I
Crotora la cigüeña. El ciervo, mariscal
del salto (y del sobresalto), tensa las
ancas. La luz se apronta sobre los
varales donde holgaba. La tarde, ta-
quicárdica. La noche a punto de do-
blarse sobre ella, sobre sí misma, como
si esperase un salivazo de la Suma
Lámpara. Bonitamente abarquillados
sobre el horizonte, los siete rabos de
mi pensamiento intentan camelarme,
arrastrarme, quizás, a una calma in-
genua dado el escenario. No. La luna,
esa piruja… «Algo pasa». La luna sale
con su risa hembra. El ciervo salta. «¡Quién
va!». Un llanto innegociable abre,
blasona un tiempo para su imperio.
II
Hola, Sofía. Por una de las puertas
blancas que tiene el corazón de la no-
che, por ésa (qué tino, mi niña, qué
tino) de goznes obviamente azules, ce-
rrada a la duda cartesiana como se
cierra el nido al caviloso lagarto apare-
ciste. ¡Eres! En el pupitre de Dios tu
nombre rompe. Satán arruga la nariz
y un sinnúmero de nociones oblicuas
desatan la baraja. Juguemos, novia
de nadie todavía, a las adivinanzas. Yo:
Adivina, cielo (esperaré tu respuesta
los siglos que haga falta), en el justo
momento de tu arribo, detrás de tus
ojos alunados (los míos al loro), qué
hacía el esquimal con la gardenia.