sábado, 20 de octubre de 2018

MASA MADRE






Para una elaboración diaria de pan (como en las panaderías) se mantiene el cultivo vivo a temperatura ambiente alimentándolo cada día con una dosis de partes iguales de harina y agua para que la levadura no muera y de esta forma siempre se mantenga con alimento, ya que se trata de una colonia de seres vivos; sin alimento dejan de reproducirse y mueren.

                                                                Wikipedia
                                                  (acerca de la masa madre)
  


El pasado miércoles moderé una charla entre Antonio Gamoneda, José Kozer y el público que nos acompañó en el Café del Teatro Zorrilla de Valladolid. Después de habernos ofrecido el martes una memorable lectura conjunta en la Biblioteca de Castilla y León, también en Valladolid, Antonio y José volvieron a reunirse con nosotros para hablar de poesía. Preparé tres preguntas para ellos, y al formular la segunda, de refilón dije que sus obras son universales. El término universal no se me cayó, ni fui a buscarlo allende con una intención espuria (hay hombres tontos que se apartan de su camino hasta un cuarto de legua para atrapar una palabra deslumbrante, decía Montaigne / quiero creer que no fue el caso); lo pronuncié con ingenua honestidad, inserto en una pregunta que apuntaba en otra dirección; pero aun así, a Antonio le saltaron las alarmas. (Antonio es, creedme, uno de los poetas más generosos y tolerantes que he conocido, porque es, claro está, uno de los más grandes. La grandeza y la generosidad suelen elegir a los mismos espíritus para gustarse en ellos y acomodarse en sus bodegas). Antonio es generoso y tolerante, pero también pudoroso, y por eso posee eficaces alarmas anti-loas: ¡Ojo, demasiado, demasiado!, saltaron las suyas; y, por las mismas razones, con el mismo aviso, también lo hicieron las de José. Entonces Antonio, que encabezó la respuesta, hizo un elegante requiebro ante la pregunta formulada (que tal vez lo habría abocado a un tema espinoso), se centró en el asunto de su supuesta universalidad, y con esa gracia finamente irónica que poseen las personas inteligentes y experimentadas, dijo que sólo se reconoce como el mejor poeta de su barrio, pues es el único que allí vive; y que eso de la universalidad no lo entiende bien, ni siquiera mal; pidiéndome después que me explicara, que lo ilustrara al respecto. Como es lógico, me inhibí de tal cosa. No por pereza o falta de interés, sino porque no quise sustraer tiempo a las intervenciones de los poetas invitados. Sabía que el público estaba allí para escucharlos a ellos, no a mí. Me inhibí entonces, pero ahora… Ah, la universalidad de un poeta no se dirime en el tribunal de su barrio. Y como yo no vivo en el de Antonio… Seguramente escriba un montón de cosas innecesarias para explicar algo obvio, pero os juro que ninguna de las palabras que leeréis a continuación se me habrá caído. 


Para Antonio Gamoneda y José Kozer, celebrando vida y obra, 
tasando el viento que en las velas cabe. (Góngora). 


Según Valéry, el universo es una invención más o menos cómoda. Si lo aceptáramos así, la universalidad que se achaca a hombres u obras humanas no pudiera trascender el mero regalo que nos hacemos algunos seres especialmente imaginativos. Pero, ¿lo aceptamos? ¿Es el universo una invención más o menos cómoda que arrastra consigo lo que se pretende universal? No sabría responder a esta pregunta con mediana solvencia, porque aún no pensé lo bastante en ello, y porque hacerlo me colocaría en los planos metafísico y ontológico, de los cuales huyo siempre que puedo, y huiré ahora con especial convicción. «No sé bien», tendría que contestar. Pero en eso llega y me toma por asalto la experiencia, que tan jodidamente se emperra muchas veces, empecinada en aguarnos las fiestas cerebrales, y que también alivia sus resacas: No sé si el universo será una invención cómoda o no. Sé que hay obras universales. Y no sólo lo sé de la manera que suelen saberse las cosas evidentes, las que no necesitan explicación, sino que creo poder identificar cuáles son estas obras, y explicar por qué calzan en un adjetivo de planta tan pomposa. Digo que existen obras universales, sin duda, (las disfruto y estudio con mucha frecuencia) pero como cargo con la dosis de relativismo que la época impone porque sí, acepto que las obras que son universales para mí, no sean universalmente conocidas y reconocidas como tales. (Comedia he visto yo apedreada en Madrid / que la han laureado en Toledo, Cervantes dixit). Qué se puede hacer, si no, en relación a. Poco… Nada: Cuando calificamos una obra, respondemos personalmente por ello. Punto. Por mí hablo. Sólo de mi voz puedo ser y soy monarca. 

La universalidad no adviene como deus ex machina para adornar una obra y salvarla de la anécdota o la intrascendencia. No se fragua en tomos redundantes, premios, periódicos, críticas regalonas… La universalidad colma el trabajo bien hecho: casi siempre el trabajo de toda una vida, si se ha llevado a término manipulando la sustancia correcta de manera correcta. ¿Y cuáles son esa sustancia, esa manera? 

En la evolución psicológica del hombre han mediado cuatro o cinco ideas primarias. (Imágenes arquetípicas, apuntaría Jung). Quien dice cuatro o cinco, dice diez o doce, ya me entendéis, pero para apoyarnos en lo establecido por frases hechas y refranes consabidos, dejémoslas en cuatro: dos que lo acompañan desde su mismo surgimiento como especie, que lo inquietan desde que vive en estado natural, en la prehistoria; y otras dos que surgieron cuando se hizo sedentario, cuando se avino al estado civil y se enroló en la historia. Pues bien, en mi opinión, y resumiendo mucho, la universalidad de una obra estriba en que la misma atienda a esas ideas primarias (¿atemporales, eviternas?) dándoles la forma necesaria para que hagan escala en el presente, reposten en él, y se carguen de argumentos para seguir su viaje embarcadas en la leyenda. Si un autor se remite a las cuatro grandes inquietudes que son inherentes al hombre, y es capaz, gracias a su talento y honestidad, de hacerlas aterrizar con éxito en su tiempo para que se pringuen en él y puedan in-formarlo de cara al futuro, para mí es, será universal. Una obra universal apunta a la verdad, tan legendaria ella, y la acribilla a mentiras portentosas, (ya os avisé de mi veta relativista) permitiendo que lo siga siendo, que abra juego a los que vienen detrás. Una obra universal recibirá memoria, la incubará, la ensanchará (aquí está el quid de la cuestión) y finalmente la testará, cuando menos, tan potente como la encontró; pero, en cualquier caso, con una capa más de costra actualizada. Siempre imaginé la memoria como una sucesión de capas adherentes e inter-penetrantes, donde la última, que tiene raíces en la primera y en todas las que le anteceden, echa flor y frutece para atraer a las venideras. 

En fin, ideas primarias que exigen una forma siempre renovada para seguir siéndolo. El mejor símil que se me ocurre aquí, alude al panadero frente a la masa madre. Sí, la sustancia potencialmente universal es como la masa madre: infecta y mortal; necesita que cada día se le añada una dosis de partes iguales de harina y agua para que la levadura no muera. La levadura es el bicho desencadenante, por supuesto. La harina y el agua renovadoras deben ser frescas, contener todo el presente posible, y ser añadidas a la vieja masa donde late la memoria del Pan inagotable, no comestible; ese que espera su alimento diario para parir el pan nuevo, el que se come. Se trata de dar con la masa buena y saber renovarla, amasarla. Una obra universal es levantada siempre por un buen “panadero”: Masa madre, tino y buenas manos. Eso es. 

Claro, en la poesía, como en la filosofía, «cuando los reyes construyen, los arrieros no están ociosos». (Croce). Y no sólo están activos los arrieros, que son traviesos, pero resultan los menos repugnantes y nocivos, sino también los rateros y los saltimbanquis… Especialmente en las edades críticas, esas que Eliot llamó alejandrinas por su escasa lozanía creadora, (anda, que la nuestra…) estos últimos personajes abundan hasta la desesperanza. Y es que si se equivocan las ideas primarias, si no se detectan o se ignoran, si no se lee bien cómo entroncan con el tiempo en que trabaja el poeta; o si éste no tiene talento para hacerlas tragar presente y salir de él bien argumentadas, disparadas al futuro con la carga buena; la obra, en el mejor de los casos, interesará a muy pocos por muy poco tiempo. Siguiendo con el símil del panadero, imaginemos que pretenda trabajar sin masa madre. ¿De dónde sacará la sustancia su potencia genitora? O imaginemos que tiene masa madre, pero no sabe qué hacer con ella, y en lugar de añadirle la porción diaria imprescindible de harina y agua frescas, le añade harina vieja, agua putrefacta; o lo que es igual de contraproducente, se dedica a condimentarla. Imaginemos que este mal obrero del pan, trabaja a base de condimentos añadidos a una sustancia que necesita de sí misma para prosperar. Los condimentos (edulcorantes, colorantes, conservantes…) podrán darle un color y un sabor efímeros, podrán garantizar cierto cabrilleo en superficie, pero jamás lograrán que la masa, así bastardeada, conserve su fertilidad. 

En la poesía, como en cualquier otra actividad creadora, la masa madre retiene las claves de la memoria, de la heredad. Es la herencia viva que espera materia afín para seguir respirando, procreando, estimulada por un bicho bien nutrido. Es, quizá, lo que en términos menos graves llamamos tradición. El poeta que se remita a ella, y desde ella sepa plantarse radicalmente en su tiempo, si además posee talento y oficio, tendrá mucho camino andado hacia una obra universal, lo pretenda o no. ¿Pero cómo, si la tradición acota ámbitos formales que incumben a grupos humanos muy concretos y a veces estancos? Pues muy fácil: Sabemos que Antonio (pude decir José, a quien incluyo en lo que sigue, pues ambos, tan distintos en lo anecdótico, son idénticos en lo esencial, que es lo que importa ahora) es el mejor poeta de su barrio (al menos eso ha reconocido), digamos aquí que es el mejor panadero que hay en él, y que además es bueno, muy bueno, que podría ser el “capo” de lo panificable en cualquier sitio. Tiene unas manos prodigiosas, por hábiles y limpias. Además, trabaja a partir de la tradición. ¿Por qué? Porque, para empezar, lo hace con masa madre. Y compra la harina que le añade diariamente en un mísero tendal que hay en su calle, pero es harina fresquísima, molida a partir de las mieses del año. Recoge el agua de un pozo que sus abuelos construyeron en el patio de la casa, pero que conecta directamente con un venaje cercano; es un agua que ha hecho miles de veces el trayecto entre río, estuario y otero manante; entre río, nube y campo de trigo; un agua que contiene toda la memoria del Agua, pero acaba de llegar al pozo ávida de nuevas impresiones. Antonio actualiza su masa madre según manda la tradición: sólo harina y agua, pero además lo hace con harina y agua casi del día; y nunca, nunca utiliza condimentos ajenos al pan que pretende. La masa madre, toda memoria ella, recibe su ración diaria de novedad (digamos novedad): condumio fresco para que la levadura se alimente y la mantenga infecta, viva. De la tradición tomó Antonio la manera de avivar la sustancia generadora, y también la propia sustancia generadora. La dádiva misma, y esa manera de manipularla, ya encierran, en sus potencias más promisorias, todo el presente y el futuro posibles. Entonces comienza el amasado en dirección a su pan. La forma que le da es novísima, y propia, y bella. ¿Por qué? Porque sabe que sólo a través de la forma nueva, el pan transmitirá sin resabios ni complejos la memoria que porta, será comestible. Y porque, sencillamente, es un gran creador, lleva la belleza prendida al alma. Y porque su forma no responde a búsquedas alejadas del pan, sino a un infatigable rebuscar en el pan mismo. Antonio tiene masa madre, sabe alimentarla, sabe amasarla. Esto es: detecta (y atiende a) las cuatro ideas primarias que inquietan al hombre desde siempre, las hace repostar en su tiempo y las ofrece al tiempo-todo con una forma nueva, inconfundible; esa que las dota de enorme adherencia frente a la costra memoriosa, de capacidad penetrante en ella, y propositiva ante las capas que seguirán engrosándola. El pan es suyo, y después de su barrio, y después leonés, y después castellano, y después español, y después hispano, y después mediterráneo; pero probado por un mongol o un mapuche, éstos dirán: Pan. Ah. 

Porque las obras universales se hacen siempre al calor de las ideas primarias, dice Raymond Queneau que toda obra es una Ilíada o una Odisea. Por la misma razón explica Agamben que los escritores se distinguen […] según se inscriban en una de estas dos grandes clases: la parodia y la ficción, Beatriz y Laura. Si tuviera que encuadrar las obras de Antonio y José (para mí universales, sin duda, por todo lo antes escrito) en esos cauces razonados, en ambos casos diría: Odisea / Beatriz. Y esto, que no explicaré ahora para no abusar de vuestra paciencia, ¿importa a alguien? A mí.




6 comentarios:

  1. Que metáfora tan preciosa y precisa. Que placer leerte.

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  2. Gracias, amigo, por leer y comentar. Me alegra tanto que estas cosas puedan ser útiles a los demás...

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  3. Pan, sin ninguna duda...
    Abrazo.
    Sonia

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  4. Pan, repito contigo, poeta. Gracias por lectura y comentario. Abrazos.

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  5. Y a nosotros también. Ha picado nuestra curiosidad por saber cómo desarrolla su ingenio los argumentos de Odisea y Beatriz. ¿Tal vez en otra ocasión?
    En cualquier caso, delicioso símil el del pan. Abre el apetito de poesía.

    Feliz fin de semana.

    Bisous

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  6. Gracias, amiga. Sí, en otra ocasión, seguro. Abrazos

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