miércoles, 18 de noviembre de 2020

DEBATE SOBRE POESÍA. HASTA PRONTO

Queridos amigos, como cada año, debo cerrar este espacio durante un par de meses para dedicarme plenamente a la creación literaria. Regresaré en enero con la ilusión de que todavía los más resistentes de vosotros optéis por acompañarme. Gracias de antemano.

Pero cómo despedir un 2020 tan extravagante, tan marrano. Podría hacerlo como de costumbre: con un poema (o trozo de) escrito en las postrimerías del año anterior; o con algo de lo escrito entre marzo y mayo, durante el recogimiento forzado por la pandemia; o con un capítulo de El apartadero, la novela que acabo de publicar; o incluso con un poema escrito para mi recién nacido nieto… Sí, podría ponerme en plan abuelo, único plan que… No temáis (río), podría hacerlo, pero no lo haré.

Un curso tan jodido en lo sanitario, lo político, lo económico, lo literario… demanda algo diferente ¿no? ¿Quizás una travesura? Opto por sorprender, incluso desconcertar a quienes me conocen, con uno de esos llamados poemas visuales. ¿Poema visual? Bueno, este “debate sobre poesía” que tienen en la imagen al pie, lo compuse a medias con Juan Ramón hace ya varios años, seguramente en un momento en que debí sentirme abrumado por la tanta elucubración poética que nos regalan los tiempos. (Río de nuevo). Si no podéis leerlo a pelo en este formato, y no tenéis una lupa a mano, y todavía confiáis en mi cordura (es mucho pedir, lo sé, pero…), descargáoslo y ampliadlo.

Pasad el mejor fin de año posible. Y esperadme, por favor. Mi domadora y mi psicólogo aseguran que en enero estaré de nuevo listo. Con la venia del virus, claro. ¡Vade retro!





lunes, 28 de septiembre de 2020

EL APARTADERO

 



Las ratas obraban con especial afán. Roían y raían como endemoniadas, como si pretendieran derribar el techo. La última ocasión en que se habían conducido de tal forma, Bruno creyó que actuaban en venganza, debido a un ineficaz veneno que antes había mandado a colocar Laura bajo las tejas para eliminarlas. Hacía mucho tiempo que Bruno estaba al margen de los impulsos de su exmujer, de todos, también de los raticidas; pero sospechó que los roedores estaban enfadados por su causa. Se levantó de la cama, y aunque nunca lo hacía antes de desayunar, puso en marcha el ordenador y seleccionó a Bach interpretado por Maisky. Durante varios años de convivencia con las ratas, pudo comprobar que en lo musical preferían la obra para violonchelo del genio sajón. Creyó que tal vez el regalo las calmaría, les haría comprender su inocencia ante el presunto intento exterminador, y pondría de nuevo en valor su estoica transigencia…


AMOR, MUERTE Y LITERATURA

Bruno, un personaje solitario y estrambótico, divorciado de Laura, vive aislado en una parte de la casa familiar, que incluye una sala modesta y una enigmática biblioteca. Aquel hombre, que parece un erudito en su torre de cristal, extraño y asocial, se revela a la joven Rosario primero como un enigma. A medida que consigue recibir clases de él y comienza a tratarlo, se le va descubriendo como un ser excepcional que le provoca una irresistible seducción intelectual. Rosario, que no siente urgencias sexuales y menos por el mundo masculino, queda absorta al comprobar la profundidad asombrosa de aquel ser, que la enamora de una forma única, insólita, que conmoverá nuestros conceptos del amor y la amistad, el sexo y el erotismo. La joven, desde su portentosa madurez e inteligencia, quedará seducida por la imponente e irresistible potencia sexual que emana del intelecto y personalidad de aquel desvencijado profesor.

Entre conversaciones magníficas, llenas de lirismo y profundidad humana, de gran calidad literaria, corre la filosofía, la literatura, el amor y la muerte, de modo que el profesor que, en un principio, parece encarnar el mito de Pigmalión, será a su vez seducido, lentamente, por el poder salvador de aquella joven, que se enamora primero de su alma y luego de la intimidad de su biblioteca.

Bruno se va redondeando como personaje a través de los ojos de Rosario, de la simplicidad en la venganza de su ex y de un escritor que aparece en escena y que se propone narrar la increíble y apasionada historia, intelectual, moral, humana, sexual, que flota en la atmósfera de aquella biblioteca y de los personajes que le dan vida. Al entrar en contacto con Rosario y Bruno, aquel escritor primerizo se dará cuenta de que en ellos se encuentra la esencia de la literatura y de la vida. Se enamorará, infructuosamente de Rosario, contactará por carta con Bruno y, a partir de ese momento, el escritor se convertirá en un personaje más de la historia, que no es sino trasunto del verdadero autor. Entonces Bruno le dirá al propio escritor cómo debe escribir la novela. Desde ese momento se mezcla con maestría la propia obra con la acción que cuenta, desdoblando en un principio los dos planos para fundirlos después en un momento en que el escritor consigue una complicidad con la propia novela, con los personajes que en ella habitan y con el propio lector, a quien habla, consulta y finalmente, con quien construye e imagina el propio relato.

Jorge Tamargo (La Habana, 1962) reside y trabaja en Valladolid. Ha publicado once libros de poesía en España, México y Brasil. Ha escrito ensayos, artículos, cuentos y ha recibido diversos reconocimientos, entre ellos el Premio Fray Luis de León. El apartadero, publicada por Trifaldi, es su primera novela, enigmática y deslumbrante, profunda y sobrecogedora, con unos personajes muy poderosos y un estilo verdaderamente lírico y profundo. La acción en torno a una biblioteca, que es símbolo de la más honda intimidad del ser humano y de su construcción desde la cultura, ofrece el marco perfecto para que cuatro personajes poderosos nos ilustren, desde la buena literatura, sobre el individualismo y los problemas de nuestro tiempo. En menos de ciento cuarenta páginas llegaremos a mirar el mundo con ojos diferentes, a contemplar la muerte, el erotismo, la cultura y el dolor desde una elevación a la que solo nos podrá conducir el amor más puro.

Alberto Monterroso


JORGE QUERIDO: anoche terminé de leer tu EL APARTADERO, y de entrada te comento que me parece una novela (corta) de primera fila. El caso es que comencé con ella y enganchado seguía adelante mi lectura, inmerso en los personajes, los juegos de lenguaje muy sutiles, tales que apenas buscan desplegarse, más bien replegarse, riesgos a la vez en la manifestación expresiva y un juego muy tuyo y muy difícil de sostener (he ahí en parte el riesgo o los riesgos) entre una escritura que tiende al distanciamiento, a intelectualizar lo vivo y amado por el autor y de ahí pasa sin retenerse demasiado a un lenguaje otro y en apariencia opuesto (en el fondo no lo es) en que se dice y desdice con naturalidad casi que diría corriqueira, ligeramente desfachatado, ese así llamado lenguaje cotidiano, transparente, transparencia que crea en tu novela ambigüedad, complejidad, y una alternancia de voces que no son sólo las de los distintos personajes, Bruno en sus silencios y hondones, Rosario en su doble función de cuerpo y mente, incluso cuerpo en doble función en el sentido novelístico a repartirse entre Bruno y el narrador / autor. En fin, salgo (salí) de la lectura contento de haber transitado por su materialidad, su materia inasible, festiva y seria, culta y luminosamente normativa o común y corriente, amalgama y entreverado que lleva a desear que la novela corta no sea tan corta y que continúe… y añadir que el párrafo final de la novela es de lo mejor que encuentro como remate a una obra, sea poema o sea prosa (ficción) en mucho tiempo.

José Kozer


Cuando mi amigo Jorge Tamargo me envió aquella primera copia de El apartadero, preguntándome si lo podía leer, debo reconocer que fui a ello con cierto prurito, conocía su obra poética, de un nivel muy alto, y quizás pensé: otro poeta que escribe novelas..., pero para mi sorpresa, y regocijo (lo reconozco), me encontré con una novela solvente, de personajes extraordinarios, un trasfondo de cultura y de técnica que convirtieron aquella novela breve en una lectura fascinante, en una historia llena de gavetas, puertas sorprendentes, estanterías donde no sólo se guardaba un tesoro de reminiscencias y transgresiones, intertextualidades múltiples que componían una vida que por cerrarse hacia fuera, se había hecho infinita hacia dentro. Si tuviera que recomendar una novela para que lean en agosto de este año raro, les diría que se pasen por Trifaldi, por Amazon, por La Casa del Libro, y busquen El apartadero, para que lo disfruten como hice yo. La economía de recursos, la síntesis, se vuelven defensores de un individualismo a ultranza, que la mayor parte del tiempo acaba convenciéndonos de su eficacia, hasta que el amor, en términos nada convencionales, aparece como otra plaga, de las muchas de ese mundo.

Sonia Díaz Corrales

 

Jorge, la novela me ha gustado mucho. Confieso que comencé a leer con un poco de miedo por aquello de un poeta narrando, pero el lenguaje narrativo es de una madurez y una picardía excelsas, dignas de un oficio narrativo muy decantado. Cuando iba por el primer cuarto me preocupó el narrador. Me parecía una pena que, con ese nivel de lenguaje, terminara siendo un narrador impropio, falso. Pero no, el narrador es un acierto que permite escapar al corsé de la perspectiva y mover el punto de vista con espectacular eficacia. Siendo un narrador en primera persona, puede acercarse o alejarse de lo narrado cuando quiere y como quiere. La historia es de una sutileza ejemplar, y para mí no hay virtud narrativa tan grande como lo sutil. El tipo de historia, su pulcro minimalismo y la intertextualidad sutil, que no deviene pedante cita de erudición, ponen la novela en una línea bastante frecuente en la narrativa publicada en los últimos tiempos por algunas grandes editoriales. Una prueba de cuánto me gustó la novela es que el final me molestó. Cuando una novela me agarra, siempre me molesta su final, quizás porque no quiero que se acabe…

José Fernández Pequeño

                                                                                                                                       (primera nota)

 

Si es una decisión personal, leo siempre por placer y eso me hace muy prejuicioso: antes de comenzar, agoto las pistas posibles que me garanticen o nieguen la posibilidad del disfrute. Así, cuando "El apartadero" se atravesó en mi camino, tuve una ardua sesión de prelectura pues el texto en Word me negaba las señales editoriales de rigor y apenas me dejaba muy subjetivas pistas de origen. Considerando que el autor, Jorge Tamargo, es un poeta con una larga trayectoria, los pronósticos no daban muchas esperanzas para alguien que, como yo, comulga poco con las narrativas construidas alrededor del culto a la palabra, aunque (me dije entonces) esto bien podía ser compensado por la fructífera trayectoria del autor en los afanes arquitectónicos, útiles (como también los cinematográficos) al construir entramados de voces y planos narrativos interconectados.

Y, debo confesarlo, el texto se apropió del lector que soy. "El apartadero" es una novela de foco maduro, desarrollada a través de una narración que preña cada detalle y cuaja un pequeño grupo de personajes memorables, no solo convincentes sino sobre todo vivos, contemporáneos con nuestras inquietudes y problemas. Ciertamente minimalista en su acercamiento a la realidad ficcional, la poesía que emana de la novela rebasa a las palabras y se alimenta del registro psicológico de esos personajes siempre auténticos, sobre todo en sus debilidades, manías y errores. En el accionar de un muy reducido número de personajes, en acciones más bien concentradas, "El apartadero" se (nos) plantea algunos de los asuntos más importantes en esta contemporaneidad nuestra repleta de gesticulaciones que amplifican las muletas tecnológicas: la soledad, el aislamiento, los valores de la verdadera erudición, el arte esencial frente al arte para ser aplaudido, el amor...

Ahora El apartadero es (a su manera mínima y concentrada) un bello libro que recorre los mundos de Amazon y, viéndolo así, con esas vestiduras de mostrarse, me explico por qué su original me produjo tanto impacto. Jorge Tamargo ha conseguido en su novela lo que, tras años de leer y escribir, he terminado por asumir como el latido más íntimo y veraz de la creación narrativa: la sutileza, que en este caso se despliega en elegancia, respeto por la inteligencia del lector y trascendencia humana.


José Fernández Pequeño

                                                                                                                                      (segunda nota)

 


Jorge Tamargo propone con su primera novela, El apartadero, una enigmática y deslumbrante, profunda y sobrecogedora historia, cuyo escenario se concreta en un espacio tan cerrado como asfixiante, un relato que protagonizan unos personajes de curiosas características que ejercerán un peculiar poder sobre los lectores.

Un cuidado tono lírico amplía y engrandece la brevedad de un argumento que irá proponiendo no menos curiosas y variadas reflexiones científicas, filosóficas o de una disposición y método comunes. El apartadero, un espacio reducido, alberga un garaje y el sótano, dos estancias para asegurar la integridad de la biblioteca, la más preciada propiedad del protagonista, Bruno, una vez que, de común acuerdo, y tras muchos años de insoportable convivencia se divorcia de Laura; será entonces cuando un Bruno solitario y estrambótico decide aislarse y sobrevivir con sus experimentos en el apartadero, una vez dividido el patrimonio común; convivirá la exclusiva compañía de las ratas que, siempre, han obrando con especial afán, royendo y rayendo como endemoniadas, porque Bruno siempre había sido consciente que actuaban en venganza frente a un ineficaz veneno que les había colocado Laura para eliminarlas.

Este hombre, que se siente un erudito en su torre de marfil, tan extraño como asocial, se muestra ante su vecina Rosario como un enigma, pero cuando la joven empieza su relación y recibe las primeras clases, ayudará y compartirá ensayos científicos, se deja aconsejar lecturas de la biblioteca, y entonces descubrirá que Bruno es alguien excepcional que le provoca una irresistible seducción intelectual porque la joven, desde su portentosa madurez e inteligencia, quedará seducida por la irresistible potencia sexual que emana del intelecto y de la personalidad de este destartalado profesor, porque el sexo para Rosario queda en un segundo plano, incluso cuando, de alguna manera, se vea asediada por un joven escritor, amante de la ex de Bruno, obsesionado por unos evidentes conceptos de amor y de amistad, que incluirían el sexo y el erotismo para a través de este acercamiento entrevistarse con Bruno, y sobre todo acceder a su enigmática biblioteca.

La novela, pese a su brevedad, avanza entre exposiciones y declaraciones de una calculada profundidad científica y didáctica, conversaciones cargadas de un lirismo expresivo sorprendente y una profundidad humana que se completa con un texto de calidad literaria que alterna con otros relacionados con la filosofía, la literatura, o los conceptos más humanos del amor y de la muerte, y así este personaje que recuerda a ese mito conocido de Pigmalión se convertirá en víctima y será seducido, lentamente, por el poder salvador de esa joven que se enamora primero de su alma, y luego de la intimidad de su biblioteca.

El narrador Tamargo nos mostrará a un Bruno que, como personaje, se irá moldeando con las continuadas presencias y actuaciones de Rosario, y aún más con las actitudes malignas que se convierten en esa venganza constante que llevará a cabo su ex y, todo se salvaguarda, con la inteligente aparición en escena de un joven escritor que, una vez conoce la situación, se propone narrar la increíble y apasionada historia de esos dos actores, Rosario y Bruno, desde una perspectiva intelectual, moral, humana, incluso desde un deseable deseo sexual que flota en la atmósfera de aquel extraño apartadero, y mucho más de la biblioteca, un espacio al que los personajes le otorgan vida.

El escritor, no debemos dejar de pensar en la voz del alter ego del propio Tamargo, percibirá que una vez se ha relacionado con Rosario y Bruno los va conociendo y desentrañando sus actitudes vitales porque en sus vidas se encuentra la esencia de la literatura, y por añadidura una buena novela. Se enamora, de manera incondicional, de Rosario, y pretende acercarse a Bruno a través de una carta y, a partir de ese momento, el escritor se convierte en un personaje más de la historia, mezclará su ficción con la vivida por Bruno, protagonista indiscutible, que le dirá al joven escritor cómo debe desarrollar y escribir su relato. La novela cobra fuerza desde ese momento, se mezcla con una habilidad singular la propia obra con la acción que se va desarrollando, y el lector percibe ese desdoblamiento en dos planos que más tarde, y a medida que avanza en su lectura, convergerán en uno cuando el escritor consiga esa ansiada complicidad con su propia historia, con los personajes que en ella habitan y con el propio lector, a quien a lo largo de sus páginas interpela, habla, consulta y, finalmente, con quien va construyendo e imaginando el propio relato que se titula, El apartadero, un original que formará parte de la nueva biblioteca, de un no menos brillante y enigmática joven.

Las ratas que desde siempre obraron con especial afán en el lugar, sobreviven a Bruno y su biblioteca, y cuando Laura ordena demoler el tejado del apartadero se comprobaría que habían logrado hacer una vigorosa colonia que subsistía sobre un mar de excrementos, y la pestilencia era insoportable, se encontraron más de cuarenta ejemplares adultos, vivían en una sociedad próspera y organizada sobre la cabeza de un tipo que se había aislado voluntariamente porque no encontraba acomodo entre sus semejantes hasta que había aparecido una joven, Rosario.

Pedro M. Domene


Leída la novela. Interesante el juego de esas dobles parejas en el entorno siempre amenazante de las ratas. “Ratas de biblioteca”, que aquí son más que una expresión. Tiene intensidad y no decae el interés. Buen planteamiento del problema creado, e intriga por saber cómo se resolverá. Hay un buen manejo y control de las situaciones y del avance del relato. El capítulo de la despedida del año en familia, como punto de reunión de todos los personajes, creo que es representativo de esto, y uno de los mejores, según mi opinión. Los personajes de Bruno y Rosario, como los fuertes, creo que están muy bien delineados, especialmente el primero, como epicentro en torno al que gira toda la historia. Me encantaron las citas de la Divina Comedia y de Shakespeare, colocadas muy oportunamente…  


Máximo Higuera

(editor / Trifaldi)



Para comprar “El apartadero” tenéis varias opciones: la podéis pedir en cualquier librería (se distribuye en toda España); y también en:

 

1. AMAZON:

https://www.amazon.es/El-Apartadero-narrativa-Jorge-Tamargo/dp/8494978357/ref=sr_1_1?__mk_es_ES=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&crid=2IHV6YDV24GHL&dchild=1&keywords=el+apartadero&qid=1599461632&sprefix=EL+APARTADERO%2Caps%2C170&sr=8-1

 

2. DISTRIFORMA:

 https://www.distriforma.es/Consulta-el%20apartadero-Buscar_Por-Todos

 

3. PANOPLIA DE LIBROS:

https://lapanoplia.com/

e-mail: secretaria@panopliadelibros.com a la atención de Sonia.

 

4. EDITORIAL TRIFALDI:

http://www.trifaldi.com/buscar?controller=search&orderby=position&orderway=desc&search_query=EL+APARTADERO

e-mail: info@trifaldi.com a la atención de Máximo.




viernes, 4 de septiembre de 2020

ÓLIVER



































¡Luz! El instante sublevado desorbita
los datos. El mundo tiene una erección,
Óliver, hijo de mi hijo. Una erección
no de palmas, de torres empalmadas
que la sangre ensavia. Apretazón. Ah,
se aprietan los anillos cautivos en la
magna circularidad. Giran. Triscan luz
y aire para acelerar. Aceleran para
grapar tu rostro a mi… Es mediodía
en mi viejo cajón de sueños. Un
boggie woogie dilata los muros que
atiranta Bach (oído de patagón / ojos
de topo). Es mediodía y río. El diablo
tiene un puñado de agujas oxidadas
en la boca. Esputa robín. Robín en-
diablado. No lo mires, Óliver, no. Son
cosas mías. O tuyas (vaya rejón le
clavaste), pero no lo mires. Detenta la
luz arrebatada a la Noche, a la pla-
teada chusma que la galvaniza, que la
renueva sin término (ay, impotencia
estelar colaborante). Esta es tu luz. Este
flash que te hurta los límites, que el
obturador del universo te regala, es
esencia de espacio, puro espacio. Este
es tu tiempo sin tiempo, Óliver, tu
ápice de gloria en el Trile. Pizca la
eternidad, cielo. Abre los ojos a Dios, a
las pupilas ebrias de tus padres… 
¡L                         u                          z!      
¡Luz! El instante sublevado desorbita
los datos. El mundo. Su erección. Ésta:
Long Island esfuerza, esfuerza para que
New York City inflame sus venas. Una
civilización desportillada se resiste a
caer. (¿Se resiste?). Las piedras anquilo-
san sus riñones, pero cada conato de
alumbramiento… Tú, Óliver. Tus párpados
abren al espectáculo que la inocencia
peina, acomoda para ti. El Mare Nostrum
sin embargo espuma en los lindes del
Tenebrosum. Lo penetra finalmente.
Dios abre dos ojos negros: dos ventanas
blancas en la frente de la verdad. «Esto
es verdad», digo. Digo porque asomo
por ellos-ellas y te veo, te distingo, te
ciño a ti. Eres.           Eres bajo los cielos
de la decrepitud, sobre las calles decré-
pitas de la decrepitud: nafta / betún /
puños / botas / son de palabras huecas
que danzan el postillón, los corredores:
turba hundida en la turba cementosa.
(«¡Luz, por Dios, más luz! ¡No luz-razón
narcisista. Luz-gracia. Luz divina!»). Eres.
¿Lacras mi sobre a la posteridad?... Ma-
ñaneo, Óliver, en tus ojos, mientras
tu madre les insufla la memoria-madre
del mundo; tu padre, la memoria-padre.
El boggie woogie no para. Tampoco el
añoso órgano del sajón. Los datos, de-
sorbitados… Bailo. Bailo… Mi torpe
oído entremedias capta la chanza de
los simples, la ira de los asesinos, sus
resabios. Capto el nerviosismo de las
multitudes. «¿Hombre o número?», se
preguntan. «Hombre, seguro, mas-
cullo».           Ah, Óliver, la vida, oficio y
ejercicio para vivos, desagua en el
tiempo. Pero este fogonazo lucífero
no está en él, no en la historia; abre
puertas que todavía no saben los Idus
de marzo, los dieciocho-brumarios. Al
tuntún has de beber esta luz: calostro
para inocentes, hijo. Bébela. Es luz a
estrenar, luz tuya.          Y liberto de la
oscuridad, mientras no te aprese el
devenir, mírame. Mírame aunque
no me veas (soy un aglomerado de
tiempo en fuga). Mírame mientras no
me pienses (soy la tercera dimensión
que no te incumbe, sólo profundidad,
dirección, aviso de finitud: fin). Mí-
rame bailar redimido de mí mismo, in-
surrecto de la duración, en brazos del
azar que estrenas. Que tus ojos bailen
con los míos, Óliver, que inocenten la
valla entrometida, que la transparen-
ten, la batan. Quede entre nos ese de-
rrumbe-prodigio. ¡Luz y amor! Amor a
la luz que tomas, ensanchas, lanzas
contra mis sienes confusas.           Medio
kilo de corazón innúmero (viejo, pero
innúmero) te ofrezco. No lo vacío
en bronce para que lo admires. No
lo doy al cirujano para que lo zurza, lo
componga, lo temple: sedicente bom-
bita de afectos bobos. Lo doy a los
tiburones (graves mensajeros entre
los mares) para que rasgado, bien ras-
gado, lo escupan a tus pies. Medio kilo
de corazón todoterreno: hecho al dolor,
hecho pedazos; entero por amante,
listo para bombear amor, también,
especialmente, cuando el instante a-
quiete, expanda, y los datos retomen su
órbita, y el mundo relaje su erección, y
Long Island, fatigada, deje de enviar
magma sanguíneo a su quiste urbano,
envaine sus erectos cuchillos. Amor
cuando este boggie woogie se haga
insoportable, y un violín matemático
(medio matemático medio loco) lo
deponga con chacona no bailable.
Amor. Allí, en New York City. Aquí, en
Pucela. Dondequiera que surja el más
mínimo alboroto para que un corazón,
todo perplejidad él, te adivine.           Esculpiré
esta jornada en la memoria, Óliver,
hijo primerísimo de mi hijo: tu primer
parpadeo, tu primer bostezo… Esta
secuencia innombrable de emociones,
este temblor piadoso, impío a ratos,
este apogeo inédito.           La distancia
tiene un espolón de hierro, cielo, está
hecha de besos muertos, de caricias
truncas, de tacto pensado. Sé que
estoy lejos. Una inquietud metódica,
militante en el tiempo, no cae porque
se desdeñe. No bastan un instante
cerril, una insurrección severa, a quien,
abroquelado en los sentidos… Estoy
lejos, lo sé. Pero también imagino,
Óliver, imagino y amo. Te amo.           Todavía
el boggie woogie dilata los muros que
atiranta Bach (oído de patagón / ojos
de topo). Es mediodía y río. Todavía
bailo este mareo sabroso. Deslum-
brado me columpio, ¡ea!, al bies de tu
foto. Luz: pan que partimos, com-
partimos. Saldo al alza. Promiscuidad
luminosa a pesar de. ¿Besos muertos,
caricias truncas, tacto pensado? Sí. Y
también una plenitud que abrasa. Esto
es verdad, Óliver. Asómate. Conecta
tu alma de hombre a esta marea in-
fecta de humanidad. Distíngueme antes
de verme, de pensarme. Soy el abuelo
bailongo: un aglomerado de tiempo en
fuga con medio kilo de corazón des-
pedazado, entero para el amor, que

              (I wanna squeeze him but I'm
                                      way too low.
                    I would be runnin' but my
                              feet's too slow…)

baila. Un poetón viejo, experto en
oscuridad, aspirante a promiscuo de-
predador de luz.           Ah, Óliver, qué 
puntual y cargado de ti mismo llegas 
donde puedo imaginarme prolon-
gado. Mañana. Pan y sangre.           ¡Luz!




jueves, 20 de agosto de 2020

HAMBRIENTOS Y COBARDES, DE ÁNGEL VALLECILLO


                                                             

                                                           No hinchazón, sino fruto. Dante


Aseguraba Jacques Rivière que si en el siglo diecisiete se hubiese preguntado a Molière o a Racine para qué escribían, sin duda no hubieran encontrado más que una respuesta: «para distraer a las gentes de bien»; y que sólo con el advenimiento del Romanticismo empieza a considerarse el acto literario como una especie de incursión en lo absoluto, y su resultado, como una revelación. No sé bien qué pensar sobre esta frase. De veras. No sé, por ejemplo, si Tartufo o Fedra se escribieron y representaron sólo para entretener a las buenas gentes, o si además, y dando por amortizado el fofo adjetivo: buenas, pretendían horadar sus cabezas con un punzón tragicómico o secamente trágico, según el caso, que las preparase para lidiar a la madre de todas las revelaciones: la que regala el espejo.

No sé. No sé tanto como sabía Rivière, es obvio, sobre literatura francesa del diecisiete, pero lo que sí os puedo asegurar es que en Hambrientos y cobardes (editorial Pez de Plata, Oviedo, dos mil veinte / magnífica edición, por cierto) Ángel Vallecillo entretiene y punza; y que haciéndolo colma las expectativas de cualquier lector postromántico: pensar, soñar, padecer, gozar y reír a lo grande, sin derecho al bostezo, mientras pizca en lo absoluto hasta dar con la suma revelación en el espejo (¿roto?) de lo concreto: seguimos siendo los mismos, seguimos siendo nosotros. ¿Quiénes? Acaso meras reminiscencias platónicas, meros vehículos al servicio de una idea, de la Idea; acaso más que presuntos culpables hijos de Adán y Eva, rehijos de un Dios vivo, no ideal, y por eso candidatos a la redención Jesús mediante; acaso monos-naturaleza a lo Darwin, o monos-historia a lo Spengler, o monos-gramática a lo Landero; o un poco de todo eso a la vez, quién sabe, pero nosotros.

¿Y qué queremos conseguir nosotros cuando leemos una novela?  Lo mismo que cuando hacemos cualquier otra cosa de nula utilidad para producir alimentos u otros bienes dirigidos a la supervivencia biológica: aparcar el cálculo y la medida, dar descanso a los sentidos que in-forman la realidad objetiva, reactivar la parte no racional del alma, mitigar la mordida del tiempo insobornable que nos conduce a desaparecer como individuos, imaginando un espacio cómodo donde sernos mientras sea posible. Un espacio natural, social, histórico… sido, siendo, por ser, da lo mismo. Un espacio en el que la realidad se torne habitable. Y como todos sabemos, o deberíamos saber, un espacio que el tiempo no atraviese una y otra vez cual amargo proyectil, que el tiempo no indetermine o borre de continuo, sólo puede generarse y sostenerse en una imaginación sana.

Mantener a punto la máquina de imaginar, eso queremos. Queremos que nos mientan, pero que lo hagan bien para que la verdad, la sospechosa (hemos definido la literatura: «La verdad sospechosa», Alfonso Reyes), la verdad poética a fin de cuentas (¿hay otra que valga la pena?), brote de la mentira como un tornado o un río lento, da igual, y la suplante con credibilidad y solvencia. Queremos tenernos y entretenernos, esto es: imaginar, pensar, hacernos preguntas de todo tipo, compadecernos con otros, con nosotros mismos… Ah, y si además pudiésemos llegar a reír… si el novelista nos mintiese bien y a la vez nos hiciese reír… (Gracias, Ángel). No hay nada más caro para los monos gramáticos que la mentira y la risa. De hecho, pocas cosas nos divierten tanto como ver a los monos otros mentir o reír. Bueno… ¿nos divierte, nos desconcierta, o nos intimida? Que los monos no gramáticos rían y mientan (lo hacen, claro que lo hacen a su manera) los sitúa en la estela, casi al rebufo de los gramáticos, a las puertas del mono novelista y lector de novelas. Uff, qué peligrosa persecución ¿no? Dios me perdone, pero pensándolo mejor, puede que de la Alta Edad Mona prefiera los individuos serios y veraces, o sea, los más idiotas, aunque no me hagan reír. Que evolucionen sin prisa, oye. No así de la Baja Edad Mona: la humana, la divina, la histórica, la que todavía atravesamos (los hombres son aún preliminares, J. Guillén), la nuestra… En ésta, aquí y ahora, el gusto por la buena mentira y la risa distinguen, señalan a los mejores.

Ser engañados amenamente mientras forzamos un paréntesis en el tiempo. Esa es la meta. Y en esta novela Ángel la alcanza con creces. Qué ágil su escritura, su lectura. Cuánto oficio y cuánta gracia derrocha. Cuánta imaginación tiene. De cuánta poesía es capaz. Vaya mono gramático (nada gramaticando, por cierto) está hecho este tío. Qué bien va justo por delante del lector, sin distanciarse demasiado de él, guiándolo sin que éste se dé cuenta merced a una estructura y un lenguaje impecables. Malla. Malla, no confusa telaraña. Agilidad e intensidad. (Me vienen a la mente ahora aquellas anécdotas que implican a Proust y Joyce, a Víctor Hugo y Macedonio Fernández. Joyce, que leyó y conoció a Proust en persona, dejó escrita una impresión tendenciosa y sentenciosa sobre su colega ―puede que no sea literal―: Proust, un bodegón analítico, el lector termina la frase antes que él. No os imagináis cómo río ahora mismo. Perdón. Sigo: Macedonio Fernández bromeaba ácidamente con el padre de Borges sobre Víctor Hugo: Víctor, decía el cabronazo, ese gallego insoportable, el lector ya se ha ido y él sigue hablando. Para empezar con el mazo en alto, gallego lo llamaba el muy… Borges, a quien escuché la anécdota, reía como un niño al recordarla. Ojalá vosotros podáis reír conmigo por más que améis a esos colosos franceses). Ángel no tiene nada que ver con el tempo francés del diecinueve. Qué va. Todo lo contrario. Agilidad e intensidad, dije. Y crudeza. Y sentido del humor a espuertas. Y poesía viva. Su voz sale ensuciada por el tiempo que lleva vivido, escrito; si acaso salpicada por la Norteamérica del veinte. Ángel es un autor maduro con una voz propia inconfundible. Después de la serie de adverbios de cantidad que solté antes, no colocaré ningún otro adjetivo que califique al alza la voz de este autor (los adjetivos de magnitud huelen a barbarie. Pound), sino que… Ah… ¡cuidado!, ¡cuidado!, que se me caen: ambiciosa / intrépida / ardiente / ácida / precisa / inteligente (inteligencia significa presteza en ver las cosas tal como son. Santayana), y, a pesar de todo, amable.

Luego está lo que nos cuenta el libro. Una trama policíaca muy bien urdida, con tantas patas como la Tarántula Rango (ver en el propio libro): ciencia / política / arte / dinero / amor / sexo / drogas / perversión / asesinatos / criminalística / ¿prognosis social? …Hambrientos y cobardes apunta a la totalidad de los dones y las miserias que nos señalan y señalaron siempre. Y lo hace con una puntería tremenda, sin impostar ninguna diana para ello. Ningún pimpollo barato de virtud, o montón gratuito de mierda, abaratan esta obra. Se trata de una suerte de vodevil psico-sociológico, sí, pero de alto vuelo, que gira alrededor de un cerebro portentoso y de un algoritmo por él creado. Un personaje fantasma (el cerebro) que sólo en las postrimerías de la novela muestra su carnosidad en versión semimaquinal. Un cerebro que es como el Arca de la Alianza en la prehistoria de la trama, como el Santo Grial en su historia, como un tétrico juguete roto en su… Hay silencios en los que cabe una vaca.

Alrededor de este cerebro superdotado para la matemática y el sexo (dos cosas en apariencia no relacionadas, pero…), se hilan un montón de tramas secundarias. Desde la que hace evolucionar a un político corrupto y millonario a partir de un pobre minero (encofrador del infierno, le llama Ángel), hasta la que libera a una gitana de sus atávicos lazos de sangre merced a su lengua parlante y amante y lamedora. De todo como en botica, que se diría en mi tierra. Y todo bajo un orden boticario: laboratorio en la trastienda y exposición de resultados cara al público, laboriosa investigación y hallazgo prometedor. El mostrador repleto de curiosidades ciertas y provechosas. No hinchazón, sino fruto.

De las referencias que podéis encontrar en el libro (decenas, centenares, más o menos directas o indirectas, explícitas o encriptadas, que aluden a los mundos de la literatura, la política, el deporte, la Antigüedad, la actualidad, etc.) no hablo esta vez. Os dejo solos ante al peligro. Una única alusión me permito en este sentido: si yo fuera el magnate George Soros, y leyese esta novela, me sentiría incómodo, muy incómodo. Ahí queda.

En fin, si alguien como yo, que no ama especialmente la novela policíaca, os recomienda ésta con tanta pasión, por algo será. Pasión de lector la mía, que no de esteta. Pasión un tanto cerrera que no es simétrica con la de su autor, muy bien domada contra la razón pura y dura para ir en pos de la vida. La pasión que consume al diletante se pone al servicio del verdadero artista; el artista no es vencido por la bestia: la doma, decía Fischer.

Nadie es lo último que hace, dice con razón Ángel en la página 211 del libro. Pero ésta, su última novela publicada, es pura esencia vallecilla. Hacedme caso: entradle.




jueves, 13 de agosto de 2020

FOODIE LOVE, DE ISABEL COIXET. ...EPPUR SI MUOVE



                                                           LAIA COSTA Y GUILLERMO PFENING EN FOODIE LOVE, DE ISABEL COIXET


Al actual maremágnum de series hechas para televisión (televisión, digo, pero aunque os pique a algunos, entiéndase también ordenador portátil, tableta, teléfono móvil…) han acabado apuntándose (por qué no / cómo no) los jornaleros, los capataces y los aristócratas de la industria cinematográfica. Se comprende. El cine, industrial o no, se hace con dinero, y no queda más remedio que allanarse ante los vicios y resabios de tan orquestadora Majestad. El cine se hace, sobre todo, para un público contemporáneo que tiene el bolsillo obrante (remolón para el propio cine, pero obrante), al que se debe convocar, esperar, emboscar si es necesario en las encrucijadas vivas, no en las muertas. Y las encrucijadas vivas están colonizadas hoy día por un aislamiento feroz que se disimula muy bien en Internet… ¿La gran pantalla? ¿Acaso un lugar de culto, casi de lujo, para que se encuentren furtivamente en él y se conduelan los patricios de la cultura de masas? Puede. Qué pena… Ni apoltronando en salas apijotadas a los “atolondrados” que todavía insisten en ver cine a lo grande, ni atiborrándolos de palomitas de maíz, los demás se dan por enterados, por sonsacados. No hay nada que hacer al respecto. Estos últimos parecen haber sido mordidos por una tsé-tsé robótica. Han emperezado a conciencia. Duermen su profundo sueño a la luz de pantallitas intervenidas por emoticones. Qué pena…

Sea como sea, el caso es que quienes vemos, además de cine-cine en las salas de cine, series televisivas en casa, agradecemos que la alta aristocracia del negocio finja democratizarse; esto es: se plante en nuestro salón, nos conmine a. Isabel Coixet, quién puede negarlo a estas alturas, es una de estos aristócratas del oficio. ¿Casan los términos aristócrata y oficio? Aquí sí. El talento sublima al buen artesano, lo eleva al sitio donde gobiernan los mejores para que ejerza su poder sobre quienes lo necesitan (y cuánto), lo aguardan, lo imploran. Isabel es una cineasta total, ahora mismo en plena madurez, capaz de moverse en cualquier dimensión cinematográfica con una solvencia casi apabullante. Foodie Love (Amor Gourmet) es el mejor ejemplo de lo que afirmo:

Alta calidad literaria y fotográfica. Gracia y rigor. Eclecticismo visual que sólo pueden arrumbar con éxito los grandes creadores. Un tropel de técnicas narrativas y cinematográficas empujando un único carro en una única dirección: la buena. Magnífico apoyo en las locaciones y la comida. Actuaciones de primer nivel. Buenos, buenísimos actores bien dirigidos… En fin, una otra obra maestra de la cineasta catalana.

Pero para decir esto, sólo esto, aun cuando sea lo más importante, no me habría sentado ante el ordenador. Esta serie no es una más. Su sustancia y su forma nos invitan al disfrute pleno: el que se sustenta en el súbito advenimiento de emociones inteligentes. Y una vez así disfrutada, la serie continúa operando sobre su “víctima”, excitando su imaginación y haciéndole preguntas incómodas. Y como en este caso la “víctima” soy yo (la terminé ayer / cuatro sesiones de dos capítulos cada una), voy a intentar formular en abierto las preguntas que más me duelen. ¿Por qué? No lo sé. ¿Será porque no soy tan escéptico y pesimista como creo? Ahora digo con aquel periodista inglés citado por Unamuno: si hubiera en el mundo un pesimismo sincero y total, sería por necesidad silencioso. Y esto vale para mí, y también para Isabel. Porque su Foodie Love lleva el marchamo unánime de nuestro tiempo occidental: la decadencia. Y la decadencia es por definición escéptica y pesimista ¿no?; debía ser callada ¿no? (¿para qué decir algo si nada tiene sentido?). Sin embargo, Isabel sigue hablando, como yo. ¿Será que no somos tan escépticos? Ella, seguro que no. Yo…

Foodie Love está construida sobre dos personajes-idea. Tan personajes-idea son, que prescinden de “nimiedades” tales como un nombre. No sabemos cómo se llaman. Ni falta que hace. Cada uno de ellos bien pudiera llamarse Unodenosotros, o sea, identificarse sin más con quienes pretenden ser algo así como los últimos hijos de la Historia, y sin embargo no saben de dónde vienen ni a dónde van. El retrato que Isabel les hace es el perfecto retrato de una época y su correspondiente civilización. A través de ellos Isabel refiere tiempo y lugar con claridad meridiana: Occidente y principios del XXI. Él y Ella son abanderados de un doblete civilizado y civilizador que espuma en la gran urbe europea: el homo faber y el homo viator en su versión más epicúrea, más cirenaica, más hedonista en fin. Él, un matemático perdido (en la matemática y en la vida), que gracias a un hallazgo casual en forma de algoritmo, vive nada matemática, ni esforzada, ni juguetonamente. ¿Vive? Ella, lectora de narrativa para una editorial, no sabemos si vinculada a la selección, corrección o traducción de textos, que no es capaz de cargar con un fracaso emocional, y da bandazos tan noveleros como antisociales. Que se sepa, ninguno de los dos tiene amigos. Ninguno participa en redes sociales. Ninguno mantiene relaciones familiares. Viven solos, claro. Ambos, sin embargo, son grandes viajeros, grandes comedores (¿comidistas? / ¿gourmets?), grandes sibaritas. Ambos tienen bastante información cultural. Ambos conocen medio mundo. Ambos hablan varios idiomas. Ella es políglota. Él y Ella (Guillermo Pfening y Laia Costa / qué bien actúan, madre mía / os los recomiendo enteros) son dos perfectos egoístas y egotistas. Dos ciudadanos que avistan la madurez, que hasta la fecha sólo y apenas han sabido cuidar de sí mismos, y que se proponen hacerlo mejor apoyándose uno en el otro. Él se enamora, o cree que se enamora (no sé qué pensar). Ella no puede enamorarse (¿lo hará allende la serie?), no es capaz; el miedo y la debilidad de carácter la paralizan. Él tiene un potente lado femenino. Ella, un cuidado, pulido lado masculino. Ambos son psicológicamente complejos, tirando a complicados. No, no, me desdigo: son complicados de cuajo, casi se ufanan de serlo. Son unos eternos inconformes. Los inconvenientes de la civilización consisten en que no puede uno nunca complacer ni ser complacido, diría Byron. Ambos son sofisticados y tienen un alto poder adquisitivo. Ambos visten muy bien. Ambos son guapos, buenos folladores y malos amadores.

A dos personas como éstas, ¿qué les puede salvar sino el amor? El amor a otro, quiero decir, que en este caso tiene que subir una cuesta enorme: el desmesurado amor a sí mismos que profesan, por escaso que sea su amor propio. Porque la falta de amor propio, no es, qué va, falta de amor a uno mismo. La falta de amor propio puede ser el resultado, precisamente, de un narcisismo galopante.

Entonces Isabel cuenta con dos personajes-idea (ni héroes, ni antihéroes) sujetos al guion dominante de su época; dos personajes que creó con un acierto tremendo porque ella tiene unas antenas envidiables orientadas al hombre de su tiempo (el espíritu creador juega con los objetos que ama, nos dice Jung), a punto para enfrentarse a su mayor reto, el Amor, como si de alondras prisioneras en rectángulos (Gamoneda) se tratara. ¿Romanticismo? No, por Dios, si entendido como juego banal y artificioso entre tortolitas. Sí, si entendido como exacerbación de lo individual, lo raro, lo pretendidamente atípico y complejo, lo excesivo; aunque tal exceso refiera a planos psicológicos, especialmente por eso. Todos los hijos, nietos, bisnietos y tataranietos del XIX somos románticos o postrománticos, qué le vamos a hacer.

Enfrentados al amor, o más bien al anhelo y la posibilidad de, estos personajes nos muestran todas sus flaquezas y grandezas. Sus flaquezas tienen que ver con su cobardía (¡qué ingeniosa sabe ser la cobardía!, dice de Bury) que afila la sagacidad y templa el disimulo bajo el manto de la agudeza y la esgrima dialéctica. Sus grandezas tienen que ver justo con la aceptación íntima de sus flaquezas. La serie los enreda en mil ires y venires dialécticos, en mil trampas psicológicas que deberán sortear casi como atletas que aspirasen al podio del amor. Ah, pero ellos deben primero reconocer cada uno su propia nadería, la nadería última a que se enfrentan los decadentes, sobre todo si son egoístas; para más tarde reconocerla en el otro, y así poder compadecerse mutuamente, después de haberse auto-compadecido, claro, y con suerte poder alcanzar entonces el umbral del amor. En este caso no se trata de una lucha agonal, limpia, sino de otra casi teatral, rebuscada, cargada de guarismos histriónicos en apariencia indescifrables, improductivos.  

A mí todo esto me desespera (no le habría aguantado a Ella ni el primer asalto por muy hermosa y lectora que fuese) y a la vez me engancha. Sé lo que está pasando, pero tengo que obviarlo. Me obligo a obviarlo en la medida de lo posible. ¿Para qué? Para poder disfrutar con lo que pareciera el intento de levantar ante mí una catedral de adobe. Es eso lo que intentan los personajes de Foodie Love. Y tal vez no lo hagan en vano. Tal vez no se equivoquen de diana. Tal vez tampoco se equivoque Isabel. Tal vez sea eso lo mejor que puedan hacer creadora y criaturas. Me permitiré aquí una cita larga de Spengler para después explicarme mejor:

¿Qué nos importan los que prefieren, ante una mina de oro agotada, que les digan: «mañana se descubrirá aquí un nuevo filón» como hace ahora el arte con la creación de insinceros estilos en lugar de que les enseñen los ricos yacimientos de arcilla que están al lado sin explotar? Considero esta doctrina [la de la arcilla viable y redentora, entiendo yo] como un gran beneficio para las generaciones venideras, porque les enseñará a discernir entre lo que es posible, y, por lo tanto, necesario, y lo que no cuenta entre las posibilidades internas de la época […] Si bajo la influencia de este libro [La decadencia de Occidente], algunos hombres se dedican a la técnica en vez de al lirismo, a la marina en vez de a la pintura, a la política en vez de a la lógica, harían lo que yo deseo, y nada mejor, en efecto, puede deseárseles […] Quien no comprenda que hay que amar ese sino o desesperar del futuro y de la vida; quien […] no sienta esa lucha con los más fríos y abstractos medios; quien se entretenga en idealismos provincianos y busque para la vida estilos de tiempos pretéritos, ése… que renuncie a comprender la historia, a vivir la historia, a crear la historia.

Dije que me explicaría mejor al hilo de esta cita. No sé si seré capaz, pero lo intentaré. Cuando pienso que los personajes de Isabel e Isabel misma hacen bien en apuntar a su catedral de adobe, de alguna manera me alineo con Spengler; bajo protesta, pero lo hago. Yo sufro íntimamente la pérdida de un mundo con dominante apolínea en aras de otro fáustico, y por fáustico en exceso, devenido dionisíaco; dionisíaco a jornada completa, quiero decir. Pero nací en este tiempo, el mío, el nuestro. Tratar de enmendarlo a fondo me colocaría en el papel de aquel aldeano empeñado en poner emplastos a un puerco espín. Quizás por eso, aunque a veces me conduzca como un triste graeculus histro provinciano, sea capaz de disfrutar una obra de arte de mis contemporáneos cuando es tan jodidamente buena. Eso hago siempre que puedo. La cosa no debería moverse, lo sé, eppur si muove. 

Foodie Love es una joya de serie. Es un sincero canto a la posmodernidad decadente. ¿Que no te gusta esta postmodernidad, Jorge? ¿Que tampoco os gusta a algunos de vosotros? Ah, se siente, haber nacido argonauta. ¿Que una serie como ésta no ayuda a contestar la decadencia rampante en nuestra sociedad? Pues claro. No lo pretende, al contario. Y tal vez, quién sabe, hace bien en no pretenderlo. Además, hablamos de una serie exquisita, exquisita en su forma que es lo que más importa; y ya sabemos con Ortega que todo lo exquisito ―¡qué le vamos a hacer!― es socialmente ineficaz. Así que… Ved la serie si no la habéis visto. Disfrutadla. Olvidad lo que aquí escribí, por supuesto, mientras la veis. Y como dice aquella versión fatalista del carpe diem horaciano (entre decadentes anda hoy la cosa): la primavera termina, daos prisa en ser felices.   


Adenda para Isabel:
Gracias, artista, por librarnos en Foodie Love de una Barcelona cargada de signos y símbolos caseros; por presentárnosla más como era y debía seguir siendo que como es. Tu Barcelona es también ahora mismo una ciudad-Idea. Bendita sea. Decía Marías (Julián) que el mundo, cubierto de carteles, traducido en signos, va siendo cambiado cada vez más por esos signos, suplantado por ellos. Los signos, presentes o ausentes, importan mucho aquí y ahora. En tu serie me quedé con la ola (que adjudico a Hokusai, sí o sí, a pesar de Fukushima), y con ese cartel corpóreo y luminoso (te dispenso el ramalazo kitsch) que plantaste tras la cama de Laia: Eres lo que lees, sí señor. Si no eres un niño o un primitivo, si vives enrolado en la historia, como parte de la masa que colma las grandes urbes, y no lees, casi no eres. Podrás existir, pero ser, lo que se dice ser...