martes, 24 de julio de 2018

UN PLIEGUE EN LA CONVULSA FIEBRE DE LA VIDA






En este verano tan raro (lo es al menos aquí, en el sureste del cuadrante noroeste), tan raro que ni el huerto consuela lo bastante (pobre, no puede tramitar tanta agua endemoniada) y las tardes se someten a las tormentas con demasiada mansedumbre; en estos días, digo, apenas tengo ganas de escribir. Leo. Leo. Leo… En las entrelineas del verano y de los libros, persigo indicios para el trabajo de fin de año, mientras pienso en un gran amigo que está despidiendo a su madre, un poco mía también.

Por eso no estoy muy activo en este formato. Hoy me lo han dicho. Más bien me han preguntado: «¿Qué pasa, por qué tanto silencio?»

Me asomo brevemente para saludaros, con el sexto acto del poema que escribí a finales de 2016: una metáfora alrededor de la existencia humana, hilada con tres cabos: una vida concreta, un poema y un río. Tres cabos que fluyen (¿anudarán?) al unísono con afán pitagórico: pretenden enlazar el principio con el fin. Casi nada… El acto que os presento sucede en la zona media del camino que traza y recorre lo que podríamos llamar, con Shakespeare, la convulsa fiebre de la vida. Es el que me apetece compartir ahora.
  

VI

Caen el cordero, el caballo. Caes…
La trampa ingeniera se consuma en el embalse.
Un paredón. Sus compuertas abiertas. Y
este ruido, como de moscones (millones de)
que se arremolinaran contra un celaje
cementoso, antes de penetrar, embudados,
su aparente espinilla: el agujero negro. Ruido.
Espuma. Nada, para los ojos meridianos. Nada,
para los satélites, incapaces de orbitarte
en la picada marabunta. Ceguera. Ni barca
ni remos. Dios guarda la tralla y pota
al vacío. La caída, vertiginosa, dura
sin embargo lo que tardarías en dejar atrás
mil puentes mansos. No sólo duele: mata.
Llegarás abajo, otro. Y mientras caes, mientras
mutas anestesiado, invidente, (llámalo
resurrección si quieres regalarte los oídos)
imaginas otra oportunidad de puros
río y paisaje: ―Señor,
enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato… Caes.
Los moscones zumban. Su tónico maremagno
mengua tus sentidos. La saetera de la memoria
vibra cuando los ojos yerran. ―Ah,
el trallazo paterno / el tremedal / la risotada
del picudo que cubre a la silbante víbora /
la primera curva / el primer palenque / el palacio
con su pata-palo / la cuerda / la playa / el rodal /
el estro de las flores; incluso la trucha brincando
hacia la muerte… La memoria filtra
su imaginario. Filtrado lo proyecta, una y otra vez,
sobre la tachada partitura de las chimeneas.
                                                           Tú cayendo…
La artificiosa torrentera
que enciende las bombillas del Éxodo,
puede que apague en ti, Uno, todo lo que sobra en
Unodenosotros. Con suerte rechazarás
el aeroplano, y verás caer las lágrimas
de los ángeles mientras braceas, o, sin más,
te dejas llevar por la corriente
sobre una balsa… Sueñas. Memorizas y
sueñas. Pero en realidad caes. Te deshaces
paredón abajo, en medio de un chorro que suena
como si una millonada de moscones urgidos
pagara el precio de su multitud. Caes.
¿Adónde? (Nunca antes lo hiciste: flotaste /
nadaste / remaste.) No sabes. La vertical, tocada
por el cielo, anclada en… El horcón, el horcón
del palafito hincado en el río. Con qué
firmeza penetraba la pez, (llanto del alerce:
trementina que obtura los sumideros
del cauce) para llegar ¿adónde? El río
tiene bajos. Brota de aguas subterráneas. La caída
no puede ser innúmera. Rebotarás, seguro,
o calarás la apretada negrura hasta volverte
fósil (tizne de falena u olmo) y renacer en pasto
para manatíes. Rebotar o penetrar, pero dejar de
caer en el enorme caño. Acaso enrolarte,
por qué no, en una corriente renovada, resuelta
en cordial perspectiva; que incluya, por qué no,
riberas temperadas, con playas y rodales
donde la trucha boquee bajo una luz asaz
para platear su lomo, medir su cuerpo, su tiempo,
su sino, (todo animal es un fin en sí mismo) y
deje de intimidarte… Llegarás, mas el
aguaje vertical parece eterno. Por momentos
crees saldar algunas deudas. ¿Acaso debes
pagar al río, al paseo, al poema; tu fascinación
por el ingenio pontificio? ¿Acaso debes
pagar a la pata-palo de aquel palacio primero,
tu pronta partida? ¿Acaso el sauce te cobra
su rama: la flauta que tiraste para cantar
el humo de las chimeneas? ¿Acaso
debes redimir los pecados de tu estirpe,
que cometiste y gozaste, Unodenosotros,
en obra y sueño? ―Ah, haber imaginado
sobrevolar el río, lejos de la pez y la trucha;
seco, bien vestido, con la visión total
de su curso, barriendo de tus lunetas
las lágrimas de los ángeles, para que vertieran
amargura en cauces otros. ¿Acaso debes
pagar tu impulso, entre dócil y tropero?
…La respuesta a todas tus preguntas,
el impacto. La chorrera te expulsa
finalmente. Poco a poco recobras
los sentidos: torbellino / fango / noche /
luces. Luces que alfombran, escalan y
coronan las colinas. Luces. Luces. Demasiadas
tal vez para alguien que sale de un apagón
perceptivo, sin una sola respuesta para
consolarse… Miras atrás: Nada. La enorme
pared que bajaste, desaparece. Luces y
más luces para decorar la noche que madura;
para competir con el dosel astral que sólo techa
los ríos párvulos. ―¿Y la barragana del cielo?
El coro de luces la apabulla. Bombillas nutridas
por el vómito de Dios, tan brillantes y
biliares… tan cándidas como potrancas
que fuesen al matadero trotando,
con las crines perfumadas.


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