viernes, 24 de marzo de 2017

MIL PALABRAS PARA MARÍA SALGADO Y SU ABRAZO-ABRAÇO




Acabo de escuchar en concierto a María Salgado. Presentó en la sala Concha Velasco de Valladolid su trabajo Abrazo-Abraço. Un disco que ya tiene varios años de grabado, y que por razones que no alcanzo a comprender del todo, no había sido puesto de largo ante el público de la cuidad donde vive la cantante.

Estoy muy familiarizado con este disco. Lo diseñé gráficamente. Lo vi nacer y crecer. Lo escuché una cantidad de veces que callaré por pudor, y, sin embargo, hace unas horas me sacudió de nuevo, hasta el punto de empujarme a la escritura de esta breve nota de agradecimiento, bien entrada ya la madrugada.

Y es que este trabajo me regala una y otra vez, finamente batidas, (batidas por revueltas, y también por agitadas) algunas cosas que aprecio mucho: la voz de la Salgado, que recoge como ninguna otra, y muy bien puestas al día, las pulsiones culturales más veraces y diáfanas de Castilla y León; la música folklórica de calidad, una de mis preferidas cuando necesito aliviar el espíritu de maleza discursiva; y el eco de una zona que me trae embelezado hace muchos años: Los Arribes del Duero, donde España y Portugal, ante el árbitro más propicio y generoso posible, miden su hondura y trenzan la pena con el gozo por la vida. Amo estas cosas. Y como según Ovidio, todo amante es soldado, me alisto en su defensa contra nadie, simplemente a favor de lo que soy, o, para decirlo mejor, de lo que quiero ser.

Abrazo-Abraço es un homenaje a la música popular de La Raya o da Raia, que es así como llaman españoles y portugueses a ese ámbito geográfico y socio-cultural tan marcado por el Duero, sus riberas, (digamos riberas, por escarpadas que resulten allí) su microclima, su fauna y su flora; y también, por qué no, sus viejos y abandonados puestos fronterizos, sus embalses y sus puentes… Ah, esos puentes, cada vez más oportunos entre dos países de cultura tan próxima y reconocible, pero sobre todo, entre dos riberas que se lavan la cara en el mismo cauce, lidiando los mismos demonios, cantando las mismas canciones.

Quienes no conozcan Los Arribes del Duero, tal vez no me comprendan a fondo. Hablo de un sitio muy especial, del sitio donde el mar pierde su control sobre mí, donde menos lo extraño y necesito. Es el mar-adentro de mi no-playa, el lugar donde quisiera perderme cuando vociferan los moros en mi costa… Y claro, este lugar tiene dos orillas, ambas maravillosas y queridísimas. Dos orillas que nunca se besaron, pero que, de edad en edad, fueron tejiendo el ajuar para un enlace nupcial siempre preterido en las notarias regias; siempre recreado, sin embargo, en los bailes y los cantares de sus paisanos. Es el río el tercero en esta cuita: la frontera, La Raya, la que separa y une, la que debe ser pontificada, y no sólo, ni siquiera especialmente, con piedra o acero.

María y los excelentes músicos (españoles y portugueses) que con ella crearon este sonante abrazo, pontifican sobre el Duero con la herramienta más eficaz posible: la música tradicional actualizada. ¿Actualizada? Sí, estas canciones así arregladas, así interpretadas, guiñan pasado a la vez que trafican con futuro. No tienen ninguna vocación arqueológica. Han sido puestas al día en todos los sentidos que cabe imaginar, para apuntar a un mañana que con suerte involucre y aguije a quienes deberán dilucidar sobre la conveniencia de llevar a término el beso postergado.

No son las antenas parabólicas ni los satélites, tampoco el trasiego de toallas o puestos de trabajo entre ambas orillas, los accidentes que pudieran provocar, en última instancia, tal apetito; son las tradiciones y las creencias compartidas. Porque los hechos guían y marcan el transcurso de la historia, de acuerdo, pero poco pueden en un terreno que no le compete únicamente a ésta. Dijo Proust: Los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias, y como no les dieron vida, no las pueden matar. Y también dijo Sciacca: Un pueblo, como un individuo, no tiene la impresión de renunciar a algo de su propiedad real si acepta un método científico, un grado de progreso técnico. Pero siente que ya no es el mismo si se ve obligado a renunciar a su religión, a su arte, a sus tradiciones. Las dos orillas del Duero, como fue dicho, en Los Arribes comparten eventos naturales y técnicos, pero aquí lo realmente promisorio es que comparten memoria, creencias y tradiciones. Esto es lo que pone en valor María con su Abrazo-Abraço. Esto es lo que de verdad importa.

El concierto me llevó en volandas a La Raya. María estuvo impecable. Como siempre, afinadísima; y como siempre al timón de todas las emociones en liza. Ella es toresana, pero interpreta a la perfección la música y la letra de su frontera más querida. Ella sabe perfectamente con qué sustancia intangible se comercia allí, qué forma debe dársele para rematar el lote. Nos engatusó a todos. También lo hicieron Amadeu, Quiné y César, los músicos que la acompañaron… Cuando salí de la sala, sabía que tendría que escribir sobre ello. No sé por qué de primeras pensé en Pessoa para inspirar mi nota; o sí lo sé, pero no cuajó. Tampoco sé por qué no cuajó; o sí, pero no viene a cuento que me demore en ello. Ni la saudade, ni el desasosiego me mueven ahora. Es Quevedo quien me pide paso. Con él aplaco a mi esgrimista urbanita, y descansadas de los altos templos, vuelven a ser riberas, las riberas. Gracias, María, por la conmovedora pausa, por cimentar mi puente sobre tu abrazo.




Les dejo el enlace para que escuchen Lágrima en la versión de María. Es un fado hábilmente manipulado, o sea, una canción marinera, no ribereña; pero es tan bonita… Las treinta palabras que les debo… Ay, si pudiera cantarlas como ella.      






domingo, 12 de marzo de 2017

ANTONIO GAMONEDA. LA PRISIÓN TRANSPARENTE





Ayer escuché a Gamoneda en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid. Leyó algunos pasajes de su último libro publicado: La prisión transparente. Resultó tan persuasivo como de costumbre. Su medida lentitud no impide que las imágenes se desmanden en las prisiones ajenas. Gamoneda jamás me aburre, porque escuchándolo recibo siempre, y en mi lengua (qué privilegio), las últimas noticias del único acontecimiento que bajo cualquier circunstancia considero noticiable: el avatar psicológico que marca el paso del hombre histórico por la garita de su tiempo. Y si vienen de Antonio, como si lo hacen de cualquier otro gran poeta, no recibo estas noticias sobrecargadas de leves anécdotas o graves sentencias, sino igualmente alimentadas por la inteligencia y la imaginación; así, toda ciencia trascendiendo, catapultadas en pos de la verdad poética, la legendaria, la única verdad que se sostiene más allá de su primer altercado con la palabra. La palabra común y perezosa, quiero decir, cuyos dudosos padrinos, o escuderos, según se mire: los sentidos y los conceptos, tan remisos ellos a negociar francamente con el sumo enredo que afecta al hombre, lo empujan más y más a la solución perecedera, al alivio engañoso y eventual; ese que tanto sirve para construir máquinas y carreteras, y tan poco, sin embargo, para insuflar ganas en los espíritus y las almas apetentes. Apetentes no sólo de obras, sino también, y en primer lugar, del combustible idóneo para su motor obrante.      

Ayer lo escuché y hoy lo leí. Sobre ello quiero hablarles. La lectura de este libro, de estos tres libros reunidos, para ser preciso, es uno de esos placeres que los amantes de la poesía no debemos callar. Leer a Gamoneda es leer una vez más, abriendo sus mejores páginas recientes, el Gran Poema que venimos escribiendo a miles y miles de manos, desde que, a través del lenguaje, nos comunicamos los unos con los otros en la historia. Él mismo rescribe una y otra vez, con un afán de perfección innegociable, la misma “estrofa” para ese Poema-Uno. Lo hace desde que dio con el terrible agujero de nuestro tiempo, taladrado, sobre todo, por el nihilismo y el existencialismo. Esto ocurrió, al menos de cara a sus lectores, a mediados de los años setenta del siglo pasado, y fue incoado poéticamente en Descripción de la mentira, uno de los libros que mejor reflejaron en nuestra lengua aquella angustia existencial que entonces alcanzaba su colmo en Occidente, y por ello sentenciaba el fin de un ciclo ascendente (digamos moderno, sólo para simplificar), y el comienzo de otro decadente (digamos postmoderno, con igual licencia). Desde Descripción de la mentira, libro en que pudiéramos decir, con Lorca, y manipulando la intención de su enorme verso para que nos venga bien aquí: la muerte puso huevos en la herida; desde aquel libro, digo, hasta el momento, y con una relativa (relativa, subrayo) excepción en Cecilia, el poemario que dedicó a su nieta, Antonio da vueltas a varios pares dialécticos que en su caso adquieren una doble dimensión metafísica y psicológica: todo y nada / lleno y vacío / existencia e inexistencia / memoria y olvido; pares que distingo para seguir su discurso poético, pero que en el fondo son uno y apuntan a las mismas y últimas preguntas, esas que no se formulan abiertamente, pero que, en mi opinión, provocan en Antonio la verdadera chispa desencadenante: ¿Tiene sentido la vida? ¿Cuál es su sentido si lo tiene? Y la poesía, ¿qué pinta en todo esto? ¿Es ella el vehículo idóneo para que nos preguntemos tales cosas, para que las indaguemos y las  presentemos a los demás envueltas en un fardo memorioso?

Pero si se trata de una vuelta más a la misma tuerca (ahora me adelanto a la pregunta que pudieran hacerse ustedes): ¿qué interés tienen estos tres libros? Para responder a ello escribo esta breve reseña. Especialmente en los dos primeros, La prisión transparente y No sé, ambos constituidos por poemas unigénitos que internamente se estructuran en actos intitulados, Gamoneda demuestra que sus demonios arrecian. En su caso, la vejez no parece otorgar la tregua que tal vez pretendiera atisbar con el rabillo del ojo, aunque en voz alta dijera hace ya muchos años, en Arden las pérdidas, otro libro cardinal para la poesía contemporánea en castellano: Así es la vejez, claridad sin descanso. Sí, La prisión transparente comienza con el verso: Estoy cansado. Pero a mi juicio, detrás de este verso, o delante, aunque se omita su expresión caligráfica, se puede leer también: Estoy cabreado. Antonio es cada vez más reo del feroz pugilato que libran, entre su frontal y su parietal, la consciencia y la inconsciencia, la claridad y la oscuridad, la memoria y el olvido. Antonio sabe demasiado, aunque todo lo sepa socráticamente. La claridad no le permite descansar y lo empuja a visualizar el vacío desde una distancia inhumana por humanísima. El color blanco que antes se asociaba al final: heridas blancas, animales blancos, geografía blanca… ahora amarillea. El amarillo, presente también en toda su obra, en este libro (estos libros) trasmuta para denunciar el cabreo y la confusión ante ese final y los recursos disponibles para cantarlo (¿ahuyentarlo?): nubes amarillas, estética amarilla, hipérbaton amarillo. Sí, la herida blanca destila un pus color azufre, y en algunos giros, salvando las distancias, claro, Antonio puede recordarnos levemente, quién lo iba a decir, a Lautréamont con su recelo ante lo demasiado poético. Antonio no es uruguayo, no escribe en francés, no es romántico ni surrealista, pero detecta amarillez en sitios aparentemente destinados a la blancura. Sin dudas ya maduró del todo la angustia que se nos presentó púber en Descripción de la mentira.

Pero Antonio sigue en forma. Ante tales evidencias, sabedor de que nada es verdad y todo es cierto, de que todo es / certidumbre vacía, de que el pensamiento / es inútil por mucho que en Pascal leamos que es lo que dignifica al hombre; sabedor también de que en ciertos casos, / la verdad se excede a sí misma, el poeta promulga, pues, ineludible la fábula. La caña pensante arquea hacia un relativismo radical (¿cómo evitarlo?) donde sólo la fantasía, el juego, la inocencia y el amor ¿insensato?, parecen capaces de apaciguar el dolor de una vida perversa con su inclemente y progresiva transparencia. Entonces Antonio juega. Juega, por ejemplo, a correr la cortina que separa, dicen, la vida y la eternidad. Él sabe que no hay tal cortina, pero juega con su posibilidad imaginada. Y Antonio ama… yo / amo. / No / lo comprendo y / no necesito / comprenderlo: / sucede. / Insensatamente. El poeta ama atenido a lo platónico y a lo concreto. Posa su amor, por ejemplo, en la memoria de María de los Ángeles, a quien dice: pronuncia suavemente / tu espantoso hiato, / pero ven, / ven infinitivamente / hasta que adviertas que ya descanso, no sé, que ya descanso / ajeno / a la sintaxis. El homúnculo pipiante de Celan parece decirle a su amada: La muerte que me quedaste debiendo / la llevo a término. Antonio ama a María de los Ángeles, pero con Góngora sabe que sólo del amor queda el veneno… Y es que todas las mariposas pardean y gastan aguijones cuando la nada acecha.

Antonio juega y ama, pero sobre todo escribe, habla. Nos dice Corine Enaudeau, que el espíritu vive por hablar, no por encarnarse. No es forma, sino soplo. No tiene la plenitud de un don, sino la resonancia de un hueco. El espíritu es voz. Y también nos dice que la memoria y la imaginación son las obreras de todos los delirios. Antonio desencarna poco a poco, pero no deja de escribir. Su espíritu anda sobrado de vitalidad y testarudez. Aunque dice saber que todos los étimos / están / vacíos, el poeta insiste en acorralar con palabras a las preguntas de siempre. Ya sea bajo la amenaza de las multitudes pónticas o de las concertinas del Danubio (¿amarillas ambas?) su memoria y su imaginación, enfrascadas en un agudísimo conflicto psicológico, urden delirios a destajo, y, gracias a ello, cunde / la extrañeza. Y donde cunde la extrañeza, cunde también su estela: la esperanza. ¿Esperanza de qué? Para él, no sé. Antonio nunca estuvo más preso de la transparencia. Intuyo que ahora está cabreado porque la geografía del final no es tan blanca como parecía de lejos. Intuyo que íntimamente repetirá a menudo: Madre: / dame tus manos, lava / mi corazón, haz algo, mientras los sofistas presocráticos, y Kierkegaard, y Nietzsche, y Heidegger, y Sartre, estallan en una risotada consonante.

No sé si tenga remedio la angustia de Antonio. Pero para los lectores de su poesía, para mí, por ejemplo, que lo reconozco como el mayor maestro vivo del castellano, la única esperanza pasa porque, a pesar de todo, no pierda la memoria (ni tampoco las fértiles ganas de perderla, de acuerdo); pasa porque siga atravesando olvido sin éxito, porque su estoy olvidando no llegue a puerto hasta que… Que me perdone el aludido. Soy egoísta en esto. No seré yo quien demande su apagón intelectual antes de que sea un hecho su apagón biológico. No seré yo quien me relaje o fatigue a destiempo, porque sé que su poesía, amen el daño que le haya ocasionado al poeta la excesiva claridad, está cargada de oscuras victorias. Victorias pasadas y por venir. Victorias que lo situarán junto a los grandes de todos los tiempos y todas las lenguas. Victorias que tienen que ver, no con el registro meticuloso de una zozobra existencial, qué va, esto ya lo hacen otros muchos, sino con el placer que tanto buscan los poetas y los amantes de la poesía, por muy razonantes que sean, y que, según Valéry, excita la inteligencia, la desafía, y le hace amar su derrota. Cada derrota que Antonio le endosa a su soberbia inteligencia vía su exquisita imaginación, nos place, nos abre un poro vivificador. Y según Ortega, (no es literal) ese poro de ignorancia que dejamos abierto en el área pulimentada de nuestro espíritu, nos salvará.

Con relación a la muerte… Bueno, ya sabemos que es patrimonio común de platónicos, cirenaicos, epicúreos, tomistas y nihilistas… de todos. Pero también sabemos, que si el mundo no hace agua, es porque la muerte no es grieta. (Tagore).

Antonio, no habrá grieta bastante para sumir tu obra mientras en nosotros también bulla la imaginación. Porque a pesar de las calamidades que recoge, destila poesía finamente; esto es: imagen, fábula, inocencia, juego y amor. Finamente. He ahí la clave. Porque en la creación literaria, como en cualquier otra manifestación de la fantasía creadora, la forma es lo único terminante. Que se rían los guardianes del cero. En tu nada, y a pesar de ellos, a pesar, por qué no, de ti mismo, relincha el caballo de Odiseo con la panza repleta de memoria incubada. Larga vida a tu condena, a tu prisión, pase lo que pase con las nuestras. Larga vida, maestro.

Busquen el libro. Léanlo. Verán que en esta reseña no hice más que asomarme, por un ventanuco muy estrecho, a sus enormes bodegas.