida degradación de su marca? Pues consolarlos e invitarlos a que hagan verdadera memoria. Sólo apilando y penetrando pasado seriamente podrán entender qué les pasa, y, quién sabe, tal vez encontrar vías de auténtica plenitud. Al resto, los que se jactan de su desmemoria, agradecerles que nos mantengan vivos, que opongan a nuestro decadente impulso su irreverente temeridad. Del tal manera funciona el “negocio”: los unos a recordar y los otros a ejercer su derecho al olvido, a la ignorancia; los unos a medir y pesar lo que los otros deciden desconocer. Siempre fue así. Sin las crecidas del Nilo, no habría existido ni agricultura ni agrimensura en Egipto.

La violencia, el exceso y el descaro son tan vitales al hombre como sus contrarios. Y si encima ahora (dice el citado artículo) regodeándose en ellos se gana más y se liga mejor ¿qué podemos objetar? Eso sí, cuidado la desmemoria no llegue a su peor extremo y nos convierta en máquinas. Con esa única línea roja bien marcada en suelo y horizonte, digo sin ambages: ¡que (sobre) vivan los incultos! ¡que sigan haciendo juego, operando en la historia con los ojos vendados! No permitan que la cultura se empache de memoria y termine vomitando puro nihilismo. Pero, por favor, ¿podrían empujar y colorear la civilización sin excretar en sus podios?¿podrían atender las señales de los decadentes cultos, cuando éstos, recordando la figura de su mutante silueta, avisten al maligno? Ay, cuántas almas, cultas, incultas, habrían podido esperar tranquilamente su natural hora para transmigrar o viajar a Dios, si los grandes civilizadores hubieran escuchado y atendido a Holan cuando pre-dijo: “Habrá de nuevo guerra…/ Qué silenciosamente bebe el caballo…” 


2 comentarios:

  1. Hermano: he tardado en comentarte esta vez aquí en el blog, aunque lo hice por teléfono inmediatamente, porque he tenido una semana de mucho trabajo y mucho estrés. Pero no quería dejar de contarte una anécdota que tiene mucho que ver con todo esto.
    Cuando fue a Cuba el Papa polaco en 1998 presentaron en Pinar del Río, en la sede del Centro de Formación Cívico y Religiosa, una institución visionaria que debe haber terminado como la fiesta del guatao, una edición bellísima de las Cartas a Elpidio del Padre Varela. Los ejemplares tenían en la primera página un sello, puesto en el Vaticano, de la Soberana Orden Militar y Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta. Todo, absolutamente todo, era nuevo para el niño de 17 años. Allí estaban reunidos esa noche algunos jóvenes a los que Dagoberto Valdés explicó la importancia de que los jóvenes cubanos conocieran ese libro. Elpidio era la personificación de la juventud cubana a la que el Padre Varela se había dirigido.Conservo mi ejemplar, uno de los escasos 50 que esa noche se entregaron. Cuando llegué a la escuela y lo comenté con mis amigos no faltó quien me dijera que estaba hablando "boberías", que a estas alturas un sacerdote muerto en 1853 tenía muy poco que enseñarnos, sencillamente porque no había vivido acontecimientos transcendentales que habían cambiado para siempre el destino de Cuba. Poco pude alegar, no había leído ni dos líneas. Pero, hermano, luego de leerlo varias veces, de sentirme en la carne del amado Elpidio, supe que aquella noche había sido fundamental para mi formación, que de haber sido un hecho extendido hubiera sido cardinal para el modo en que se erigieron muchas cosas. Me lo has recordado. La incultura es muy osada, hermano, muy osada... ¡Gracias por esta entrada que parece pesimista... pero es todo lo contrario y me ha dado las claves de asuntos fundamentales. Tomaré buena nota. Cada vez es más bonito tenerte. Te mando un abrazo muy cariñoso.

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  2. Gracias, querido amigo. Me entusiasma ser capaz de evocar ese tipo de recuerdos. Bonita anécdota. Sí, la incultura es muy osada. Y es necesaria, pero en un equilibrio con su contario que no empuje hacia la autodestrucción. Algo parecido pasa con la cultura. Equilibrio, equilibrio... Te abrazo. Jorge

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