jueves, 20 de agosto de 2020

HAMBRIENTOS Y COBARDES, DE ÁNGEL VALLECILLO


                                                             

                                                           No hinchazón, sino fruto. Dante


Aseguraba Jacques Rivière que si en el siglo diecisiete se hubiese preguntado a Molière o a Racine para qué escribían, sin duda no hubieran encontrado más que una respuesta: «para distraer a las gentes de bien»; y que sólo con el advenimiento del Romanticismo empieza a considerarse el acto literario como una especie de incursión en lo absoluto, y su resultado, como una revelación. No sé bien qué pensar sobre esta frase. De veras. No sé, por ejemplo, si Tartufo o Fedra se escribieron y representaron sólo para entretener a las buenas gentes, o si además, y dando por amortizado el fofo adjetivo: buenas, pretendían horadar sus cabezas con un punzón tragicómico o secamente trágico, según el caso, que las preparase para lidiar a la madre de todas las revelaciones: la que regala el espejo.

No sé. No sé tanto como sabía Rivière, es obvio, sobre literatura francesa del diecisiete, pero lo que sí os puedo asegurar es que en Hambrientos y cobardes (editorial Pez de Plata, Oviedo, dos mil veinte / magnífica edición, por cierto) Ángel Vallecillo entretiene y punza; y que haciéndolo colma las expectativas de cualquier lector postromántico: pensar, soñar, padecer, gozar y reír a lo grande, sin derecho al bostezo, mientras pizca en lo absoluto hasta dar con la suma revelación en el espejo (¿roto?) de lo concreto: seguimos siendo los mismos, seguimos siendo nosotros. ¿Quiénes? Acaso meras reminiscencias platónicas, meros vehículos al servicio de una idea, de la Idea; acaso más que presuntos culpables hijos de Adán y Eva, rehijos de un Dios vivo, no ideal, y por eso candidatos a la redención Jesús mediante; acaso monos-naturaleza a lo Darwin, o monos-historia a lo Spengler, o monos-gramática a lo Landero; o un poco de todo eso a la vez, quién sabe, pero nosotros.

¿Y qué queremos conseguir nosotros cuando leemos una novela?  Lo mismo que cuando hacemos cualquier otra cosa de nula utilidad para producir alimentos u otros bienes dirigidos a la supervivencia biológica: aparcar el cálculo y la medida, dar descanso a los sentidos que in-forman la realidad objetiva, reactivar la parte no racional del alma, mitigar la mordida del tiempo insobornable que nos conduce a desaparecer como individuos, imaginando un espacio cómodo donde sernos mientras sea posible. Un espacio natural, social, histórico… sido, siendo, por ser, da lo mismo. Un espacio en el que la realidad se torne habitable. Y como todos sabemos, o deberíamos saber, un espacio que el tiempo no atraviese una y otra vez cual amargo proyectil, que el tiempo no indetermine o borre de continuo, sólo puede generarse y sostenerse en una imaginación sana.

Mantener a punto la máquina de imaginar, eso queremos. Queremos que nos mientan, pero que lo hagan bien para que la verdad, la sospechosa (hemos definido la literatura: «La verdad sospechosa», Alfonso Reyes), la verdad poética a fin de cuentas (¿hay otra que valga la pena?), brote de la mentira como un tornado o un río lento, da igual, y la suplante con credibilidad y solvencia. Queremos tenernos y entretenernos, esto es: imaginar, pensar, hacernos preguntas de todo tipo, compadecernos con otros, con nosotros mismos… Ah, y si además pudiésemos llegar a reír… si el novelista nos mintiese bien y a la vez nos hiciese reír… (Gracias, Ángel). No hay nada más caro para los monos gramáticos que la mentira y la risa. De hecho, pocas cosas nos divierten tanto como ver a los monos otros mentir o reír. Bueno… ¿nos divierte, nos desconcierta, o nos intimida? Que los monos no gramáticos rían y mientan (lo hacen, claro que lo hacen a su manera) los sitúa en la estela, casi al rebufo de los gramáticos, a las puertas del mono novelista y lector de novelas. Uff, qué peligrosa persecución ¿no? Dios me perdone, pero pensándolo mejor, puede que de la Alta Edad Mona prefiera los individuos serios y veraces, o sea, los más idiotas, aunque no me hagan reír. Que evolucionen sin prisa, oye. No así de la Baja Edad Mona: la humana, la divina, la histórica, la que todavía atravesamos (los hombres son aún preliminares, J. Guillén), la nuestra… En ésta, aquí y ahora, el gusto por la buena mentira y la risa distinguen, señalan a los mejores.

Ser engañados amenamente mientras forzamos un paréntesis en el tiempo. Esa es la meta. Y en esta novela Ángel la alcanza con creces. Qué ágil su escritura, su lectura. Cuánto oficio y cuánta gracia derrocha. Cuánta imaginación tiene. De cuánta poesía es capaz. Vaya mono gramático (nada gramaticando, por cierto) está hecho este tío. Qué bien va justo por delante del lector, sin distanciarse demasiado de él, guiándolo sin que éste se dé cuenta merced a una estructura y un lenguaje impecables. Malla. Malla, no confusa telaraña. Agilidad e intensidad. (Me vienen a la mente ahora aquellas anécdotas que implican a Proust y Joyce, a Víctor Hugo y Macedonio Fernández. Joyce, que leyó y conoció a Proust en persona, dejó escrita una impresión tendenciosa y sentenciosa sobre su colega ―puede que no sea literal―: Proust, un bodegón analítico, el lector termina la frase antes que él. No os imagináis cómo río ahora mismo. Perdón. Sigo: Macedonio Fernández bromeaba ácidamente con el padre de Borges sobre Víctor Hugo: Víctor, decía el cabronazo, ese gallego insoportable, el lector ya se ha ido y él sigue hablando. Para empezar con el mazo en alto, gallego lo llamaba el muy… Borges, a quien escuché la anécdota, reía como un niño al recordarla. Ojalá vosotros podáis reír conmigo por más que améis a esos colosos franceses). Ángel no tiene nada que ver con el tempo francés del diecinueve. Qué va. Todo lo contrario. Agilidad e intensidad, dije. Y crudeza. Y sentido del humor a espuertas. Y poesía viva. Su voz sale ensuciada por el tiempo que lleva vivido, escrito; si acaso salpicada por la Norteamérica del veinte. Ángel es un autor maduro con una voz propia inconfundible. Después de la serie de adverbios de cantidad que solté antes, no colocaré ningún otro adjetivo que califique al alza la voz de este autor (los adjetivos de magnitud huelen a barbarie. Pound), sino que… Ah… ¡cuidado!, ¡cuidado!, que se me caen: ambiciosa / intrépida / ardiente / ácida / precisa / inteligente (inteligencia significa presteza en ver las cosas tal como son. Santayana), y, a pesar de todo, amable.

Luego está lo que nos cuenta el libro. Una trama policíaca muy bien urdida, con tantas patas como la Tarántula Rango (ver en el propio libro): ciencia / política / arte / dinero / amor / sexo / drogas / perversión / asesinatos / criminalística / ¿prognosis social? …Hambrientos y cobardes apunta a la totalidad de los dones y las miserias que nos señalan y señalaron siempre. Y lo hace con una puntería tremenda, sin impostar ninguna diana para ello. Ningún pimpollo barato de virtud, o montón gratuito de mierda, abaratan esta obra. Se trata de una suerte de vodevil psico-sociológico, sí, pero de alto vuelo, que gira alrededor de un cerebro portentoso y de un algoritmo por él creado. Un personaje fantasma (el cerebro) que sólo en las postrimerías de la novela muestra su carnosidad en versión semimaquinal. Un cerebro que es como el Arca de la Alianza en la prehistoria de la trama, como el Santo Grial en su historia, como un tétrico juguete roto en su… Hay silencios en los que cabe una vaca.

Alrededor de este cerebro superdotado para la matemática y el sexo (dos cosas en apariencia no relacionadas, pero…), se hilan un montón de tramas secundarias. Desde la que hace evolucionar a un político corrupto y millonario a partir de un pobre minero (encofrador del infierno, le llama Ángel), hasta la que libera a una gitana de sus atávicos lazos de sangre merced a su lengua parlante y amante y lamedora. De todo como en botica, que se diría en mi tierra. Y todo bajo un orden boticario: laboratorio en la trastienda y exposición de resultados cara al público, laboriosa investigación y hallazgo prometedor. El mostrador repleto de curiosidades ciertas y provechosas. No hinchazón, sino fruto.

De las referencias que podéis encontrar en el libro (decenas, centenares, más o menos directas o indirectas, explícitas o encriptadas, que aluden a los mundos de la literatura, la política, el deporte, la Antigüedad, la actualidad, etc.) no hablo esta vez. Os dejo solos ante al peligro. Una única alusión me permito en este sentido: si yo fuera el magnate George Soros, y leyese esta novela, me sentiría incómodo, muy incómodo. Ahí queda.

En fin, si alguien como yo, que no ama especialmente la novela policíaca, os recomienda ésta con tanta pasión, por algo será. Pasión de lector la mía, que no de esteta. Pasión un tanto cerrera que no es simétrica con la de su autor, muy bien domada contra la razón pura y dura para ir en pos de la vida. La pasión que consume al diletante se pone al servicio del verdadero artista; el artista no es vencido por la bestia: la doma, decía Fischer.

Nadie es lo último que hace, dice con razón Ángel en la página 211 del libro. Pero ésta, su última novela publicada, es pura esencia vallecilla. Hacedme caso: entradle.




jueves, 13 de agosto de 2020

FOODIE LOVE, DE ISABEL COIXET. ...EPPUR SI MUOVE



                                                           LAIA COSTA Y GUILLERMO PFENING EN FOODIE LOVE, DE ISABEL COIXET


Al actual maremágnum de series hechas para televisión (televisión, digo, pero aunque os pique a algunos, entiéndase también ordenador portátil, tableta, teléfono móvil…) han acabado apuntándose (por qué no / cómo no) los jornaleros, los capataces y los aristócratas de la industria cinematográfica. Se comprende. El cine, industrial o no, se hace con dinero, y no queda más remedio que allanarse ante los vicios y resabios de tan orquestadora Majestad. El cine se hace, sobre todo, para un público contemporáneo que tiene el bolsillo obrante (remolón para el propio cine, pero obrante), al que se debe convocar, esperar, emboscar si es necesario en las encrucijadas vivas, no en las muertas. Y las encrucijadas vivas están colonizadas hoy día por un aislamiento feroz que se disimula muy bien en Internet… ¿La gran pantalla? ¿Acaso un lugar de culto, casi de lujo, para que se encuentren furtivamente en él y se conduelan los patricios de la cultura de masas? Puede. Qué pena… Ni apoltronando en salas apijotadas a los “atolondrados” que todavía insisten en ver cine a lo grande, ni atiborrándolos de palomitas de maíz, los demás se dan por enterados, por sonsacados. No hay nada que hacer al respecto. Estos últimos parecen haber sido mordidos por una tsé-tsé robótica. Han emperezado a conciencia. Duermen su profundo sueño a la luz de pantallitas intervenidas por emoticones. Qué pena…

Sea como sea, el caso es que quienes vemos, además de cine-cine en las salas de cine, series televisivas en casa, agradecemos que la alta aristocracia del negocio finja democratizarse; esto es: se plante en nuestro salón, nos conmine a. Isabel Coixet, quién puede negarlo a estas alturas, es una de estos aristócratas del oficio. ¿Casan los términos aristócrata y oficio? Aquí sí. El talento sublima al buen artesano, lo eleva al sitio donde gobiernan los mejores para que ejerza su poder sobre quienes lo necesitan (y cuánto), lo aguardan, lo imploran. Isabel es una cineasta total, ahora mismo en plena madurez, capaz de moverse en cualquier dimensión cinematográfica con una solvencia casi apabullante. Foodie Love (Amor Gourmet) es el mejor ejemplo de lo que afirmo:

Alta calidad literaria y fotográfica. Gracia y rigor. Eclecticismo visual que sólo pueden arrumbar con éxito los grandes creadores. Un tropel de técnicas narrativas y cinematográficas empujando un único carro en una única dirección: la buena. Magnífico apoyo en las locaciones y la comida. Actuaciones de primer nivel. Buenos, buenísimos actores bien dirigidos… En fin, una otra obra maestra de la cineasta catalana.

Pero para decir esto, sólo esto, aun cuando sea lo más importante, no me habría sentado ante el ordenador. Esta serie no es una más. Su sustancia y su forma nos invitan al disfrute pleno: el que se sustenta en el súbito advenimiento de emociones inteligentes. Y una vez así disfrutada, la serie continúa operando sobre su “víctima”, excitando su imaginación y haciéndole preguntas incómodas. Y como en este caso la “víctima” soy yo (la terminé ayer / cuatro sesiones de dos capítulos cada una), voy a intentar formular en abierto las preguntas que más me duelen. ¿Por qué? No lo sé. ¿Será porque no soy tan escéptico y pesimista como creo? Ahora digo con aquel periodista inglés citado por Unamuno: si hubiera en el mundo un pesimismo sincero y total, sería por necesidad silencioso. Y esto vale para mí, y también para Isabel. Porque su Foodie Love lleva el marchamo unánime de nuestro tiempo occidental: la decadencia. Y la decadencia es por definición escéptica y pesimista ¿no?; debía ser callada ¿no? (¿para qué decir algo si nada tiene sentido?). Sin embargo, Isabel sigue hablando, como yo. ¿Será que no somos tan escépticos? Ella, seguro que no. Yo…

Foodie Love está construida sobre dos personajes-idea. Tan personajes-idea son, que prescinden de “nimiedades” tales como un nombre. No sabemos cómo se llaman. Ni falta que hace. Cada uno de ellos bien pudiera llamarse Unodenosotros, o sea, identificarse sin más con quienes pretenden ser algo así como los últimos hijos de la Historia, y sin embargo no saben de dónde vienen ni a dónde van. El retrato que Isabel les hace es el perfecto retrato de una época y su correspondiente civilización. A través de ellos Isabel refiere tiempo y lugar con claridad meridiana: Occidente y principios del XXI. Él y Ella son abanderados de un doblete civilizado y civilizador que espuma en la gran urbe europea: el homo faber y el homo viator en su versión más epicúrea, más cirenaica, más hedonista en fin. Él, un matemático perdido (en la matemática y en la vida), que gracias a un hallazgo casual en forma de algoritmo, vive nada matemática, ni esforzada, ni juguetonamente. ¿Vive? Ella, lectora de narrativa para una editorial, no sabemos si vinculada a la selección, corrección o traducción de textos, que no es capaz de cargar con un fracaso emocional, y da bandazos tan noveleros como antisociales. Que se sepa, ninguno de los dos tiene amigos. Ninguno participa en redes sociales. Ninguno mantiene relaciones familiares. Viven solos, claro. Ambos, sin embargo, son grandes viajeros, grandes comedores (¿comidistas? / ¿gourmets?), grandes sibaritas. Ambos tienen bastante información cultural. Ambos conocen medio mundo. Ambos hablan varios idiomas. Ella es políglota. Él y Ella (Guillermo Pfening y Laia Costa / qué bien actúan, madre mía / os los recomiendo enteros) son dos perfectos egoístas y egotistas. Dos ciudadanos que avistan la madurez, que hasta la fecha sólo y apenas han sabido cuidar de sí mismos, y que se proponen hacerlo mejor apoyándose uno en el otro. Él se enamora, o cree que se enamora (no sé qué pensar). Ella no puede enamorarse (¿lo hará allende la serie?), no es capaz; el miedo y la debilidad de carácter la paralizan. Él tiene un potente lado femenino. Ella, un cuidado, pulido lado masculino. Ambos son psicológicamente complejos, tirando a complicados. No, no, me desdigo: son complicados de cuajo, casi se ufanan de serlo. Son unos eternos inconformes. Los inconvenientes de la civilización consisten en que no puede uno nunca complacer ni ser complacido, diría Byron. Ambos son sofisticados y tienen un alto poder adquisitivo. Ambos visten muy bien. Ambos son guapos, buenos folladores y malos amadores.

A dos personas como éstas, ¿qué les puede salvar sino el amor? El amor a otro, quiero decir, que en este caso tiene que subir una cuesta enorme: el desmesurado amor a sí mismos que profesan, por escaso que sea su amor propio. Porque la falta de amor propio, no es, qué va, falta de amor a uno mismo. La falta de amor propio puede ser el resultado, precisamente, de un narcisismo galopante.

Entonces Isabel cuenta con dos personajes-idea (ni héroes, ni antihéroes) sujetos al guion dominante de su época; dos personajes que creó con un acierto tremendo porque ella tiene unas antenas envidiables orientadas al hombre de su tiempo (el espíritu creador juega con los objetos que ama, nos dice Jung), a punto para enfrentarse a su mayor reto, el Amor, como si de alondras prisioneras en rectángulos (Gamoneda) se tratara. ¿Romanticismo? No, por Dios, si entendido como juego banal y artificioso entre tortolitas. Sí, si entendido como exacerbación de lo individual, lo raro, lo pretendidamente atípico y complejo, lo excesivo; aunque tal exceso refiera a planos psicológicos, especialmente por eso. Todos los hijos, nietos, bisnietos y tataranietos del XIX somos románticos o postrománticos, qué le vamos a hacer.

Enfrentados al amor, o más bien al anhelo y la posibilidad de, estos personajes nos muestran todas sus flaquezas y grandezas. Sus flaquezas tienen que ver con su cobardía (¡qué ingeniosa sabe ser la cobardía!, dice de Bury) que afila la sagacidad y templa el disimulo bajo el manto de la agudeza y la esgrima dialéctica. Sus grandezas tienen que ver justo con la aceptación íntima de sus flaquezas. La serie los enreda en mil ires y venires dialécticos, en mil trampas psicológicas que deberán sortear casi como atletas que aspirasen al podio del amor. Ah, pero ellos deben primero reconocer cada uno su propia nadería, la nadería última a que se enfrentan los decadentes, sobre todo si son egoístas; para más tarde reconocerla en el otro, y así poder compadecerse mutuamente, después de haberse auto-compadecido, claro, y con suerte poder alcanzar entonces el umbral del amor. En este caso no se trata de una lucha agonal, limpia, sino de otra casi teatral, rebuscada, cargada de guarismos histriónicos en apariencia indescifrables, improductivos.  

A mí todo esto me desespera (no le habría aguantado a Ella ni el primer asalto por muy hermosa y lectora que fuese) y a la vez me engancha. Sé lo que está pasando, pero tengo que obviarlo. Me obligo a obviarlo en la medida de lo posible. ¿Para qué? Para poder disfrutar con lo que pareciera el intento de levantar ante mí una catedral de adobe. Es eso lo que intentan los personajes de Foodie Love. Y tal vez no lo hagan en vano. Tal vez no se equivoquen de diana. Tal vez tampoco se equivoque Isabel. Tal vez sea eso lo mejor que puedan hacer creadora y criaturas. Me permitiré aquí una cita larga de Spengler para después explicarme mejor:

¿Qué nos importan los que prefieren, ante una mina de oro agotada, que les digan: «mañana se descubrirá aquí un nuevo filón» como hace ahora el arte con la creación de insinceros estilos en lugar de que les enseñen los ricos yacimientos de arcilla que están al lado sin explotar? Considero esta doctrina [la de la arcilla viable y redentora, entiendo yo] como un gran beneficio para las generaciones venideras, porque les enseñará a discernir entre lo que es posible, y, por lo tanto, necesario, y lo que no cuenta entre las posibilidades internas de la época […] Si bajo la influencia de este libro [La decadencia de Occidente], algunos hombres se dedican a la técnica en vez de al lirismo, a la marina en vez de a la pintura, a la política en vez de a la lógica, harían lo que yo deseo, y nada mejor, en efecto, puede deseárseles […] Quien no comprenda que hay que amar ese sino o desesperar del futuro y de la vida; quien […] no sienta esa lucha con los más fríos y abstractos medios; quien se entretenga en idealismos provincianos y busque para la vida estilos de tiempos pretéritos, ése… que renuncie a comprender la historia, a vivir la historia, a crear la historia.

Dije que me explicaría mejor al hilo de esta cita. No sé si seré capaz, pero lo intentaré. Cuando pienso que los personajes de Isabel e Isabel misma hacen bien en apuntar a su catedral de adobe, de alguna manera me alineo con Spengler; bajo protesta, pero lo hago. Yo sufro íntimamente la pérdida de un mundo con dominante apolínea en aras de otro fáustico, y por fáustico en exceso, devenido dionisíaco; dionisíaco a jornada completa, quiero decir. Pero nací en este tiempo, el mío, el nuestro. Tratar de enmendarlo a fondo me colocaría en el papel de aquel aldeano empeñado en poner emplastos a un puerco espín. Quizás por eso, aunque a veces me conduzca como un triste graeculus histro provinciano, sea capaz de disfrutar una obra de arte de mis contemporáneos cuando es tan jodidamente buena. Eso hago siempre que puedo. La cosa no debería moverse, lo sé, eppur si muove. 

Foodie Love es una joya de serie. Es un sincero canto a la posmodernidad decadente. ¿Que no te gusta esta postmodernidad, Jorge? ¿Que tampoco os gusta a algunos de vosotros? Ah, se siente, haber nacido argonauta. ¿Que una serie como ésta no ayuda a contestar la decadencia rampante en nuestra sociedad? Pues claro. No lo pretende, al contario. Y tal vez, quién sabe, hace bien en no pretenderlo. Además, hablamos de una serie exquisita, exquisita en su forma que es lo que más importa; y ya sabemos con Ortega que todo lo exquisito ―¡qué le vamos a hacer!― es socialmente ineficaz. Así que… Ved la serie si no la habéis visto. Disfrutadla. Olvidad lo que aquí escribí, por supuesto, mientras la veis. Y como dice aquella versión fatalista del carpe diem horaciano (entre decadentes anda hoy la cosa): la primavera termina, daos prisa en ser felices.   


Adenda para Isabel:
Gracias, artista, por librarnos en Foodie Love de una Barcelona cargada de signos y símbolos caseros; por presentárnosla más como era y debía seguir siendo que como es. Tu Barcelona es también ahora mismo una ciudad-Idea. Bendita sea. Decía Marías (Julián) que el mundo, cubierto de carteles, traducido en signos, va siendo cambiado cada vez más por esos signos, suplantado por ellos. Los signos, presentes o ausentes, importan mucho aquí y ahora. En tu serie me quedé con la ola (que adjudico a Hokusai, sí o sí, a pesar de Fukushima), y con ese cartel corpóreo y luminoso (te dispenso el ramalazo kitsch) que plantaste tras la cama de Laia: Eres lo que lees, sí señor. Si no eres un niño o un primitivo, si vives enrolado en la historia, como parte de la masa que colma las grandes urbes, y no lees, casi no eres. Podrás existir, pero ser, lo que se dice ser...