sábado, 20 de octubre de 2018

MASA MADRE






Para una elaboración diaria de pan (como en las panaderías) se mantiene el cultivo vivo a temperatura ambiente alimentándolo cada día con una dosis de partes iguales de harina y agua para que la levadura no muera y de esta forma siempre se mantenga con alimento, ya que se trata de una colonia de seres vivos; sin alimento dejan de reproducirse y mueren.

                                                                Wikipedia
                                                  (acerca de la masa madre)
  


El pasado miércoles moderé una charla entre Antonio Gamoneda, José Kozer y el público que nos acompañó en el Café del Teatro Zorrilla de Valladolid. Después de habernos ofrecido el martes una memorable lectura conjunta en la Biblioteca de Castilla y León, también en Valladolid, Antonio y José volvieron a reunirse con nosotros para hablar de poesía. Preparé tres preguntas para ellos, y al formular la segunda, de refilón dije que sus obras son universales. El término universal no se me cayó, ni fui a buscarlo allende con una intención espuria (hay hombres tontos que se apartan de su camino hasta un cuarto de legua para atrapar una palabra deslumbrante, decía Montaigne / quiero creer que no fue el caso); lo pronuncié con ingenua honestidad, inserto en una pregunta que apuntaba en otra dirección; pero aun así, a Antonio le saltaron las alarmas. (Antonio es, creedme, uno de los poetas más generosos y tolerantes que he conocido, porque es, claro está, uno de los más grandes. La grandeza y la generosidad suelen elegir a los mismos espíritus para gustarse en ellos y acomodarse en sus bodegas). Antonio es generoso y tolerante, pero también pudoroso, y por eso posee eficaces alarmas anti-loas: ¡Ojo, demasiado, demasiado!, saltaron las suyas; y, por las mismas razones, con el mismo aviso, también lo hicieron las de José. Entonces Antonio, que encabezó la respuesta, hizo un elegante requiebro ante la pregunta formulada (que tal vez lo habría abocado a un tema espinoso), se centró en el asunto de su supuesta universalidad, y con esa gracia finamente irónica que poseen las personas inteligentes y experimentadas, dijo que sólo se reconoce como el mejor poeta de su barrio, pues es el único que allí vive; y que eso de la universalidad no lo entiende bien, ni siquiera mal; pidiéndome después que me explicara, que lo ilustrara al respecto. Como es lógico, me inhibí de tal cosa. No por pereza o falta de interés, sino porque no quise sustraer tiempo a las intervenciones de los poetas invitados. Sabía que el público estaba allí para escucharlos a ellos, no a mí. Me inhibí entonces, pero ahora… Ah, la universalidad de un poeta no se dirime en el tribunal de su barrio. Y como yo no vivo en el de Antonio… Seguramente escriba un montón de cosas innecesarias para explicar algo obvio, pero os juro que ninguna de las palabras que leeréis a continuación se me habrá caído. 


Para Antonio Gamoneda y José Kozer, celebrando vida y obra, 
tasando el viento que en las velas cabe. (Góngora). 


Según Valéry, el universo es una invención más o menos cómoda. Si lo aceptáramos así, la universalidad que se achaca a hombres u obras humanas no pudiera trascender el mero regalo que nos hacemos algunos seres especialmente imaginativos. Pero, ¿lo aceptamos? ¿Es el universo una invención más o menos cómoda que arrastra consigo lo que se pretende universal? No sabría responder a esta pregunta con mediana solvencia, porque aún no pensé lo bastante en ello, y porque hacerlo me colocaría en los planos metafísico y ontológico, de los cuales huyo siempre que puedo, y huiré ahora con especial convicción. «No sé bien», tendría que contestar. Pero en eso llega y me toma por asalto la experiencia, que tan jodidamente se emperra muchas veces, empecinada en aguarnos las fiestas cerebrales, y que también alivia sus resacas: No sé si el universo será una invención cómoda o no. Sé que hay obras universales. Y no sólo lo sé de la manera que suelen saberse las cosas evidentes, las que no necesitan explicación, sino que creo poder identificar cuáles son estas obras, y explicar por qué calzan en un adjetivo de planta tan pomposa. Digo que existen obras universales, sin duda, (las disfruto y estudio con mucha frecuencia) pero como cargo con la dosis de relativismo que la época impone porque sí, acepto que las obras que son universales para mí, no sean universalmente conocidas y reconocidas como tales. (Comedia he visto yo apedreada en Madrid / que la han laureado en Toledo, Cervantes dixit). Qué se puede hacer, si no, en relación a. Poco… Nada: Cuando calificamos una obra, respondemos personalmente por ello. Punto. Por mí hablo. Sólo de mi voz puedo ser y soy monarca. 

La universalidad no adviene como deus ex machina para adornar una obra y salvarla de la anécdota o la intrascendencia. No se fragua en tomos redundantes, premios, periódicos, críticas regalonas… La universalidad colma el trabajo bien hecho: casi siempre el trabajo de toda una vida, si se ha llevado a término manipulando la sustancia correcta de manera correcta. ¿Y cuáles son esa sustancia, esa manera? 

En la evolución psicológica del hombre han mediado cuatro o cinco ideas primarias. (Imágenes arquetípicas, apuntaría Jung). Quien dice cuatro o cinco, dice diez o doce, ya me entendéis, pero para apoyarnos en lo establecido por frases hechas y refranes consabidos, dejémoslas en cuatro: dos que lo acompañan desde su mismo surgimiento como especie, que lo inquietan desde que vive en estado natural, en la prehistoria; y otras dos que surgieron cuando se hizo sedentario, cuando se avino al estado civil y se enroló en la historia. Pues bien, en mi opinión, y resumiendo mucho, la universalidad de una obra estriba en que la misma atienda a esas ideas primarias (¿atemporales, eviternas?) dándoles la forma necesaria para que hagan escala en el presente, reposten en él, y se carguen de argumentos para seguir su viaje embarcadas en la leyenda. Si un autor se remite a las cuatro grandes inquietudes que son inherentes al hombre, y es capaz, gracias a su talento y honestidad, de hacerlas aterrizar con éxito en su tiempo para que se pringuen en él y puedan in-formarlo de cara al futuro, para mí es, será universal. Una obra universal apunta a la verdad, tan legendaria ella, y la acribilla a mentiras portentosas, (ya os avisé de mi veta relativista) permitiendo que lo siga siendo, que abra juego a los que vienen detrás. Una obra universal recibirá memoria, la incubará, la ensanchará (aquí está el quid de la cuestión) y finalmente la testará, cuando menos, tan potente como la encontró; pero, en cualquier caso, con una capa más de costra actualizada. Siempre imaginé la memoria como una sucesión de capas adherentes e inter-penetrantes, donde la última, que tiene raíces en la primera y en todas las que le anteceden, echa flor y frutece para atraer a las venideras. 

En fin, ideas primarias que exigen una forma siempre renovada para seguir siéndolo. El mejor símil que se me ocurre aquí, alude al panadero frente a la masa madre. Sí, la sustancia potencialmente universal es como la masa madre: infecta y mortal; necesita que cada día se le añada una dosis de partes iguales de harina y agua para que la levadura no muera. La levadura es el bicho desencadenante, por supuesto. La harina y el agua renovadoras deben ser frescas, contener todo el presente posible, y ser añadidas a la vieja masa donde late la memoria del Pan inagotable, no comestible; ese que espera su alimento diario para parir el pan nuevo, el que se come. Se trata de dar con la masa buena y saber renovarla, amasarla. Una obra universal es levantada siempre por un buen “panadero”: Masa madre, tino y buenas manos. Eso es. 

Claro, en la poesía, como en la filosofía, «cuando los reyes construyen, los arrieros no están ociosos». (Croce). Y no sólo están activos los arrieros, que son traviesos, pero resultan los menos repugnantes y nocivos, sino también los rateros y los saltimbanquis… Especialmente en las edades críticas, esas que Eliot llamó alejandrinas por su escasa lozanía creadora, (anda, que la nuestra…) estos últimos personajes abundan hasta la desesperanza. Y es que si se equivocan las ideas primarias, si no se detectan o se ignoran, si no se lee bien cómo entroncan con el tiempo en que trabaja el poeta; o si éste no tiene talento para hacerlas tragar presente y salir de él bien argumentadas, disparadas al futuro con la carga buena; la obra, en el mejor de los casos, interesará a muy pocos por muy poco tiempo. Siguiendo con el símil del panadero, imaginemos que pretenda trabajar sin masa madre. ¿De dónde sacará la sustancia su potencia genitora? O imaginemos que tiene masa madre, pero no sabe qué hacer con ella, y en lugar de añadirle la porción diaria imprescindible de harina y agua frescas, le añade harina vieja, agua putrefacta; o lo que es igual de contraproducente, se dedica a condimentarla. Imaginemos que este mal obrero del pan, trabaja a base de condimentos añadidos a una sustancia que necesita de sí misma para prosperar. Los condimentos (edulcorantes, colorantes, conservantes…) podrán darle un color y un sabor efímeros, podrán garantizar cierto cabrilleo en superficie, pero jamás lograrán que la masa, así bastardeada, conserve su fertilidad. 

En la poesía, como en cualquier otra actividad creadora, la masa madre retiene las claves de la memoria, de la heredad. Es la herencia viva que espera materia afín para seguir respirando, procreando, estimulada por un bicho bien nutrido. Es, quizá, lo que en términos menos graves llamamos tradición. El poeta que se remita a ella, y desde ella sepa plantarse radicalmente en su tiempo, si además posee talento y oficio, tendrá mucho camino andado hacia una obra universal, lo pretenda o no. ¿Pero cómo, si la tradición acota ámbitos formales que incumben a grupos humanos muy concretos y a veces estancos? Pues muy fácil: Sabemos que Antonio (pude decir José, a quien incluyo en lo que sigue, pues ambos, tan distintos en lo anecdótico, son idénticos en lo esencial, que es lo que importa ahora) es el mejor poeta de su barrio (al menos eso ha reconocido), digamos aquí que es el mejor panadero que hay en él, y que además es bueno, muy bueno, que podría ser el “capo” de lo panificable en cualquier sitio. Tiene unas manos prodigiosas, por hábiles y limpias. Además, trabaja a partir de la tradición. ¿Por qué? Porque, para empezar, lo hace con masa madre. Y compra la harina que le añade diariamente en un mísero tendal que hay en su calle, pero es harina fresquísima, molida a partir de las mieses del año. Recoge el agua de un pozo que sus abuelos construyeron en el patio de la casa, pero que conecta directamente con un venaje cercano; es un agua que ha hecho miles de veces el trayecto entre río, estuario y otero manante; entre río, nube y campo de trigo; un agua que contiene toda la memoria del Agua, pero acaba de llegar al pozo ávida de nuevas impresiones. Antonio actualiza su masa madre según manda la tradición: sólo harina y agua, pero además lo hace con harina y agua casi del día; y nunca, nunca utiliza condimentos ajenos al pan que pretende. La masa madre, toda memoria ella, recibe su ración diaria de novedad (digamos novedad): condumio fresco para que la levadura se alimente y la mantenga infecta, viva. De la tradición tomó Antonio la manera de avivar la sustancia generadora, y también la propia sustancia generadora. La dádiva misma, y esa manera de manipularla, ya encierran, en sus potencias más promisorias, todo el presente y el futuro posibles. Entonces comienza el amasado en dirección a su pan. La forma que le da es novísima, y propia, y bella. ¿Por qué? Porque sabe que sólo a través de la forma nueva, el pan transmitirá sin resabios ni complejos la memoria que porta, será comestible. Y porque, sencillamente, es un gran creador, lleva la belleza prendida al alma. Y porque su forma no responde a búsquedas alejadas del pan, sino a un infatigable rebuscar en el pan mismo. Antonio tiene masa madre, sabe alimentarla, sabe amasarla. Esto es: detecta (y atiende a) las cuatro ideas primarias que inquietan al hombre desde siempre, las hace repostar en su tiempo y las ofrece al tiempo-todo con una forma nueva, inconfundible; esa que las dota de enorme adherencia frente a la costra memoriosa, de capacidad penetrante en ella, y propositiva ante las capas que seguirán engrosándola. El pan es suyo, y después de su barrio, y después leonés, y después castellano, y después español, y después hispano, y después mediterráneo; pero probado por un mongol o un mapuche, éstos dirán: Pan. Ah. 

Porque las obras universales se hacen siempre al calor de las ideas primarias, dice Raymond Queneau que toda obra es una Ilíada o una Odisea. Por la misma razón explica Agamben que los escritores se distinguen […] según se inscriban en una de estas dos grandes clases: la parodia y la ficción, Beatriz y Laura. Si tuviera que encuadrar las obras de Antonio y José (para mí universales, sin duda, por todo lo antes escrito) en esos cauces razonados, en ambos casos diría: Odisea / Beatriz. Y esto, que no explicaré ahora para no abusar de vuestra paciencia, ¿importa a alguien? A mí.




miércoles, 17 de octubre de 2018

GAMONEDA Y KOZER: DISTINTO Y JUNTO







Esta tarde nos acompañan para leer algunos de sus poemas, dos grandes autores, canos, pero todavía en pleno trance creativo, que han dedicado su vida a la esmerada manipulación de la palabra escrita (y dicha) en español. Antonio es, simplemente, nuestro gran maestro; no necesita presentación en esta plaza. José, por ahora, sólo por ahora, puede que sí. Seré muy breve, porque él sabrá presentarse con solvencia a sí mismo. Digamos que es un vanguardista ecuménico. Un vanguardista nacido en La Habana, que sin embargo produce poesía anclado en la tradición: una pata en Occidente, otra en el Medio Oriente, y la tercera (que a tales dominios llega) en el Lejano Oriente. Añadamos que, como ha pasado con la obra de Antonio, la de José ha sido muy difundida y reconocida, aunque en España todavía tenga camino por recorrer en ambos sentidos. 

Antonio y José nos mostrarán dos pulsiones poéticas disímiles, ambas de muy alta calidad, que puestas en paralelo activan un vasto abanico formal, a la vez que revelan los extremos más conseguidos de nuestra poesía, sus ápices más sugerentes. Dos primeros oficiales en la botica del idioma, eso son estos autores. Dos primeros oficiales en esa botica donde se trabaja con esencias, anécdotas, fórmulas, probetas, reverberos… pero también dos expertos en la lonja (reglamentaria o no) donde se negocia con dudas, intuiciones, fracasos, hallazgos y hasta milagros; lícitos o ilícitos, oreados en mostradores o recluidos en lámparas maravillosas. Dos expertos (ambos con nombre de santo y oficio de pecador) en busca de una moneda de curso legal que tener bajo la lengua cuando arda la pira, y también de un óbolo tramposamente acuñado, capaz de confundir a Caronte cuando resulte inevitable emprender el penúltimo paseo. Óbolo tramposamente acuñado, digo, y por ello de curso alternativo entre los díscolos sacerdotes, magos y creyentes que integran la inmensa minoría

Y como aquí, ahora, no están en su laboratorio, sino en pleno mercado (fijaos que digo mercado, no mercadeo), como deben ensayar ante nosotros el engaño que urdieron contra Caronte en busca de la eternidad, (eternidad suena excesivo y hasta rimbombante, lo reconozco, pero qué menos se puede pretender con esta ocupación tan poco ávida en otros órdenes) no vienen a endosarnos tediosas formulaciones o redacciones, que, por otra parte, son incapaces de producir; sino a encantarnos con sus poemas. No vienen como expertos boticarios, que también, un poco; sino, y sobre todo, como gerifaltes que son en el comercio poético. Debemos aceptar su juego. Estamos aquí para ser encantados, ¿no? Doy por hecho que vinimos a por verdad poética, no a por discursos prosaicos con aires canónicos. Pues bien, estamos ante dos escépticos impenitentes, que sin embargo son reconocidos en territorio hispanohablante como peritos en encantamiento. Si yo no fuera hoy su pregonero, tal vez por pudor callaría lo que diré enseguida; pero me toca dar el pregón, y no me corto, pues creo que siendo consecuente con mi papel, debo proceder con una subjetividad honrada; y por ello os digo que Antonio y José son dos de los mejores poetas vivos de nuestra lengua; esto es, dos de los mejores taumaturgos a que podemos echar mano, si es que hemos decidido entregarnos por un rato a la magia de la poesía dicha / escuchada. No entregarnos romántica o patéticamente, qué va, no nos equivoquemos, ellos sólo trafican con emociones inteligentes; sino avenirnos al río de la única verdad verosímil, que como dijo otro gran poeta, y por ello buen fingidor, va por cauces de mentiras

Que nos encanten. (Estamos fuera de peligro. Su palabra nunca contagia humedades retozonas: ni baba, ni llanto. Sus luces y sombras son secas. Persuaden por tensas, no por laxas). Que deslicen ante nosotros su versión de la verdad, esa leyenda, a través de la poesía: único vector infalible de lo legendario. Hoy presenciaremos un acto más de la obra de siempre, la siempre actualizada y representada, la que más importa; cataremos la corriente (rápida o tarda, según se tercie) de la mejor imagen poética. ¿Seremos capaces de fluir en el trecho a que nos conviden estos maestros? Seguro que sí. Vienen a encantarnos, insisto… cantándonos. Porque, preguntémonos: ¿qué, si no música y canto, es en última instancia la poesía, tenga la letra que tenga? Estamos ante dos creadores, que son, además, virtuosos de la interpretación. Antonio y José leen sus propios poemas como pocos saben hacerlo. Sus obras son muy diferentes, sus puestas en escena también (de ahí el título Distinto y junto que para esta lectura pedimos prestado a fray Luis), pero ambos son intérpretes con mucho oficio. Claro, como es de suponer, no escucharéis reguetón, lo que no será un problema, ¿a que no? Intuyo que no fue la devoción por Su Majestad El Trasero, la que llenó esta sala. Apuesto a que fue la inclinación, finamente dramática, que sentís hacia la buena música y la buena mentira, o sea, hacia la VERDAD con mayúsculas y bien entonada. 

No podremos pagarles como merecen, lo sé. La Organización no dispone de cabras o gallinas… No os riais: Sófocles debió recibir una cabra, o una gallina y una cesta de higos, no estoy del todo seguro (los entendidos en bio-gratificación no se ponen de acuerdo al respecto), cuando ganó su primer concurso en Atenas con un drama titulado Triptólemo. (Qué disgusto debió llevarse la mujer de Esquilo). ¿O fue con Edipo Rey, que el de Colono pudo merecer y recibir tan jugosa recompensa?... En fin, hoy Antonio y José no contentarán a sus chicas: María Ángeles y Guadalupe (a quienes desde aquí saludo y compadezco), entregándoles un bicho que meter en la cazuela. Sin embargo, de nuevo frotarán su lámpara ante un público entendido, entregado; y con éste, su paso por Pucela, tierra acostumbrada al roce con poetas eminentes (propios, avecindados o en tránsito), lograrán, no lo dudo, que su moneda de curso legal alcance mayor valor en los bazares olímpicos, y que su óbolo alternativo, acaso más zurdo / bizco / muengo… precisamente por serlo, siga perfilando el arte para engañar al Barquero. 

Os dejo con ellos. No tengo aquí monedas, ni legales, ni trucadas. Sólo podré aplaudir las evoluciones de los maestros. Y para hacerlo me aparto, porque, como decía el padre de un amigo, que era un sagaz tratante de ganado: un hombre sin dinero es un bulto sospechoso. A lo que sumo: si carece de miedo escénico y se pasa con el parloteo, ipso facto deviene culpable.


lunes, 1 de octubre de 2018

POESÍA Y MÚSICA




Al parecer, desde siempre supimos que los dioses no nos hacen ni puñetero caso si pretendemos llamar su atención con discursos ordinarios; vamos, que pasan olímpicamente de nosotros cuando nos limitamos a conversar o a in-formar la realidad reduciéndola a meros inventario y relato. Puede que desde siempre sospecháramos que les importamos bien poco, si no nada, y por eso insistiéramos en agitar nuestra flaca humanidad cantando y bailando para ellos. Lo cierto es que si atendemos al testimonio de quienes han contactado con grupos humanos que permanecen en estado natural, o sea, al margen de la historia, convendremos en que esta gente cree sobre-vivir porque baila y canta para sus dioses. En tales grupos el jefe, el sacerdote, el mago, el maestro de ceremonia, el director de escena, el coreógrafo, el poeta, el Kantor y el Director Chori Musici, suelen concurrir en un mismo sujeto: el que posee la imaginación más poderosa y contrastada, el más capacitado interlocutor frente a la divinidad. El nombre-compendio que mejor le viene a este ser polivalente es el de Poeta. Y en esta ocasión me interesa enfatizar que el Poeta no es sólo el clavero del imaginario colectivo, sino también, y necesariamente, el responsable de los asuntos relacionados con la música y la danza en el grupo donde vive y oficia.  

La necesidad de dotar a nuestra pulsión vital más pedestre: la biológica, de una otra forma que mereciera ser conocida y reconocida por los dioses, nos hizo artistas, músicos, bailadores… poetas. No bastó que nuestra respiración, nuestra presión sanguínea, nuestro andar, y hasta nuestro fornicio estuvieran sometidos a un ritmo y un tempo rigurosísimos; no bastó que percibiéramos la realidad bajo el rigor de sus ritmos consonantes, que fuéramos seres intrínsecamente musicales; hizo falta además que lo hiciéramos notar dando forma musical al producto de nuestra imaginación: cantando y bailando cuando pretendiéramos dirigirnos a los dioses para implorar ayuda o clemencia. Si el cazador contaba los accidentes y sus detalles a quienes no habían participado en la partida de caza, el poeta cantaba a los dioses sus plegarias y su gratitud. El cazador podía equivocarse. El poeta no. La imaginación no se equivoca nunca, porque la imaginación no tiene que confrontar una imagen con la realidad objetiva, decía Bachelard.

La poesía y la música fueron uña y carne, carne y uña en el nacimiento del hombre. Y hasta el siglo XIX, que yo sepa, nadie se propuso mutilarlas, enfrentarlas en dirección a un divorcio imposible. Juntas, la poesía y la música llegaron hasta nosotros atravesando vicisitudes matemáticas, geométricas, filosóficas… Juntas, cargaron con la metafísica, el teatro, la mitología, la historia, la teología, la retórica… La poesía y la música fueron hasta hace muy poco, sencillamente, inseparables; sobrevolaron la imaginación y la razón del hombre en sus cumbres más altas. ¿Fue Pitágoras un poeta? ¿Lo fue Heráclito? ¿Lo fue, a su pesar, Platón? ¿Lo fueron Heródoto, Esquilo, Boecio y Ortega…? Sí a todo. ¿Sigue siendo hoy la poesía música y canto? Pues claro, aunque algunos “poetas” novísimos lo ignoren. Qué pena. ¿Serán la reencarnación de la juventud gramaticanda que señalaba Lope? ¿Constituirán la avanzadilla del imago maquinal que nos vocea?

Cada vez con mayor frecuencia, tropiezo con “poemas” pretendidamente a-musicales, anti-musicales, ¿contra-musicales? Y suelo preguntarme entonces: ¿por qué este hombre, o esta mujer, habrá partido su parrafito para generar con ello la ilusión de versos? Si el pasaje hubiera podido resultar correcto, y hasta gracioso, ofrecido en su forma natural, ¿por qué lo habrá tronchado artificiosamente para someterlo a una horma que no le va? Algún motivo que se me escapa (¿se me escapa?), (dejemos al margen la pura ignorancia) empuja a estos “poetas” a presentar sus redacciones en forma de versos. Y lo más triste, lo más peligroso tal vez, es que semejante “innovación” recibe en muchas ocasiones las loas de propios y extraños: legos que no saben tararear una nana, y que pudieran leer el discurso inaugural de un congreso de medicina, como si de un poema se tratara, siempre que así se lo sugiriese un editor con alma de mercader, o un columnista de moda.

Estimados “poetas” (sí, estimados: la mera inclinación hacia la poesía merece estima), no hay vida humana posible si apartada de la música. Ni siquiera pretendiéndolo con el mayor ahínco posible, el hombre puede ir contra natura. Cuando vivimos, somos inevitablemente musicales. Cuando hablamos, hacemos música. Cuando escribimos en prosa, hacemos música. (Hay música en todo, si los hombres quieren oírla: / la tierra es sólo el eco de las esferas. Byron). Pero la poesía, que es canto, es una de las formas más excelsas de concretarla y ofrecerla: una de las formas que sirve para elevar la música, y con ella la imaginación, hasta la cima de lo humano: el lugar donde hacemos gala de la sobrevida y resultamos creadores, donde un poco nos divinizamos. Estimados “poetas”, cuando escribís prosa presentada en “versos”, seguís siendo musicales, por supuesto; sólo que resultáis ridículos: Ni queriendo, podréis apartaros de la música, pero ocurre que la prosa tiene la suya propia, y no puede llevarse a versos sin que el tráfico chirríe. No hay en poesía vanguardia o modernidad que valgan, si no se entiende que ésta es, primero, música; después, música; y por último, muy poco que no sea música. La poesía es canto, no cuento. Ni siquiera la poesía en prosa, o prosa poética, puede limitarse a contar y salir indemne del lance. En poesía, o cantáis o no sois. Da igual lo que cantéis, cómo lo hagáis. Da igual si os hacéis acompañar por una bandurria, una tumbadora o un arpa imaginarios. Insisto, o cantáis o…

¿Pero por qué nos pasa esto? ¿Cuáles son los agentes de la confusión que nos hace llamar poetas a semejantes redactores? Ah, se trata de una historia larga y compleja, creo yo. Ensayaré su resumen para avenirla a este formato. Espero que me perdonéis el trazo grueso.

El intento de racionalizar la música también nos viene de lejos. Ya Pitágoras, en los albores del el siglo V antes de Cristo, descubrió sus fundamentos matemáticos. En esa línea trabajaron después muchos hombres sabios, como Boecio y Guido de Arezzo, por ejemplo. Durante el siglo XIII, la llamada Escuela de Notre Dame en Paris, fijó la notación musical casi como ha llegado a nuestros días. A partir de ese momento, los intentos de llevar la música (reducirla quizás) a esquemas donde la estructura matemática preponderara sobre la mera expresión, se suceden con frecuencia. La música no sólo se compone y se interpreta, también se escribe y se lee. Puede trasmitirse a través de la vista, no sólo del oído: ese sentido tan perturbador y poco fiable. La música monódica, que se sostiene en pie hasta el Bajo Medioevo, cede paulatinamente ante la polifónica, que desde la aparición de los contrapuntistas flamencos en el XV, hasta el último Bach en el XVIII, obtiene logros insuperables en armonía. Y así llegamos a los compositores dodecafónicos del XX, que tomando tales premisas como excusa, convierten la música en algo ajeno al público, en materia gremial: ¿pura razón vertida en notas musicales?

A pesar de todos estos avatares filo-lógicos, la música occidental, que renace en el Medioevo a partir de lo conservado del período tardo clásico, jamás se separa radicalmente del canto hasta el siglo XVIII, y raras veces da la espalda a la danza hasta superada la misma fecha. La música cantada, que persevera desde la prehistoria hasta el cristianismo (liturgias católica, ortodoxa, luterana…) mantiene su fuerza hasta la fecha antedicha, como también lo hace la música que se danza. ¿Qué son la Allemande, la Sarabanda, la Giga, la Ciaccona, la Polonaise… sino danzas más o menos populares que asume como propias la música elaborada? Una parte de la música de Vivaldi fue bailable. También lo fue parte de la de Bach… Es en el XVIII cuando la música se hace cada vez más abstracta y se escinde progresivamente del canto y la danza, respondiendo a lo que algunos ven como el paso de una mentalidad cualitativa a otra cuantitativa, el salto definitivo de la Edad Media a la Moderna. Pero aun en este proceso de abstracción creciente, la música toma de la poesía importantes recursos. Ante las nuevas perspectivas que abrió la notación musical, los más grandes compositores dirigieron la mirada a la retórica, por ejemplo. Mirad cómo lo dice Daniel Basomba:                          

De hecho, la repetición es el recurso generador de forma por excelencia. La repetición del tema o del sujeto configuran el tejido de las formas contrapuntísticas y, en especial, de la fuga. Tal y como define Gallo, la repetitio es el color musical que consiste en la reexposición de un motivo musical ya precedentemente expuesto y no es sino una traslación del color retórico que consiste en la reposición sistemática de la misma palabra, frase o verso. El oído obtiene placer al reconocer lo que le era ya conocido. Así, en un sentido general, parece innegable la relación entre forma musical y discurso retórico. También, a gran escala, la división en partes de la sonata con su exposición, desarrollo y reexposición; o de la fuga, con su exposición, modulaciones del sujeto-respuesta, divertimentos, strettos y coda final, responden a un programa de lógica retórica basado en principios de desarrollo, repetición, concentración temática y conclusión…

La poesía, que había tomado de la música su propio ser, le estaba prestando a ésta algunos de sus recursos formales en un momento crucial. Crucial, porque el aparente (subrayo aparente) distanciamiento entre música y poesía, generaba entonces las bases de lo que hoy podemos reconocer como el intento de producir una música no poética, una poesía no musical. Y detrás de esto (nada es del todo fortuito en el Universo) operaba un proceso, que nacido en el Bajo Medioevo, se colmó en pleno apogeo luterano. Fue el puritanismo protestante lo que empujó a los compositores, primero a los alemanes, luego a los ingleses y a casi todos los del centro y norte de Europa, contra el papismo musical (tan teatral, tan operístico); esto es, al entendimiento de la música como un ejercicio de compromiso sagrado con Dios, muy por encima de cualquier compromiso vulgar con el público.

Pero el puritanismo luterano no sólo obraba en la música abstrayéndola cada vez más, y por ello separándola del canto y de la danza, tan terrenales y corporales ellos; su obsesión por el trabajo, la disciplina, el esfuerzo, el deber, el orden, la justicia, la gravedad y la seriedad, preparaban el terreno para que la ciencia experimental, apoyada en un empirismo integrista, se liara con la insipiente economía de mercado en pos de la nueva Episteme, todavía la nuestra: la Tecnología. Y aquí aparece otra vez la madre del cordero: A la música hecha para el homo tecnológico (¿una simple techne?), que se aparta del encantamiento poético en busca de fenómenos racionales y tangibles, ¿acaso no corresponde una poesía cada vez menos comprometida con la propia música? El siglo XIX, con su escala en el idealismo y el romanticismo, propició un impasse retardante en este sentido, pero, ¿y el XX…? En el XX se dieron las condiciones propicias para que poetas y músicos ahondaran en el cisma. Y en esas andamos. Sospecho.

Aun así, y como dice una conocida frase popular: lo que no puede ser, no puede ser, y además, es imposible. Ni los más anglosajones entre los poetas anglosajones, ni los más anglosajones, ay, entre los poetas latinos, pueden escribir poesía sin cantar, sin hacer música, quiero decir, sin hacer música-música. Quienes escribís prosa en falsos versos, estimados “poetas” (con lo digno que pudiera quedaros el asunto en forma de teletipo o ensayo, según el caso), viváis en Boston o en Santiago de Chile, simplemente no entendéis nada de este negocio, y por eso (qué casualidad) sois los mismos que renegáis alegremente de la imagen, de la retórica (en el más inexacto sentido del término), de la metáfora… Repito: no tenéis ni idea de por qué rompéis vuestros párrafos para presentarlos en forma de versos, porque no sois cantores, porque tenéis alma de periodista o de cuentacuentos. Cuando os asomáis a la poesía, se os hace de noche. La poesía os queda como el manto de un gigante / sobre un ladrón enano.