Hace
unos días alguien me increpó porque (según dijo) estoy cambiando demasiado para
su gusto. No se refería, quede claro, a las arrugas, las canas, los juanetes o las
lorzas. La amonestación aludía a cambios ¿más graves? Y no llegó subida, sin
más, a la lengua alegre del increpante. No surgió de una simple percepción suya
de magnitudes o signos físicos. Surgió de otro sitio: quizás de la caverna
donde apenas una vela da curso a la sombra, a través de los ojos de quien,
cómodamente instalado en su fondo, mira, remira, y vea lo que vea, increpa.
Pero,
¿estoy cambiando? ¡Sí, lo hago!
Mi
padre, que como es lógico tuvo que improvisar con sus tres hijos, por
desconocer un arte para el que no existe posible manual o vademécum; cuando
éramos adolescentes nos instaba a conseguir una ética, una moral, una
vestimenta, un corte de pelo y hasta una firma que confluyeran para esculpir
en piedra una personalidad redonda, propia, inmutable. Cualquier gesto que
insinuara verruga en aquella esfera ideal, que se suponía debíamos tener cincelada
y pulida a los quince años, cualquiera, insisto, por pequeño o liviano que fuese,
le parecía una peligrosa excentricidad: ―Quienes se cambian el peinado con
frecuencia, decía, o quienes se cambian el corte del bigote día sí y día no,
buscándose con afán ante el espejo, demuestran que no están seguros de sí
mismos, que andan perdidos tras su sombra. Yo tenía quince, él cuarenta. Qué
joven era. Qué joven es. (―Viejo, ¡qué
jóvenes sois los muertos!)… El caso es que nunca asimilé aquella máxima del
bueno de mi padre. Al menos nunca la asimilé lo bastante como para pretender concluirme
tan temprano a golpe de seguridades pétreas. De la adolescencia conservo… No
sé, puede que la firma (vaya suerte que tienen los grafólogos forenses, río…) y
los amores, algunos amores importantes. (―Viejo, todavía te amo, ya ves, a
pesar de ser ese otro que no llegaste a conocer, ¿especialmente por serlo?). Ay,
de aquella época, qué buenos amigos tengo…
En
fin, cambio. Y no sólo cambio porque me dejo llevar, qué va. La verdad es que huyo
de mí. (…huye, que sólo aquel que huye
escapa. Fray Luis). Huyo de ese yo-carcelero
que puja por definirme y acotarme: por reducirme a un escueto molde. Huyo
aferrado a una sola cosa: el amor; que también cambia, claro (no es una
invariante, ¿algo lo es?), pero que intento meter siempre entre los factores de
mi fórmula, a la izquierda del ondulante signo de aproximación que prologa el
resultado inexacto, tercamente provisional.
Cada
persona que conozco y trato a fondo, cada experiencia que vivo, cada obra de
arte que veo o escucho, cada libro que leo, me cambian. ¿Qué sentido y qué
interés tendría lo contrario? No es que los potentes estímulos que me circundan
actúen barriendo mi personalidad, no, es que según sea su signo, pueden llegar
a nombrar dictador eventual a uno u otro entre los integrantes de mi íntima
asamblea, modificando por un tiempo equis, la dominante psíquica de esta última.
Tengo un libro inédito (Los colores de Psique) donde abordo esto. Somos la
mezcla inestable de un montón de sujetos psicológicos, en la que, con un poco
de suerte, se suceden constantes cambios, y con otro poco, nunca queda fuera de
juego el amante. ¿Acaso puedo ser el mismo, cuando en mi convención psicológica
manda el poeta, y cuando lo hace, digamos, el juez? No.
Hay
continuos cambios de liderazgo en mi parlamento interno, pero también el
parlamento en su total complejidad se mueve, porque algunas de sus unidades van
perdiendo fuerza, mientras que otras la van ganando. No se producen y atienden
iguales reglas en un hemiciclo donde, por ejemplo, el vividor está siempre
somnoliento, y en otro donde ese liante opera, como se dice en mi tierra:
suelto y sin vacunar. Cuando un grupo de asamblearios decae en favor de otro
que puja, la asamblea no sólo rota con relación a su eje, batiendo a sus
integrantes, también se traslada con relación a las almas y los espíritus ajenos.
Esos movimientos más bruscos, que son los más llamativos, en mí responden casi
siempre a experiencias vitales e intelectuales de cierta intensidad.
A
ver, ¿para qué sirve un libro, si no cambia al lector en algún sentido? Para
entretenerlo, sólo para eso. Y no está mal, claro que no, pero los grandes
libros no se limitan a entretener; entretienen y además penetran el cónclave
psíquico del lector como un tornado, tumbando a quienes, por pereza o por
miedo, contestan la metamorfosis en ciernes. Sólo leo ese tipo de libros, y
cada vez que termino uno, siento que salgo de mí (la felicidad es estar fuera de sí, Erasmo) para regresar después a
otro más complejo, ¿más pleno? Lo mismo me pasa cuando veo una gran obra de
arte, y, sobre todo, cuando trato a una persona con aptitudes notables: a mí me
hacen cambiar especialmente los inteligentes, los talentosos y los benévolos,
pero también los hijos de puta, que me adiestran para sortear el dolor, y para aguantar
el que resulte inevitable.
La
vida es (o debía ser) un continuo prepararse para su final. ¿Y cómo podríamos ir
preparándonos en tal sentido, si nos aferramos a los patrones de comportamiento
que adquirimos en sus albores? ¿Cómo podríamos vivir sin fluctuar en la
corriente, sin rotar y trasladarnos para acomodar nuestro propio mejunje
psíquico a los avatares del tiempo: de ese pequeño segmento de tiempo, quiero
decir, en que nuestro continente biológico hospeda a su proteica inquilina?
¿Cómo vivir petrificados frente al tentador vilo? No, me niego al inmovilismo. Planifico
mi coherencia (¿la planifico?) desde la vida misma: Cambio, claro que cambio.
Cambio porque vivo. Y cambiaré mientras vaya, como diría Juan Ramón: solo y otro al amor grande: / a la obra, al
desnudo y a la muerte.
Cambio,
cambio, cambio… Tanto, que si no me equivoco, ya no soy el mismo que comenzó a
escribir esta nota. Quien se alarme por ello, no debió leerla. Lo siento.