miércoles, 26 de octubre de 2016

ARROYO VIVO MÁS LUZ, DA BERROS





Como cada año cuando se acerca el invierno, cierro este espacio para dedicarme a la creación literaria. También como cada año, lo hago con algo de poesía, pensando que quizás sea ésta la mejor forma posible de agradecer su atención a quienes me leen aquí. Hoy comparto el séptimo pliegue de mi último poema: unigénito de Las posesiones del nómada, precisamente el libro que escribí a finales del año pasado.

Aunque se trata de un solo acto, seleccionado entre los diez que componen el referido libro, (un poemario sí, pero también un relato poético) espero que puedan disfrutarlo al margen del déficit narrativo que implica abstraerlo de su matriz.

No debo abundar mucho al respecto, pero sí decirles que se trata de una pequeña parte de la aventura que viven una cabra y un azor bastante atípicos. Seleccioné uno de sus episodios más problemáticos, al final del cual, sin embargo, hay razones para la esperanza. Entiéndase como una propuesta alegórica para el próximo cambio de año: Por mucha pendiente que se nos encime, empeñémonos en ver (también) el arroyo y la luz que se le oponen.

Hasta mediados de enero, me despido. Les deseo arroyo limpio más luz. Berros, les deseo berros.


La cabra ramonea. (El páramo,
ajustada la clavija pánica en pos del Unicornio,
como si se tratara de un cuerpo tendido
decúbito prono bajo un cascarón inerte,
ahíto y manso la surte). Conserva la memoria
de pájaro y árbol. A veces añora la sombra. Incluso.
Pero apenas tiene en cuenta ya que avanza
entre escopeteros-acreedores, que
por inmune que resulte a perdigón y deuda,
se mueve: bate espacio y dura.
(Quien comercia con los dioses
lo hace con el Tiempo; en Él, y con aquellos que
controlan su aorta al timón de la Historia
que para eso incoaron). Ramonea
pero va (¿Adónde?) Nodriza y amante
portentosa, parece libre. No lo es (a quien nada
conceden / los dioses, ese es libre.) Ramonea
preñada y guiada por el corno… El azor,
un cómplice receptor de dones. Participa
el apretón divino. Imagina y se alimenta.
De flores y ácaros. No vuela entre disparos
tras la comida. Anda o tripula la cabra.
Tampoco es libre… El camino
ya mostró sus hematomas, pero aún
guarda sus úlceras más graves.
Finito paripé. Ahí está:
La cabra se detiene. Ni alfombra ni cancel.
El páramo desploma. Se lía con la vertical
y un aristón atroz suplanta al horizonte.   
El corno no pausa. La cabra sopesa la vuelta.
(¿Adónde?) Sus pezuñas registran paisaje
sólo si avanza. El azor se le aferra al lomo.
Ah, el corno… No valen astucias.
En la otra cara del enorme hoyo, un joven
acarrea una piedra sin aparente sentido. Parece
dar una contraseña que las bestias no captan.
Las impulsa sin embargo. Deben abismarse,
tocar fondo, subir el paredón contrario. La cabra
no recibe señales de su macho. Sólo
el corno las emite (¿su otrora amamantado?).
Adelante. El primer paso,
terrible. El azor contesta la diagonal
a-garrado. No quiere volar. Teme
hacerlo después de tanto raso. No come
carne roja desde que viaja en cabra.
Sus alas podrían negarse, imagina. Imaginar
no siempre es provechoso. La cabra
arranca. Enfila el precipicio. El azor
a la grupa, de contrapeso. Con las alas
abiertas: entre vela y parapente. La cabra,
pezuña sobre piedra. Ni chista.
Contrae las ubres. La pendiente pasma.
Pezuña / piedra / medida / contramedida.
El azor estorba. ¿Tendrá que apearse?
Más vela que otra cosa, complica
el movimiento oblicuo. La cabra aguanta.
Sacudirse al azor entraña riesgos. La vertical
arrecia. El corno roza lo inmisericorde.
El hoyo aviva su resonancia. El joven
que acarrea la piedra en la pared enfrentada,
acelera. La cabra no. Sus pezuñas escrutan
en el risco (que encrespa progresivamente)
con un tiento milimétrico. La cabra
no estuvo tan tensa desde que aquel tirador
apuntara al carpintero, que sin pico,
daba vueltas alrededor de su tronco. No piensa.
(El corazón, si pudiese pensar, se pararía)
Late. Avanza. Hinca los corvejones
si hace falta, y frena. Sigue. El azor es un incordio.
Ni trípode ni caduceo. Los dioses no están. O sí,
pero no se ocupan. O sí, pero de sí.
Una cabra es una cabra, por muy tripulada
que vaya, por muy preñada que esté
del Contrahecho, por mucho Unicornio
que prometa… Los acreedores
quedaron arriba. La dan por muerta.
Se vuelven. A contracorno marchan.
No lo escuchan. La cabra sí. Si pudiera evitarlo:
―un árbol / una sombra / un pájaro / una cuerda
contra el mareo / el manto marrón
de siempre / el pienso / un dulce arsenal
de deudas / una muleta, por Dios… Delira
pero desciende. Cada paso, un milagro. Tropieza.
El azor cae. No, rueda. No, planea.
(Obligado te encuentres…) El azor vuela. ¡Por fin!
Lo profundo es el aire. Regresa
a por la cabra. A-garra su cruz. La alza
pero no puede cruzarla… Descienden al fondo
del abismo. (Si tiene fondo no es nada)
La cabra entonces no ríe. No intentará escalar
la otra pared. Un arroyo (su cauce seco)
zigzaguea contra la perspectiva. La luz
enroca en los puntos de fuga. No sobra. Basta.
Quizás el arroyo fluya pasado algún recodo,
en la tripa oscura de alguna caverna.
No habrá tiradores, seguro. Y quién sabe
si al final del sueño… un ojo de luz. Quién sabe.
No todo está perdido. El azor recoge las alas.
La cabra excreta para orientar a Pan. Anda. Sueña:
Arroyo vivo más luz, da berros.



viernes, 7 de octubre de 2016

UN RABIÓN EN EL RÍO Y UNA CABRA







(En el jeroglífico chino, la palabra palabra se representa como humo de la boca. Sin embargo, la boca, para Benn, es una raja repleta de gritos, no de humo. ¿A qué debemos atenernos entonces los poetas? ¿Soplamos, rajamos, o definitivamente caemos a la prosa, sea ésta descansada o agitada?

Pound, a pesar de habernos dejado su magnífico vademécum poético, que implica una amable invitación al canon que en él se recoge, allí mismo reconoció que, precisamente de las artes, aprendemos que no todos desean las mismas cosas y que por lo tanto no sería equitativo dar a cada uno dos hectáreas de tierra y una vaca. Sin embargo, cada año eso trae para todos, también en poesía, el bueno de Papá Noel. Por la chimenea nos deja caer su “democrática” receta al dorso de una “cándida” estampa: la misma holstein cow en el mismo green meadow, sin otras distracciones; esto es, el soñado locus amoenus para la criatura perfecta, esa que, supuestamente, menos pide y más da. ¿Qué otra cosa debíamos pretender?  
 
En los últimos tiempos he notado, ―puede que los años me estén desorientando, no lo sé― que arrecia la propaganda venida de los caporales que comercian con el pascuero bonachón. Al parecer quieren colocarnos, a poetas y lectores de todas las latitudes, la tasada vaca y su tasado prado, no sólo en la tarjeta navideña anual, sino también a diario, impresos como mandamientos en una Tabla que alguien debió recoger en lo alto de un Monte tan “sacro” como desconocido. Ya lo tienen medio hecho, porque en un mundo cada vez más global, el superPapá apenas descansa: una vez al año sobrevuela nuestras casas, posa en ellas; pero todos los días se ocupa de sus hijos e hijastros a través de las redes sociales, el correo electrónico, los whatsapp.)

Muchas veces hablé de poesía en este espacio. Puede que más de la mitad de los ciento cincuenta textos que hasta ahora publiqué aquí, la aborden de una forma u otra. Para retomar el tema, en algunos aspectos me repetiré, lo sé. Incluso incorporaré fragmentos de aquellos textos pasados, si considero que vienen bien al asunto en cuestión y son formalmente válidos. Todo sea por emular el pragmatismo y la diligencia de los vaqueros, que, cada vez más metódicos ellos, revisan el cierre de la talanquera que sella el ámbito poético donde, a su juicio (con la vaquita y el pradito verde) debemos permanecer.

Hablaré de sencillez, tradición, retórica, adjetivación y laconismo. Lo haré escuetamente (en este formato no cabe otra manera) pero con la ilusión de que los cuatro que me lean observen cómo renuncio a la vaca y las dos hectáreas que me tocan; cómo ordeño mi cabra a orillas de un río, justamente donde éste aprieta sus costados para, valiéndose del rabión, salvar el peralte. Me apoyaré en algunos maestros; sobre todo en dos que nos dejaron por escrito su Arte Poética: Horacio y Pound. Pero también recalaré en Alcmán, Heródoto, Eliano, Dante, Villon, Marvell y Gonzalo Millán entre otros. Todos sabemos que los poetas enarbolamos las teorías que vienen a reforzar nuestra obra. Esto es inevitable. Sin embargo, espero que, sin renunciar a exponer mis convicciones, pueda hacerlo bajo el influjo de un espíritu sosegado. Diré lo que creo, pero vaya por delante que me empuja más un ánimo inclusivo que su contrario. Declaro abiertamente que, aunque tenga y retenga a mi cabra, aunque ésta no se avenga a ninguna pradera, aprecio mucho el buen queso de la obediente la vaca. 


       
¿SENCILLEZ O EXACTITUD? ¿COMPLEJIDAD O AMBICIÓN?


Cualquier asunto, pues, o pensamiento / debe ser único y sencillo, dijo Horacio. Tratar la “cosa” directamente, ya fuese subjetiva u objetiva, dijo Pound.

Con ninguna de estas dos ideas me siento del todo cómodo. Con la de Horacio no estoy de acuerdo; y la de Pound, de entrada, no la entiendo bien. Para ocuparme en primera instancia de lo dicho por el vate romano, reproduzco aquí, más o menos literalmente, parte de un texto escrito hace algunos años alrededor de este tema. Entonces había hecho una comparación previa entre las poéticas de Juan Ramón Jiménez y Baldomero Fernández. Así abundaba en ello:

…eran Baldomero y Juan Ramón poetas coetáneos. Sus sonetos [me refería a Soneto de tus vísceras y Nada, respectivamente] están escritos más o menos en la misma época. Ambos poetas estaban en vías de trascender formal y temáticamente al entonces influyente Modernismo, y, sin embargo, ¿pueden ser más diferentes sus poemas, sus poéticas?, ¿no tienen ambos, ambas, alta calidad? No pretendo comparar a estos dos poetas en general. (Confieso que para mí, Juan Ramón es difícilmente comparable, puede que sea el más redondo poeta en castellano del siglo XX). Pero valga este ejemplo un tanto extremo en su polaridad, sólo para apuntalar lo que decía al comienzo: que la buena poesía emplea distintas vías para alcanzar la verdad poética. La verdad poética, sí, que no hay que confundir con la sentencia poética. La verdad poética, que muchas veces ocurre al margen de la lógica formal y de la estricta causalidad.

Entonces, hago un ejercicio incluyente que me descarga y digo: todo, si con ambiciosa exactitud… Luego, sustancia poética en tensión, incluso en alta tensión, por qué no, sean los que sean los asuntos y las formas, que, como es lógico, deben ir de la mano. La sencillez o la complejidad son sólo medios, o sea, sin un fin nuclear, sin yema, mera anécdota en ambos casos.

Y añadía, respondiendo al comentario de un amigo:

Sí, los mejores suelen reducir a marcos sencillos y precisos los temas más complejos, pero la ambiciosa exactitud que yo enunciaba, no siempre es compatible con la sencillez, no siempre cabe en ella. Con toda intención cité a Heráclito, porque este pensador-poeta no puede someter su complejo pensamiento al cauce de la sencillez. La ambiciosa exactitud puede necesitar resolverse en formas complejas. (Apunto aquí la diferencia entre  complejo y complicado. Dice Lezama: “Está el complejo en sobreaviso para las órdenes del ángel; se adormece el complicado entregándose a las insinuaciones de la serpiente”). Es exacto Newton, pero también lo son Einstein y Dirac, aunque las conclusiones de éstos sean mucho más complejas (que no complicadas) que las de aquél. Entonces, la complejidad de Einstein y Dirac es ambiciosamente exacta. Me sitúo en la física porque creo que a partir de ella se puede entender mejor lo que digo: la sencillez y la complejidad pueden ser igual de válidas si están llenas de necesidad.  Trayendo el asunto a la poesía, pregunto: ¿está llena de necesidad la complejidad en Góngora?, ¿lo está en Lezama?… Bueno, yo creo que la complejidad en Góngora no siempre es estrictamente necesaria y sí lo es en Lezama. Y creo entonces que Lezama es más exacto que Góngora, aunque pueda ser igual de complejo… o más. (Sé que me comprendes y que sabrás perdonarme la odiosa comparación). Con esos presupuestos valoro y aprecio a Mallarmé y a Valéry, a Jorge Guillén y al propio Lezama, aunque puedan ser, sobre todo los dos últimos, tan diferentes. Con esos presupuestos digo que la poesía puede llegar a la verdad poética por diversos caminos, porque dentro de la ambiciosa exactitud caben los «sencillos» y los «complejos» si están sometidos por igual a la necesidad.

Y finalmente decía a otro amigo:

Bueno, hablo de ambiciosa exactitud y no de ambiciosa sencillez, justo porque creo que hay sustancia poética de gran interés que no se aviene a la sencillez formal. Hay regiones del pensamiento y la imaginación demasiado indómitas como para que se puedan reducir a formas sencillas. Sólo los grandes genios pueden atrapar, condensar alta complejidad en formas muy simples, de modo que, como bien dices, están abarcando un universo de cosas sin que lo parezca; pero es que hay sustancia poética que escapa, incluso, al afán reductor de esos genios, y necesita de otros (también grandes) que, en lugar de apretar para contraer, soplen para esponjar. Claro, esto último cuando se hace bien, aclara, cuando se hace mal, confunde. Y aquí late la diferencia entre complejidad y complicación a que hacía referencia en un comentario anterior. Lo complejo, si necesario, airea; lo complicado siempre poluciona.

Muchos genios «sencillos» buscan exactitud con ambición, pero cerrando imagen hacia la sentencia poética; cribando, entresacando, haciendo brecha en el bosque para encontrar (crear) los claros más útiles y amables, donde la luz se haga protagonista absoluta. En estos claros luminosos tienden su alfombra para invitar al duende. Quedan con él, indagan la punta de sus dedos, el color de sus ojos, y terminan nombrándolo con gran precisión, ajustándolo a una idea, un signo, un símbolo.

Los genios «complejos» huyen de la sentencia poética. No criban porque sus afanes de exactitud están más en descubrir las potencias de la sustancia poética que en obligarla a un ejercicio de reductora concreción. Este tipo de poeta no hace brecha en el bosque, lo atraviesa guiado por efímeros rayos de luz, pero dando fe de toda su complejidad vital, hasta de la parte de ella que se esconde bajo el lecho de las hojas caídas, en la más rotunda oscuridad. Es sensible, incluso, ante la hormiga y deja espacios sin violentar para que el duende siga hallando sus fértiles escondites. No queda con él en ningún sitio, no lo ve, pero sabe que tiene fiebre porque siente su febril irradiación a cada paso que da, y esta sensación ocurre en su conciencia y en su inconciencia.

Entonces, ¿quién conoce mejor a este duende, el que lo ve, lo toca y lo nombra en el claro que creó para ello; o el que lo presiente y siente donde quiera que esté sin tener que verlo ni tocarlo? Y ¿quién lo nombra con más exactitud, el que le llama, por ejemplo: «ser de dedos y ojos amigables que se dio a mi nombre bajo la luz», o el que apenas lo define como: «numen febril que habita lo innombrable del bosque»? Pues yo creo que ambos poetas son exactos a su manera, aunque se acerquen al concepto duende de formas muy distintas. Preferiremos el que se haya acercado más al duende que necesitamos, al nuestro.

Todo eso de la poesía «sencilla» o «compleja» es una solemne tontería si no se acota a estudios muy específicos con vistas a muy parciales resultados. Lo que vengo a decir es una perogrullada; esto es, que la poesía debe ser buena, que dentro de esa ambiciosa exactitud caben vocaciones «sencillas» y «complejas» si están igualmente movidas por la necesidad. Quien ha visto y tocado al duende (o ha creído hacerlo) tiene necesidad de apropiárselo con un nombre redondo y definitivo que nos regalará encantado. Quien sólo lo ha sentido, o acaso presentido, necesita expresar lo múltiple y complejo de esa sensación, no acepta ajustarla a un nombre escueto porque se traicionaría a sí mismo y engañaría a los demás. Ambos son muy útiles si convierten sus esfuerzos en verdad poética.
 
No, la sentencia de Horacio no abarca la totalidad de la poesía que hoy nos importa, nos hace falta. En poesía todo asunto o pensamiento no puede ser único y sencillo. Donde Horacio dice único y sencillo, digo yo: múltiple y lo más exacto posible. Exactitud en la multiplicidad. Dicho de otra manera: ambiciosa exactitud.  

Pero, como ya dije, tampoco me siento cómodo con el mandamiento de Pound: Tratar la “cosa” directamente, ya fuese subjetiva u objetiva. Tal vez me ocurra porque no lo entiendo del todo, lo que pondría en duda su supuesta sencillez. Soy un lector entrenado, puede que si no entiendo bien esta frase sea porque tenga algún problema de fondo. Porque ¿cómo hay que entender aquí la palabra “cosa”, así, entrecomillada? ¿Se refiere al asunto?  ¿Cómo, si no, habla de una “cosa” subjetiva? ¿Aquí la “cosa” está entendida al modo escolástico (res, casi lo mismo que ens); al modo de quienes la contraponen al concepto de persona; o acaso al modo en que lo hacen los llamados impersonalistas, quienes creen que el concepto de persona puede reducirse al de cosa? Y si estamos en el último caso, ¿por qué entonces las comillas? En fin, yo, que me resisto a cosificar el alma humana, que con Renouvier pienso que los conceptos cosa y persona, no sólo son diferentes, sino que se contraponen, no entiendo bien eso de “cosa” subjetiva. Pero pongamos que con “cosa” se refiera Pound, lo mismo a la cosa que al asunto, entendido éste como tema a tratar sobre aquélla, donde sí cabe la subjetividad. Si así fuera, ¿qué quiere decir con directamente?, ¿que debemos ir en línea recta, sin rodeos; que debemos ir sin detenernos en los puntos intermedios; (casi siempre, escalas para la duda) o ambas cosas a la vez? Quiero decir, (preguntar) ¿todo esto nos lleva de nuevo a la sencillez y la concisión? Y si es así, ¿lo hace por la vía de la abstracción, en dirección a la comprensión imperfecta de la esencia; o de la impresión, en dirección a la descripción rápida y somera del fenómeno? ¿Se trata, pues, sencilla y llanamente de purgar al máximo el lenguaje, o hay además voluntad de acotar el testimonio de las impresiones en pos de una “eficacia” cercana a la de la prosa, más aún, a la del periodismo?

Los poetas nos diferenciamos de los filósofos, justamente en que no nos interesa la abstracción pura como vía para extraer de la realidad una porción de lío que se enajene del resto con vistas a obtener resultados parciales, supuestamente universales, aunque sean siempre tendenciosos y pasajeros. Los poetas solemos aceptar la complejidad inherente a la realidad, y la penetramos, sobre todo, con preguntas. Los poetas manejamos imagen, y a su través, no nos ceñimos a in-formar la realidad; la indagamos y la re-dimensionamos, o re-creamos, para convenirnos en ella, para hacerla habitable. Por otra parte, los poetas nos diferenciamos de los periodistas en que… en fin, en casi todo. Cada vez que escucho hablar así, a la ligera, de poesía fácil y directa como único camino a seguir, sobre todo si lo hacen los colegas, me embarga cierta desazón. Es como si repitieran un mantra inducido por una deidad irresponsable. ¿Sabemos realmente a qué nos dedicamos? ¿Cabe nuestro trabajo en unos cuantos preceptos formales? ¿Cada asunto no debe llevar aparejada su forma? ¿Cada tradición no debe lidiar sus propios fantasmas? ¿La sencillez enmascara una horma para nivelar sensibilidades, vocaciones, capacidades? ¿Acaso es una suerte de deus ex machina que viene “matando y salando”, como se dice en mi tierra, a salvarnos de nosotros mismos?

Bueno, para terminar por ahora con el tema de la sencillez-complejidad-exactitud, traigo tres citas muy esclarecedoras. La primera, que también apunta a la “tan cara concisión”, sobre la que hablaré en detalle más adelante, es de Mauricio Serrahima: La función de la claridad no es impedir que se digan cosas complejas, sino decirlas claramente, la concisión cuando se substantiva, llega a ser un obstáculo para la precisión, y se juzga entonces la mesura por las dimensiones en lugar de hacerlo por las proporciones. Las dos restantes citas son del propio Pound, (ah, los poetas somos seres especialmente contradictorios) quien en su catecismo, donde aboga por una poesía ósea, pelada, magra, sencilla y directa, (Dios me perdone la retahíla de adjetivos, río…) suelta cosas como ésta: Ford Madox Hueffer ha hecho notar que Wordsworth estaba tan absorto en la búsqueda de la palabra llana y sencilla que nunca pensó en buscar “le mot juste”; o como esta otra: La durabilidad de lo escrito depende de la exactitud. Claro, de la exactitud, que nada tiene que ver, per se, con la sencillez o la concisión. Y otra cita más, de propina, para que leamos al propio Pound en un giro poético que se aparta de sus recetas: ¿Cómo te entré? ¿No era yo acaso tú y Tú? Qué gran poeta. Aquí no hay adjetivos, de acuerdo, hay concisión y exactitud; pero… sencillez y claridad, ¿cuántas?



TRADICIÓN / RETÓRICA / ADJETIVACIÓN


Tradición:


La Revolución Industrial y la Revolución Francesa, a finales del XVIII generaron en Europa el caldo de cultivo idóneo para que se completara el cambio de Episteme en Occidente, (de la Religión al Cientificismo Mercantil) que en mi opinión venía fraguándose lentamente desde el XIII. El hombre-estético de Schiller, el hombre-nuevo de Marx, el super-hombre de Nietzsche, y hasta el hombre-pastor del ser, de Heidegger, que se les sumó en el XX, son hijos (o nieto, en el último caso) de este proceso violentísimo, rapidísimo. Y todos estos hombres, que, aunque con muy diferente carácter, compartían estirpe, se vieron empujados desde el XIX a integrarse, casi fatalmente, en el hombre-masa de Ortega.

Aun cuando el Romanticismo, sustentado por el Idealismo primero, y por el Espiritualismo después, intentó (y logró) sacudirse por un tiempo el fatal designio, la pornográfica coyunda entre la ciencia experimental y la economía de mercado, apuntaba al éxito rotundo del Positivismo, que, hasta finales del XIX, y gracias a la irrupción de un maduro Bergson con su élan vital, no fue plenamente derrotado en el terreno de las ideas.

Si bien en la Europa del XIX, el Positivismo, más o menos contestado por algunos excelentes pensadores, dominaba el campo de acción socioeconómico; en América Latina sencillamente rampaba. El Positivismo llegó a América Latina en el momento idóneo para hacer valer lo mejor y lo peor de su doctrina. Al respecto, dice Francisco Romero:

El positivismo asumió notable importancia en América Latina. Al salir del letargo de la vida colonial e iniciarse en la existencia independiente, estos países debieron preocuparse de su organización política, de la promoción de sus fuentes de riqueza, de la creación de las formas elementales de la vida social moderna, tareas cuya impostergable urgencia dejaba en segundo plano todo lo demás. […] El positivismo doctrinario halló, pues, favorablemente abonado el terreno; se convirtió en un instrumento de la obra que venía realizándose, con cuyos supuestos ideales coincidía notablemente.    

El idioma castellano tuvo un XIX muy condicionado por el Positivismo. Lo que influyó esta corriente de pensamiento sobre las artes y la lingüística está muy dicho (véanse las obras de Croce, Vossler, y hasta del positivista Jespersen), pero basta un poco de intuición para imaginar qué estropicio puede hacer en la creación literaria, la preponderancia de un ideario que todo lo confía a la ciencia y al progreso que de ella emana regalado. Tanto en España como en América Latina, desde Varona hasta un joven Unamuno, pasando por Ingenieros, del Perojo, los hermanos Lagarrigue, Cornejo, Hostos y muchos otros, los mejores pensadores se acomodaron a las ideas de Comte o Spencer, según el caso. Mario Méndez Bejarano habla de un Transformismo que medió en España entre el Sensualismo antiguo español y el Positivismo moderno, pero en América Latina, como señala Romero, esta corriente entró de golpe, sin anestesia, lo inundó todo, y no fue hasta finales del XIX que comenzó a ser superada por jóvenes como Korn, Caso, Vasconcelos, Molina, entre otros, que habiendo accedido a la obra de Bergson, Croce, Boutroux, Gentile, James, y muy especialmente Ortega y Gasset, fueron capaces de ver más allá del escueto horizonte positivista. Claro, esto sucedió en el campo de las ideas. En el campo de la acción sociopolítica, el Positivismo en América Latina se me antoja todavía muy vivo.

Esta pequeña digresión me parecía necesaria como antesala de una idea que ahora comparto: sospecho que el germen positivista sembrado en el XIX en todo el ámbito cultural hispanohablante, especialmente en el latinoamericano; germen éste de ascendencia empirista, luterana, poco avenido a nuestra tradición; está detrás de ciertas roturas en el continuo evolutivo de nuestras artes y letras. ¿Y qué puede importar a estas alturas, si el pitido de salida que dio la máquina de Watt en el mil setecientos y muchos, todavía resuena y nos redime, tanto, que ahora apunta ya a la inteligencia artificial y el transhumanismo? Ahí lo dejo…

El caso es que en las letras hispanas, especialmente en poesía, los siglos XVIII y XIX son de escasas producción y gracia, al menos hasta la irrupción, a finales del XIX del Modernismo (prolegómenos incluidos) en América Latina. El XX tampoco es gran cosa, si obviamos la cantidad, pero no sigo por ahí para que, con suerte, sigan leyendo… La tradición, que debe ser siempre la base de todo impulso vanguardista, en alguna medida fue relegada, porque los novísimos y vertiginosos procesos socioculturales que traía consigo la nueva Episteme, incluían un apartado donde se rotulaba: FORMA. Claro, ¿qué importa más que la forma? Sólo los ingenuos dan al fondo de las cosas (sustancia) más valor que a su concreción fenoménica y representación sensible (forma). El cientificismo positivista, igualmente fascinado por la democracia y el mercado libre, llegaba con su manual de instrucciones formales… Creo que fue el ingeniero y arquitecto uruguayo, Eladio Dieste, quien, en una suerte de carta abierta a Unamuno, dijo (no es literal): Perdone usted, Don Miguel, pero si inventan ellos, mandan ellos.

Y aquí reaparece el joven Ezra con su “elegía” a la tradición: ¡Oh, qué asqueroso resulta / ver tres generaciones reunidas bajo un mismo techo! Qué vigorosa es la juventud, madre mía. Bueno, a su favor traigo estos versos, que, pasado el tiempo, le dedicó a Whitman: Te he detestado ya bastante […] Haya comercio, pues, entre nosotros. ¿Demasiado tarde? No, nunca es tarde para estas cosas.

Pound escribió que después de Villon [1431-1463] y comenzando antes de su época, encontramos la fioritura, y por siglos no encontramos nada más […] Después de 1450 tenemos la época de la fioritura; y después de Marlowe y Shakespeare vino lo que se llamó un movimiento “clásico”, movimiento que restringió sin inventar.  

No crean que lo que haré ahora, implica que no aprecie la obra de Pound, (para nada, pienso con honestidad que es uno de los grandes poetas del XX, y creo, además, que sus recetas poéticas son buenísimas, si no se toman al pie de la letra por todos los autores, vengan de la tradición que vengan) pero miren esta comparación entre un poema suyo, y dos versos de Marvell, poeta inglés del XVII, que, según la cita del párrafo anterior, no existe, si no es simplemente asociado a la fioritura. Sobre el recurrente tema del Carpe Diem que inauguró nuestro amigo Horacio, escribe Pound:            
                                                  

                       LA CAPA

       ¿Guardas tu rosa intacta
       hasta que pase la primavera?
       ¿Es que esperas el beso de la muerte?
       ¿Crees que en la tumba oscura
       hallarás un amante
       mejor que yo? No te echarán de menos
       las rosas nuevas.
       Cúbrete con mi capa y no del polvo
       que cubre lo pasado.
       Ten más miedo del tiempo
                                                  que de mis ojos.


Bien, para decir lo mismo, o quizás más, y de una forma mucho más elegante, Marvell, ese poeta “inexistente”, emplea sólo dos versos:

       Si Mundo y Tiempo hubiéramos bastante,
       no fuera esta esquivez, Señora, crimen.

Como ven, no siempre los juicios impulsivos son acertados o convenientes. Ninguna vanguardia se sostiene fuera del cauce de una tradición. Esto lo sabía de sobra Pound, aunque no situara la suya, íntegramente, en la poesía anglosajona. Sin tradición que nutra y arrope,  no hay vanguardia que valga. Quien no entienda esto está jodido.


Retórica:


¿Retórica? ¡Vade retro! ―La retórica es cosa de sofistas, dirían algunos. Pero esa sencilla y nada poética frase, está cargada ella misma de retórica. El hombre que vive en la polis, esto es, en una comunidad socialmente compleja, no puede prescindir del ars bene dicendi, porque la función de este arte no sólo es persuasiva o estética (ni que ambas cosas fueran perniciosas a priori, ya ven) sino también, comunicativa. Quien no sabe expresarse a través del lenguaje, hablado o escrito, simplemente no se hace entender, cuando menos, no se hace entender bien. Y esto, insisto, en un sistema social complejo, resta muchas posibilidades de éxito a todos los niveles.

Hasta Sócrates, retórica, poesía y filosofía fueron la misma cosa. La operación socrático-platónico-aristotélica, que en mi opinión fue, sobre todo, de raigambre ética, pues buscaba barrer al relativismo en pos de la convivencia, y poner en su lugar al pensamiento absoluto, portador y garante de una verdad bien relatada, y por ello aceptable, si no por todos, al menos por la mayoría; aquella operación a tres manos que todavía nos incumbe, digo, se esforzó por deslindar filosofía y retórica, esquinando a esta última, permitiendo que se juntara, como mucho, con la poesía. ―Dime con quién andas y te diré quién eres, diría para sí mismo Platón, a sottovoce, claro, (en su Atenas la retórica estaba tan bien considerada todavía como la geometría) al imaginar a retóricos y poetas compartiendo el patio de los patrañeros. 

Sócrates, él mismo un sofista renegado, manejaba la retórica como pocos. ¿De dónde pudo emerger la mayéutica, sino de una retórica llevada a la máxima expresión? Platón, un poeta también renegado (no hay peor astilla que la del mismo palo) temía la retórica (tendenciosamente asociada a la sofística) en la misma medida que la necesitaba y usaba. La usó con maestría hablando en nombre de Sócrates; cuando lo hizo como su amanuense, y también cuando lo hizo como agradecido seguidor, habiendo él mismo ensanchado la obra de su maestro. Aristóteles, en mi opinión, el que más se creyó todo aquello, o sea, el más infantil tal vez, colocó a la retórica como contraparte de la dialéctica, ahí abajo, al alcance de los hombres vulgares, para el día a día, sin nada que aportar a su Gran Descubrimiento Esférico. Eso sí, para él la retórica no podía transmitir la Verdad, pero tampoco debía combatirla.

La mayoría de los romanos, con Cicerón al frente, volvieron a tener a la retórica en alta estima: la ratio discendi, cuyo manejo exigía grandes conocimientos, también en filosofía. Para Cicerón, la retórica sólo se convertía en un frívolo verbalismo cuando estaba desposeída de un trasfondo sabio. Opinaba que el arte de hablar debía estar guiado por la sabiduría. Hablo de Cicerón, cuyo amigo, esclavo y secretario, Tirón, inventó la taquigrafía para poder retener el contenido de los excelentes discursos de su maestro. ¿Y qué tiene que ver el corazón con la llovizna?, se preguntarían en mi tierra. Nada. Lo poeta en el uno, no quita lo escribano en el otro. La retórica y la taquigrafía no son excluyentes. Si cada una en su sitio, ya ven, se complementan a la perfección.

En la Edad Media la retórica estuvo considerada como una de las artes liberales. En el Renacimiento se subrayó su aspecto literario, pero siguió siendo una importante herramienta para la filosofía. Se seguían los preceptos de Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, según el caso. Todavía en el siglo XVIII (ya nos acercamos al momento de la demonización definitiva) el escocés George Campbell hizo un estudio profundo de la retórica desde presupuestos lingüísticos y filosóficos.

¿Qué pasó en el siglo XIX para que, todavía en el XXI, no sólo los periodistas, los registradores de la propiedad, o los escasos taquígrafos que nos quedan, sino también los poetas, vean en la retórica al Coco, como si no la usaran irremediablemente en cada línea? ¿No será esto obra de los mismos agentes que nos regalaron al científico experimental luterano y al mercader moderno, con la condición de que obraran juntos en un laboratorio en cuyo pórtico de entrada rezan las ecuaciones:

       civilización + alta cultura = abismo
       ciencia + mercado libre = civilización?          

¿No estaremos confundiendo retórica con sofística, alentados por un viejo impulso platónico? O, lo que sería peor, ¿no estaremos confundiendo retórica con galimatías, grandilocuencia, complicación, cantinflismo, palabrería o floritura, empujados por la ignorancia?

No hay poesía, y menos aún buena poesía, sin retórica, porque no hay buena poesía sin buen decir. En esto, como en cualquier otro caso, ha de primar la medida, que, como bien vio Serrahima, no es cuestión de dimensiones, sino de proporciones… Iba a traer aquí, ahora, también a Pound, pero prefiero no abusar del maestro de Idaho. Traeré a Dante, el gran maestro florentino de todos los tiempos. Si él lo dice…

Si, pues, vemos que los poetas [grecolatinos] han hablado de las cosas inanimadas como si tuvieran sentidos y razón, y han hecho que hablaran entre sí (y ello no sólo con cosas verdaderas, sino con cosas falsas, pues de cosas que no existen han dicho que hablan del mismo modo que han dicho que hablan de muchos accidentes cual si fueran sustancias y hombres), justo es que el rimador [él y sus contemporáneos] haga lo mismo, pero no sin razón alguna, sino razonadamente, de manera que sea posible explicarlo en prosa […] gran vergüenza sería para quien rimase con figuras y recursos retóricos que, al pedirle que desnudase sus palabras de tal vestidura, para que fueran entendidas rectamente, no supiera hacerlo.
 
Deténganse. Observen cómo Dante da por hecho en este pasaje:

Primero: que el rimador emplea figuras y recursos retóricos
Segundo: que sus palabras en poesía no siempre han de entenderse rectamente
Tercero: que detrás de estos recursos debe obrar siempre la razón poética

Dante, aparentemente era Dios para Pound (¿y para qué poeta no?). No sé por qué el norteamericano no recogió estas evidencias en su recetario. 


Adjetivación:


¿Adjetivos? ¡Vade retro! En este delicado punto del relato, recuperemos a Horacio en su Arte Poética:

       El hombre de bien, y hombre de pulso,
       Sabrá tachar el verso flojo, insulso;
       Condenará los ásperos e ingratos;
       Su pluma borrará con negra raya
       Aquellos en que gracia y arte no haya,
       Cercenará los frívolos ornatos;
       Lo que está oscuro, mandará se aclare;
       Sin que tampoco apruebe
       El equívoco ambiguo en que repare;
       Notando, en fin, cuanto mudarse debe.

Resulta que el gran poeta romano, que bien supo cómo debía corregirse la poesía, que bien supo que ésta debía guardarse en un cajón al menos nueve años antes de ser publicada; cuando va a describir las cualidades del magíster, en diez versos mete siete adjetivos y dos sintagmas preposicionales con función adjetiva. Porque: el corrector deberá ser hombre de bien y de pulso; condenará o borrará (en este contexto semántico, ¿en qué se diferencian ambos verbos?) los versos flojos, insulsos, ásperos, e ingratos; eso sí, cuando los borre lo hará con negra raya; además, cercenará los frívolos ornatos (¿debemos entender que todos los ornatos son frívolos, o que sólo aquellos que lo sean resultarán cercenados?); y, finalmente, no aprobará el equívoco ambiguo, lo que da a entender que todos los equívocos no son ambiguos, ¿o no es así?

Parece que a Horacio le pueden las necesidades metro-musicales. Pero ¿y a Pound? Miren justo el fragmento de su recetario donde despotrica contra los adjetivos:

[hablando sobre la poesía que esperaba para el siglo XX] Tendremos menos adjetivos coloridos para acojinar los golpes y debilitar el impacto. Por lo menos en mi caso la quiero: austera, directa, libre de babosa emoción”.

Noten que necesita tres adjetivos y un sintagma adjetival, precisamente para condenar el uso de los adjetivos, y esto en sólo dos líneas: al sujeto adjetivos le coloca el adjetivo coloridos, lo que puede hacer pensar que acepta los adjetivos sin color, o los de color apagado. Y al sujeto (omitido en este fragmento) poesía, le endosa una retahíla de dos adjetivos y un sintagma adjetival: austera, directa, libre de babosa emoción; sintagma adjetival, este último, que contiene, además, el nombre emoción con su adjetivo propio a mayores: babosa.

No me molesta demasiado esto que señalo a Pound; me molesta mucho menos que lo señalado a Horacio; pero el genio de Idaho ¿no estaría aquí sometido también, aunque escribiera en prosa, a las necesidades musicales, especialmente a las rítmicas? Alguien puede aducir que en prosa… pero ¿acaso no es Pound precisamente quien nos invita a aprender a escribir poesía (también) de la buena prosa?

Veamos finalmente a uno de los mayores ídolos de Pound, François Villon, como se jette dans la gueule du loup:
       ¡Oh, tierno cuerpo femenino!
       ¿Deberás sufrir tal tormento?
       ¿Tú, pulido, dulce, y precioso?
       Sí, o subiré vivo a los cielos.

Cuatro versos cortos y cinco adjetivos calificativos. ¿También por necesidades metro-musicales? Digamos que lo tierno y lo femenino no sobran para calificar al cuerpo en cuestión; pero ¿y lo pulido, lo dulce y lo precioso?... ¿Estas no son florituras? El tercer verso, todo él es de tipo adjetival. Imagino que a Pound lo que más le gustaba de Villon era su lenguaje barriobajero, (rompedor para la poesía de su época) sus condenas por ladrón y matón, en fin, su condición de poeta maldito. Porque en lo tocante a la adjetivación, no siempre fue muy fino, la verdad.

En cuanto a Horacio, bien me podría responder el maestro la crítica que le hice con tres versos suyos, que aunque en su contexto se refieran a la posibilidad de crear neologismos, valdrían también aquí: No pasa nada, contestaría yo en su caso;

       Pues la severa crítica Romana
       No ha de negar a Vario y a Virgilio
       Lo que concedió a Plauto y a Cecilio.

Puedo sonar irónico, lo sé, pero si algún poeta joven me preguntara sobre la adjetivación en poesía, modestamente le diría que, como en todos los demás casos, cuando un recurso es necesario “va a misa”. Claro, ¿un adjetivo se sostiene, sólo, en necesidades métricas o musicales, en lo oportuno de su color, en su capacidad de generar sorpresa o desconcierto? En mi opinión, no. El adjetivo no puede ser a la poesía, lo que el la, la, la… a la canción popular. Ni siquiera basta con que en determinado momento revolucione el plato con una cucharada de azúcar o una pizca de sal. El adjetivo se sostiene cuando, al margen de todas esas posibles demasías, atiende exactamente a su función semántica y gramatical, que es, en sentido general, la de calificar al nombre. Si un nombre, para concretar toda su potencia en un determinado contexto, debe ser calificado por tres adjetivos, métanse, por favor. ¿Y el canon vigente? Si el joven me preguntara esto, ustedes, que ya han leído lo que llevo escrito hasta aquí, podrán imaginar cuál sería mi respuesta.
  


LACONISMO


La poesía es una laguna lacónica junto al mar de la lengua, leí hace poco en Gonzalo Millán, citado por Damaris Calderón en un trabajo crítico de la poeta cubana sobre una de las obras del poeta chileno. Aunque Gonzalo haya omitido el “para mí” debemos inferirlo, claro está. Pero aún así, su frase es idónea como punto de partida para hablar un poco sobre laconismo en poesía.

Comencemos por entender correctamente el adjetivo lacónica. ¿Cuál es su raíz etimológica? Según Corominas: LACÓNICO “de pocas palabras”, 1612. Tom. del lat. lacōnǐcus “propio de Laconia (Lacedemonia)” en memoria a la predilección que por el habla concisa mostraban los habitantes de esta región de Grecia. DERIV. Laconismo, 1604. Bien, pero en este momento a mí no me alcanza con la explicación que da Corominas en su Diccionario Breve, que es el que tengo a mano. No me alcanza, porque deberíamos entender por qué en el XVII se trae este adjetivo al castellano, y qué carga realmente a sus espaldas. Todas las palabras tienen una carga semántica patente y latente. La última es especialmente obrante en poesía, y refiere a la memoria genética de la lengua. Un buen lector que tope con el adjetivo lacónica, no se detendrá en su significado más directo, irá a su despensa sígnico-simbólica, y de ella extraerá todo lo que contiene “la historia clínica” del término. Esto importa mucho, porque, como bien dijo Teodoro Elías Isaac: 

La palabra ‘palabra’ es una abreviación de una palabra más larga, ‘parábola’. Las palabras se llaman palabras porque son parábolas. Cada palabra es una parábola (…) ¿Qué significa parábola? Es la unión de dos palabras griegas: pará-ballo. Pará significa ‘al costado, al lado’; y ballo, es ‘arrojar, pegar o golpear’. Una parábola es lo que pega al costado de algo, no hace centro, circunscribe un espacio, es la metáfora; para que en ese espacio, en el silencio de ese espacio, se manifieste una verdad, que no está en lo que dice. Por eso las palabras son parábolas, porque pegan al costado de algo que no está allí, pero circunscriben el núcleo del silencio donde se manifiesta el etimós, la verdad que cada palabra conlleva. Quien no tenga oído para el silencio de la palabra queda atrapado en la cáscara del sonido. Por eso podemos afirmar y decir, sin equivocarnos, que todas las palabras son huecas, por eso tienen valor de palabras, porque en el hueco, en el silencio del hueco es donde se manifiesta la verdad. Pero tiene que ser circunscrito por la palabra. Las palabras, como los templos, circunscriben el espacio para con-templar.

Según lo dicho brillantemente por Elías Isaac, el adjetivo lacónica, como toda palabra, circunscribe el núcleo del silencio donde se manifiesta realmente su étimos. Y ese étimos trasciende con mucho lo recogido por Corominas.

Nunca encontré en los clásicos griegos; ni en la filosofía, ni en el teatro, ni en la historia, dato alguno que haga suponer que los laconios (lacedemonios y también espartanos, porque Esparta fue la capital de Laconia) eran de pocas palabras. De hecho debieron ser ruidosos, especialmente bajo explosiones patéticas, porque Heródoto dice que cuando los reyes morían en Laconia, iban mujeres por la ciudad golpeando calderos. Sin embargo, sí encontré claramente descritas muchas otras características que definieron la personalidad de este pueblo. Importa que nos detengamos aquí para sopesar si realmente la poesía es [o debía ser] una laguna lacónica.

El nombre Laconia tiene dos posibles orígenes. El primero es mitológico, y a su vez tiene dos fuentes: 1. Lacón, quien da nombre a la región, era hijo de Zeus y casó con Esparta, que a su vez dio nombre a la capital. 2. Lápato, padre de Lacón y Aqueo, al morir repartió su reino: Laconia para Lacón y Acaya para su hermano. El segundo posible origen del término baraja hipótesis geográficas y lingüísticas: Laconia significaría “Laguna entre montañas”. En este caso, decir laguna lacónica sería redundante, porque sería como decir laguna-laguna, o laguna lacustre. Pero centrémonos en descubrir todo lo que realmente está detrás del adjetivo en cuestión.

Lo cierto es que los laconios eran eminentemente dorios. Nos referimos al pueblo guerrero del norte, con escasa cultura y cierta pulsión civilizadora, que al parecer, empujado al sur por otros pueblos de peor carácter aún que el suyo, arrasó Grecia alrededor del siglo XII a. C, con una invasión que aprovechó el esperado regreso de los heraclidas para quitar del camino a pelasgos y aqueos. Se trataba de mineros y agricultores, pero sobre todo de guerreros que, encarnando el mito de los descendientes de Heracles, se hicieron con casi toda Grecia.

Si bien asumieron gran parte de la religión y el idioma griegos, y llevaron consigo el hierro, los dorios (núcleo duro de los futuros laconios) pasaron por las armas a todos los aborígenes que no tuvieron tiempo de aislarse en las cimas de las montañas, (al parecer, germen de las futuras acrópolis) quedándose con las mejores tierras de cara a su explotación agropecuaria. Eran guerreros, famosos por su ferocidad, su brutalidad y su gran disciplina militar. No era gente de paz, ni mucho menos de arte o literatura.

Laconia, con su capital, Esparta, ganó fama (y peso) dentro del (des) concierto griego, sobre todo a partir de la aparición en escena de Licurgo y sus famosas leyes. Desde entonces, el rudo carácter dorio, obligado por la definitiva pulsión sedentaria, más aún, urbanita, desplegó un arsenal de medios para organizarse conservando sus principales valores: el amor por la violencia, y el desprecio por lo cómodo y lo agradable. No hace falta abundar en cómo vivía esta gente sometida a lo que hoy llamaríamos un régimen militar totalitario, en aquel caso, mucho peor que lo que habrían podido imaginar Hitler y Stalin juntos. No hace falta abundar en ello por ser archiconocido. Pero ¿y el pensamiento?, ¿y el arte?, ¿y la literatura? Pues también estaban sujetos a normas asfixiantes, como es lógico.

Heródoto nos da una pista cuando dice que en Laconia los pregoneros, los flautistas y los cocineros heredan las artes paternas; de suerte que el flautista es hijo de flautista […] no entran otros en competencia por la claridad de la voz ni los desplazan, sino que ejercen el oficio paterno. Eliano nos da otra: Los espartanos carecían de instrucción artística, ya que se ocupaban de ejercicios gimnásticos y militares. Cuando alguna vez necesitaban de la colaboración de las Musas, ya por una epidemia, ya por una pérdida colectiva de la razón o por cualquier otra calamidad pública, hacía ir a extranjeros en calidad de médicos o purificadores, de acuerdo con las instrucciones de la Pitia. Hicieron ir, por ejemplo, a Terpandro, Tales, Tirteo, Ninfeo de Cidón y Alcmán.

No se conocen poetas laconios con total certeza. Algunos dicen que Alcmán lo fue, otros dicen que no, que nació en Sardes, Lidia. En cualquier caso, al parecer fue Alcmán, representante más antiguo del Canon de Alejandría, el único que escribió en el dialecto laconio cosas como éstas:       

       Musas olímpicas, rodead mi corazón
       con el deseo de una nueva canción;
       Anhelo escuchar la voz virginal de las muchachas
       que entonan una bella melodía.
       Ella una vez más arrancará de mis párpados el dulce sueño.
       Al punto el coro me conduce en medio del certamen,
       para que con afán agite mi rubia cabellera.

¿Pocas palabras? No me extraña que el “flojo” Alcmán, fuera o no espartano de nacimiento, no tuviera el éxito en Laconia que tuvo Tirteo, por ejemplo, quien, aunque escribía en dialecto jónico, escupía versos militaristas y brutos, (no escuetos) totalmente afines al carácter de aquella gente, cuyos principales héroes eran los Dioscuros.

El supuesto laconismo de los laconios no pasa de ser una sospecha levantada sobre asociaciones psicológicas de dudosa fiabilidad. En la Grecia más culta, decir beocio era decir tonto; y ser espartano no sólo significaba ser valiente, fuerte y austero, sino también subdesarrollado, bruto, ignorante, incapacitado para artes que no fueran la guerra y la gimnasia. Cuando utilizamos el adjetivo lacónico arrastramos todo eso, queramos o no. Al menos que yo sepa, nadie en la Grecia Clásica asoció abiertamente a los laconios con la concisión al hablar. Imagino que el nacimiento para el castellano del adjetivo lacónico(a) en el seiscientos español, tenga que ver con la confusión (heredada del latín, especialmente impulsada por el Licurgo de Plutarco) entre rusticidad y falta de palabrería. Como todos sabemos, siempre han existido rústicos de pocas palabras y rústicos parlanchines. Lo rústico no implica necesariamente la concisión al hablar. En muchos casos significa justo lo contrario.   

Pero en la imagen de Gonzalo hay otro asunto muy importante en lidia. Porque la laguna lacónica, que se asocia, claro, con lo tranquilo y escueto, aquí se enfrenta al mar de la lengua, que entonces es asociado con lo violento y excesivo. No pretendo analizar este par dialéctico en profundidad, pues no viene al caso, pero no quiero dejar pasar esa otra vía de arrobo que tiene la imagen; la tendente a ponderar, no sólo el sosiego frente al desasosiego, y lo escueto frente a lo abundante, sino también lo soso frente a lo salado.

Hace poco leí un magnífico trabajo de Carlos Monzó Gallo, que estudia la presencia del par sal y lepos en la poesía latina de la época republicana. Sal entendida como lo que pica (parte pícara) y lepos entendido como lo que agrada, lo que encanta (parte elegante, quizás). Entonces lo primero pica y estimula, lo segundo es el resultado: el encanto, el agrado. Ars salis, llamaba Cicerón a la habilidad para la gracia, algo que se asociaba entonces con los urbanitas, no con los rústicos. Pero también leí un ensayo del mismo autor sobre el vinagre (acētum) en la poesía romana. Tanto el vinagre como la sal, o lo que ambos representan en términos de imagen, fueron casi siempre recomendados en la tradición poética clásica. Los ejemplos son innumerables. Veamos a Marcial explicado y citado por Monzó Gallo. Marcial, que, a la vez que ataca la poesía floja, reivindica el necesario salero:

De esta guisa critica Marcial a quienes escriben poemas edulcorados, cándidos, inocentes, blandos, precisamente porque este tipo de poesía no tiene gracia alguna y no sabe, por tanto, a nada, de modo que resulta todo punto comparable con el alimento insípido e insulso. Se queja, además, nuestro poeta de que tales poemas no tengan ni una pizca de sal, y sentencia: nec cibus ipse iuuat morsu fraudatus aceti, es decir, que la comida necesita natura sua algo de vinagre para agradar.

Algo de vinagre que agradará, claro, a quién, como dijo Plauto, cuenta con la ventaja de habēre acētum in pectore, que para el comediante latino no significa tener un corazón ácido, sino alegre.

El laconismo en poesía, que está muy relacionado con todo lo que hemos visto desde el inicio: sencillez, retórica, adjetivación, etcétera; no está claramente insertado en nuestra tradición grecolatina y católica. Y puede que no sólo esté entrando por el portón empírico-luterano; sino también por otras aberturas menos diáfanas, aunque quizás más sugerentes, permeables a un impulso (¿o deberíamos decir refreno?) oriental; que si bien es de estirpe muy distinta a cualquier pulsión propia de nuestra poesía, entronca, por la vía de la escasez, con el canon que trata de emerger del enorme lío generado en Occidente, desde que, a raíz del présago pitazo de la máquina de Watt, nuestra civilización comenzó a llamar a todas sus sensibilidades al Orden Global. Hace unos años escribí algo al respecto. Entonces hacía un análisis crítico sobre la tendencia orientaloide de cierta poesía provinciana de Castilla, pero lo dicho allí puede venir bien aquí:

Si vemos que la poesía quidista y rural castellana quiere ser al haiku, lo que la estancia carmelita al tatami nipón, tal vez valga la pena esbozar una caricatura de ambos mundos psicológicos, exagerando sus rasgos más notables para arrojar claridad sobre la conveniencia o impostura de tal quimera. Veamos. El japonés no tiene que esforzarse en lo absoluto para no hacer, porque la inacción es lo “natural” en él, es su máxima ontológica. Pudiera pasar media vida sin salir de un espacio minimalista, enfrentado y abierto a la abundante naturaleza, sin desquiciarse por ello, participándola en plenitud desde la simple observación. Sin embargo, el castellano no hace con la intención de ajustarse, reprimirse, castigarse incluso. Su natural (occidental hasta donde lo permite el cristianismo católico) es obrante, y cuando diseña una celda como la teresiana, debe cerrarla a cal y canto frente a las tentaciones del paisaje humano y natural, para apoyar el refreno de su inclinación interior más íntima. La escasez militante de esta poesía castellana, cuando no es mera esgrima formal, es fruto de la represión psicológica, mientras que la del haiku deviene de una psicología reposada y relajada, con base en una pasividad de orden metafísico. El haiku fluye tranquilamente, donde la escasez castellana, que no se conforma siquiera con el aforismo, salta continuos obstáculos, que como tentadores cuajarones retórico-discursivos, dificultan y amargan su misión. Claro, dirán algunos, de eso se trata, debemos vencer esos obstáculos. Totalmente de acuerdo. Pero cuidado con la siega radical, no nos cortemos las piernas primero, para rebanarnos después hasta quedar reducidos a mero gesto.





Tan breve quiero ser, que soy oscuro.

[…]
Pues sin el arte, quien un vicio evita,
en vicio no menor se precipita.

Horacio


…Y Degas le dijo a Mallarmé:
―Podría escribir poesía, porque ideas no me faltan.
A lo que respondió el poeta:
 ―Amigo, la poesía no se escribe con ideas, se escribe con palabras.




BREVE EPÍSTOLA A MODO DE EPÍLOGO


Querido Papá Noel, a ver si esta vez puedes leer mi carta. Aprovecho la vaca y las dos hectáreas de cada año, pero no me divierten. Recuerda, por favor, para mí, un rabión en el río y una cabra.