lunes, 29 de marzo de 2021

EL APARTADERO. CAPÍTULO VII

 



Rosario me dio las gracias por todo… tan lacónicamente. Sin embargo, su gratitud, que yo atribuía al control que ejercí sobre los ruidosos orgasmos de Laura para que incidieran lo menos posible en el apartadero, y, tal vez, a que hubiera renunciado al tonteo con ella, renovó mis esperanzas de cara a su mediación ante Bruno para que me recibiera. En el terreno sexual Rosario había sido tajante: No. Aunque los hombres no siempre entendemos el No si dicho por una mujer de su tipo. Confieso que no me creía del todo derrotado. Todavía pensaba en Laura cuando follaba con Laura, pero, por cada vez que lo hacía, había fantaseado tres veces con Rosario. Por experiencias anteriores que había tenido, sabía que no tardaría mucho en hacer encarnar a Rosario en mi verdadera amante; esto es, follar con ella mientras penetrara a Laura: un ejercicio muy exigente, capaz de desestabilizar a cualquiera que lo practique a menudo.

Laura se mostraba algo más tranquila. Seguía estando al tanto de lo que sucedía en el apartadero, pero había aceptado no invadirlo con nuestro trasiego amatorio. Tenía orgasmos sonoros, pero en sitios más adecuados y a horas en las que Bruno se suponía en la biblioteca, o sea, menos expuesto a escucharlos. Laura trabajaba entonces en otros campos: la familia de Rosario, las ratas y sus hijos. Con la vecina-madre hablaba mucho para darle detalles del calvario que había atravesado con su ex. La señora no le decía lo inútil que resultaba aquello para que siguiera haciéndolo, quizás por mera curiosidad, quizás porque en el fondo ella tampoco había renunciado del todo a separar a su hija del viejo… Cada cierto tiempo embestía a las ratas. Como yo me negaba a complacerla al respecto, cuando Bruno estaba en el sótano hacía venir a una empresa especializada en la extinción de plagas para que colocara veneno bajo las tejas. Con sus hijos lo tenía más crudo, pero no cejaba. Insistía sobre todo con Sofía. Laura sospechaba que su hija podía repugnar a una chica de su edad que intimara con su padre, por mero impulso filial. Comenzó por ahí sin éxito alguno. Pero más tarde giró al terreno patrimonial, haciéndole creer que la presencia de Rosario en la vida de Bruno podía tener repercusiones imprevistas en ese sentido. Sofía era una chica antisistema, que mostraba un aparente desinterés (casi asco) por los asuntos materiales, pero no fue del todo insensible a esta idea.

Yo había comenzado a escribir mi novela. Me preparé durante un tiempo con numerosas lecturas. La invitación que me hicieron Bruno y Rosario a que leyera más (entendí mejor, porque siempre fui un lector compulsivo), unida a mi total inexperiencia con relación a una trama que sustituyera lo gestual por lo psicológico, los grandes espacios urbanos por un refugio, y lo coral por lo íntimo; me hicieron acercarme a autores muy distintos a los que había preferido hasta entonces. En cierta medida me había preparado, pero mi entusiasmo me hizo comenzar cuando aún no tenía todos los elementos necesarios para hacerlo. Como ya mi relación con Laura se había sosegado, pude trabajar a una distancia aceptable del asunto a tratar. «Aceptable», pensaba, y me engañaba, porque mi obsesión por Rosario y mi curiosidad por Bruno crecían sin parar.

Laura debió comentar en la editorial que yo estaba metido en mi nuevo trabajo, y además debió filtrar a grandes rasgos su tema, porque el editor me citó con una doble intención: invitarme a que recondujera mi proyecto por la línea del anterior, y ofrecerme una cantidad importante de dinero por adelantado si lo hacía. Mi primera novela, además de haber sido premiada, se había vendido muy bien. Ya estaba en imprenta su segunda edición. El editor no entendía por qué quería dar semejante bandazo a las puertas de un éxito redondo. Me auguraba un fracaso sonado. Y tenía toda la razón. (Esta novela, lector, la lees de milagro. No sé cómo te llegó a las manos, pero fue escrita sin pensar en ti; para complacer a ningún editor. Te pido perdón y agradezco mucho que la leas, pero te confieso que la escribí para ponerme a prueba, y para no traicionar la huella que dejaron en mí Rosario y Bruno. La escribí para ellos, muy en especial para ella). En fin, dije no a mi primera editorial, y, casi con total certeza, a mi éxito definitivo como autor.

Terminado el borrador del primer capítulo, pensé que tenía la excusa ideal para un nuevo acercamiento a Rosario. Y quién sabe si también para ser recibido por Bruno. Cuando creí que estaba limpio, quiero decir, sin errores ortográficos o sintácticos, intenté quedar con ella. Para mi asombro, no fue esquiva. En aquellos momentos su relación con Bruno parecía avanzar. Su ánimo lo dejaba claro. Un día de diario (Laura, en su trabajo) la esperé a la salida del apartadero. Le pedí que me recibiera en su casa por la tarde. Me preguntó para qué. Yo no quería adelantar nada por temor a que ella declinara ipso facto. Fui vago, pero Rosario exigió saber qué pretendía. Entonces lo dije. Ella dudó, pero… No habría atendido mi demanda si la novela hubiera tratado otro asunto. Sin duda fue su implicación en la trama lo que la inclinó a tenerme en cuenta de nuevo. Más por Bruno que por ella misma, creo. Imagino que sintió una gran curiosidad por saber cómo reflejaba a su maestro en mi texto. ―No me pedirás que lea cada capítulo, ¿no?, dijo. Prometí que no lo haría. ―Te espero a la misma hora que la vez anterior.

No había conocido a una mujer con las agallas de Rosario. No sé dónde estarían sus padres, que por otra parte nunca vi en su casa, pero cuando me abrió la puerta estaba desnuda. Me detuve. Tampoco sé qué debió leer en mi cara, porque me dijo que si yo confiaba en el primer capítulo de mi novela, debía poder leerlo bajo cualquier circunstancia. ―¿Entras o no? ―Con tu permiso, dije, en un arranque de estúpida formalidad que dio fe de cuán desconcertado estaba. Ella, sonriendo, y para remarcar mi tontería, dijo socarronamente: ―Después de ti. Quedó detrás y cerró la puerta. Nos acercamos a la suerte de decorado carmelita-descalzo donde dormía. Ella me ofreció la Thonet y se sentó en la cama. Había colocado el robot rojiblanco junto a mi silla. Todo parecía estar preparado para sacarme de quicio. ―Tranquilo, me dijo, no opinará. Por un momento pensé excusarme y retirarme. Después pensé sentarme junto a ella y comenzar a disfrutarla con todos los sentidos posibles. Por suerte no hice lo uno ni pretendí lo otro. Si me hubiera marchado, no habría podido sostenerle la mirada en lo adelante, y esta novela no tuviera más que lenguaje, estuviera hecha sólo de palabras. Si hubiera intentado hacerle todo lo que deseaba, habría pasado lo mismo, pero además llevaría sobre la espalda el peso de un acto fallido por su torpe cálculo.

―¿Por qué lo haces?, pregunté. ―Un escritor, amigo, como todo hombre, va con su animal y su mequetrefe a cuestas. Ambos pueden y deben hablar en su nombre, pero cuando y como el escritor ordene. ¿Estás al timón? ¿Quién me leerá ese capítulo hoy? ¿Quién lo escribió? Si vas a hablar sobre mi maestro, y encima pides mi parecer, entenderás que deba saber esto. Si es el mequetrefe quien lee, lo sabré enseguida; si es el animal, antes. Si por el contrario decide leer el propio escritor con sus dos subalternos bajo control, escucharé con atención, y hayas hecho lo que hayas hecho, lo respetaré… En tal caso, si tu novela progresa la leeré completa. Entonces volveré a encontrarme contigo en el capítulo donde hables de esta reunión. Veré si eres capaz de retener lo banal de ella donde deben quedar las cosas banales, o si decides describirme para que saliven tus peores lectores. (Cuando dijo esto levantó su brazo izquierdo para mostrarme la axila) ¿Tendrás lectores?, preguntó. Y remató: ¿comenzamos?

Yo, que, mientras ella hablaba, trataba de controlar a los invitados que tan bien había definido la interlocutora, me preguntaba además qué tipo de persona era Bruno, si merecía la dedicación exclusiva de semejante mujer, y cómo había aguantado tantos años junto a Laura. Pero inicié mi tablet, abrí el archivo y comencé a leer: Las ratas obraban con especial afán. Roían y raían como endemoniadas… Debí hacerlo yo, porque ella escuchó con la máxima atención. Estaba en silencio, y por primera vez me dio la impresión de que la tenía casi al completo delante de mí. Rosario era aquella mujer desnuda y bellísima, pero sobre todo era la persona que sopesaba cada palabra en lo escuchado. Cuando terminé, se puso de pie y se enfundó su vestido blanco. Ya de nuevo sentada, me dijo: ―No creo que la puedas publicar. Sin embargo, te crees lo que cuentas. Me gustaron el tono y el primer esbozo de los personajes. Bruno está ahí, es él. Lo dicho: tal vez no encuentres quien la edite, pero cuenta con mi ayuda para escribirla. Espero que no te sientas tentado a parir una crónica, y que nos saques a todos del esquema que nos reduce. Aunque Bruno y yo parezcamos raros, también somos esquemáticos. ―¿Podré leérselo a él?, pregunté aprovechando su buen ánimo. ―Ahora no, contestó ella. Bruno no quiere estar pendiente de estas cosas. Me costaría mucho trabajo convencerlo. Avanza y ya veremos.

Ni café, ni nada para picar. Hablamos un poco más sobre la novela que tenía en proyecto, todavía alejada de ésta que lees ahora, y me despidió con rapidez. Quien me dio las gracias, ya no estaba casi toda delante de mí. Rosario se había reducido a su porción visible de nuevo, y no porque se hubiera vestido… Vaya, se había vestido… Mientras estuvo desnuda yo mantuve atados todo lo corto que pude a los invitados que adivinó ella, pero ambos la vieron. El escritor no dirá una palabra que la describa físicamente (no sabrás por qué levantó su brazo izquierdo y me mostró la axila), pero también la vio. «La vi. La vi… Soy escritor cuando lo permiten mis enemigos internos», pensaba. «Fueron ellos quienes me contuvieron y me dejaron leer para poder extasiarse a sus anchas mientras yo renunciaba a hacerlo por el bien de mi novela. Pero ahora exigirán la atención que merecen», seguía pensando. «Mi animal evitará a Laura varias semanas, seguro; tendrá fantasías delirantes con Rosario. Y cuando pueda meterse en la cama con la primera, procurará su metamorfosis para poder follarse a la segunda en ella encarnada». ―¿La segunda?, preguntó mi mequetrefe con ironía.

Salí confundido. Entendí las razones que dio Rosario para explicar su desnudo, pero lo sucedido me parecía increíble. Por otra parte sus comentarios me estimularon a seguir escribiendo. Había llegado la hora de encerrarme con la novela muy en serio. No sabía si Laura aceptaría que me aislara en su casa (esto la colocaría por un tiempo en una situación muy parecida a la que había vivido con Bruno), o si tendría que irme a la mía «¿Irme? No». Tenía que intentar mantenerme cerca del apartadero. Así se llamaría mi novela: El apartadero. Tendría que sostener el contacto con Rosario y seguir intentándolo con Bruno.

Llegué antes que Laura. El escritor y el animal buscaban intimidad con urgencia. El uno, en la habitación donde escribía. El otro… Complacidos ambos, y mientras ordenaba el material de apoyo acumulado para la definitiva zambullida en la novela, ella abrió la puerta (ya ves, muy pronto tendría que tocarla aunque fuera suya) y me saludó como siempre. Luego se sentó a mi lado y comenzó hablarme de trabajo, cosa muy rara. Su jefe le había comentado sobre mi proyecto de novela. Laura siempre estaba preocupada por su puesto en la editorial. El negocio era muy inestable y llevaba unos años padeciendo el último y definitivo empacho de tinta. El porvenir pasaba por el libro digital, y Laura no sabía si contaba con ella para hacerlo. Su posición en la empresa se había reforzado gracias a la relación que manteníamos, pero su jefe logró preocuparla con la intención de reconducir mi actitud. Desde el primer momento en que llegué a la editorial, ella pensó que el editor quería algo más que una relación de trabajo conmigo, pero no se atrevía a meter esa variable en la ecuación si de su puesto laboral se trataba. Disimulaba la sospecha. Su jefe le comentó la oferta económica que me había hecho. Creía que mi consolidación definitiva en el mercado estaba garantizada si escribía una segunda novela negra en la línea de la primera. Logró poner en paralelo ante Laura el futuro de la editorial con el mío. La mujer estaba inquieta, y entonces la cosa no iba de sexo ni de guerra contra su ex. Así que, ya sentada sobre mis piernas, me acorraló hasta hacerme decir lo único que entonces podía: mi novela trataría sobre el apartadero, de él tomaría su título. La conversación se fue crispando. Ella no aceptaba que Bruno todavía pudiera influir en su vida de algún modo. Llegó a ponerse histérica. Me echó en cara lo que su empresa había invertido en mi carrera, la valentía que mostró al apostar por un desconocido, lo bien que se habían portado conmigo en todo momento. Esa noche comenzó a apagarse su llama para mí. Podríamos llegar a tener sexo de nuevo, tal vez si yo mintiera diciendo que escribiría esa segunda novela negra después de El apartadero, pero Laura no rebasaría la conclusión de esta obra a mi lado. Ya para entonces estaba claro: Laura era sexo y logística. Lo siento, lector, piensa lo que quieras, no podía irme de allí sin terminar el trabajo.

A la mañana siguiente no nos hablamos, pero cuando regresó de la editorial lo arreglamos: si ella no me exigía demasiada atención, ni siquiera en la cama; si aceptaba que me aislara, escribiría El apartadero en un par de meses, y una vez terminada, todo volvería a la normalidad: comenzaría a escribir sin demora y a un ritmo alto la segunda novela negra que su jefe quería. Laura aceptó. Yo era un activo empresarial que demandaba cuidado. Pobres ratas de Bruno. Pobre madre de Rosario. Pobre Sofía. Laura había perdido una batalla, pero culpaba de la derrota a su ex. Aprovecharía mi distanciamiento para hacérselo pagar. Al menos, lo intentaría.

 

 PARA ADQUIRIR LA NOVELA:

 

ESPAÑA / TRIFALDI:

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LIBRERÍAS:

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lunes, 22 de marzo de 2021

LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO, DE ANTONIO ESCOHOTADO. HISTORIA CRÍTICA DEL COMUNISMO

 



Cuando uno se encuentra con un espíritu natural se asombra y encanta, porque teme tener que vérselas con un autor y se las ve con un hombre.

                                                                                                       Pascal

 

El Estado ideal, tal como lo concibe la razón, antes de dar origen a una humanidad mejor, tendría que fundarse en ella.

                           Schiller 

 

Diez hombres forman un pueblo, diez borregos, un rebaño; pero basta con cuatro o cinco cerdos para hacer una piara.

                                     Justiniano

 

GENERALIDADES

Acabo de leer de un tirón los tres tomos de “Los enemigos del comercio”, de Antonio Escohotado. Hace mucho tiempo que me lo vienen recomendando varios amigos: «te va a gustar ese libro, seguro», me decían, incluso sin haberlo leído algunos de ellos. Yo, que sabía de qué iba la cosa, fui escéptico: «¿qué me podrán contar que ya no sepa sobre los comunistas?», me preguntaba… Bueno, en mi último cumpleaños, el menor de mis hijos (gracias de nuevo, Mario) zanjó la cuestión. Se apareció en casa con la terna de volúmenes como regalo (unas mil ochocientas cincuenta páginas, más o menos). Así que los puse a la cola, ya “condenado” a leerlos. Como hasta ahora no había leído nada de su autor, por más que me hubiesen llegado buenas noticias sobre él, el libro se presentaba como una sorpresa de la que no esperaba demasiadas novedades. Sin embargo… «¿duodécima edición del primer tomo?, ¿séptima, del segundo?...», me pregunté al manosearlo por primera vez, ciertamente impresionado, porque: «¿si no es un best-seller al uso, qué será?»

No sé cuántas reseñas se habrán escrito sobre este libro (las merece todas / no he leído ninguna) pero no sobrará una más. Por eso me lanzo, con la sesera todavía caliente, a la caza de nuevos lectores para él. Apunto, no a lectores que a priori puedan estar encausados, si no obligados por vía disciplinar a vérselas con un texto como éste (historiadores, pensadores, doxógrafos, sociólogos, teólogos, catedráticos de…), sino a lectores curiosos y “voluntarios” que quieran entender mejor la marea política en la que reman o baquean, según el caso; y vacunarse contra el mareo o la seducción que, también según el caso, produce el norte totalitario a que arteramente nos guía la actual brújula democrática. Claro, si hemos leído todo lo que leyó Escohotado y tenemos su enorme paciencia y su capacidad para hilarlo en un relato (subrayo relato) ameno y bien estructurado, no necesitaremos su ayuda. Pero como tal cosa raya lo imposible, porque la erudición de este hombre es colosal, y asimismo lo es su talento para ahormarla con un objetivo muy concreto, no nos queda otro remedio que atenderlo por más que creamos conocer la materia, por más que la hayamos aprendido de la manera más triste y eficaz posible, esto es, viviéndola en carne propia. Aun para los que hayamos padecido la extrema crudeza de un régimen comunista atrapados entre sus cuatro paredes, este libro es instructivo. Lo es, incluso para alguien como yo, que habiendo vivido treinta años en la Cuba castrista, hasta ahora había leído la “historia del comunismo” a pedazos, recogida en textos “sueltos”: antiguos, modernos, contemporáneos… nunca sujetos a un guion totalizador.

Los amantes fervientes y los sabios austeros / en su madurez aman los gatos de la casa. (Baudelaire). Escohotado es un amante ferviente constreñido por un sabio austero y maduro. Por eso ama los gatos de la casa, y en lugar de comportarse como un burdo cazador de tigres, acaricia a sus primos domésticos compartiendo con ellos una felinidad atemperada por la sabiduría. Su prosa, justita de adjetivación y ajena al exabrupto gratuito, es un dechado de amenidad, humor y fina ironía. Veneno para tigres sin tener que montearlos. Veneno, no en bala, ni embalado, sino provisto mediante el “engatusamiento” de sus posibles “presas”. “Engatusamiento” entre comillas, y “presas” también, porque no se trata aquí de proselitismo barato y falsario, sino de inocular en los lectores una cantidad titánica de datos expuestos y ordenados de manera tal que desarmen al tigre porque sosegadamente descifren (urbe et orbi) el verdadero mapa de sus rayas.

El Quijote debe tener unos setecientos personajes. Pero los enemigos del comercio que hasta la fecha han sido superan con creces esa cifra, y Escohotado señala, uno a uno, a los más notables entre ellos, desde Licurgo o Juan el Bautista al Subcomandante Marcos. No conté los personajes que enreda este autor en su historia, pero sospecho que si no llegan a setecientos se acerquen. Sí, muchos personajes subidos a un relato (vuelvo a subrayar relato) que hila hechos históricos, anécdotas, citas y notas biográficas con gran tino. Gravedad, porque la materia es grave, desgravada en lo formal con mucho oficio. Es raro, porque se trata de un bohemio liberal, demócrata y anticlerical (vaya cóctel tan propicio a la ligereza, la vaguería y el acomodamiento), que sin embargo duda constantemente y trabaja sin cesar contra sus dudas, investigando, escribiendo. En un pasaje del tercer tomo se le escapa este breve autorretrato:

El bohemio no rechaza el dinero, aunque sí su exhibición o atesoramiento, y está en las antípodas del prosélito al asumir la libertad individual como punto de partida y llegada, componiendo una actitud que sería altiva si no viniese acompañada de una austeridad elegida por gusto, y una duda metódica sobre las propias certezas que desconcierta singularmente a los adeptos de la idea fija. 

Como sabemos de sobra que el bohemio no siempre funciona así en términos psicológicos o intelectuales (qué tiene que ver el corazón con la llovizna, se diría en mi tierra) sospecho que Escohotado sin querer se autorretrata en este párrafo. Pues bien, ya tenemos a un anciano sabio, más o menos bohemio, da igual, erudito como pocos, muy bien dotado de humor y de ironía, no ajeno a la poesía (¿qué os parece este verso camuflado en un contexto prosaico: embridar el viento con aspas de molino?), que acaricia gatos para cazar tigres. Y esto nos enfrenta a un espíritu natural, que calza mejor en un hombre que en un autor, para justificar así la cita de Pascal incluida en el encabezamiento. Pero, concretamente, ¿de qué nos habla este hombre?                

Ya lo he dicho, “Los enemigos del comercio” es una historia crítica del comunismo que arranca y concluye donde debe, y que en el trayecto hace las escalas necesarias con las puntualizaciones precisas en cada una de ellas. No creo que exista un texto como éste escrito sobre el tema en ninguna lengua; como éste, digo, en lo ambicioso, lo abarcador, lo minucioso y lo acertado. De veras hay que tener un espíritu muy curioso y liberado de los lugares comunes a que solemos aferrarnos cuando pensamos en pobrismo / colectivismo / socialismo / eugenesia / totalitarismo / estatismo / comunismo (utópico o científico) / bolchevismo / fascismo / nacionalsocialismo… para entrar en un tema tan espinoso sin complejos de ningún tipo, y abrir en canal al enfermo sin con-miseración, pero también sin rabia, bajo una lámpara potentísima y un techo de cristal al que pueden asomarse, repito, no sólo los aprendices a cirujano o los proclives a los cuchillos y la sangre, sino también los simples amantes de la higiene.

El título de este libro es su primer acierto. ¿Cómo nadie se había dado cuenta antes, de que es el odio al comercio, como fuente de libertad y riqueza, uno de los vicios que reúne y amalgama a los comunistas de todos los tiempos? Porque no todos los enemigos del comercio han sido comunistas, de acuerdo (pienso, por ejemplo, en los místicos contemplativos de cualquier cultura, que detestaron incluso las cosas mismas, fuesen comercializables o no, sin ser comunistas), pero todos los comunistas sí que han sido enemigos o desafectos del comercio. Este hallazgo es crucial, porque a partir de él se traza un camino que no tiene pérdida.


PRIMER TOMO

El camino comienza, claro, en la Antigüedad. Escohotado se sitúa en Grecia con Esparta y Platón por banderas. Esparta, el comunismo real sin necesidad de Libro. Platón, quien diseña el primer sistema comunista basado en los supuestos “éxitos” espartanos y trata de implantarlo sin suerte en Siracusa. El autor no se refiere a Creta y a Cartago como emporios espartano-comunistas, pero sí recoge parte de la crítica de Aristóteles a la República platónica: los que poseen las cosas comúnmente y las comparten entre sí tienen más contiendas que los que tienen repartidas sus haciendas.

Después, la escala en Roma. La República aparente, le llama Escohotado. Totalitarismo, sobre todo postrepublicano, pero también republicano (la República romana nunca pasó de ser una oligarquía moderada por el tribunado de la plebe), esclavismo, anona, control de precios y extrema fiscalidad, para resumir mucho, constituyen el eje de la deriva improductiva y anticomercial de Roma, que puede comenzar, por ejemplo, con el “Catecismo práctico” de Catón, continuar con el decreto de Julio César para limitar las operaciones con el patrimonio inmobiliario de los romanos, y terminar con la Reforma de Diocleciano, según Montanelli, un experimento socialista con una relativa planificación de la economía, nacionalización de las industrias y multiplicación de la burocracia […] Los campesinos quedaron fijados en las tierras […] Obreros y artesanos fueron «congelados» en gremios hereditarios, que nadie tenía derecho a abandonar. Así lo ve Escohotado en uno de los pasajes que dedica al asunto:

Como ya no sale a cuenta ser publicano (concejal-recaudador de impuestos), se decreta que el cargo será hereditario y obligatorio; y como las defecciones no dejan de crecer se estampa con hierro candente una marca sobre la espalda del publicano actual y futuro. Lo mismo empieza a suceder con otros oficios, haciendo que pronto cunda la pena capital para quien abandone su ciudad o comarca.          

Luego, la escala en Judea. No tiene desperdicio la forma en que Escohotado aborda el surgimiento del comunismo judeocristiano, nacido al calor del dual estado civil de los judíos: residentes en Sion y fuera de. Para resumir muchísimo, porque otra cosa no cabe en una reseña, entre los judíos: saduceos, fariseos y esenios, fueron estos últimos los primeros comunistas. En cualquier caso, dice el autor,

…la lista de sus hallazgos impresiona. De ellos proviene la institución bautismal (Juan el Bautista, primo y maestro de Jesús, era esenio, apunto yo para evitar otra cita); un vivo interés por ángeles y otros seres «intermedios»; la fe en una resurrección de la carne; el reparto obligatorio de todas las propiedades («consagrar los bienes de Dios»); una limitación del contacto sexual entre esposos a fines procreativos, y la costumbre de llamar «ladrón» al no comunista.               

De los esenios, primeros comunistas judíos, derivaron dos ramas. La más combativa reunió a los zelotes. La más pacífica, a los cristianos. A mi juicio, Escohotado da demasiado peso al episodio en el que Jesús expulsa a los mercaderes del Templo, porque sobre todo en él y en el Sermón de la Montaña apoya su tesis de unos galileos filocomunistas. Nada tengo que objetar en cuanto a que el origen del pobrismo cristiano-ebionita esté precisamente en el Sermón de la Montaña (Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos), pero es lícito dudar que Jesús haya expulsado a los mercaderes del Templo por su oficio, dando cabida a que lo haya hecho porque lo estuviesen ejerciendo en un lugar sagrado. En todo caso, y esto lo digo yo, lo que está claro es que el supuesto comunismo cristiano dista una barbaridad del espartano, el platónico, el romano, el medioeval, el utópico o el científico, porque el afán de Cristo por arreglar el mundo es nulo. A Cristo sólo le preocupan las almas que han de salvarse para una vida superior y eterna. La organización social a que se avengan o no esas almas mientras estén encarnadas y vivan en la Tierra sencillamente le resbala. Otra cosa muy distinta es lo que ello termine importando a los cristianos a lo largo de la historia.

El libro continúa su periplo por el primer cristianismo, que además de fraguar las primeras comunas, se va alejando de ser la mera secta de los galileos para convertirse en una religión de apetito universal. Aparecen los evangelistas y especialmente san Pablo, un fariseo dedicado a perseguir comunas cristianas, que convertido más tarde al cristianismo, da forma a los Evangelios y deviene el principal pilar mundano de la nueva doctrina, que, de alguna manera, apunta ya a Roma como centro del poder político. Escohotado recorre con brillantez los siglos que van desde Jesús a Constantino, haciendo las pesquisas necesarias para que entendamos cómo un culto surgido entre campesinos de Galilea, con evidente pulsión comunista, llega a instalarse en el corazón del Imperio, que precisamente cae herido por una suerte de comunismo improductivo. Porque en la Roma tardía los

ciudadanos acaban proletarizados en masa, entendiendo por proletarios no el ilustre nombre de quienes aportaban prole a la República sino el estatuto de quien sólo posee necesidades, y está obligado a trabajar como mano de obra inespecífica, o a vivir de un subsidio.

Estupendo igualmente el recorrido por el Imperio romano-cristiano en el que destaca la aparición de los primeros Padres de la Iglesia. Escohotado se detiene donde corresponde para seguir la estela de los cristianos comunistas, filocomunistas, o simplemente pobristas y enemigos del comercio. También señala, claro, a los menos entusiastas en tal sentido.

…Simeón el Viejo, también conocido como Simón Estilita, cuya proeza será vivir entre 419 y 459 subido a lo alto de una columna, en el desierto que tiene Antioquía al noroeste. A juicio de muchos, sus cuarenta años de ascesis demuestran que hasta dirimirse la batalla de Armageddon entre el Cristo y el Anticristo basta como residencia un espacio algo inferior al metro cuadrado […] Clemente de Alejandría, precursor de los Padres griegos, insistió en que gestionar las haciendas exige el asesoramiento de algún santo o clérigo. Basilio de Cesarea presenta el comunismo espartano como sociedad modélica, y Juan Crisóstomo («boca de oro») aprovecha un sermón sobre la primera comuna de Jerusalén para destacar el «inagotable tesoro formado por la puesta en común de todos los bienes» [...] El gran principio dice que los seres humanos carecen de patrimonio particular legítimo: o son de Dios o son del César. «Por derecho divino la tierra es del Señor, y suyo es todo cuanto contiene», mientras por derecho humano pertenece «a los reyes y emperadores del mundo». (Agustín) […] No tanto Gregorio y Basilio, pero sí Ambrosio, Jerónimo, Agustín y Juan Crisóstomo son tajantes en lo que respecta al deber de limosna-restitución […] La caridad constituye un «derecho» de los pobres, pues por su mediación recobran algo que les pertenece. (San Ambrosio).     

Estarán los comunistas que me leen aquí (¿habrá alguno que haya llegado a esta línea?) satisfechos de poder asentar su Vieja Idea en un pedestal histórico-teológico tan potente como el cristiano. Lo siento por ellos (por vosotros, amigos o camaradas, si os mantenéis firmes al otro lado del Internet), pero no puedo concederles tal aliciente. Ya lo dije unos párrafos arriba: el supuesto comunismo cristiano dista una barbaridad del espartano, el platónico, el romano, el medioeval, el utópico o el científico, porque el afán de Cristo por arreglar el mundo, y no ya el mundo, sino la propia Judea, o Jerusalén, o mismamente Galilea es nulo. Leed una de las varias pegas que pone el propio Escohotado a un Cristo comunista por vía marxista. A ver, que no son lo mismo el amor y el odio:

El comunismo antiguo confió a Dios el castigo de esos gozadores, atemperando su llamamiento a la guerra civil con el precepto de amar al prójimo. El moderno, animado ya por planes eugenésicos, ve en el enemigo de clase una impureza contagiosa, cuya liquidación no admite esperar a la otra vida.

En la carne blanda nacen gusanos, Petronio dixit. Y también abejas, replicaría Virgilio. ¿Cuán blanda era la carne del Medioevo para lo uno y para lo otro? No comparto del todo con Escohotado su visión de esta época, porque no soy tan liberal, demócrata y anticlerical como él. Veo en el Medioevo la génesis de la cultura occidental o europea, y, como es lógico, todas las bendiciones y miserias propias de un alumbramiento tan complejo como prometedor. Pero no me molesta que Escohotado hable de época oscura y cosas similares cuando se refiere al dicho período. Para nada. Porque lo que importa aquí es la soberbia erudición que despliega para seguir apuntalando su historia del comunismo en la que apenas hay puntos muertos. ¿Quién puede negar que la vida monacal sea en muchos sentidos comunista? ¿Quién puede negar que sin este escalón el posterior apogeo de la cultura occidental resulta inconcebible? ¿Quién puede negar que los cinco primeros siglos de un Occidente, que entendemos, con mayor o menor acierto, como definitivamente escindido del imperio bizantino, representaron una regresión en lo cívico, lo económico, lo comercial y lo cosmopolita con relación, incluso, al Bajo Imperio romano? ¿Y quién puede negar que, precisamente en esos siglos germinales, el cristianismo sentó las bases para lo que sucedió después, una vez traspasado el umbral del nuevo milenio? Insisto, en la carne blanda unos pueden ver gusanos que se hunden o refocilan, y otros, abejas que despegan. Pero lo importante en este caso es que Escohotado persigue su objetivo último con iguales oficio y determinación.

Entonces aparecen los hechos, más o menos gloriosos, más o menos despreciables, más o menos anecdóticos, pero siempre concluyentes. Nos enteramos, por ejemplo, de la pujanza que experimentó en los siglos de mayor recesión económica (VIII y IX) el mercado europeo de esclavos aguijoneado por la creciente demanda de ellos en el mundo musulmán. Los primeros captivi registrados por anales europeos serán dos jóvenes visigodos, en 724, si bien fuentes árabes afirman que diez años antes no menos de treinta mil (visigodos e hispanorromanos) fueron enviados desde España a Siria. Nos enteramos de que Los Templarios fueron, quizás, los primeros banqueros de Europa (Tomo I / página 289), a la vez que asistimos a las aventuras pobristas o comunistas, según el caso, de grandes santos como Domingo de Caleruega y Francisco de Asís; y también de los bogomilios / los cátaros / los adanitas / los taboristas; y de personajes como Marcel / Tyler / Wyclif / Hus / Müntzer, por ejemplo. Todos ellos, junto a Savonarola, a quien, por cierto, salvo error mío no menciona Escohotado, son antecedentes de futuros reformistas, comunistas o revolucionarios más o menos teóricos y utópicos como Moro / Campanella / Winstanley / Walwyn / Meslier… que ya operan en un entorno cuasi luterano.

Escohotado sale del Medioevo con una sección, la quinta, que titula “De cómo el cristianismo dejó de ser pobrista”, que dedica a protestantes y puritanos. Vuelve a ser exhaustivo y preciso cuando coloca en su contexto histórico al luteranismo, el calvinismo y el puritanismo. No puedo hacer justicia a este apartado porque necesitaría extenderme mucho. En sentido general, va contraponiendo el despegue económico que trae consigo la Reforma con el consecuente aumento de la calidad de vida, a la parálisis que experimentan quienes se apartan del auge capitalista. Sobre esto dice, refiriéndose al ámbito puritano: el mérito de la falta de mérito, la gloriosa pobreza de espíritu, se ha ido desvaneciendo al tiempo que la miseria simplemente crónica. Pero es en el capítulo 19 de esta sección (“El coloso minúsculo”) cuando Escohotado alcanza uno de los momentos álgidos de su obra. Nunca antes leí en sitio alguno un relato tan original y completo sobre el auge de los Países Bajos a mediados del XVI, o, lo que es lo mismo, el auge definitivo del capitalismo sustentado en la democracia y la economía liberales. En sólo diecisiete páginas brillantes, va desde la constitución de la república democrática en 1558 hasta su ocaso en 1787. Qué par de siglos para esta gente. Aquí al autor se le ve el plumero como en ningún otro pliegue del libro. Ha disfrutado investigando y escribiendo. Por eso, claro, hace disfrutar a los lectores. Al menos, a los que no siguen siendo enemigos del comercio, esto es, comunistas irredentos.   

Y llegamos a las grandes revoluciones: la industrial, la americana y la francesa. Creedme, ningún autor que yo conozca ha trabajado lo distinto y junto con tanto acierto y en tan poco espacio. Es el guion, del que nunca se aleja, lo que le permite semejante coherencia. En las postrimerías del Tomo I, la Ilustración y el vendaval revolucionario lo inundan todo. El comunismo está por reaparecer con renovadas fuerzas en brazos de la Ilustración. El capítulo 23 de la sección sexta (“Francia como singularidad”) abre las puertas a la Revolución Francesa, contada con un nivel semejante al alcanzado cuando habla de los Países Bajos. Qué maravilla. No sé cuánto habré leído sobre este tema. Creía que mucho. Pues no. Las últimas setenta y cuatro páginas del primer tomo me han permitido corroborar una vez más algo que ya sabía: son la Ilustración y la Revolución Francesa las que marcan el apogeo, y al mismo tiempo el inicio de la caída de Occidente, ya convertida en civilización pura y dura. Qué bien trazados y entrelazados en medio de la vorágine revolucionaria aparecen personajes como Marat / Hébert / Robespierre / Roux / Danton / Saint-Just / Couthon / Babeuf… Lo que pasa en el XIX, en el XX y en lo que va del XXI no se puede entender si no se registra bien en los anales del XVIII. Este libro de Escohotado es una vía perfecta para hacerlo. Voy a dejar aquí un par de citas que me parecen oportunas. La primera, de Lovejoy. La segunda, del propio Escohotado:      

La Ilustración, que asumió que la naturaleza humana es simple, asumió asimismo, en general, que los problemas políticos y sociales eran simples y, por tanto, de fácil solución. Apartemos del entendimiento humano unos pocos errores antiguos, purguemos sus creencias de las artificiales complicaciones de los «sistemas» metafísicos y los dogmas teológicos, restauremos en sus relaciones sociales la sencillez del estado de naturaleza, y la humanidad vivirá feliz en adelante. […] La Ilustración fue, en suma, una época dedicada, al menos en su corriente principal, a la simplificación y homogenización del pensamiento y de la vida, a la homogenización por medio de la simplificación. 

[Tras la Revolución] Francia vive una «novela de novelas escrita con dinamita profética», que fluctúa de la farsa a la tragedia y exacerba el teatro hasta hacerlo indiscernible de la vida […] Al suspender las libertades con minúsculas, a la vez que introducía un culto oficial a la diosa Liberté, «cuyo homenaje es el holocausto de sus enemigos», la aparente extravagancia jacobina introdujo el sensacional hallazgo de una democracia donde la voluntad del pueblo (volonté générale) no necesita coincidir con la mayoritaria (volonté de tous), y deja de ser prioritario que los ciudadanos elijan y controlen a sus representantes.  


SEGUNDO TOMO

El Tomo II está dedicado al siglo XIX. Este es el siglo donde se fraguan el hombre masa de Ortega, el hombre nuevo de Marx y el superhombre de Nietzsche. Casi nada. Se fraguan y operan en un escenario muy complejo con múltiples facetas: industrialización / positivismo / romanticismo / revolución / contrarrevolución / guerras civiles e imperiales / democracia / parlamentarismo / absolutismo / nacionalismo / socialismo utópico / socialismo científico / sindicalismo / anarcocolectivismo / terrorismo… De todo como en botica, que se diría en mi tierra. Escohotado dedica seiscientas cincuenta y siete páginas a este siglo. Logra abarcarlo partiendo de todo tipo de antecedentes, los lejanos y los próximos. Se detiene en los referidos al comunismo científico: Morelly / Foigny / Holberg / Fenelón / Abate de Mably… Se regodea en el comunismo utópico (religioso y laico) regalándonos excelentes páginas sobre los casos norteamericano, inglés y francés. Aparecen perfectamente explicados los experimentos comunales de Owen, Cabet y Fourier: Nueva Armonía / los literati / Icaria / los falansterios, frente a las comunas religiosas: cuáqueros / shakers / rapistas / amanitas / auroritas / bethelianos / perfeccionsitas… Aparecen también los trascendentalistas (Emerson y Ripley). Todo ello con una cantidad de datos que resultaría abrumadora si no estuviese tan bien gobernada por el autor, tan bien tirada y ajustada a la idea central del libro. Una de las cosas que mejor quedan expuestas es la diferencia entre el resultado de los experimentos comunales religiosos y laicos:     

¿Cómo entender que en el mismo aquí y ahora siete comunas religiosas triunfasen, mientras tres comunas laicas fracasaban, a despecho de empezar con medios incomparablemente superiores? ¿Pudo influir en ello que las comunas laicas partiesen de la comunidad patrimonial, mientras en las religiosas fue algo resuelto sobre la marcha, para sobrevivir a condiciones de extrema indigencia? […] Las comunas religiosas son animadas por idealistas y las seculares por materialistas, pero los primeros provienen de todos los estratos sociales y administran el miedo a la muerte, mientras los segundos provienen sólo de la franja burguesa y administran una variante del malestar ante la vida, organizando, alimentando, verbalizando y dirigiendo el resentimiento […] Las comunas religiosas norteamericanas se propusieron ser perfectamente autónomas en materia de costumbres, y vieron con incondicional respeto cualquier otro proyecto de independencia. Los demás ensayos aspiraron a erigirse en ejemplo universal, como Nueva Armonía, Icaria y las comunas racionalistas, en las cuales convencer y guiar al prójimo fue siempre más urgente que vencerse a uno mismo.

Qué bien visto. Es más fácil al fuego hallar combustible que al combustible fuego, diría Unamuno.

El libro nos cuenta con todo detalle las dos Comunas de Paris (1848 y 1871) en sendos capítulos titulados “Ondea la bandera roja” (I y II). Claro que he leído mucho sobre ellas, pero Escohotado vuelve a sorprenderme. Tiene esa habilidad para mezclar los hechos con las biografías sucintas de sus agentes, y así dibuja un escenario tridimensional con sonido en estéreo. Entonces aparece el relato como una crónica perfectamente asentada en su motor humano, social, sí, pero también pautado por la acción individual de sus protagonistas (ideólogos, agitadores, actores, cronistas, narradores): Herber / Blanc / Blanqui / Barbés / Tocqueville / Babeuf / Vallés / Ferré / La Virgen Roja de Montmartre / Vitor Hugo / Marx / Engels / Bakunin… 

Escohotado traza magníficos retratos de Marx / Engels / Wietling / Bakunin / Nechayev… pero también atiende a la crítica literaria. Especialmente se mete con Los Miserables de Víctor Hugo, a quien de alguna manera “hermana” con Marx por una vía tan lúcida como original. No puedo extenderme en esto, pero os dejo una breve cita al respecto: Ambos [Marx y Hugo] se han amalgamado hasta identificar «miserables» con «masas». Río…

El texto, como es normal, hace especial hincapié en el comunismo científico y el anarcosindicalismo, dejándonos algunas de las mejores páginas que se hayan escrito en castellano sobre estas corrientes (de altísimo voltaje) y sus líderes: Marx y Bakunin. Pocas lagunas quedan en los retratos de ambos personajes, sobre todo en el de Marx. Escohotado es un autor antimarxista con trazas de marxismo mental. No lo digo, sólo, por su patente anticlericalismo y su latente epicureísmo, sino porque detecto el a-de-ene marxista en todo su discurso. No sabría explicar por qué. Es algo que no se me escapa y que yo mismo padezco, pues es muy difícil zafarse de estas cosas en los tiempos que corren. Este autor conoce a Marx en profundidad. Lo ha leído a conciencia. Su libro me ha ayudado a enfocarlo mejor (a Marx, digo), sobre todo en su vertiente macarra y pendenciera, pero también en lo que atañe a su introversión psicológica, que apunta a la ceguera idealista y absolutista; a la necesidad de adaptar la realidad, pase lo que pase, a una idea preconcebida. Racionalista / materialista / positivista / determinista que desembarca caiga quien caiga, cómo no, en la mismísima verdad absoluta. Absoluta es cualquier entidad a la que perdonemos el trance de demostrarse a través de una existencia concreta (Escohotado). Así de sutilmente irónico se mantiene el autor a lo largo y ancho del libro. Y con relación a Marx extrema su agudeza. Lo muestra en todo momento como alguien incapaz de analizar los hechos y sacar conclusiones obvias del análisis, si es que los hechos no se avienen mansos al guion que les ha pretendido imponer a priori, cosa que nunca ocurre, claro.

Los historicistas entienden que la sociedad humana está sujeta a leyes como las que gobiernan la gravitación o la fermentación, y se diversifican en una versión reaccionaria (la dictadura «puramente empírica» del positivismo comtiano), una revolucionaria (las dictaduras de Marx y Bakunin) y otra híbrida (los planes eugenésicos del llamado darwinismo social).

Para un lector español o interesado en España, la forma en que Escohotado aterriza su relato en este país resulta esclarecedora, conmovedora, también estremecedora, y por momentos cómica. Cuando aborda el XIX español se sale. Claro que son cosas que conocemos (o deberíamos conocer) todos, pero este libro nos las ofrece servidas en bandeja de plata y a la temperatura óptima. Los capítulos 26 y 27 de la sección segunda del tercer tomo se llaman “La Restitución en clave ibérica” (I y II). Qué gozada. Cómo he podido cabrearme y reírme a la vez.

Escohotado explica cómo Bakunin enfila nuestro país tras concluir (oponiéndose en esto a las tesis marxistas) que en “países bárbaros” como Rusia y España la revolución se encarnizaría mediante el terror extremo y acabaría triunfando. A partir de ahí, y sin dejar a un lado las influencias marxista-engelianas, quedan muy bien trazados los caminos del republicanismo, el socialismo, el comunismo y el anarquismo españoles, muy relacionados entre sí todos ellos. Por esa puerta, habiéndonos asomado antes al carlismo y sus guerras fratricidas, entramos a la Primera República. Escohotado se gusta, sobre todo, cómo no, cuando toca la Revolución cantonal (1873), incluida la Revuelta del petróleo. No puedo extenderme en esto, que os recomiendo muy especialmente, pero os listaré y comentaré con brevedad varios fragmentos especiales de este apartado:

- Escohotado nombra, uno a uno y por orden alfabético, los treinta y cinco cantones, esto es, repúblicas independientes que se constituyeron a partir de una España también republicana pero supuestamente descuartizada. El primero de la lista, Alcoy. El último, Valencia. Alcoy, que entonces cuenta con treinta mil habitantes, celebra su independencia con un rechazo genérico del capitalismo, y sus líderes demuestran sensibilidad para el gran espectáculo inaugurando la revuelta con una multitud portadoras de antorchas empapadas en gasolina, que transforman súbitamente la noche en día.

- En el cantón de Cartagena, único donde corre la sangre gravemente, se izó una bandera turca para celebrar la nueva República, porque no apareció allí otro trozo de tela roja adecuado para improvisar una bandera anarco-comunista como Dios (Jano, medio Bakunin medio Marx) mandaba.

- El gobierno de Cartagena solicitó formalmente a Washington la anexión de la nueva República murciana a los Estados Unidos. El Congreso de este país estaba estudiando la solicitud cuando la ciudad se rindió a la República española. Su líder, Antoniet, huyó a Orán. A dónde sino, claro. ¿Llevaría su bandera turca como salvoconducto y aval?

- Gálvez [el después prófugo Antoniet] decide marchar sobre Madrid [para liberarlo, claro, y quién sabe si para anexionarlo a Murcia primero y a Estados Unidos después], aunque se ve detenido por resistencia en el pueblo de Chinchilla, a cuatrocientos kilómetros de su destino.

- Los cantones liberan a unos mil ochocientos criminales de las cárceles para hacer la revolución. Cosa que aprendieron muy bien los Castro, Chávez y Maduro, por ejemplo

Como veis, el asunto no tiene desperdicio, especialmente si contado por este autor. El texto es generoso en datos y anécdotas, y el "affaire español" avanza hasta detenerse en la Andalucía de los ochenta y los noventa. Recoge el nacimiento de la Guardia Civil, el surgimiento, clímax y descalabro de La Mano Negra, y la Toma de Jerez (centro de la causa que se conoce ya como «comunismo libertario») en 1891, por parte de unos cuatro mil campesinos al grito de ¡Viva la anarquía! Dice Escohotado:

España brilla con luz propia en este sentido porque como observara en su día Bakunin― mantiene intactos «los sólidos elementos bárbaros, animados por su ira elemental». Cincuenta años después del proceso a la Mano Negra, el miliciano trotskista G. Orwell atestigua que «aquí las atrocidades se creen o descreen exclusivamente por predilección política».    

Ah…

También hace un repaso estupendo a la Semana Trágica de Barcelona (1909), al trienio bolchevista (1919-1922), al Manifiesto Andalucista de Blas de Ibáñez (1/1/1919) que añora el Califato de Córdoba, ect. Leed lo que escribe sobre la Semana Trágica de Barcelona:

…la exaltación popular incluye actos insólitos como profanar el cementerio contiguo al convento de las Jerónimas, depositar algunas momias en las aceras e incluso [llevar a cabo] pantomimas de «loco carnaval» con ellas. Esa noche [lunes, 26 de julio de 1909] arden 23 edificios en el centro de la ciudad y ocho conventos en la periferia, mueren tres eclesiásticos y una monja anciana es obligada a desnudarse en la vía pública para «comprobar que no esconde armas bajo los hábitos». El miércoles, coincidiendo con la erección de cientos de barricadas, Barcelona se declara «ciudad libre» y entre las octavillas distribuidas destaca la obra de un genio anónimo, que plantea el espíritu de la Restitución moderna con inigualable elocuencia: Jóvenes bárbaros de hoy: entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura; destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie. Romped los archivos de la propiedad y hacer hogueras con sus papeles para purificar la infame organización social. Penetrad en sus humildes corazones y levantad legiones de proletarios, de manera que el mundo tiemble ante sus nuevos jueces. No os detengáis ante los altares ni las tumbas… Luchad, matad, morir.

El autor no dice si esta última proclama se imprimió en esperanto, francés, alemán, ruso, castellano, catalán, valenciano o mallorquín. Perdonémoslo.

En fin, este segundo tomo repasa también las dos Internacionales, la incorporación de Rusia a lo que Marx y Engels llamaban el Movimiento Obrero Internacional (y cualquiera con dos dedos de frente llamaría, sobre todo a partir de este momento, Escuela Planetaria de Agitación y Terrorismo), el sindicalismo norteamericano, el socialismo alemán (magníficamente tratado, por cierto, como todo lo demás), la Revolución Alemana y la Revolución Rusa de 1905, dejando el terreno preparado para entrar en el siglo XX (tercer tomo).       


TERCER TOMO

Este volumen mantiene niveles de erudición y análisis similares a los desplegados en los dos anteriores. Además, el autor emplea el mismo tono ecuánime y finamente irónico. Desde la publicación del primero, en 2008, a la publicación del tercero, en 2016, median ocho años, y, sin embargo, el estilo es similar, lo que dota a la obra de una unidad y una coherencia envidiables.

El tercer tomo, quizás el que menos necesitaba leer pero agradezco igualmente, me ha dejado un sabor agridulce. Ello nada tiene que ver con Escohotado y su estupenda obra, sino con mis propios fantasmas. Llegados a este punto, el relato impacta de lleno en mis experiencias personales, y, ay, se hace incómodo tirando a arduo. Salvo lo referente al Nuevo Imperialismo de la Sociedad Fabiana (Rusell / Webb / Shaw / Wells, entre otros), del que yo sabía muy poco, y al que el autor atribuye la primacía de los planes eugenésicos de exterminio y esterilización a gran escala (sí-sí, no fueron Lenin, Stalin o Hitler los precursores del tal disparate en el XX, sino ellos, ¡vaya descubrimiento!), todo lo demás me sonaba, tal vez demasiado. Cada palabra me tocaba hondo, haciéndome revivir lo peor de mis primeros treinta años, años en los que experimenté a pie de vida la sovietización extrema de mi patria, y en los que estudié con mayor o menor intensidad (desde los cuatro a los veintidós) buena parte de la teoría apilada por los clásicos del marxismo-leninismo; y también del relato bolchevique sobre la Revolución de Octubre y sus consecuencias para el resto del orbe. Después de graduarme en la universidad, y ya sin obligaciones curriculares al respecto (qué alivio), leí (en Cuba y en España, según pude) a algunos de los marxistas más o menos reciclados o aturdidos por el terror estalinista, miembros o no de la célebre Escuela de Franfurt: Luckács / Weber / Marcuse / Benjamín / Fromm / Adorno / Sartre, etc., etc., ect… Los leí a la vez que también leía con fruición todo lo que me preparaba a fondo para contestarlos, y que engloba, sencillamente, lo mejor del pensamiento y la literatura universales, incluido ahora el propio Escohotado. Aunque mi talón de Aquiles sea precisamente haber mamado (a espuertas / a la fuerza) marxismo-leninismo durante dieciocho años seguidos; gracias a mis padres, que supieron contrapesar en casa aquel adoctrinamiento intensivo; gracias a mi interés en viajar y leer; y gracias en especial a libros como el que ahora reseño, puedo decir con Nietzsche: sólo soy invulnerable en el talón.

Me estremeció el tercer tomo de “Los enemigos del comercio”. Y aunque también me dolió por momentos, lo recomiendo sin ninguna cautela, más aún, con verdadero entusiasmo a todos los lectores curiosos, hayan vivido o no en países comunistas. Por supuesto que sus seiscientas páginas están cargadas de información enjundiosa y utilísima: datos, análisis e ideas del propio autor. En él podrán leer sobre la “consagración” de la socialdemocracia europea, sobre la deriva espartaquista, la bolchevique, Luxemburgo y Lenin, y todos los demás bolcheviques de pro: Chernov / Rakousky / Stalin / Kamenev / Zimonev / Bujarin / el tránsfuga Trotsky… Sobre Lenin, Stalin y Trotsky hay mucho, muchísimo, y de primera. Y sobre los setenta años de la URSS (política interior y exterior / represión / gulags / asesinatos a distancia / economía / planificación / control de precios / fiscalidad / pobreza). Y sobre sus países satélites, europeos o no (Alemania, sobre todo), incluida Cuba, incluido Ernesto Guevara, de quien Escohotado hace un retrato casi matemático para contrapesar la bobería cómplice que reina alrededor del personaje: un asesino profesional. Y más, mucho más, incluida la Segunda República española, claro, y la Revuelta de mayo del 68, y el Movimiento hippie, y el Black Power, y el calentón de Chiapas… En fin, el tomo arranca a principios del XX y llega hasta nuestros días. Es el perfecto colofón a una obra enorme, que siguiendo un hilo muy original, se planta en el XXI y nos pone frente al espejo. Habrá de nuevo guerra… / Qué silenciosamente bebe el caballo… escribió Holan en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. ¿Alguien sabe dónde y cómo bebe en estos momentos el présago animal?

Escohotado ha dicho: bolchevismo, fascismo y nazismo son estructuralmente idénticos, pero usufructúan algo exclusivo de la conciencia roja cuando a mediados del siglo XIX se templó denunciando la esfera jurídica como símbolo de expresión clasista que se arroga sin fundamento el monopolio de la violencia legítima. Esa conciencia roja, fanática, violenta, totalitaria y eugenésica, que guio a Lenin, Stalin, Hitler y Mussolini, ¿dónde pace ahora? En la actualidad muy pocos se reconocen fascistas o nacionalsocialistas (cuidémonos de ellos, sobre todo de los que andan bien escondiditos), pero ¿cuántos ufanamente se reconocen comunistas?... El descaro de los comunistas, que ahora más que nunca fingen ser demócratas, crece a la par que la ceguera de su público. La conciencia roja pace en los espíritus embotados y aborregados, en los enemigos del comercio y la lectura. Aprovechando una vez más el enorme campo semántico que nos abre y regala la poesía, voy cerrando con unos versos de Kozer. La conciencia roja prospera, sobre todo, en aquel individuo que, para que el / agua no sea un misterio / la recoge en cubos. Cuidado con estos tipos acostumbrados a convertir los misterios en verdades que se miden, pesan y tasan, que deben ser creídas y refrendadas a toda costa. Nosotros no creemos, nosotros tenemos miedo, decía un esquimal para explicar el motor de su fe a un intelectual marxista. «Ah, mira, qué oportuno», debió pensar aquel intelectual mientras la piara de Justiniano retozaba feliz en su cabeza. No lo habrá escrito, pero lo pensó. Seguro.


lunes, 8 de marzo de 2021

ÓLIVER

 



Mis últimos libros de poesía (publicados o no) están compuestos por pocos poemas pero muy largos. Últimamente escribo “poemas narrativos” de unos mil versos más o menos. La presente selección, sin embargo, está formada por seis poemas breves (dieciséis versos cada uno) extraídos de un libro atípico en mi poética actual, un libro escrito recientemente alrededor del nacimiento de mi primer nieto, Óliver. Como dije a uno de mis maestros cuando le dediqué su ejemplar: si detectáis alguna pelusa, cargadla al poeta. Si detectáis alguna bobada, cargadla al abuelo. En ambos casos pagaré yo, que como dicen por aquí, puedo con eso y con menos. Ay... 

 

 

III

 

Pandemia.          Picardía del tiempo

que arrebata a la orquesta en el

teatro, que agita seda y domingo.

Extenuante domingo de los actores,

sedoso de los arcontes, dudado por

mirones y milagreros. ¿Duda?      La

vida esfuerza en el pámpano contra

el humo de los hornos. Una canción

(ora febril, ora febrífuga) aviva los

manantiales. El pícaro se distrae. Sus

orejas yerguen, endemonian, lo

delatan… Dios-manadero mana. Río.

Su lecho canta tu comparecencia. El

horizonte curva generoso. El tiempo

doblará las rodillas. Ad-

vén.

 

 

VI

 

Bendita preñez. ―Beatriz, incubas el

alma de Óliver. Óliver, incubas el

alma del mundo. Mundo, incubas el

alma del ser. Ser, incubas a Dios

hecho Óliver. Óliver, incubas una

imagen (¿la Imagen?). Imagen,

¿incubas mi miedo a la muerte?    No

te quiero, Muerte, tramando so-

fisterías para romper la serie… ¡Ve

al rincón de pensar! Vuelve cuando

sepas condoler a los abuelos que

cantan a sus nietos inmortales,

mientras la inmortalidad desplacenta

a costa de Beatriz, pobrecilla, que

incuba el alma de Óliver, y en ella

(bendita preñez) la Inocencia. 

 

 

X

 

Enfilo tu nacimiento. Revisito el zulo

que la memoria atesta de emociones

curvas. En vano pretendo ahormar

el nuderío. Anudo las puntas más

vivas de las más tiernas. Hago es-

pacio para ti: hijo de mi hijo, de mi

tiempo; del tiempo todosustentador

y la luz ¿todoparidora?    que todavía

copulan, enderezan hacia ti para a-

fianzarse en ellos ante la muerte

¿todosegadora?       Un súbito ardor

conecta mi lapsus con tu primer es-

tornudo. Ah, ¿podré invocar a Jesús

ante tu cuna, allí, en Queens, donde

me esperas?    Dios calla. No elucida.

Cuece azar ante los ojos del lince.

 

 

XIII

 

Mamá te mece y canta. Tu rostro lu-

cero luce en su sabio paréntesis le-

go: percibe colores sonoros, emite

sonidos cromáticos. (Esa confusión:

quid de la inocencia, cella de la es-

pecie, diana del bombardero hoci-

cudo que carga su panza para que al

pronto…). Ah, peripecia juguetona:

mecido al son de una balada verde,

devolviendo ruidillos rojos sobre

quietud celeste.      La vida en sus

hangares obra, programa los vuelos

albos, los brunos; pero ahora… Ahora

mecido y cantado, Óliver.    Activo el

íntimo coro. El sursum corda nos une:

                       nos-otros (compás) nos-uno.      

 

 

XIX

 

Atrapas el biberón, el muñeco. Ín-

timamente indistinto aún del resto

de los hechos, de la vecinería, más o

menos animada, que te bulle en

torno; aprietas las manitas y sin sa-

berlo proclamas: «yo-para mí-mío».       

«Tú-para ti-tuyo», consentimos.

Nosotros, vectores del tiempo, mo-

tas de sucia duración en tu blan-

quísima espaciosidad, cedemos

tetero y juguete a cambio de…    ―Son

tuyos, hijo. Retenlos. Imanta las

cosas, la imagen de las cosas que

enmarcarán tu yo.      Inevitable, ay,

como una pega travestida, artera,

te acecha del ser la intemerata.

   

 

XX

 

El mundo que te sonsaca y acota (un

damero, Óliver; un engendro más

de la conciencia que no puede do-

blegar al tiempo), para serse acaso

suscribió con Dios un paréntesis de

vida… ________________________

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____________________________...De

vida es la oferta, Óliver. Agótala.