No sé si Dios usa seudónimos, ni si
El azar es uno de ellos como creyó
Anatole France. No sé qué pensar sobre la concepción aristotélica del azar,
entendida como una colisión de cadenas causales independientes; ni de la
lezamiana, que en última instancia deja su azar
concurrente también en manos de Dios. Pero ¿cómo dudar que el azar obra de
continuo en nuestras vidas? Aunque lo reduzcamos, con Bersong, a algo que sólo
tiene sentido para el expectante ser humano, siempre que estemos vivos, por más
que evitemos vivir azarosamente, en alguna medida estaremos expuestos al azar.
Y menos mal que así es, porque una vida en ausencia de este incontrolado agente
del futuro, entraría en vía determinista y nos condenaría al tedio. Pues para
el hombre no hay nada más ajeno a la esencia misma de lo por venir, que la
proyección lógica, estrictamente causal, y entonces predecible, de lo ya
experimentado y sabido. Pasamos la vida protegiéndonos del azar, digo mejor: de
sus posibles efectos negativos, pero logramos muy poco. Y muchas veces pagamos
por ello un alto precio sin demasiado sentido, porque el azar siempre, siempre
aparece en el camino para bien y para mal. Quien
no se embarca no se marea, como dice el refrán, y mucho menos naufraga,
pero ¿acaso no estamos embarcados en la travesía más peligrosa posible desde
que asomamos al Ser ceñidos a un posesivo y pegajoso Yo?
Hoy pienso una vez más en esto con
alegría, porque llevo un par de días disfrutando los efectos de azares
placenteros. Resulta que anteayer leí en “Diario de Cuba” un texto de Abilio
Estévez titulado “¿Por qué escribo?”. El texto es magnífico todo él, muy
recomendable para todos, pero para mí cobró un especial sentido cuando Abilio
contó que, en los años ’70, visitaba con Virgilio Piñera la casa de los Gómez
en las afueras de La Habana. Rápidamente
intuí que se refería a la quinta que tenía Juan Gualberto Gómez, un personaje histórico
relevante en la lucha por la independencia de Cuba, en la Calzada de Managua, a la
altura de “La Lira”,
mi barrio, donde entonces vivían, ya mayores, sus descendientes. Así fue. Entre
los años 75 y 77, Abilio acompañó todos los sábados a Virgilio en su visita a
los Gómez de mi barrio. Nada especial, si no fuera porque en esos mismos años
yo, entonces un adolescente (nací en diciembre del 62) noviaba con una chica de
la familia, y justo frente a la verja de acceso que tenía la pequeña quinta,
pasé muchas horas esperándola, como también las pasé esperando las guaguas de
las rutas 4, 25 y 68 que hacían una parada exactamente allí. Y es que nací a
pocos metros de este lugar, donde además viví durante 20 años. Un sitio
misterioso aquella casa, con su arboleda incluida. Los descendientes de Juan
Gualberto eran muy introvertidos, vivían en su microcosmos completamente ajenos
al mundo exterior. Apenas salían a la calle. Apenas saludaban, y yo, ni
siquiera por tener durante un tiempo especial relación con una de sus sobrinas,
crucé nunca aquel enrejado umbral… De pronto aparecen en escena Virgilio y su
amistad (para mí insospechada) con esa familia. Sí, Virgilio la visitaba en el
mismo momento en que yo más tuve que ver con ella. Al misterio sostenido en el
aislamiento físico y social de los Gómez, se suma entonces la presencia de un
maduro Virgilio y de un joven Abilio (la rima, como podrán comprender, no es
mía; río…) en tan especial ámbito. Tuve que cruzarme con ellos, seguro, pero
eso es lo que menos importa. La anécdota para mí es amable porque sitúa a
Virgilio, un autor que aprecio especialmente, y a Abilio, otro gran escritor
cubano, en un espacio vital compartido, pero, sobre todo, porque abre vías de
muy distinto orden en mi memoria. A través de esta anécdota regresé a mi barrio,
recordé a Machado, su eterno limpiabotas, quien tenía el sillón en un soportal enfrentado por un flanco a aquella quinta, que claro, también repasé minuciosamente,
con sus altas tapias, su pequeña casita al fondo, su tupida arboleda y sus
enigmáticos moradores. Recordé mi temprano noviazgo con aquella chica (M.) cuyo
nombre completo callo por no tener su expresa conformidad para lo contrario...
Pero estas cosas seguramente no
habrían bastado por sí mismas para que escribiera sobre ellas, y mucho menos
para que los invitara a leerme. Resulta que mis recuerdos, abundantes en
rostros, escenas cotidianas, arquitectura, paisaje, luz, ruidos, etc, por
alguna razón no tenían todavía música. La imagen de Virgilio, preterido por el
oficialismo, cercano al final de su vida, frecuentando una casa habitada por
gente que vivía totalmente al margen del medio que los rodeaba en todos los
sentidos, (créanme, aquella quinta era una perfecta ínsula extraña) tuvo la suficiente fuerza como para retenerme en
los predios de la poesía, la dramaturgia y la política, por encima, incluso, de
mi “hormonada” relación con M. Ni siquiera la música cupo inicialmente aquí,
hasta que ayer José Miguel López compartió en Facebook un enlace con un vídeo
en el que Ann y Nancy Wilson versionan “Escaleras al cielo”, de Led Zeppelin.
El azar obró de nuevo, y esta vez para redondear mis recuerdos y cargarlos de
potencial poético.
Resulta que M. y yo, como casi
todos los chicos de entonces, escuchábamos rock con un entusiasmo casi
delictivo. Pero además, Led Zeppeling era uno de nuestros grupos preferidos de
rock puro (el mío, desde luego; lo sigue siendo) y “Escaleras al cielo” era
entonces uno de nuestros himnos. La versión de las Wilson es muy buena. Allí
aparecen, escuchándola, John Paul Jones, Jimmy Page y Robert Plant,
distinguidos en el 2012 con el Premio Kennedy. Muy emocionante todo. Lo vi y
escuché varias veces. Se lo recomiendo. Pero para mí, un incondicional de este
grupo y esta pieza, el vídeo tuvo un interés que va más allá de ellos. Insisto, ayer puse la música precisa a la anécdota que comencé a gozar anteayer, y entonces ésta redondeó
su sinsentido, o, si lo prefieren, su complejo y contradictorio sentido para
mayor goce aún. En un país donde estaba mal visto, cuando no prohibido, casi
todo lo que no implicara la adhesión incondicional y mansa a la propaganda del
régimen, donde por épocas no se difundieron, y hasta se prohibieron el jazz o
el rock, dos jóvenes que, como otros muchos no aceptaban tales estupideces, escuchaban
música popular “del enemigo”, entonces de actualidad en todo el mundo.
Escuchaban por ejemplo “Escaleras al cielo”, de Led Zeppelín, sin entender para
nada su críptica letra, justo a las afueras de un microcosmos perfecto,
anacrónico y extraño, donde los herederos de una figura histórica manipulada a
su favor por la dictadura, se inhibían de participarla, se protegían de ella
anclados en gustos y usos del pasado… En esta tensionada escena, aparece un gran intelectual proscrito con uno
de sus jóvenes discípulos, para penetrar, validar y cargar de múltiples
resonancias aquel nido de anacoretas… Así quedan las cosas:
Juan Gualberto Gómez, mulato criollo, descendiente de esclavos africanos que lograron comprar la libertad de su hijo antes de
que naciera; figura importante en el proceso histórico que concluyó con la
independencia de Cuba, periodista y político, hombre culto, compra o construye
(no lo sé) una quinta en "La Lira", barrio habanero donde nací. Sus nietos, aun cuando
el régimen castrista manipula a su conveniencia la importante figura del abuelo,
viven absolutamente al margen del mismo. Se aíslan del medio social encerrados
en la casa familiar. Para nada participan de la dinámica doctrinal y represiva
que el gobierno impone a afectos y desafectos. Gracias al pedigrí
independentista de la familia, y a su avanzada edad, son soportados, que no aceptados,
por el aparato represor del castrismo. En su marginado universo, según cuenta
Abilio, pues en el barrio poco o nada se sabía sobre ellos, (apenas se les veía)
observaban su propio horario: sueño diurno y vigilia nocturna. Allí, en noches
y madrugadas (quién lo habría sospechado) se escuchaba música y se hablaba de literatura.
Seguramente también de historia y política, cómo no. Entonces aparece Virgilio, un gran
poeta y dramaturgo, que por serlo con todas las consecuencias, y por ser además
homosexual, también con todas las consecuencias, vive un largo y riguroso
ostracismo intelectual, apartado de los foros y mentideros oficiales donde entonces
se levantaba el flamante realismo socialista. Virgilio se hace acompañar por un
joven escritor, Abilio. Un adolescente del barrio, yo, a la sazón rondaba
aquella casa detrás de una chica, pues ésta, aunque no vivía allí, visitaba
frecuentemente a su familia. Nunca entré. Confieso que entonces mis impresiones
sobre aquella gente eran muy contradictorias. Sabía que eran anticastristas, y
no sólo por su actitud, que habría sido más que suficiente para llegar a tal
conclusión, sino porque su sobrina lo dejaba entrever, al menos ante mí que
también lo era, lo soy. Pero por otra parte, su extrema introversión, que a
ojos de los demás rozaba la misantropía, hacía imposible cualquier intento de
acercamiento… Aunque no hablé de ello con Abilio, supongo que la música que se
escuchaba en aquellas tertulias casi “conspirativas”, en aquel reducto forzadamente
antisocial, era clásica, o al menos no era rock, como la que escuchábamos al
otro lado de la tapia los adolescentes y jóvenes que vivíamos en el barrio,
incluidos M. y yo… Cuba y aquella quinta: dos islas perfectas, una dentro de
otra. Dos esferas superpuestas, estancas, penetradas sin embargo por la música
y la literatura… el azar.
Con el tiempo, Abilio, quien tuvo
el privilegio de entrar con su maestro en aquel “apartadero” para espíritus no
adocenados, me da las claves con que hilvano esta anécdota en el inclusivo “cosetodo”
de la memoria. Y la referida versión de “Escaleras al cielo”, de mis amados Led
Zeppelin, llega justo a tiempo para demostrarme una vez más que el azar tiene
antojos como las mujeres preñadas, y propicia partos muy raros.
Ahora, sereno y
contemplando la vida a la distancia exacta, veo una dama segura de que todo lo que brilla es oro, que está comprando
una escalera al cielo… Lleva más de 150 años intentando la compra, probando
el producto con su isla en peso a las
espaldas, sin notar que la escalera apoya
en el susurrante viento… Ay, ¡País mío, tan joven, no sabes definir!
Muchas gracias, Abilio. Tu texto, exquisito. Tus motivos
para la escritura, poderosos, convincentes… Te perdono que hayas dicho que mi
barrio está en las afueras de La Habana. Ya
ves, ni siquiera Barcelona o Valladolid están del todo a las afueras de aquella
réplica, resonante y azarosa, de la suma maravilla ática.