sábado, 23 de agosto de 2014

Indagaciones sobre la amistad en diálogo con Gastón Baquero



































La semana pasada escribí una nota sobre la amistad especialmente dedicada a un gran amigo, espoleado por un gesto suyo muy amigable: el envío de dos libros de regalo desde muy lejos. La amistad es una variación del amor. El amor es una imagen arquetípica. Tal vez por eso nos interese en la amistad, no sólo sentirla, vivirla intensamente, sino indagarla, que es una forma más de celebrarla. Escribí mucho sobre la amistad, lo hago muy a menudo. Aunque conservo anclajes poderosísimos en ella, pues encarnó para mí en seres maravillosos, y en ellos medra con feliz terquedad, reconozco mi temor a que se pueda animar algún día a explorar el carrusel de mis pérdidas. Escribimos, seguro, para recordar, recordamos para tener. ¿Se puede poseer lo que se olvida? ¿Hay Registro de Propiedad en la desmemoria…?

Unas semanas antes escribí sobre la poesía en castellano. Primero denuncié el sectarismo reductor que la afecta hace ya cuatrocientos años; después celebré una parte de su cantidad resistente en la obra de un poeta grande: José Kozer. Hoy quiero unir amistad y poesía de la mano de Gastón Baquero, uno de los mejores poetas que ha dado nuestra lengua. Entre los poemarios que me atrevería a compartir públicamente, tengo uno dedicado todo él a la amistad. En su primera parte, donde especulo sobre ella, inserto un poema escrito en diálogo con la obra de Gastón. Gastón murió en Madrid (1997) en condiciones muy lamentables. Cuarenta años antes, en un ambiente insano, patológico (sí, con un pathos desmesurado que pretendió sacudir y suplantar la poesía con sentencias, peor aún, con sentencias enlatadas, muertas, o sea, consignas y contraconsignas) Gastón había perdido a muchos entre quienes creyó sus amigos, y los que se acercaron amablemente a su sabia y magistral vejez, apenas paliaron la soledad de aquel desordenado cuarto madrileño donde pasó sus últimos días. La imagen, por todos conocida, del gran poeta cubano, íntegro, digno, solo en su raída poltrona, rodeado de un maremagno de polvo y libros, donde la verticalidad parece huir, incluso, de los abalorios, pues ni la vieja corbata está “en su sitio”, y sólo sus ojos se aferran a una simetría imposible; esa imagen, digo, con-mueve y mueve como pocas otras hacia la indagación en el par resistencia poética / amistad.

Pero ocurre, además, que este año celebramos el primer centenario del nacimiento del gran poeta holguinero (sí, holguinero, ¿qué pasa? ¿no fueron igualmente florentinos Dante, Francisco de Pazzi y Maquiavelo?). Por todo ello: centenario y poderosa imagen con relación a la alta poesía en resistente soledad, comparto hoy con ustedes este poema en cuatro actos. Acaso ceda un importante ápice de su sentido al ser abstraído de su libro, pero seguramente sabrán perdonarlo.



Indagaciones
(con maestro al fondo)
           

I

                                         Yo no termino en mí, en mí comienzo.
                                                   Gastón Baquero


Memoria recibida, incubada, acaso ensanchada y cedida...
Desde aquí todo parece indicar, maestro,
que ni comenzamos ni terminamos en nosotros.
Perdóname la pedante objeción, pero
aunque ya tú alcanzaste en lo Uno la forma necesaria
para participar de la sustancia que ni comienza ni acaba, 
la que ocurre en el tiempo que nos devolvió Plotino
como imagen móvil de la eternidad; y claro,
ya puedes terminar o comenzar a tu antojo
––quiero decir, convenirte sin problemas para la poesía––
integrado en un Ser memorioso que no deviene;
los que aquí seguimos adelante con dificultad,
consustanciales también con lo Uno
pero informes todavía, tan pendientes de lo Otro,
contenidos, consumidos en potencias vanas,
tan alejados de tu perfecto y merecido estado,
nos enredamos aún en naderías
y precisamos fijar ciertos conceptos.
Si tu sentencia tendiera a la otredad…
Pero hablabas de la muerte; esa grosera pirueta
que carga en la coma todas las tintas
para llevarte a un yo que persiste 
en las ruinas celestiales de la Academia.
…Ah, es tan bueno ese verso, maestro,
que no puedo resistirme a la paráfrasis.
Pongo, digamos:
Yo no termino en mí, en ti comienzo.
Y entonces el predicado abre, expande,
se irisa en un cielo opalino
y pone a los pies de mis hijos
la hoguera útil para mis restos…
¿Y si pudieran mis restos arder
también para amigos, lectores?
Sí, la alteridad redentora, la trascendencia posible:
la inmanencia que salta de yo en yo
como lo hiciera una liebre asustadiza
con su memoria de liebre entre los dientes
para llevarla a su madriguera, añadirla
a la Memoria Grande de las liebres
y hacerse trascendente…

Te decía ––perdona la digresión––
que necesitamos aclarar ciertas cosas:
La amistad, por ejemplo ¿qué piensas?
Ahora, cerca de tu Dios y el mío
––el Poeta y el Poema––
con la pineal hecha mundo; ahora
que ya viste la clave de esta trampa,
que ya no girovagas la nada
ni cavas túneles en su techo,
que ya no tienes que llamarte en vano
Gastón o cosa parecida, dime,
¿te parece la amistad lo que intuiste?
¿Dónde comienza? ¿Dónde termina?

Estoy liado, maestro, en este tema,
y al margen de la objeción primera
––perdona también mi ateísmo defensivo–– tú,
que por recitar a Mallarmé quedaste sin “amigos”,
que ciertamente conociste entonces
la retardada tarde amoladora, dime,
¿cómo ves el asunto con la visión celeste
y el legendario aplomo del elegido?

La amistad,
¿comienza en el espulgo del primate
para acabar en el primate aseado,
para hacerlo en la inteligencia, o
dilata en la imagen su sino?

Lástima no haber llegado a tiempo
para hablar contigo sobre esto
en aquel cuartucho madrileño, testigo último
de tu decadencia física, tu soledad sumaria,
el salto de tu alma migratoria
a esa unicidad magnífica
donde integrada vibra.
Lástima no haber entonado,
ante el augusto laurel que verdeaba
recóndito en tu gris estampa,
un salmo blanco de palmarias dudas
y un sostenido y amigable
¡Gracias!      

En cualquier caso, estés donde estés,
te escucharé mientras escribo.
Y aunque no entendí del todo
aquello que inocente gravaste en la arena:
El pez vencerá al arquitecto,
me haré pez, y como tú jugaré, por qué no,
con el gato del Conde Cagliostro:
Tamerlán, del que no sabemos el color
pero sí que, como bien viste,
sólo comía melodías de Schubert
y versos de la Dickinson.



II
(La amistad,
¿comienza en el espulgo del primate
para acabar en el primate aseado?)



            …¿no es ésta la medida exacta de tu cuerpo?   
                                                    Gastón Baquero


… la mañana debió ser homologada.
Debieron abstraerse el jaramago y el oso hasta lo Otro
para que el avispado primate, casi sujeto ya,
quisiera y pudiera conocerlos… conocerse.
Es cierto que el emergente Yo,
frente al frío que asolaba sus afueras,
debió proyectar simetrías sin cautelas o remilgos.
El espulgo inicial fue básico, fruto
de las primeras inclemencias del miedo
en el imperio del hambre.
Pero el primate aseado,
ya con los sesos y las manos libres
de escozores contingentes,
comenzó a imaginar que aquélla,
pautada por el rigor insecticida,
no era la medida exacta de su cuerpo.  
Explorador primero en lo otro-semejante,
hábil espulgador en el espejo
pero poseído por su imaginación frenética,
proyectó su párvula inteligencia hacia lo otro-Otro
y quedó desamparado ante el abismo.
Ya no bastaba un igual que lo rascara,
debían juntos comulgar ante su invento.
Entonces el otrora primate, con la conciencia estanca,
mas de la conciencia universal apercibido,
intuyó la dimensión de su tragedia.
Ya no precisaba un ayudante, precisaba un amigo.
Alguien que rascándolo supiera
––por sentirlo también–– paliar su miedo;
que ya no acababa en la pulga,
ni en el tigre, ni en la hiena,
sino en el cielo.

No sé si apruebas mi relato, maestro,
pero sabrás apreciar que me lo creo.
La amistad no acaba en el primate aseado.
Y no nace en su asueto, su escozor, su hambre,
––aquello era útil y simple compañía––
nace en la necesidad indeclinable
de articular una imagen poderosa
que anteponer a las temibles fauces
de la imagen suprema que había colocado
como espada de Damocles
sobre su álter ego.


III
(¿Acabará en la inteligencia?)


                             … la llave del corazón está en los ojos,
                             como está en la raíz la figuración del árbol. 
                                                                Gastón Baquero


… tal vez nació a la par que la inteligencia,
noticiando el frenesí de su sexo: la imaginación.
O quién sabe si a la par que la imaginación,
noticiando su instinto suicida: la inteligencia.
Pero la amistad no es otra cosa que amor,
y el amor puede fornicar con la razón
sin darle jamás un beso.
La amistad acabará en la inteligencia
sólo si en ella acaban el amor y el hombre.
Pero el amor, sucio, ácrata, que no besa
a la fría dama de rutilante vulva,
aun como tu mendigo vienés, maestro,
con la mano tendida hacia la nada,
sabrá perseverar entre las piedras
para inclinar el coito, por estelar que sea
hacia la vida.

Sí, la llave del corazón está en los ojos
protegida del bedel y del contable.
La amistad no acabará en la inteligencia
mientras ésta conserve en su entrepierna
un (re) celo animal para el amor.

Sólo si la inteligencia encumbrara su imagen
sobre aquella mano tendida hacia la nada
hasta de Nada colmarla; sólo
si la imaginación consumara su instinto suicida
tornándose inteligente; sólo
si la inteligencia renunciara a su sexo mejor
en arrebato onanista,
la amistad se rendiría al artificio.
La inteligencia, sólo si artificial pudiera
––en falsa castidad representada––
penetrar el cubil de la amistad
a tiro limpio.
         
Entonces, maestro,
––en esto sé que estamos muy de acuerdo––
jaque mate.
No habría cataplasma bastante
para el huraco ciego.


IV
(¿En la imagen dilatará su sino?)


                          … si un ruiseñor perece tú resuenas… 
                                                      Gastón Baquero


…¿y quién duda que se trata de una imagen?
La amistad es una imagen perfecta,
tiene las dosis precisas de razón y de locura.
Tanto nos acostumbramos a ella
––chalados razonantes––
que seríamos incapaces de extinguirla
por mucho que limpiemos la trastienda.
Si la ética a que torcimos finalmente
en el tótum revolútum de Alejandro,
nos condujo a una bondad juzgada
con la amistad en el escaparate;
la imagen que perduró atrincherada
en el sujeto conciente-que imagina
enfrentado a su rampante perimundo
de cielos y seres multiformes,
nos condujo a la amistad más honda,
la menos descifrable, la que resulta
en la razón tierra de nadie.

Ésa, la oscura, la parda,
como el amor va con el hombre
resuelta en una imagen invencible:

Soy, pero estoy solo
frente a mi ser y su inmensa periferia.
Y esta soledad me desampara, me agota.
Si pudiera refugiarme, extenderme en ti
seríamos nosotros: pequeña infinitud
que nos trasciende, nos reescala,
de lo inmenso incognoscible
nos defiende.

Lo dijo el gigantón argentino, maestro,
un hombre es siempre más que un hombre
(aunque) siempre menos que un hombre… Pero
dos, tres, cuatro… varios hombres
que reescalen su pequeña infinitud,
¿no podrían, juntos,
hombrear sobre sus límites?

Claro, resonar si perece el ruiseñor;   
yacer prestos en el nido de Júpiter.
La imagen nos guardará, seguro.
Todos fuimos redimidos en Aquiles.
Todos ganamos en él
un muy distinto talón. 




viernes, 15 de agosto de 2014

Incesante amistad


























                                                                                                Para Pedrito, Luisito y Brito

 

Cuando supo que comencé a leer la obra de Abilio Estévez, mi gran amigo Pedro Luis Brito, que hace más de veinte años vive en Wyoming, compró “Inventario secreto de La Habana” y “Tuyo es el reino”, los metió en un sobre y me los envió a casa. ¿Existe algún regalo con más valor que un libro? Por supuesto, dos libros (río)… y la amistad, que es una de las más especiales y sabrosas variaciones del amor. Así que en aquel sobre acolchado llegaron dos excelentes obras que dieron cuerpo a un gesto de cariño que me resulta muy familiar. Lectura y amistad, saber y amor, pares perfectos para humanizar el tráfico de carga aéreo. Dos libros impresos en papel, dedicados de puño y letra por alguien que te quiere mucho, a quien quieres mucho, viajan unos 7.800 kilómetros para dar fe de que el hombre es un amante sin remedio, y si ha experimentado la amistad con hondura, quedará prendido a ella como un drogata impenitente.

Pocas cosas me enorgullecen tanto como mis amigos. Pocas me hacen tan feliz como comprobar en mis hijos capacidad y dotes para la amistad. Ante ella soy romántico, sin dudas, decimonónico incluso. Experimento una pasión anacrónica, propia de aquellas épocas en que el alma superó con creces al espíritu, y el hombre escuchó detenidamente a su ser más recóndito, dejándose llevar por él adonde los verdugos de la medida y la corrección jamás hubieran consentido en tiempos de juicioso y convenido aplomo. Entonces, para mis demonios (el relativista, el postmoderno, el escéptico) tengo un exorcista infalible: la amistad. Mi panda del XIX lo sabe. Está compuesta por seres que aman como yo, de una manera acaso anticuada, pero capaz de generar un flujo intercontinental de libros con dulces dedicatorias que desoriente a los más sofisticados misiles de la modernidad.

Y todo esto ¿en qué medida puede interesar a quienes me leen aquí? Bueno, esta nota también es romántica, o sea, una invitación al “desatino emocional” nacida en lo más mío de cuanto doy. Quién sabe si al otro lado de la maraña de ondas electromagnéticas que nos une (o no) hay algún revoltijo cordial, que, sincronizado con un alma del ochocientos, o quizás del medioevo, esté esperando que en cualquier rincón del mundo se libere su espoleta para detonar, o sea, buscar un libro, dedicarlo amablemente, y dar a un amigo grande su merecido.

Cuando soy puro espíritu y obro en clave neoclásica, o cuando descreo metódicamente, o cuando soy correcto y atiendo finos consejos literarios, evito escribir desde ángulos estrictamente personales, biográficos. Hay importantes autores que en esto fueron integristas. Decía, por ejemplo, Benn: “Si usted le quita a lo que ha rimado todo lo que tenga que ver con sus sensaciones y sentimientos, lo que queda, si es que queda algo, eso tal vez sea un poema”. Lúcida observación, muy útil si no se saca de quicio. Pero si se trata de celebrar la llegada de unos libros desde Wyoming, cuidadosamente dedicados por mi hermano Luisito; si se trata, además, de cursar una invitación a que nos dejemos llevar por el romántico que mal vive relegado en nuestra consciencia, ajustado a los rigores de un tiempo sin claros asideros afectivos, y de ese modo hagamos recordar a quien amamos que está vivo, cuando menos, porque vive en nosotros; entonces me demasío, me pongo la chistera, la levita, agarro el bastón de más historiada empuñadura, y en franco criollo mando al carajo a los aguafiestas para decir después, o gritar, si lo prefieren: ¡Estos amigos!... Qué lujo. No cesan. No vacan. Ni Bóreas en su versión pin-up pudo con ellos. Soy suyo. Son míos.



viernes, 8 de agosto de 2014

Naïf, de José Kozer


































Hace unos días, después de haber escrito “Bajas pasiones en la cabaña poética del castellano”, di en la red con dos entrevistas extraordinarias y muy oportunas, parecían un puntual regalo: la una (escrita) al poeta español Juan Carlos Mestre, por Lázaro Tello Pedró; la otra (en vídeo) al poeta cubano José Kozer, por Cristina Ruiz-Poveda. Aunque se trata de poetas que tengo leídos, las entrevistas me llevaron de nuevo a sus obras. Al final les indicaré ambos enlaces, pero ahora quiero hablarles de la poética de Kozer, quiero invitarles concretamente a que lean uno de sus libros: Naïf, el número 5 de la Colección de Poesía de la editorial madrileña El sastre de Apollinaire. Lo busqué en Valladolid y no lo encontré. Sí en Madrid, en la librería del Círculo de Bellas Artes. Lo leí rápidamente, claro, y, como soy incorregible, quiero llevarlos a él.

Naïf… Quienes me conocen saben la importancia que doy a los títulos de las obras literarias. Sobre todo en poesía, estoy frontalmente en contra del nominalismo en ellos, por sonoro, amable o conveniente que resulte; conveniente, digo, desde el punto de vista comercial. Entonces ¿por qué me parece tan apropiado este título como pórtico a la poesía menos naíf que podamos imaginar? Kozer, ya con el título comienza a engatusarnos. Aquí nada es meridiano. Aquí la exactitud es siempre lateral, oblicua. Primero, utiliza la voz francesa, coloca una diéresis y pone cara a la “i” con esos ojitos que parecen mirar, incluso reír socarronamente, como preguntando: ¿parezco lo que no soy? Después, titula Naïf a 31 de los 33 poemas que integran el libro. No se trata de actos de un mismo y largo poema (¿o sï?, veremos) sino que cada uno de ellos lleva el mismo nombre como si se pretendiera redundar en él para redorar el amaño. Los buenos lectores lo pillarán sin demora: el título es una verónica escueta, pero barroca, para los toros bravos, los nobles, los que juegan y quieren ser perfectamente camelados. A los mansos, que buscan la lógica rendija para el abandono, y más que jugar quieren saber (sí, yo, pero sólo aquí como comentarista, quede claro) el poeta les va dejando pistas suficientes. Dice, por ejemplo, al inicio del tercer poema: “Concédeme/ Pan/ un/ verso”, pero matiza más adelante: “Pan, sé Orfeo”. Y es que la poesía de Kozer es cualquier cosa menos salvaje o ingenua. No puede serlo, cuando el poeta maneja y gobierna con tal precisión, en una mano el buril y en otra el estilete. Entonces ¿el título? Una delicia, perfecto umbral para el período lúdico a que somos invitados; primera noticia de que entramos en la casa del mago. Porque Kozer no es ingenuo, pero sí mago, un rato largo. Es como si en la entrada de un parque de atracciones se rotulara “Clínica Dental” con letras negras y rojas; pero en sentido contrario, porque detrás de este gracioso título nos espera la alta poesía. Como entremos al libro esperando solazarnos amodorrados en la palabrería cariciosa, lo llevamos claro… ¿Naïf? Sea, maestro. Entramos al ruedo para ser estocados.

Naïf… Como seguramente saben, en algunas tribus alejadas todavía de la civilización occidental, el impulso nominal es tan grave, que el verdadero nombre de los individuos se escamotea a los extraños, jamás se pronuncia en público, porque se piensa que quien lo conozca estará automáticamente en posesión del alma nombrada, pudiendo desajustarla a su antojo. El nombre conocido es siempre falso. El verdadero es impronunciable, permanece al margen de todo comercio social. No conozco el nombre secreto de este libro. Bien pudiera ser, por ejemplo, “Guadalupe enamora a Proteo”, o “Ando caliente”, pero en cualquier caso, sea cual sea, tendría que serlo de toda la poesía de Kozer. En el prólogo de la antología “Y del esparto la invariabilidad”, que le publicó Visor en 2005, Reynaldo Jiménez dice: “…(Kozer) está escribiendo, desde hace décadas, un solo poema que es único verso que, a manera de kakemono omnívoro, al rigor de sus goces verbales, se inscribe en la celebración de la multiplicidad.” Estoy muy de acuerdo, pero digo más. La mayoría de los poetas en todas las lenguas llevan milenios tratando de escribir (decir, cantar) versos para la misma y única pieza. Entre Safo y Kozer median algunas estrofas de ese Gran Poema. Sucede que muy pocos lo logran, porque para ello hay que tener perfectamente sincronizados los relojes solar y de arena, hay que saber leer el tiempo, manipularlo según convenga: dilatarlo, detenerlo, estresarlo… controlarlo en fin, si esto es posible, para hacer una muesca en el cuadrante exacto. Y como si ello fuera poco, para tener éxito, el relojero pensante debe intimar de continuo con la Gracia. Kozer ya hizo su muesca, tan sucia y compleja como su cuadrante. Su único poema no es más que un necesario, imprescindible sobresalto en el Grande-nuestro-de todos los tiempos. En ese sobresalto impera el colmo barroco de su lengua, con sus atalayas grecolatina y semita, pero también condimentan los polvos hiperbóreos, germánicos, las chinerías, las muletillas isleñas. (El tema Cuba dejémoslo. Es importante, pero no cabe aquí. “Circe, te llamas Cuba”, dice el poeta. Que nos baste eso por ahora) El libro que les recomiendo es un magnífico ejemplo de este magistral ajiaco. Pienso para el potro más vivo de Crono: “(jamás, azul)” jamás Darío, jamás pop, jamás naíf…

Naïf… Terminé el libro y fui corriendo a Dante. Suelo drenar en él las conmociones fuertes. Hay muescas muy hondas en el Gran Poema que nos sirven de lenitivo. Pero mientras danteaba una vez más buscando relajarme, remolonear aplomado “donde el tiempo con tiempo se repara”, Kozer, como si fuera un jodedor empíreo, me trepaba por la espalda percutiendo en mi nuca, acomodando su espejito sobre “la (mi) sien izquierda”. Entonces supe que debía contarlo, que debía invitarlos a este libro. Léanlo. No será fácil. Voy a ser claro: hablamos de una poesía aristocrática, no primorosa, ojo, no relamida, por Dios, sencillamente aristocrática; esto es: una poesía donde la heredad lo es todo, recibida, incubada y proyectada; justo porque resulta magistralmente puesta a punto en un tiempo concreto (el suyo) para que siga siéndolo siempre. No encontrarás más vanguardia que ésta en castellano, y al mismo tiempo, no te apartarás un ápice de su mejor esencia. Poesía de tu tiempo, lector. Perfecta muesca para premiar tu esfuerzo. Si lo haces, si te esfuerzas con nobleza y codicia, saldrás del libro con una sonrisa. Agradecerás haberte prestado al magnífico juego, y tu gesto (quién sabe si naíf, él sí) me habrá descargado. Algunos pensarán: Con tantos hilos “Nosé Coser”. Pues apúntense al cursillo de alta costura que imparte en castellano el avispado y valiente sastre de Apollinaire.      

Naïf… “Sed capitanes en latín ahora/ los que en romance ha tanto que sois duces”.