lunes, 18 de septiembre de 2017

¡DESPERTA FERRO, ARAGÓ, ARAGÓ!... AY, DIOS




                              Cabecita, cabecita,
                              tente en ti, no te resbales,
                              y apareja dos puntales
                              de la paciencia bendita.

                                             Cervantes

  
Amanecí jodido, muy sobresaltado. Tuve un sueño que terminó en pesadilla. Siempre me guardo lo que sueño, por temor a dos amigos argentinos que me acechan con su montón de teorías en ristre, pero esta vez me arriesgaré. Que digan lo que quieran. Soñé esto, y en una sola noche:

Participé diacrónicamente la fundación (o refundación, según el caso) de varias ciudades importantes. Estuve con Teseo inaugurando Atenas; con Rómulo en Roma; con el ermitaño Pelayo en el descubrimiento de los restos de Jacobo de Zebedeo, y en la consecuente invención de Santiago de Compostela; con Pánfilo de Narváez en la primera fundación de La Habana; y con aquellos cincuenta locos o matreros devenidos en señores, en la segunda, que es la que perdura (¿perdura?); con Pedro el Grande (versión rusa, no aragonesa) estuve levantando San Petersburgo. Y para terminar, fui testigo de un intento de refundación de la actual Barcelona. Cuántas experiencias, y qué final. Todavía tiemblo.

No recuerdo todos los detalles, ni falta que hace, pero sí los más relevantes. Resumo:

Con Teseo ayudé a convencer a los más ricos de cada una de las tribus del Ática, de lo conveniente que podía resultar su unión, y el asentamiento del cuerpo social resultante, alrededor de aquel pedrusco árido que difícilmente escalarían los terribles heraclidas que habían llegado del norte y todo lo devastaban. Viví la fundación de Atenas, y también de la democracia: su afán primero por el orden, la inteligente y eficaz división de la sociedad en patricios, labradores y artesanos… Cuando a las tribus del Ática se unieron (al menos en aquel momento) las de Mégara, vi a Teseo ordenar la construcción en el istmo de Corinto de la columna que menciona Plutarco. Es cierto: en su cara oriental decía: No es ya Peloponeso, sino Jonia, en su cara occidental: Esto es Peloponeso, ya no Jonia. Viví ese momento de amplia aceptación entre los semejantes, y celosa prudencia frente a los otros.

Con Rómulo, ayudé a surcar la primera frontera de Roma sobre la vieja Alba. A ratos lidiaba con el arado del que tiraban ayuntados una yegua y un buey, dicen que etruscos ambos. Estuve en la trifulca de los secuaces de Rómulo con Remo. Vi morir a este último. Vi organizarse a la ciudad con una vocación inclusiva, democrática, pero también con un amplio sentido defensivo y un gran celo por la disciplina y el orden. Vi cómo eran recibidos e integrados los latinos y hasta algunos tirrenos, por ejemplo, y cómo era organizada la primera legión. Participé en el rapto de las sabinas. Incluso me enamoré de una, guapísima, que (qué cosas pasan en los sueños, ¿verdad?) hablaba en perfecto castellano y atendía a todas mis insinuaciones libidinosas. Vi cómo influyeron estas mujeres para que se amistaran definitivamente romanos y sabinos. Dejé Roma cuando Rómulo, ya corrompido por el poder, desapareció en raras circunstancias; antes de que Numa (un sabino, dicen que alumno de Pitágoras) sin quererlo se hiciera con el mando de la ciudad. Me fui imbuido de la tremenda fuerza fundacional que tiene un grupo social en fase creciente: con una fe ciega y casi simétrica en sus dioses y sus héroes. Llegué a ver, incluso, como a Rómulo lo deificaron y lo nombraron Quirino.
  
Aparecí en Santiago de Compostela. Que no lo era todavía, sino que apenas era un viejo poblado celtíbero o godo, no sé bien, con ascendente romano. Allí vi cómo un ermitaño de nombre Pelayo (qué toque astur, por cierto) descubrió un enterramiento con tres cadáveres, uno de los cuales todos juraban que era el del apóstol Santiago. Pude ver el gran lío que se montó alrededor del suceso. Vi cómo los astures aprovecharon el lance para afianzar su posición al norte de la península ibérica, y también su proyecto expansivo frente a los invasores africanos. Supe que más allá de Los Pirineos resonó la noticia que parecía aliviar, por vía divina, el temor de italianos y franceses a que los musulmanes pudieran traspasarlos. Con una Roma en franca decadencia, y una Jerusalén inaccesible para los seguidores de Cristo, Santiago de Compostela se mostraba como el sitio ideal para colmar las peregrinaciones que debían medir, pesar y reestructurar a una Europa decididamente cristiana. Participé en el replanteo de la catedral, y puede intuir que sería el centro de una gran urbe, el vector inflamatorio de un gran reino. Y así fue. Ni la total destrucción provocada en la ciudad por Almanzor a fínales del primer milenio, pudo evitar que el sepulcro del santo irradiara futuro. Un futuro que estaba reservado para que los reinos cristianos, cada vez más unidos y potentes, desbancaran a los de Taifas, cada vez más débiles y desestructurados.     

Me desperté. Dudé si dejar la cama y ponerme a escribir, pero mi mujer me dijo: ―Apaga, coño, y duerme, que mañana hay que madrugar. No pensé que pudiese recuperar el sueño, y mucho menos el relato que había interrumpido, pero sin saber cómo, me vi en La Habana. Bueno, en aquel pantanal insalubre donde la dicha ciudad se fundó por primera vez. Estaba con Pánfilo de Narváez, un aventurero a las órdenes de Diego Velázquez, un hombre de gatillo fácil y muy malas artes sociales, que de urbanismo sabía lo que sé yo de aviación. Aquella fundación fracasó por la poca hospitalidad de los mosquitos y la mala calidad del agua, pero los adelantados, herederos de aquellos Pelayos astures y gallegos, o, quién sabe si marranos y moriscos encubiertos que huían de la persecución de sus majestades católicas, no se rindieron. Caminaron hacia el norte a golpe de machete contra la manigua, hasta que encontraron la tina perfecta para que se bañara San Cristóbal: una magnífica bahía de bolsa relativamente cercana a un riachuelo. Iba con ellos. Vi cómo se adueñaron de aquel predio, cómo se las vieron con los indígenas que allí moraban, cómo prevalecieron y celebraron la primera misa. Eran unos cincuenta tíos. Qué tropa tan peligrosa. Pero qué determinación, qué ganas de sobrevivir y de fundar. No me extraña que su ciudad (la mía) haya sido lo que fue hasta que, cansada y podrida por tanto hedonismo barato, cayera en manos de la Casa Castro de Holguín.

Y entonces aparecí en lo que prometía ser San Petersburgo. Dios mío, qué licenciosos resultan algunos sueños. Estuve cerca de Pedro el Grande, que hablaba varios idiomas, pero que a mí llegaba siempre en castellano. De nuevo sobre un temible pantano. Esa vez sin mosquitos, creo recordar, pero con una temperatura inhumana. Vi cómo se proyectó la ciudad. Estuve presente en el replanteo de la Fortaleza de Pedro y Pablo. Fui testigo del reclutamiento forzado de obreros de todos los rincones de Rusia; obreros que morían en gran número por el frío, el hambre, la fatiga y las enfermedades. Pero nada importaba o hacía dudar al zar, si perjudicaba la concreción de su idea. Jamás participé un período de mayor empuje civil, técnico, socioeconómico y militar. (Acaso pasó algo parecido en la génesis de Brasilia, o en Manaos, a finales del XIX). En ninguna de las anteriores fundaciones de las que fui testigo, se pagó un precio tan alto en un período de tiempo tan corto. San Petersburgo se proyectó y se levantó a imagen y semejanza de las grandes ciudades europeas de su época, especialmente de Venecia y Ámsterdam, en un tiempo récord, con la intervención de grandes ingenieros y arquitectos extranjeros: alemanes, franceses, italianos… Pedro, que era tan despótico como sus antecesores, pero más refinado que todos ellos juntos, no escatimó nada en aras de su plan. Quería modernizar Rusia con su nueva capital a la cabeza, tanto, que llegó a imponer un impuesto a las barbas: a su juicio, una incómoda evidencia del pasado rústico de su nación. No logró modernizarla del todo; pero esto lo sé porque lo comprobé hace muchos años en pleno estado de vigilia. En mi sueño, Pedro mataba y edificaba con la misma pericia. Nada hacía sospechar que desde su nueva ciudad no pudiera llegar a dominar el mundo.          

No me pregunten cómo: de San Petersburgo aterricé en Barcelona. Pero en ese trance el sueño me jugó una mala pasada. No llegué a la fundación romana de Barcino, sino a la Barcelona actual. A veces, queridos Eduardo y Gabriel, (especulen cuanto quieran sobre ello) los sueños me llevan en volandas sobre un tiempo asimétrico y saltarín. Un sueño completamente loco, que me sitúa en un tiempo lejano, donde resulto anacrónico, puede mezclarse con otro donde la actualidad se muestra intratable. Este es el caso que cuento. Aparecí en Barcelona como caído del cielo, y me vi enrolado en un ambiente refundacional. Pero entonces las cosas sucedían de manera muy distinta a lo que había vivido en los casos que conté antes.

En Barcelona se pretendía una refundación, pero su onda no era expansiva, sino retrayente. La ciudad, coqueta, aunque con un rostro entre altivo y menguado, al parecer estaba terminada. Era permeable, transitable, abierta al mundo por aire, mar y tierra. Había poco que construir allí. La jugada era más formal que otra cosa. No se trataba de atraer hacia Barcelona a las tribus afines, para cerrarla después a cal y canto de cara a las tribus enemigas, como pasó en Atenas; tampoco de amurallarla y salir a robar mujeres para evitar la endogamia, como pasó en Roma. No se trataba de promover un hito radical en la fe (allí nadie creía en nada) que promoviera un recomienzo cultural y civilizador, como pasó en Santiago de Compostela; tampoco se sentía el eco de ningún proyecto imperial, como los que vibraban en los comienzos de La Habana y San Petersburgo. En Barcelona la algarabía aludía a una refundación, pero todos los gestos apuntaban a un cierre (¿de qué?); a la retracción ensimismada, no al esponjamiento.

Yo no sabía con quién juntarme, a quién seguir. Vagaba por la ciudad buscando simetrías con lo que llevaba soñado hasta entonces. Pero quienes estaban al mando de aquel influjo pretendidamente fundante, no eran los mejores: ni los más fuertes, ni los más virtuosos, ni los más inteligentes, ni siquiera los más elocuentes o hermosos. Meros parlanchines y cobardes, patanes, que en cualquier otro episodio fundacional, apenas habrían servido para peones de albañilería. ¿Qué pasaba? ¿Qué pasaba?... Debí comenzar a sudar. No en el sueño, sino físicamente, sobre la sábana…

Vagué por la ciudad hasta que vi a mis hijos en una de sus plazas. ―Pero si uno está en New York y el otro en Valladolid, me dije. No. No. Allí estaban. Y ellos también tenían hijos. Madre mía, tengo nietos, y están en esta ciudad enferma. Me acerqué, claro. ―¿Pero qué hacen aquí?, pregunté. ―¿Y tú?, preguntaron ellos. No pude responder. Echaron a correr: mis hijos con los suyos en brazos, y todos los demás. ―¿Qué pasa? ¿Qué pasa…? Por varias calles a la vez, se aproximaba una multitud enajenada y belígera. Madre mía, qué locura. La gente se dispersaba en todas direcciones, y aquellos… Dios, eran rarísimos. Qué ropajes. Qué pelos. ―¿Quiénes son?, pregunté a mis hijos, mientras corría a su lado. ―Almogávares y jenízaros, papá, ¿no los ves?, respondió el menor. ―¿Pero qué dices, Mario? ―Corre. Corre… Sí, nos perseguía una caterva de almogávares y jenízaros. Qué pesadilla. ¿Los almogávares? Bueno, esos tenían un pase identitario: eran aquellos catalanes y sicilianos mercenarios, delincuentes y matones, que aterrorizaron al sur de Europa, primero, a las órdenes de Pedro el Grande (el aragonés, claro) y después a las órdenes de cualquiera que les pagase, fuese cual fuese la causa; aquellos que al grito de ¡DESPERTA FERRO, ARAGÓ, ARAGÓ!, llegaron a invadir y ocupar Atenas. Pero, ¿y los jenízaros? ¿Cómo se habían aliado con los almogávares? ¿Qué papel jugaban en la “refundación” de Barcelona? Los jenízaros, aquellos esclavos de origen cristiano, conversos al islam por la fuerza, que constituyeron la guardia personal del sultán, la tropa de choque de los otomanos durante varios siglos, ¿cómo se habían avecindado en la ciudad traídos por los almogávares, de quienes fueron enemigos acérrimos durante tanto tiempo?           

Todos corríamos al Tibidabo con la esperanza de… No sé, no sé para qué lo hacíamos. No parecía haber escapatoria. Jamás tuve un sueño tan desesperante. Mis hijos, mis nietos, corriendo delante de aquellos salvajes llegados de otros siglos con sus espadas y sables expeditos… Subíamos a la montaña, cuando de pronto vi en una noria, que por su altura destacaba sobre la silueta de un Parque de Atracciones, a un grupo de sabios y poetas que giraba, cada uno en su cabina, con su propio atuendo y un altavoz potente, lanzando frases cuyo significado no era capaz de comprender en medio de aquella carrera loca. Corríamos. Corríamos…

Mi mujer me despertó. Estaba sudoroso, taquicárdico. Apenas podía respirar y temblaba como si tuviera fiebre alta. Todavía tiemblo. Qué angustia. ―¿Dónde están los niños?, le pregunté. ―¿Qué niños, Jorge?, tranquilízate…  Eso hice cuando la abracé. Abrazado a ella me calmé, y no sé cómo… No sé si por la fatiga que me produjo la pesadilla, por el alivio que tuve al terminarla, o por ambas cosas incluidas, caí en un prolongado duermevela. Entonces regresaron los sabios y los poetas que giraban en la noria del Tibidabo, y pude entender algunas de sus frases. Cuando al final desperté del todo, corrí a apuntar las que recordaba:   

  
Todo se refiere a algo que es primero.
Aristóteles

El sol excede en tamaño al Peloponeso.
Anaxágoras

No hay ningún techo en la playa, ninguno en la isla desierta.
Catulo

¿Acaso hubo alguna vez un fuego que no / encendiera un niño, Oh Eróstrato?
Seferis

No lances coces contra el aguijón, no sea que te lastimes golpeándolo.
Esquilo

Estas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de los náufragos. Lo demás es retórica, postura, íntima farsa.
                              Ortega

El amor puede matar y mata, pero no compone escenarios.
Jiménez Lozano

La historia / sobrevive al Niágara / y se ahoga en la bañera.
Benn

¡Guiñan Helesponto / y echan Asia por la boca!
Benn

No se puede contemplar la propia autopsia.
Claudio Rodríguez

Los estomatólogos del mundo están más unidos entre sí que los habitantes de una urbanización de adosados.
                               Daniel Innerarity

Dejó la venda, el arco y el aljaba
el lascivo rapaz, ¡donosa cosa!,
por coger una bella mariposa
que por el aire andaba.

                       B. del Alcázar