viernes, 27 de junio de 2014

Fidelidad





Te engaño cada día con la belleza:
con esa chica del tiempo tan artificiosamente modosita,
con esa actriz morena, la de los labios-pétalo,
con algunos personajes literarios:
con Helena, por ejemplo, con la Maga,
con Ana Karenina, con Cecilia, con Lolita.
Te engaño con mujeres peligrosas:
Lucrecia, Mata Hari, Gala, Frida...
Te engaño con las vecinas que tuve y las que tengo,
con mis amantes idas, naufragadas repetidamente
en la resolutiva fosa de tus brazos.
Te engaño también, cómo evitarlo,
con la primavera; por ella
y porque siempre la persigue, íncubo, el verano
con su morboso comercio de tersuras y de piernas.
Te engaño con el jardín, con la perra,
con esas horas muertas en las que te apartas,
en las que tú ausente puedo amar sin orejeras.
Te engaño con Praga, con La Habana, con Toledo,
ciudades que sé amar aun en tu presencia.
Sabes bien que te engaño con los hijos, con los libros,
con el arte, muy especialmente con la poesía.
Te engaño, por qué no, con semidiosas:
con Circe, con Dafne, con Casandra...
Pero las más de las veces
te engaño con Ariadna, por desinhibida ella
y porque me siento Dioniso poseyéndola.
Te engaño también con Magdalena
––que me perdone Jesús–– y con María,
sobre todo en La Piedad de Ribera.
Te engaño con lo gozosamente imposible,
con todo lo imputable a las imágenes.
Todos los días, todos, te engaño
con la belleza.

La fidelidad es una treta innecesaria. Lo sé,
pero soy fiel incluso si la niego.
Ya ves, sólo te engaño a ti.
A nadie más amo yo
hasta el engaño.


jueves, 19 de junio de 2014

¿La muerte puso huevos en la herida?


  (paráfrasis sobre un verso de Lorca)






Han pasado unos días… ¿Qué decir en aquellas primeras horas que siguieron a la noticia, cuando uno ve que hasta el gobierno chino, en solemne mandarín, lamenta oficialmente la muerte de Gabo? ¿Y qué decir ahora? ¿Para qué? ¿A quién podrá interesar (ya no dentro de un año, sino mañana mismo) esta nota, una más, al margen de la intensa y extensa obra del cuentero colombiano? Es un encargo, claro. Al parecer, al menos una amiga piensa que falta algo por escribir al respecto, y para abundar en mi asombro, piensa que puedo y debo escribirlo yo. ––Dos cuartillas, por favor, me dijo.



El autor y su obra. Lo que importa y place
(media cuartilla)

                                                                  Nada es más real que la imaginación. Lezama.


Hablamos de un gran inventor, de un fabulador empedernido con un oficio de escritor probado. Este “farsante” (¿qué somos, si no, los poetas y narradores según Platón?) hereda un patrimonio enorme: toda la cultura occidental con su semilla mediterránea, su rica tradición lógica y mitológica, su gran acervo narrativo, y una lengua viva que habla una décima parte de la humanidad; una lengua con gran capacidad para ser incubada, intervenida, ensanchada… Hereda además un medio socio-cultural en plena pubertad, donde la historia muestra su más irritado acné. Pero esta realidad es tal, sólo, para los hombres comunes, no para los creadores. Para estos últimos (semidioses o diosecillos, como su nombre indica) se trata de arcilla, nada más. Porque la realidad dada, regalada, ordinaria y grosera, tendrá que ser expuesta de nuevo al estrés humanista, tendrá que “homologarse” para el hombre en su tiempo, y con tal fin, someterse una vez más a los avatares de la madre imaginación... Arcilla, sí, pero no cualquiera. La periferia de una cultura es el sitio ideal para que rebote y resuene el eco de su núcleo. Allí los electrones ganan la libertad necesaria para los movimientos más alocados y sugerentes. Allí fornican y eyaculan con una fértil impudicia, con simétrica impunidad. No dejan de orbitar el núcleo, pero lo hacen con desenfado, como si en ello no les fuera la vida, porque, afortunadamente, no les va. Gabo hereda a Fernando de Rojas, Cervantes, Lope, Tirso de Molina, Pérez Galdós, Baroja… pero también a Rulfo, Arguedas, Asturias, Roa Bastos, Borges, Lezama, Paz, Carpentier… Y especialmente estos últimos han desbrozado el camino. Es en una América traviesa y púber, con las espinillas en plena eclosión, donde pueden nacer y nacen el modernismo, el sencillismo, el indigenismo, el nadaísmo, la antipoesía; donde el surrealismo tiene su ápice de gloria hispana. Es en la América barroca donde, antes de que se hablara sobre el boom y el realismo mágico, se hacía ya sobre lo real maravilloso, de la mano de un afrancesado pero hondamente mulato Mackandal, que un día, machete en mano y sueños en ristre, se presentó en el consejo fundacional de Macondo… ¿Pudieron escribirse en Europa Trilce o Tres tristes tigres? ¿Pudo Lezama escribir como lo hizo, si no en La Habana? No. Mas este tipo de herencia está para todos, y sólo unos pocos la saben asimilar, testar esponjada. Ésos, en ocasiones reciben el Nóbel, y aunque escriban en castellano son despedidos, incluso, en solemne mandarín. ¿Y su obra? El tiempo dirá. ¿Tenía Gabo un gran ingenio? Seguro. ¿Fue un genio? No lo sé, pero qué más da. Como tal reza en la Academia sueca, en los periódicos de medio mundo, en los obituarios desde Aracataca hasta Manchuria… Yo sólo apunto que son dos cosas distintas el genio y el ingenio. Ver, por ejemplo, como lo intuye Gracián, como lo explica Zilsel.



El hombre y sus vicios. Lo que no importa pero debe explicarse
(cuartilla y media)


                                                              Hay que ser un mar para poder recoger
                                                              un río inmundo sin ensuciarse. Nietzsche.



El mismo Ovidio que en Fastos decía: “En mí habita un dios,/ que me anima a inflamarme”, en Las Tristes se quejaba: “¿Por qué reanudo el trato con las Musas, que constituye mi delito y motivó mi falta y mi condena? (…) Quítame la manía de componer versos, y borrarás todos los errores de mi vida. Reconozco que sólo en ellos soy culpable. He aquí el fruto que he recogido de mi numen, mis afanes y mis laboriosas vigilias: el destierro”. Y desplazaba de sitio a su dios: “Si has de suplicar alguna vez, adora el numen de Augusto y eleva humilde tus plegarias al dios cuyo enojo experimentaste…” Entre ambos “discursos” (Fastos y Las Tristes) median el enfado y la represalia de su amo. Ovidio no era un glorificador profesional como en alguna medida lo fueron, aunque no a tiempo completo, Virgilio y Horacio. Así le fue al de Sulmona… Pero esta dependencia de los intelectuales y artistas con relación al poder político no sólo se dio en la antigüedad. En pleno apogeo de los panegíricos y paragones renacentistas y barrocos: Savonarola, Verino, Facius, Volaterranus, Vasari, etcétera; Miguel Ángel, ya recogido en el de Volaterranus como Archangelus Florentinus, prácticamente divinizado por Vasari, se dirigía por carta a Francisco I de Francia de esta manera: “Sacra Majestad, yo no sé qué es mayor, si la gracia o la maravilla de que vuestra Majestad se haya dignado a escribir a alguien como yo…” Y al cardenal Rodolfo Pío Da Capri, de esta otra: “Ilustrísimo y reverendísimo señor y patrón mío respetabilísimo.”

La mayor parte de los pensadores y creadores desde la antigüedad hasta el siglo XVIII, especialmente los literatos, fueron glorificadores a sueldo de sus mecenas. El plan era simple: ––Te llevo a la posteridad, medro, y voy contigo. Aristóteles educó a Alejandro, Virgilio trabajó para Augusto, Séneca para Nerón. ¿Para quién lo hizo Leonardo? ¿Y Velázquez? ¿Y Mozart? ¿Qué le pasó a Tomás Moro por salirse del redil? Esto siempre fue así. A partir del XIX los artistas, con una clientela poderosa y bien asentada en la alta burguesía, que para entonces no en todos los casos detentaba el poder político, al menos directamente, pudieron independizarse un poco de tal influjo. Sin embargo, la relación de los escritores con la política se mantuvo y mantiene viva por diferentes cauces. La lista de poetas y narradores que se desempeñaron como embajadores de sus países es extensa aún en los siglos XIX y XX. Entre aquellos mismos vanguardistas americanos, fueron embajadores o cónsules de sus gobiernos a diferente nivel: Darío, Asturias, Paz, Neruda, Cabrera Infante, Edwards, Carpentier… Otros han sido ministros de gobiernos con muy dudoso pedigrí. Es el caso de Cardenal, por ejemplo. Vargas Llosa llegó a presentarse como candidato a unas presidenciales de Perú. Entonces, si es algo tan común y lo fue siempre ¿por qué desconcierta a muchos cubanos la amistad que mantuvo durante tantos años García Márquez con Castro?

“Fausto y Mefistófeles son una y la misma persona”, dijo Jung. “La amistad sólo se da entre iguales”, dijo Erasmo. ¿Será cierto? Esto último no. Yo creo que la relación amistosa de García Márquez con un asesino como Castro hay que ubicarla dentro de la explicada interacción glorificador-glorificado. Aquí, sin embargo, coexisten dos matices importantes: el glorificador no depende de su par para vivir, y el glorificado ostenta un contrapoder periférico con ciertos rasgos románticos y muy hispanos.

De la misma manera que sólo en Hispanoamerica pudieron surgir ciertas vanguardias con relación a la creación literaria en castellano, es allí donde se pueden producir estos fenómenos hoy día. ¿Algún autor de peso, aun propenso a glorificar tiranuelos, pero con vocación eurocéntrica, trabajaría sin condiciones en pleno siglo XX y durante más de 50 años, para un cacique periférico con la sangrienta trayectoria de Castro? Una vez caído el muro de Berlín, ¿qué tiempo hubiera sostenido su apoyo incondicional al tirano maraquero, Sartre, por ejemplo? Es en "Nuestra América" donde estas cosas ocurren todavía con frecuencia. Puro realismo mágico. Ocurren allí, donde hay margen para que los electrones se meneen en las antípodas del núcleo, donde pasan cosas imprevisibles cada día, donde todo es posible... El americano profundamente hispano (casi todos lo somos en la cuenca del Caribe que habla castellano) carga con una herencia quijotesca enorme. Sí, hablo del gusto por la hazaña a que se refería Ortega. La hazaña por la hazaña, la que no tiene que estar sustentada en ninguna lógica, ni sujeta a ningún resultado práctico. Y esto, unido a los conceptos afines de hombría, honor y firmeza; unido finalmente a la envidia y a los concurrentes complejos, produce personalidades muy especiales. Castro es una perfecta muestra.

Todo ello pudo influir en el temprano acercamiento de García Márquez al tirano caribeño. Tal vez vio en él una suerte de Caupolicán moderno, que, paradójicamente, era también un talibán hispano. De acuerdo. Pero después que entró en contacto con su día a día, después que comprobó cómo encarcelaba y mataba, cómo ejercía un poder absoluto y caprichoso, ¿qué alicientes encontró para sostener aquella relación? Bueno, cualquier novum puede resultar atractivo a un vanguardista de pro. En última instancia, estaba al lado de un tirano de nuevo tipo, el perfecto para el hombre nuevo caribeño, ensayado en Haití doscientos años antes bajo el auspicio del machetero Mackandal. Además, un glorificador, por atípico que sea, se debe a sus funciones y no tiene que hacerse preguntas incómodas. Además, éste disfrutaba en exclusiva una pequeña parcela de poder en aquella “novísima” tiranía: era capaz de promover y lograr la liberación de presos espinosos… colegas suyos, para más señas, encarcelados por ejercer como tales en la nueva Isla Maravilla.

García Márquez no era un hombre íntegro. Era, sencillamente, un buen fabulador. No era un mar, y no podía por tanto recoger un río inmundo sin ensuciarse. Sin embargo, pasado un siglo nadie reparará en cuáles fueron sus amistades. Ya se verá si su “Cien años de soledad” vibra aún en la memoria colectiva para entonces, pero Castro, y su rara amistad con él, serán anécdotas para curiosos e historiadores. Si acaso.

                                                                                 De ser posible, tradúzcase al mandarín.



viernes, 13 de junio de 2014

Ajunten


 































        …temblar siento ya mi entendimiento.
                                        Ausias March



Hace tiempo creo saber que los libros nos hacen más falta mientras menos nos urgen. Resulta paradójico, pero en la lectura, como en el sexo, el apremio impide distinguir y satisfacer las necesidades más hondas. Si leemos un libro con urgente motivación (la urgencia comporta siempre un pathos exagerado) no podremos aprovecharlo con total plenitud; y es por eso que, justo en ese momento, no nos conviene tanto como solemos creer. “Inventario secreto de La Habana”, de Abilio Estévez, es un libro que me urgía hace quince años, cuando aún no estaba escrito, pero es ahora cuando realmente estoy preparado para disfrutarlo en todos los sentidos. Agradezco este regalo del azar. El libro, publicado en 2004, me llega puntualmente.

Abilio, que es un escritor exquisito, y no por primoroso en el sentido más afectado del término, sino porque posee y sabe gobernar la inteligencia, el humor y el oficio necesarios para escribir con exquisitez, nos propone en este libro una operación tan incómoda como deliciosa: tramposa (todo buen creador literario es un adorable patrañero) pero muy eficaz desde el punto de vista proselitista. Sí, proselitista, aunque parezca lo contrario. Abilio nos desmonta La Habana que soñamos, nos describe la que merecemos, y entre tanto nos ofrece la que necesitamos: imposible esta última, claro, como todas las cosas que de verdad importan, si no resulta de un pacto cerrado entre ofrecido y oferente. Fíjense que no hablo de La Habana que vivimos quienes tuvimos esa suerte, porque eso, aquí, no es lo que más importa. La que yo viví, por ejemplo, difiere bastante de la que vivió Abilio, pero es una y la misma esa que ambos soñamos, merecemos, necesitamos… Perfecto. Este libro es un valioso manual para captar y bautizar habaneros, hayan nacido o no en aquel portento de la artimaña, donde la ópera humana mantiene sus varios telones perennemente levantados para los vividores curiosos, como párpados que no pudieran cerrarse, expuestos al resistero del sol, enfrentados de por vida a la inclemente luz.

“… mentir es agotador…”, nos dice Abilio. Cierto, pero es divertidísimo, más aún, es vital. Mentir agota, pero no a todos ni en todos los casos por igual. Cuando el mentiroso es un chapucero, un vicioso que desorienta a los demás en pos del mero beneficio propio, la mentira terminará agotándolo, y su fatiga se extenderá como castigo a cuantos le escuchen o lean. También se agota el mentiroso recto, claro está, porque mentir rectamente es dificilísimo, pero este último, para quien “el río de la verdad por cauces de mentiras”, mientras se fatiga desgrava el cansancio en los demás; es a la vez abrevadero y aliviadero. Estos son los farsantes necesarios, imprescindibles. Abilio es ya uno de ellos. Bendito sea. Es tan listo… y docto, que no nos deja ver su habano-dependencia hasta que no cree haber demolido la nuestra. Después de reducir La Habana, con toda la razón del mundo y toda la pericia que cabe en nuestra lengua, a un montículo historiado donde el aislamiento y la estanqueidad quedaron a merced de la luz y el salitre, ambos inmisericordes; después de “matar todas nuestras ilusiones”, de chapear meticulosamente en nosotros La Habana que se ve, la que se saborea, la que se huele; incluso, y atreviéndose mucho, la que se oye, Abilio nos salva en y para su Habana, la que se toca, la táctil. Sí, nos prepara para que nos toquemos en el velorio de la gran dama. Nos invita a resucitarla tocándonos. Estemos donde estemos, hagamos lo que hagamos, toquémonos para experimentar La Habana posible. Toquémonos con todo, pero, sobre todo, con la mirada. Hablamos de un confeso voyeur, de alguien que declara preferir la lectura a la vida, que vive leyendo, leyéndonos. Alguien que llega a Barcelona (una ciudad sin ojos habano-funcionales) con los ripios de su ciudad en ristre, y descubre que debe imantarlos para recuperar en ellos, ella, lo táctil de su mirada.

Entonces, no son la clave del arco habanero: la insularidad, la luz, el idioma, el acento, la alegría, la musicalidad, el bailoteo (que dirían su madre y la mía), la bulla, el choteo, esa forzada manía de vivir en la calle; ni siquiera su (re)gusto por el ocio, su estoica paciencia… La Habana que con tanto esfuerzo alumbraron artistas, poetas y folcloristas es pura tramoya. La clave de esta ciudad es su expedita tactilidad. La Habana de Abilio es táctil, y está en todo lugar donde la gente sepa tocarse, especialmente con los ojos, o sea, indagarse hasta la más humana promiscuidad. Así que soñamos una Gran Habana, merecemos una inmunda y necesitamos una táctil. ¡Eureka! Esta última es posible… y portátil. La puede llevar el habanero, de origen o no, como eficaz seña de identidad por el mundo. La puede desplegar, esté donde esté, con sólo fijar los apetentes ojos en el otro hasta la caricia o el manotazo.

Pero la mirada habanera de Abilio no escruta sólo por disciplina o higiene ciudadanas. Esta mirada táctil es eminentemente deseante, más aún hedonista, cirenaica, ¿epicúrea? Porque Abilio sabe que “nadie, como el deseoso, conoce la ciudad”. ¿Quién pudo conocer Atenas mejor que el meteco Anacreonte? ¿Quién pudo conocer Venecia como lo hizo el extranjero Byron? La mirada táctil es también una infalible estrategia cognoscente. En La Habana de Abilio, sin embargo, esta mirada sólo podía desplegar sus potencias con plenitud en el crepúsculo, pues la luz deslumbrante de los días, y la extrema oscuridad de las noches sometidas a frecuentes apagones, en gran medida la entorpecían. (Miren qué hallazgo: “de la nada a la nada, existe sólo un instante de crepúsculo”). Pero Europa, por ejemplo, donde las ciudades son más oscuras (o menos claras) y están correctamente iluminadas de noche ¿no es el sitio ideal para la mirada habanera? Y con una mirada como ésta puesta a punto ¿no podríamos habanear sin problemas por estos otros lares? Menos y más oportuna luz. Perfecto. Al fin y al cabo “salimos/ de la oscuridad como del sueño:/ torpemente vivos”, nos dice Gamoneda. Y qué más da que esa mirada táctil no siempre resuene, refracte fertilizada en lo mirado. Si el habanero es un gran mirón (tocón, sobón) si realmente es un profesional del toqueteo óptico, sabrá contentarse (¿qué remedio?) con serlo y parecerlo, aunque sólo halle la simetría esperada en sus paisanos, homologados mirones, que “haberlos haylos” por el mundo entero. 

Hace veintidós años que no estoy en La Habana. Ya no me urgía este libro, o sea, lo necesitaba especialmente. Como por desgracia siempre me sucede con los libros que leo por vez primera, lo comencé a leer como autor, con un espurio interés intelectual. Como afortunadamente siempre me sucede con los buenos libros que recomiendo a todos, lo terminé como lector, humildemente entregado, con el entendimiento en trémula deriva. Se trata de un libro engañosamente fácil, escrito por un hombre de teatro, esto es, un encantador de almas, un farsante de los buenos. Nada parece estar pasando mientras Abilio te echa maíz, te remoja en dirección a su olla. Cuídense, pero léanlo. No es un libro erudito, dice Abilio. Río. Obviamente no le crean. Aquí nada es lo que parece. Si quieren llenarse de él y tener una digestión productiva, asómense al balcón de Occidente, extiendan los brazos y ajunten. Si no tienen dinero para comprarlo, igualmente ajunten (río de nuevo) pero léanlo. Me agradecerán la recomendación, lo sé. Me agradecerán también que no les cuente más, que no entre en detalles. Los detalles Abilio los cuenta mejor que yo… y que tú, lector, seas quien seas, creo. 


     















sábado, 7 de junio de 2014

Imagen y artificio. Lo posible se halla cerca de lo necesario






No hay belleza sin ayuda, ni perfección que no termine en bárbara sin el realce del artificio, pues éste a lo malo socorre y lo bueno perfecciona. La naturaleza comúnmente nos invita a lo mejor, acojámonos al arte. El mejor natural es inculto sin él, y falta la mitad a las perfecciones, si les falta la cultura. El hombre sabe a tosco sin el artificio, y necesita pulirse en todo orden de perfección.

                                                                                    Baltasar Gracián



Me atrevo a interpretar con cierta liberalidad esta sentencia graciana (Ver la original en “Oráculo manual y arte de la prudencia”. XII. Naturaleza y arte, materia y obra.) por aliviar a mis lectores el esfuerzo de hurgar en su compleja sintaxis el sentido preciso que pretendió dar el autor, sobre todo, a su segunda oración. Creo no excederme ni equivocarme gravemente al proponer mi interpretación, porque en cualquier caso está bastante claro lo que quiso decirnos el filósofo jesuita: somos, o debemos ser artífices. Y es el arte el único camino humano hacia la perfección, que no se encuentra regalada en la naturaleza, ni en la mansa imitación aristotélica de la misma, sino en la invención que la completa sustentando el (barroco) teatro de la vida. Aquí la poesía maneja la materia prima de siempre, pero con muy diferentes intención y oficio. La realidad no se imita, se re-crea. La belleza plena sólo es posible para el hombre si por él participada. No sólo como receptor pasivo, sino, y en primer lugar, como creador activo. La cultura y su principal agente, el arte, son las únicas vías para alcanzar la perfección. En fin, se cierra el telón ante la naturaleza llana, tosca, bárbara. Tras él opera el hombre como imaginativo artífice. Se abre el telón y… ¡Zas!: aparece la naturaleza realzada, puesta en escena, bella, perfecta… apta para el consumo humano. Sobrenaturaleza, claro.

Quizás por primera vez un español moderno (no cuentan aquí, es obvio, Séneca, Avempace, Averroes o Maimónides) captó antes que otros la esencia de su época y se la ofreció útil y finamente “reducida” al pensamiento universal. Sí, algo semejante hicieron Cervantes o Lope en sus respectivas obras de creación literaria, pero Gracián lo dejó, además, muy bien estructurado y recogido en textos puramente expositivos. Dice: “Comienzo por la hermosa Naturaleza, paso a la primorosa Arte y termino en la útil Moralidad”. ¿Se puede ser más barroco? ¿Y más listo? Este hombre se dio cuenta como pocos de cuáles eran las claves de su tiempo. Y no sólo se convirtió en uno de sus mejores esgrimistas, también firmó el más completo tratado de alta esgrima para que sus coetáneos pudieran real-izarse en él; para que todos pudiéramos hacerlo en cualquier tiempo, porque la obra de Gracián es universal y atemporal. Yendo hacia atrás, con las lógicas cautelas y salvando las distancias, tendríamos que buscar sus antecedentes en la sofística presocrática (Protágoras, Gorgias, Hipias…), el eclecticismo latino (Cicerón, Virgilio, Ovidio…) y hasta en un renacentista tan contrahecho como Maquiavelo. Yendo hacia delante, la resonancia graciana fue clara en el XIX, especialmente en Schopenhauer y Nietzsche, pero para algunos (me incluyo) llega vivísima hasta nuestros días, pues señalan a Gracián como el primer existencialista por delante de Pascal, incluso como el primer postmoderno.

Pero ¿qué hacen Gracián y su apología del artificio en el presente texto? Es obvio que ni yo ni este formato somos los más indicados para entrar en su obra con hondura. ¿Entonces…? Avancemos… Bien pude llamar “Apología del artificio” a mi cuaderno digital, finalmente llamado de manera más conservadora “Encomio de la imagen”; nombre que pretende abarcar dos impulsos que me son muy caros: el erasmista y el lezamiano. Es cierto que, por esos azares léxico-semánticos que al menos yo no alcanzo a medir, encomio suena hoy menos radical que apología, e imagen anuncia menos doblez que artificio, cuando en realidad encomio y apología vienen a ser lo mismo; y terminan siendo astillas de un mismo palo, imagen y artificio.

Para muchos hoy en día, la imagen denota una actitud relativamente pasiva en el sujeto que la experimenta, porque se entiende como representación en él de sucesos o cosas. Representación elaborada, sí, pero con base perceptiva, sensorial. Sin embargo, el artificio implica una acción más decidida del sujeto sobre “lo real”, entiéndase lo representado, con la clara intención de modificarlo a su conveniencia, en dirección, sobre todo, al logro de la utilidad y la belleza. O sea, podemos decir que, según se entiende comúnmente, la imagen se experimenta, sobreviene, y el artificio se ejerce. Visto así, imagen y artificio son categorías muy diferentes.

Pero en mi opinión, la imagen es mucho más que el resultado aprehensible y comprensible de la molienda de datos percibidos que acontece en el cerebro. Para mí la imagen es tan autosuficiente, que puede generarse como idea al margen de cualquier estímulo perceptivo (Dios es el ejemplo perfecto); y tan artificiosa, que lo hace siempre según convenga a la estrategia cognoscente del ser imaginativo. Visto de esta manera, las ideas "belleza" y "perfección" son imágenes que convienen a quien imagina, y el artificio una herramienta que emplea éste para alcanzarlas, modificando, según demande tal fin, todo aquello susceptible de ser percibido. Modificándolo además, si es preciso, como vía para conocerlo incorporado a una realidad conveniente. Casi nada…

Sólo en épocas de ingenuas y germinales “claridades”, como por ejemplo la Grecia clásica, el Renacimiento, o las décadas del XIX y el XX que estuvieron sometidas al más severo positivismo, los hombres (con la excepción de algunos genios del arte) imaginaron que podían y debían prescindir del artificio en aras de una ética que precisaba la verdad una, entera y simple, colocada al margen de los “devaneos imaginativos”. Pero hoy no vivimos uno de esos momentos. Somos escépticos, existencialistas, postmodernos. Atravesamos un tiempo parecido al que vivió Gracián. Por eso nos resultan tan lúcidas sus ideas, que anteponen la invención creadora a la imitación aristotélica. (Ver en Batllori). También ahora la picaresca sustituye a la fe, y el hombre re-conoce que el mundo es un gran teatro con una función condenada al éxodo. Nada es lo que parece, y en un escenario relativista, la imagen echa mano de su lugarteniente, el arte, para actuar sobre lo percibido con graciano impulso. “El hombre sabe a tosco sin el artificio…”, porque en tiempos como éste (recuerden, hasta el Papa es jesuita) no puede deshacerse de su hombría sin tender a la amenazante máquina. ¿Qué nos conviene entonces? Imagen y hombre sobre todas las cosas: hombre que imagine empedernidamente. Necesitamos humanistas y artistas. Recapitulemos. Imaginemos. “Lo posible se halla cerca de lo necesario”, dijo Pitágoras.