viernes, 18 de julio de 2014

Encendido alalá por las abejas

































Los antiguos creyeron que las abejas nacían de los bueyes muertos. Magnífica imagen. Tan seguros estaban entonces de ello, que algunos sabios explicaban por escrito a los ganaderos, en lo que hoy llamaríamos un Manual de Instrucciones, qué pasos debían dar para convertir los fibrosos cadáveres de sus bóvidos en enjambres con capacidad de dulzura. El error en origen no fue poético; se debió a la fallida observación de unas larvas que solían aparecer tempranamente entre aquellos despojos, cuya apariencia era muy similar a sus homólogas en el período larvario de las abejas. Pero debemos reconocer que ningún otro destino parece tan idóneo y feliz como ése para un cuerpo agotado después de una vida de ciego trabajo. Porque ni siquiera el consumo humano de aquella carne endurecida, digo más, ni siquiera su ofrenda a los dioses, abría perspectivas tan halagüeñas como su regeneración en miles de hacendosos insectos prestos a producir miel. ¿Supieron los primeros ganaderos-agricultores-poetas que las abejas son, además, importantes agentes de polinización, que son ágiles inductoras de la floración en plantas salvajes y domesticadas? No lo creo, pero ¿lo intuyeron…? Poco importa. Lo cierto es que sus bueyes, cuando no acababan en los saladeros y las ollas familiares, o en las hecatombes, donde se iba a medias con los dioses, lo hacían justamente en el umbral de la miel y la flor.

No resulta una noticia más que estén desapareciendo las abejas. Ya desaparecieron los posibles bueyes-madre a manos de los ingenieros, los veterinarios, y no tenemos a mano ninguna otra fórmula genésica para devolverle al reino animal esos miles de millones de insectos que, implicados en la sexualidad de las plantas, nos garantizan tres cuartas partes de lo que comemos. ¿Y la miel? ¿Y el turrón? ¿Y su maestría constructora? ¿Y su elevado orden socio-laboral? ¿Y su capacidad para el sacrificio, el martirio? (pierden medio cuerpo cuando pican y por eso mueren) ¿Y sus agallas? No se trata de una noticia cualquiera. Ninguna otra me asustó tanto en los últimos tiempos. No sé si podríamos prescindir de osos o linces (no lo hagamos, claro) pero ¿podríamos sobrevivir sin abejas?

La feromona de la cacharrería nos mantiene a merced de los poderosos, que como reinas de la colmena en que nos agolpamos, desde sus celdas reales promueven la proliferación de obreras; en este caso, mansas y empedernidas consumidoras de sus detritos. En tanto logran la perfecta máquina que ingiera impulsos electromagnéticos, abjure del color y perciba aromas en las flores de acero, nos hacen cómplices de su gula y nos comprometen con la progenie de los pesticidas. Miel sobre hojuelas… Las máquinas no necesitan abejas ni bueyes que las provean. Las máquinas no se medican con vivos productos del campo; no utilizan propóleo para aliviar sus infecciones, sus toses. Las máquinas se asean con aceites industriales o acetonas; no necesitan ungüentos melosos para hidratar su dermis.

¿Pero qué diablos nos pasa? ¿Cómo somos tan torpes, peor aún, tan obscenos? ¿Haremos bueno aquel refrán de Sancho: “no es la miel para la boca del asno”?  

Serían muchos los perjuicios que nos causaría la desaparición de las abejas. Los principales, insisto: la pérdida del más importante polinizador con que contamos en la naturaleza, con el consecuente empobrecimiento del medio que habitamos, de nuestra dieta; y también la falta de miel, uno de los productos naturales que más beneficios nos ha reportado desde que imperamos en el reino animal y evacuamos en el techo del mundo. Pero en este texto quiero terminar haciendo énfasis en la parte menos pragmática del asunto, esa parte que reside en nuestro imaginario, y siendo deficitaria en toda época decadente, nos pone a merced del bárbaro, que, siempre expectante detrás de nuestras sienes, persigue hoy las señales cacharreras, da juego a quienes creen poder prescindir, incluso, del propio género humano. Hablo de la memoria poética del hombre, llamada a resistirse. Porque, desde un humanismo militante ¿podríamos asumir y explicar a nuestros nietos que llegamos al extremo de propiciar la desaparición de las abejas? Malamente explicaremos lo que hicimos con los tigres de Tasmania, los orangutanes, pero ¿llegar a presenciar el exterminio de las abejas y quedarnos tan panchos? ¿Cómo explicarlo sin aceptar que deponemos armas frente a las máquinas?

La historia de la civilización está cargada de grandes torpezas medioambientales, pero el último hombre debía despedirse de su casa antes de que lo hiciera la última abeja, esto es, antes de que lo hiciera la última flor. Si no podemos frenar el descalabro de la cabaña apícola, inhibiéndonos ante el suicida impulso “civilizador” que lo acelera, no merecemos ni una pizca de dulzura en la historia por venir. Nos espera la parte menos dulce y humana de ella, seguro. Porque la ausencia de flor y miel puede ser para la historia mucho más devastadora que su abuso interesado, y éste ya lo fue en grado extremo… Recordemos lo que pasó a Roma en el umbral de su apogeo, el mismo que cimentó su quiebra. Recordemos qué aromas, qué "flores" importaron de Atenas los cónsules latinos, qué sustancia se untó Egipto para César y Antonio en el clítoris de Cleopatra.

Allí sobraron color y embeleso. Aquí nos jugamos más que su equilibrio. Está en juego el hombre. No el dios-buey que se regala estas pasiones a través de los insectos, de acuerdo; pero tampoco el asno que las desmerece, esperemos. Sencillamente el hombre, único animal de poética estirpe capaz de poseerlas, medirlas… Frenemos la extinción de las abejas. Ahora. De nada servirá que mañana nuestras “mentes más lúcidas” sepan constatar, certificar y registrar su amarga evidencia. ¿Qué puede importarnos, en un mundo sin flores, lo que capte el monóculo de los científicos?; esos seres tan útiles, pero también tan fáusticos, que orondos apuntalan el palacio mineral donde, incluso su mentor: el maléfico, el gran onanista universal, se aburrirá soberanamente, y sin tiempo para nuevos apaños, comprobará arrepentido que en el cadáver de su perro no asoman larvas que vaticinen mieles.


 
…no se puede contemplar la propia autopsia.
                                  Claudio Rodríguez




3 comentarios:

  1. Querido amigo mío leyéndolo no pude evitar del ojo la pupila del verso en su pluma más de poeta en esto que escribe y sabiendo usted mis desatinos de gramática, permitame escribirle lo que mi cerebro de cotidiana mujer sólo leyó
    Y no se moleste con mi tan tamaño atrevimiento.
    PALABRAS DE ENCOMIO DE LA IMAGEN EN NEGRITAS TRAS LOS OJOS.
    Estos bueyes
    con capacidad
    de dulzura
    renaciendo
    en abejas.
    Destino
    idóneo
    feliz
    para un cuerpo
    agotado
    de ciego trabajo.
    Bueyes salvajes
    domesticados
    en los sala de ros
    y las ollas
    en la hecatombe
    donde van a media
    con los dioses
    en el sacrificio
    el martirio
    en la sexualidad
    de las
    plantas.
    Miel sobre
    hojuelas
    no es para
    la boca
    del asno.
    Asno,
    fe romana
    de la cacharreria
    en que nos agolpamos.
    El último hombre
    debe despedirse
    de su casa
    antes que lo hiciera
    la ultima abeja
    la ultima flor.
    Recordemos
    qué sustancia
    se unto Egipto
    para Cesar y Antonio
    en el Clitores
    de Cleopatra.

    Mire, eso vi en estos asuntos de su narrativa, que aplaudo, porque hace rato, al menos en Cuba, vi la ausencia de abejas, el canto de las ranas y las mariposas ,de tamaño gigante y negretud de la noche, que vi y escuché tanto en mi niñez, y que aquí en Est.Und, voy notando en falta.
    ¡Si! Razón lleva.
    Un saludo
    Lisette

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  2. Déjeme decirle que escribo con mi teléfono y este hace lo que le da la gana.
    Le explico por los saltos de las letras.
    Disculpe.

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  3. Gracias, amiga, por tu reinterpretación poética de ese texto. Me agrada mucho tenerte como lectora activa y creativa. Me agrada que te sean útiles mis notas. Gracias por dejármelo saber. Un abrazo fuerte. Jorge

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