Mi amigo Jorge
Sánchez, bailarín, coreógrafo y director de la Academia de Baile vallisoletana
“Danza Abierta”, me pidió que hablara esta tarde para personas que se han
juntado aquí con la única intención de ver bailar. No sé si acertó al hacerlo,
pero, por si acaso, seré breve.
Hoy los aprendices de la dicha
escuela bailarán en público para celebrar el próximo Día Internacional de la
Danza. No soy proclive a este tipo de
efeméride, lo confieso, porque la danza, como cualquier otro universal, es un
vehículo de humanidad, está por tanto implícita en la condición humana; es, o
debía ser, cosa de casi todos los días. Pero si tal recurso (la efeméride
formalmente instituida, digo) sirve para atenuar en alguna medida nuestra
creciente apatía por los asuntos que más importan, bienvenida sea.
El hecho es que, motivos más o
menos espurios aparte, hoy nos reunimos para hacer algo que hicimos desde que
la especie enfiló hacia la vida en sociedad y se constituyeron los primeros
clanes, las primeras tribus: bailar y ver bailar. La danza es la consecuencia
directa de nuestra capacidad para experimentar el ritmo. Nunca se conoció grupo
humano, prehistórico o histórico, cuyos integrantes no fueran capaces de sentir
el ritmo con que la naturaleza late en todas sus facetas; de (re)producirlo con
menor o mayor complejidad, de bailarlo. ¿Sería concebible que seres con
posibilidad de sentir y (re)producir el ritmo, no terminaran bailándolo?
La danza es la concreción formal
de una pulsión primaria, que, gracias a nuestra necesidad de (y capacidad para)
manipular la naturaleza, se convierte en algo sobrenatural, artístico. En
términos estéticos, se trata de ejercer la libertad dando forma a algo que todavía
no la tiene, animando a un cuerpo (individual o social) que llega a moverse
armónicamente, y cuyo movimiento propicia una pautada y perfecta síntesis entre
tiempo (medida-intervalo-ritmo-duración) y espacio (medida-intervalo-luz-extensión).
Hablamos de un lenguaje artístico,
con sus signos, su vocabulario, su gramática, su poder para crear un discurso
simbólico; y de ahí, su alta capacidad para comunicar contenidos humanos. Pero
este lenguaje no tiene una base netamente productiva, sino mágica. Puede que en
sus orígenes, la danza acompañara a cazadores, guerreros, agricultores y
ganaderos durante sus respectivas faenas, pero lo que ya no admite dudas, pues
se comprueba en los pueblos que todavía viven al margen de nuestra
civilización, es que antes y después de que tales actividades se llevaran a cabo,
servía para que sus artífices, (danzantes ellos mismos, guiados por sus sacerdotes)
se encomendaran a los dioses o celebraran sus dádivas. Además, y esto es
fundamental, la danza también valía para unirlos en un rito colectivo:
socializarlos. El hombre siempre danzó en grupo, y así canalizó estados
emocionales altamente empáticos que lo hicieron cada vez más hombre.
Entonces, nos reunimos hoy para
concelebrar un rito tan antiguo como la especie misma: hacer y ver hacer algo
en apariencia improductivo, pero que entronca directamente con nuestra alma.
Estamos aquí porque somos animales especiales, raros… Sí, somos artistas. Y no
sólo percibimos la realidad por vías sensoriales, con su poderoso ritmo interno,
sino que podemos manipularla, incluso bailarla; esto es, dotarla de dimensiones
humanas: exteriorizarla (re)formada. Podemos imaginar, y haciéndolo, creamos
realidades suprasensoriales, más complejas, pero también más convenientes que las
regaladas por la naturaleza.
La técnica, que, aún en
progresión, nos mostrarán estos jóvenes bailarines, créanme, es aquí lo que
menos importa; resulta muy necesaria, claro está, porque articula y hace
legible el lenguaje que han escogido para expresarse, pero lo es sólo como un
medio para alcanzar el fin deseado: dar fe de su resistente humanidad; retar al
tiempo, forzarlo a pausarse, detenerse; poner un alto precio a la vida frente a
la muerte, que se ceba con lo animal, pero pávida huye del relato humano,
marcado por su indómito imaginario.
Al verlos bailar olvidarán,
seguro, la pueril excusa que hoy nos convocó (todos los días son igual de buenos
para bailar). Entregados participarán una manifestación arquetípica de nuestra
esencia humana, ofrecida a lo largo del tiempo en una única y extensa obra que de
continuo muda momento, escenario y forma, para, perennemente actualizada, durar
lo que nosotros mismos.
En esta confortable sala no vemos
la luna, no tenemos a mano una hoguera ni una piedra sagrada, pero somos mujeres
y hombres: animales sociales, memoriosos, capaces de imaginar, de crear escenas
mágicas al margen de lo meramente perceptivo. Hoy, aquí, a cubierto, la memoria
y la imaginación suplirán una vez más luna, hoguera y dolmen. Todos somos
artistas porque de alguna manera recibimos, incubamos y testamos la total heredad
de nuestra especie. No importa que hayamos asumido frente al arte una actitud
más o menos activa. Todos somos potenciales danzantes, y casi nunca, a la vista
está, danzamos solos.
Muchas gracias.