Aunque este blog se interesa especialmente por la imagen en literatura, más aún en poesía, no renuncia (¿por qué iba a hacerlo?) a detenerse en otras manifestaciones artísticas donde la imagen obra igualmente poderosa más allá de las obvias particularidades que, en cuanto a lenguaje, existan en cada caso. Hoy hablaré un poco sobre la imagen en arquitectura, mientras hago una crítica al edificio construido hace unos años en el centro histórico de Zamora para albergar el Consejo Consultivo de Castilla y León. Dos cosas debo adelantar: 1. Me presenté en equipo con otros tres arquitectos al concurso que se convocó en su momento para proyectar este edificio. 2. Aprecio mucho la trayectoria del arquitecto Alberto Campo Baeza, autor del proyecto ganador del citado concurso. Espero que pasados varios años de aquel evento, y dado mi respeto por el grueso de la obra del referido arquitecto, sea capaz de hacer una crítica medianamente objetiva, si es que esto es posible, claro, porque pocas cosas hay más subjetivas que la crítica. ¿Y por qué ahora? Pues por eso, porque ha pasado tiempo suficiente para templar el juicio, y porque ayer uno de los arquitectos que participó conmigo en el referido concurso, José María Canteli, me envió un artículo firmado por Elena Minguela que se muestra muy generoso con la obra en cuestión. Leyendo ese artículo y sopesando sus argumentos, que por supuesto no apruebo, entendí que debía compartir con mis lectores unos criterios bien distintos dirigidos a verter algo de luz sobre la más elemental lectura de la imagen en la obra arquitectónica.
Pocas manifestaciones artísticas suponen un soporte tan “eficaz” para la imagen como la arquitectura, porque pocas tienen una capacidad tan grande para sustanciar símbolo. Buena parte de la prehistoria del hombre, y también de su historia, nos llegan escritas en piedra, simbólicamente sujetas al lenguaje arquitectónico, sea éste vernáculo o académico. Desde la caverna hasta el templo, todos los espacios del hombre, y claro, los elementos que los determinan y caracterizan, han funcionado como eficaces "pergaminos" para explicarlo, como soportes ideales para consolidar imagen, para construir humanidad. En una entrada anterior hablé de las diferencias que existen entre la imagen en arquitectura y la imagen en poesía o música. Entonces explicaba, entre otras cosas, que la imagen arquitectónica en general necesita cerrar sobre sí misma, concretarse en acto mucho más que las otras. Ciertamente así es. No sólo por la obvia y estricta dependencia que tiene la arquitectura con relación a la materia, sino porque además es un vehículo ideal para prolongar en el tiempo una idea supuestamente alcanzada, “petrificada”, elevada a la categoría de símbolo. Si sumamos esto a la absoluta imposibilidad que tenemos de evitar la arquitectura, (porque podemos evitar la música, la poesía, el teatro, etc, pero no la arquitectura que nos acompaña, nos envuelve estemos donde estemos) entenderemos la importancia que tiene saber leerla, descodificarla, ya no sólo en lo que respecta a los detalles de su lenguaje o vocabulario, que también, sino, y especialmente, en lo que respecta al ineludible poderío simbólico de su discurso, sea éste más o menos transparente o críptico.
Pero vayamos al edifico de Campo Baeza para el Consejo Consultivo de Castilla y León en Zamora, cuyas fotos encabezan este texto. Les propongo hacer ahora, en la medida de lo posible, un ejercicio de análisis que evite la tiranía del gusto. Les propongo que intentemos olvidar ahora si somos más o menos tradicionales, más o menos propensos a las vanguardias; olvidar, por ejemplo, si preferimos que los centros históricos de las ciudades sean o no conservados desde una óptica más o menos abierta a nuevas inserciones, a discursos arquitectónicos innovadores. Este texto no pretende ir por ahí. Centrémonos en analizar el edificio desde el ángulo que más importa, su propuesta simbólica, la capacidad que tiene la imagen en él para emitir, condensados y purgados, graves “mensajes pétreos”.
Resulta que en pleno centro de Zamora, junto a su catedral, en una parcela ocupada anteriormente por un edificio residencial-religioso que se abría directamente a tres calles distintas, e indirectamente, a través de un jardín privado, hacia la propia plaza de la catedral, Campo Baeza levanta un nuevo edificio para el Consejo Consultivo de Castilla y León, que se cierra a cal y canto en todo su perímetro con un muro aplacado en piedra, totalmente ciego y con más de seis metros de altura. Levanta una suerte de muralla para abstraer sin medias tintas el interior del exterior y viceversa. Luego, dentro de ese espacio abstraído del entorno urbano, construye una caja de cristal que alberga las funciones necesarias. El edificio nos dice alto y claro varias cosas:
- No me interesa dialogar con la ciudad. No estoy en ella… o sí, pero accidentalmente.
- Este espacio delimitado ya no es de la ciudad, alberga una función que precisa abstraerse del entorno urbano, más aún, tal entorno le es ajeno, extraño.
- No quiero que se pueda ni siquiera intuir qué pasa adentro.
- Desde adentro no es necesario estar al tanto de lo que ocurre afuera. Es contraproducente hacerlo.
- Desde adentro se participa de un ámbito exterior cerrado que genero exclusivamente para esta función, con una condición limitante: evitar la contaminación, incluso visual, con lo otro, con lo ajeno a este ámbito, a la función aislada.
El arquitecto “hurta” a la ciudad un carísimo trozo y hace isla en él. Claro, todos estaremos pensando ya en la arquitectura militar (el castro amurallado) o en la clausura (el convento). Pero aquí se trata de una función muy distinta, aunque también con gran capacidad para generar símbolo. El Consejo Consultivo supuestamente es, entre otras cosas, la institución que asesora al parlamento y al gobierno regionales en temas de importante calado jurídico, una suerte de apoyo para los poderes legislativo y administrativo, una especie de “garante” de la constitucionalidad de sus leyes, de su funcionamiento democrático. ¿Debe tal función asumir la carga simbólica que le “obsequia” un edifico como éste?
Envenenado regalo, porque si alguna función debía estar alejada de referencias tales como muralla o tapia monacal, esa es la que en teoría ejerce el Consejo Consultivo. Entonces, con el lenguaje más anatémico y lapidario posible, el arquitecto escribe en piedra, a los zamoranos en particular, y a los castellano-leoneses en general: “Aquí pasa algo que no les atañe, se trabaja en asuntos que no les incumben. Este predio no les pertenece”. Pero algo igualmente peligroso dice a los miembros del Consejo Consultivo: “Ustedes son elegidos. Eviten contaminarse de ciudad. La fluidez espacial que, entre interior y exterior garantiza esta pulcra caja acristalada, debe acabar contra los muros que la aíslan de la peligrosa urbe”.
Ya se puede decir después que la piedra utilizada en el muro es la que se utilizó en la catedral, que los muros recrean otros preexistentes (no es cierto), que el gesto tiene la fuerza que precisa un entorno monumental… Da lo mismo, porque en arquitectura las palabras jamás podrán suplantar al lenguaje arquitectónico. Lo que dice un edificio con su propio lenguaje, con su clarísimo vocabulario, no puede ser desdicho con palabras. Este edificio es un error. Un error capital, de esos que de entrada invalidan cualquier otro acierto parcial o anecdótico. Este edificio está mal. Es pedante, engreído, nada contextual, escupe a la cara de quienes lo pagan. ¿Y cómo un arquitecto de la talla de Campo Baeza, por quien, insisto, siento respeto, incluso admiración, comete semejante error? Bueno, esto es lo que menos importa, todos cometemos errores, pero nos ayudará a entender lo que pasa. Pienso que al arquitecto, tal vez poco acostumbrado a temas eminentemente urbanos, le pueden en este caso sus obsesiones formales. Quiere hacer esa caja acristalada caiga quien caiga, porque espera subir con ella un escalón más en su carrera hacia la quintaesencia de la caja.
La caja, aunque va quebrándose con la geometría de la parcela, es “quidista”, es muy pulcra, es bella, pero sencillamente no va ahí; por lo ya explicado, y porque las tensiones que genera en gran parte de su perímetro, cuando se enfrenta a la inminente presencia del árido murallón que se le encima amenazante sin que medie el aire necesario entre ambos, produce una angustia capaz de inquietar negativamente al carácter más ermitaño que podamos imaginar. Se trata de un ejercicio introvertido y egocéntrico que despeja todas las variables incómodas para que la ecuación dé “arquetípica caja de cristal”. ¿Merece la pena el violento despeje por alcanzar la cima de la etérea caja? No. Rotundamente no, porque la bofetada a Zamora, a todos los que visitan su centro histórico, a todos los que demandan de los creadores símbolos "potables" para poder “apropiarse”, también y especialmente en el plano simbólico, las calves del imperfecto y complejo sistema socio-político en que viven, no se compensa con ningún anecdótico hallazgo formal.
Pero entre todas las loas que alegremente regala Elena Minguela en su artículo a esta obra, una de las que más llama la atención es la de “arquitectura sostenible”, aunque en este caso se apoye en la nominación del edificio para un premio regional en tal sentido. Qué nuevo despropósito. Perdonen aquí un escueto paréntesis algo más técnico.
A ver, empiezo por aclarar que ni un hipotético acierto de cara a lo sostenible puede salvar a este edificio de su cardinal pecado. Pero es que tampoco existe tal atenuante en este caso, sino todo lo contrario. No hay que ser arquitecto para saber que en Zamora, una caja de cristal expuesta a todas las orientaciones posibles, que además huye de la radiación directa, que se parapeta frente a ella tras semejantes murallones, no puede ser sostenible por definición. Ya pueden argüir que se utilizan sistemas más o menos ingeniosos desde el punto de vista físico-ambiental, qué se yo: biomasa, geotermia, fachadas “inteligentes”… lo que quieran. Una caja de cristal en Zamora evitando al sol de esa manera jamás será sostenible en términos bioclimáticos, porque aun cuando incluya algunas medidas activas en esa dirección, éstas valdrán, como mucho, para encubrir y compensar el desacierto que, también en lo concerniente a la física ambiental, significa un edificio con esa tipología en este sitio.
En fin, espero que aquellos lectores que comúnmente no miran la arquitectura con ojos críticos, compartan o no conmigo los criterios aquí expuestos, se den cuenta de que la imagen, y su extremo más rotundo: el símbolo, nos “acechan” en todas partes, sobre todo en soporte arquitectónico. Y que no está mal saberlo, estar preparados para verlo y contestarlo. De lo contrario, muchas veces financiaremos mansamente carísimos edificios que funcionan como enemigos íntimos, incapaces de alejarse, de esfumarse, y muy capaces, sin embargo, de inocularnos su droga hasta hacernos agradable su mordida, hasta que estemos dispuestos a aplaudirlos alelados.
"Pero el edificio es bello, es finísimo", dirán algunos. Imagino que así habrán pensado también los miembros del jurado que lo premió en proyecto. (Vaya carga. Cada palo que aguante su vela). Sin embargo, nada es más contraproducente que una acción pretenciosa erguida sobre un error conceptual insalvable. Nada lo es más que una obra en apariencia bella, si por serlo resulta nociva. Como diría Shakespeare: “Nada hiede peor que el lirio enfermo”.
Aquí les dejo una imagen compuesta del edificio que se levantaba en la parcela antes de la intervención criticada.