jueves, 30 de octubre de 2014

Francisco dos Santos. Líneas para el hombre






                                                                               “… una línea, es decir, un punto que vuela”
                 José Lezama Lima



Llevo varios días dilatando un feliz descubrimiento: la obra plástica de Francisco dos Santos, pintor, dibujante, poeta y editor brasileño. Las múltiples dotes de este artista y promotor cultural me llegaron de manera escalonada. Primero tuve noticias, a través de mi amigo y maestro José Kozer, de su magnífica labor al frente de Lumme, una pequeña pero exquisita editorial que (milagrosa-mente) sostiene unos niveles de calidad nada comunes en tiempos tan poco propicios para la industria del libro. Después apareció el artista plástico, que además de emplearse con gran acierto en el diseño y cuidado de los libros que edita, crea los dibujos que suelen acompañar sus textos. Más tarde apareció el poeta, a quien debí “perseguir” y encontrar en Internet dadas su modestia y prudencia. Finalmente, todos estos prodigiosos seres trenzaron ante mí encarnando en un humanista entero. Francisco posee un espíritu, y, lo que es más importante, un alma a salvo de las contingencias y estanqueidades que generan las virutas del tiempo, cuando es cepillado burdamente por los artesanos del corre-corre para, previa inflamación con pasajero botox, ser subastado a la baja en los sótanos de la historia.

Descubrí un ser polifacético, incluyente, y me felicito por ello. Pero ahora quiero abstraerme de sus múltiples aristas para referirme en concreto a una parte de su obra plástica. Tengo ante mí cuatro series de dibujos firmadas por el artista. Insisto, llevo varios días paladeándolas y no puedo contener el deseo de escribir sobre ellas. Las series se titulan “Topografía de un hombre urbano y otros diseños”, “Exergo”, “Allá lejos no hay Manhattan” y “Diálogo con Goya”. Una vocación las une y sobresale por encima de otras igualmente constantes: el uso inteligente y camaleónico de la línea. Y en esto me quiero detener. Preparemos el terreno para hacerlo.

La línea tiene un pedigrí muy sólido en las artes visuales. A comienzos del siglo pasado, Kandinsky, en su afán por combatir el ruidoso imperio de lo natural sobre la obra artística (recordemos que para los impresionistas no había más teoría del arte que la propia naturaleza), y recuperar un punto de silencio introspectivo mediante la abstracción, logró explicarse y explicarnos algunas de las claves que motivan la persistencia de la línea en la prehistoria y la historia del arte. No pretendo repetir aquí lo dicho por el genio ruso, pero conviene recordar que casi todas las manifestaciones pictóricas del hombre, desde la pintura rupestre hasta el arte pop, con muy contadas excepciones, usaron la línea como uno de sus principales motores compositivos. Detrás de ello está su capacidad para generar planos, determinar espacios, administrar tensiones, dramatismo, lirismo; pero sobre todo su capacidad para indicar movimiento, y, por esa vía, sintetizar a la perfección espacio y tiempo. Aquí me acojo a una de las categorías dialécticas estudiadas por Hamelin en el Essai sur les éléments principaux de la représentation: “Tesis: el tiempo, antítesis: el espacio, síntesis: el movimiento”. El movimiento como síntesis del espacio-tiempo. El movimiento (o cambio) como la cosa misma (Bergson). El movimiento como fuente discursiva frente al silencio implícito en el reposo… Para Kandinsky el punto indica el silencio perfecto, es la mínima forma temporal, el tiempo detenido, el reposo. La línea, sin embargo, esa sucesión intencionada de puntos, se mueve, suena, (nos) habla… pero sin gritarnos o abrumarnos. Kandinsky repudiaba el ruido exterior a que nos someten las excesivas formas de la naturaleza, y abogaba por un remanso de abstracción que nos reconciliara con nosotros mismos. Decía: “hoy en día, el hombre se ve requerido sin pausas por el exterior, y lo interior está muerto para él. Éste es el último grado en el descenso, el último paso en un callejón sin salida. […] El hombre moderno busca paz interior, ensordecido como está por el exterior”. Entonces el punto, la línea, el plano, el color, como fundamentos básicos de la obra plástica, a las órdenes del artista debían actuar en ese sentido.

Las características descritas de la línea, especialmente su capacidad para generar movimiento, y así sintetizar espacio-tiempo, están detrás de su recurrente uso en la creación y transmisión de signos y símbolos. Son lineales, desde el hilo que Ariadna desplegó en el laberinto cretense para socorrer a Teseo, hasta los “garabatos” de aquel famoso dibujo de Steinberg: “Posibles trayectorias de la vida”; desde las señales con que nos inquietan las figuras de Nazca, hasta algunos de los elementos utilizados por Calder para contestar el espacio congelado. La línea es motor en el arte prehistórico, armazón en el arte clásico y medieval. Se convierte en herramienta auxiliar en el Renacimiento (sobre todo a partir de que Leonardo descubriera y formulara el sfumato), también en el Barroco y el Neoclásico, pero reaparece con fuerza en el XIX, especialmente en la obra gráfica, y, si bien es negada de plano por el Impresionismo, muy poco dura su postergación, pues prácticamente todas las tendencias artísticas que le suceden hasta nuestros días (exceptuemos, por ejemplo, el Hiperrealismo) la recuperan en mayor o menor medida.

Las voluntades más realistas, tengan base racionalista o empírica, suelen ser poco proclives a los elementos que nos ayudan a abstraernos de la realidad a través de la fantasía. Sin embargo, nos dice Jung: “realidad es lo que actúa en un alma humana y no lo que ciertas personas consideran efectivo y generalizan premeditadamente”. Y añade: “la psique crea la realidad cotidianamente. Sólo una expresión encuentro para designar esta actividad: fantasía”. En mi opinión, la línea puede ser tan abstracta como fantasiosa, y ahí radica su gran capacidad semiótica. A través de la línea el hombre crea planos y espacios discursivos, pero también, especialmente, planos y espacios poéticos. La estricta realidad física que percibimos sujetos a los intervalos lumínicos que capta la retina, no está aparentemente generada por líneas, contenida entre ellas, pero, según Schiller: “quien no se arriesga allende la realidad no conquistará la verdad nunca”. La línea en la historia del arte ha sido fuente inagotable de verdad, más aún, de verdad poética.

¿Y cómo utiliza nuestro artista este maravilloso recurso? Francisco es un humanista en el sentido más amplio del término, pero su humanismo no es trasnochado, sino decididamente actual. Hablamos de un creador postmoderno (¿quién entre nosotros en puridad no lo es?) que tiene una despensa cargada de víveres y un apetito tan fino como diverso. Sí, es postmoderno, y aunque en el pecado le va la penitencia (no hay un Francisco, sino varios) a nosotros esto nos viene de perlas, porque gobernando una única sensibilidad, y siempre con el mismo talento, el artista se desdobla para responder a cada estímulo con el recurso que mejor conviene. Así podemos disfrutar, según el caso, de una línea abstracta y otra figurativa, de una limpia y otra sucia, de una contenida y otra expresiva, de una sometida a las leyes de la simetría y otra rabiosamente libre, casi libertina. Pero además, podemos ver cómo estas líneas interactúan. Unas veces en la misma serie, y otras, incluso, en la misma obra. Eso sí, siempre bajo control y mando del artista, sujetas a su gran sensibilidad.

En “Allá lejos no hay Manhattan”, nos encontramos dibujos con un alto nivel de abstracción, junto a otros con elementos figurativos; líneas suaves y limpias que ejecutan un lento, junto a otras mucho más expresivas, rotas y vibrantes, que nos llegan en presto. En “Exergo”, predominan el expresionismo y el erotismo. La línea, también muy dúctil, llega a insinuar o generar la mancha, haciendo uso de su gran capacidad para crear, contener y retener el plano. En “Topografía de un hombre urbano y otros diseños”, magnífica serie de dibujos que fusionan con gran acierto las formas arquitectónicas y las anatómicas, la línea se libera del todo en pos de un acentuado expresionismo figurativo donde predomina lo antropomórfico. Así debe ser, pues en esta serie el artista se enfrenta a una ruidosa realidad urbana que nos desaloja progresivamente de nuestro yo, peor aún, de nuestro ser humano, hasta convertirnos en seres alienados y vacilantes que miran a la inteligencia artificial como única “salvación”. Aquí la naturaleza ya es histórica y urbanita, y sólo la sobrenaturaleza, esto es, la imagen a través del arte honestamente ejercido, puede brindar el necesario contrapunto, articulando denuncia y vías de reparación.

Mención aparte merece “Diálogo con Goya”. Qué maravilla. ¿Por qué Goya? Francisco sabrá, pero yo especulo para ustedes y de paso me divierto. Es Goya sin dudas el primer pintor contemporáneo; quien primero trasciende el neoclasicismo en sustancia y forma para apuntar al futuro sentando las bases de cuanto sucedió en la pintura tras su obra. Y no sólo en la pintura, pues Goya es también el padre de las artes gráficas modernas. Es un gran innovador en el grabado. Maneja y combina a la perfección muchas técnicas: aguafuerte, aguatinta, aguada, punta seca, escoplo, rascador, bruñidor, etcétera; y, observen, es uno de los que recuperan la línea para la obra gráfica, que se manifiesta en ella no sólo ya como elemento auxiliar, sino determinante, dotándola de una expresividad y una tensión dramática muy poco vistas hasta entonces. Pero es Goya asimismo quien da la estocada definitiva a lo relamido o políticamente correcto en los asuntos de la pintura. Adelantado al posterior verismo decimonónico, llega al extremo de incluir en algunas de sus obras lo antropomórfico como un accidente (a veces desgraciado) de lo bestial. Debió temer por ello ante una moribunda Inquisición, pues sus temas removían las bases del status quo, y anunciaban un porvenir mucho más “democrático” para la pintura y el arte en general, que, conquistada ya la burguesía, iría a por su siguiente objetivo: el hombre-masa.

Francisco dialoga con Goya (también nos dice Jung: “el espíritu creador juega con los objetos que ama”) en una serie de láminas de una calidad que está al alcance de pocos artistas en estos momentos, merced a la sensibilidad y el oficio desplegados. ¿Y cómo lo hace? Pues con un expresionismo goyesco, sí, pero puesto al día, “globalizado” a tenor de su vocación universal. Francisco se dirige a Goya en un idioma común a todos, pues éste no comprendería otro localista, provinciano. Y claro, con acento del XXI, pues el genio aragonés se reiría del artista brasileño si pretendiera reclamar su atención con formas del Ochocientos. Estas láminas combinan magistralmente expresionismo abstracto y figurativo. ¿Los temas? La bestia, el tiempo y el espacio (vacío). De nuevo la línea con su función sintética, pero esta vez articulando un discurso especialmente sugerente. La bestia no tiene (o no muestra su) rostro. ¿Un cánido? ¿Un félido? Una bestia que aparece y desaparece, nos acomete y evita. No nos pertenece. ¿Dónde estamos? ¿Qué se espera de nosotros? ¿Debemos huir o ya lo hicimos? ¿Debemos presentarnos y ceder nuestro rostro al animal? ¿Debemos fundirnos con él como lo hacían los personajes de Goya con aquellos burros? No lo sé. No tengo resuelto el enigma…

Lo cierto es que Francisco, con un vocabulario de líneas, o sea, de puntos voladores, y una gramática camaleónica, logra un discurso muy personal y sugerente. Algunas de sus otras invariantes, al menos en las series comentadas, son la sensualidad (más o menos explícita), el predominio del espacio no usado (aquí nunca se abusa el espacio), el color contenido, y una elegancia a prueba de balas. Francisco interviene en el espacio con cautelosa gracia, y a la vez que pondera el vacío, dilata el tiempo en pos de un tempo humanizado. Sus líneas guardan muchos secretos. Y si bien “los secretos del mar se olvidan en la orilla” (Seferis), en este caso la orilla, finamente trazada, resuena incesante para activar una memoria poética que, por mucho que se empeñen aguafiestas y agoreros, jamás alcanzarán las máquinas.




miércoles, 22 de octubre de 2014

Los pájaros de Joaquín Badajoz







                                              

























                                         

                                          El ignorante duda poco, el tonto aún menos, el loco jamás.

 Charles Renouvier


    El oficio de las islas es
    permanecer después de los ciclones.
             
                  Joaquín Badajoz



Acabo de releer con gran placer el último compendio poético publicado por Joaquín Badajoz, titulado “Passar Páxaros, Casa Obscura, Aldea Sumergida” (Colección Pulso Herido, Editorial ANLE). Se trata de un libro que reúne poemas de diferentes épocas, aunque todos escritos hace más de una década, pues el Cajón de Joaquín es tan recoleto y prudente como el de Horacio, cosa muy poco vista en estos tiempos. La introducción al libro, firmada por el propio autor y titulada “Les entrego el más peligroso de los bienes”, una suerte de sucinto memorándum poético, nos da la medida de cuán delicadas, incluso graves, resultan para el vate pinareño la escritura y la publicación en  poesía. Joaquín es un poeta cargado de argumentos, al mando de una sustancia poética extensa, varia; y, como no es ignorante, tonto o loco, sino todo lo contrario, duda… En esa duda capital, cuyos veneros se hunden igualmente en la ética y la estética, está la garantía de una poesía que no cejará en indagar sus límites, y por ello importará siempre. Dijo Wittgenstein, trascendiendo como pocos otros el ethos aristotélico, “este arremeter contra los límites del lenguaje es la ética”. Y sabiendo que para el pensador austriaco, ética y estética vienen a ser lo mismo, o al menos astillas de un mismo palo: lo indecible (qué fértil territorio para la imagen), añado: si el poeta, como es el caso de Joaquín, posee y gobierna un hondo impulso ético-estético, que lejos de complacerlo con la cosecha agraz, lo enfrenta sin cesar a los límites de la poesía, a sus propios límites; si además está dotado para gestar y gestionar grácilmente la imagen, la verdad poética emergerá sin dudas; aunque recatada, poderosa.

Las dudas de Joaquín frente a su poesía, frente al importante poeta que ya es, quedan claramente expresadas a lo largo de la referida introducción, pero emergen con especial rotundidad en dos momentos muy distintos del libro que evidencian un dilema sustentador, garante de vitalidad poética. Primero nos dice: “el poeta debe ser, como el hombre religioso, una criatura escrupulosa, que busca la perfección trascendente”. Sin embargo, después señala en tono acusatorio al mismo poeta como un “animal domesticado, lobo reducido a perro/ que aúlla cuando pasa un escorpión”. En Joaquín se debaten internamente muchos “invitados”. De un lado los graves. Del otro los gráciles. Yendo tras la “gravedad alegre” enunciada por Lezama, tiene mucho trabajo con los unos, que miden y pesan “la imagen y su reverso, la palabra”; pero también con los otros, que son como “caballos rabiosos que muerden las amarras”. Vaya pugna. Cómo nos enriquece a los lectores. Cómo debe doler al autor. Tras él, insisto, faenan varios poetas igualmente potentes: el cantante, el erudito, el culto, el pensador, el inteligente, el inocente… Y claro, lo difícil es ponerlos de acuerdo a todos para que sea siempre el mismo quien recoja, pondere, filtre y traslade al poema lo que dictan los demás, que han de ceder su protagonismo, aplacarse, amalgamarse en aras de la perfección. Ah, ni que esto fuera fácil… La poesía de Joaquín es ambiciosa y compleja; son muchos sus “demonios”. Quienes escribimos poemas, sabemos cuánto se padece persiguiendo al necesario exorcista. ¿Cómo encauzar, formalizar tanta sustancia? ¿Cómo hacer el regalo sin dejar el precio a la vista? Son éstas algunas de las obsesiones que seguramente abrumen al poeta. Es duro, muy duro. Su poesía está cargada de pensamiento, de referencias, de música; y tiene además dos fuentes igualmente ricas: la vital y la libresca. Es compleja, sí, pero, afortunadamente, nunca resulta complicada (aquí me acojo a la excelente distinción lezamiana entre lo uno y lo otro. Recuerden: “está el complejo en sobreaviso para las órdenes del ángel; se adormece el complicado entregándose a las insinuaciones de la serpiente”). En adición, se trata de una poesía que jamás desatiende la imagen. Su tono lírico es alto, y se sostiene uniforme amén esas apariciones esporádicas y ligeramente sobradas de algunos de los “aforados” del poeta.

Bueno, dicho todo lo anterior, podrán intuir que estoy encantado con la poesía de Joaquín. La suya es una voz auténtica, perfectamente distinguible, que saldó deudas con los maestros y viaja con sobrepeso (el propio; qué bien, estamos rodeados de tantas poéticas deficitarias) pagando el precio que haga falta por ello en las agencias low cost. Es una poesía actual, que, sin embargo, tiene vocación universal, atemporal, clásica, y a su través gravita para entrampar al tiempo, forzarlo a detenerse y tomar nota de lo que ocurre en esta curva rápida, tramposamente desangelada. Una poesía que equilibra tradición y vanguardia, que nos ensancha y place, que nos explica. Sin dudas opuesta a esa otra, tan frecuente hoy en castellano, donde la levedad, pueril coartada para lo trivial y sobrante, campea sin rubor; más aún, pretende aislar y desconocer lo que excede su magra palabrería.

“Sostengo la nada como una esfera fría,/ hundido en su espesor tirito”, nos dice Joaquín, sabedor de que sólo la tiritona y la duda lo mantendrán vivo, útil para los demás frente a la oscura boca del lobo. Temblando, con una fértil destemplanza frente al fuego que alumbra y quema; dando fe de que el lance tiene sentido, de que precisamente por ello, aunque “una casa nunca fue más que una hoguera/ […] nos empeñamos en levantar paredes, en poner un techo”. Todavía poco conocido, especialmente en España, incluso a-islado con relación a los más “doctos” bisuteros de la poesía actual en castellano, Joaquín y su obra serán cada vez más necesarios. Y quedarán, seguro, porque como dice el propio poeta, “el oficio de las islas es/ permanecer después de los ciclones”. También, digo yo, después de la calma chicha (a su pesar, en su contra) anunciando una escala propicia para brisas reparadoras; las que impelen a los pájaros que pasan, pero asimismo a los que posan; y aunque excreten, picoteen la fruta, mermen el grano y partan, para nosotros cantan.



















miércoles, 15 de octubre de 2014

Bernardo de Claraval, por Antonio Piedra






Acabo de leer LA SANTA ESPINA. UNA MORADA LUMINOSA, escrito por el poeta y ensayista Antonio Piedra, con la participación del arquitecto Alberto Martínez-Peña (fotos, planimetría y comentarios a éstas) y de José Jiménez Lozano (prólogo). Se trata del mejor ensayo que leí en los últimos tiempos, y lo quiero recomendar en voz alta, sin cautelas ni medias tintas, porque lo considero de especial interés para todos, de vital importancia para los intelectuales y artistas, de obligado estudio para los arquitectos. Este ensayo, que, como es norma en las obras de su autor, está magníficamente estructurado, escrito y resuelto, me sorprendió felizmente en dos sentidos fundamentales: Por una parte, la revelación de la figura de Bernardo de Claraval en su doble (¿doble?, ya veremos) condición de humanista adelantado a su tiempo y arquitecto de vanguardia; y por otra, la especial vigencia de su legado, lo oportuno de su reivindicación en los tiempos que corren, sobre todo, de cara al ejercicio de la arquitectura. Me explico:


BERNARDO DE CLARAVAL. PRECURSOR DEL HUMANISMO MODERNO. LA EDAD MEDIA Y SUS FRECUENTES “SORPRESAS”

Otro Bernardo (Accolti), el poeta renacentista romano, pensaba que “la denigrada Edad Media había realizado, tanto en la guerra como en la paz, proezas tan grandes como la Antigüedad, sólo que los historiadores no hablaban de ellas porque no recibían retribución alguna. A la ausencia de retribuciones literarias (opinaba) se suma tal vez el hecho de que (entonces) defender la fe parecía más importante que escribir la historia”. Cada vez doy más crédito a su idea; esto es, a que un posible déficit en el relato histórico del Medioevo haya estado y esté detrás de su postergación, porque cada vez me sorprende más el descubrimiento de las potencias y logros concretos que el saber moderno (desde el renacentista hasta el actual) ha escamoteado a ese “oscuro” tramo de la historia. El propio prologuista del ensayo, indirectamente y en un texto anterior, nos da otra posible clave para entender la mencionada falta de aprecio. Lo hace cuando apunta al ombliguismo cegador de nuestra época, que en muchos sentidos se parece al experimentado en el Renacimiento bajo el alboroto retro-clasicista. Dice Jiménez Lozano: “Lo más terrible de nuestra cultura es que no puede acercarse a algo sin desconstruirlo; es decir, sin destruirlo en su entidad propia y asimilarlo a las categorías superiores, absolutas y definitivas que son las del tiempo presente, culminación y plétora de la historia." Tal festinada sobreestimación del presente, aun con su anclaje-coartada en la Antigüedad, fue participada por el Renacimiento, y pudo obrar en contra del “atávico” Medioevo, ayudando a prolongar hasta hoy su menosprecio.

Muchos reconocen que en la Baja Edad Media se gestan los primeros movimientos socioeconómicos y culturales que darán al traste con el Feudalismo a favor del Capitalismo. Pero nadie, que yo haya leído al menos, ubica este motor para el cambio de Episteme antes del siglo XIII. Unos señalan a Petrarca (1304-1374) como el primer humanista. Otros a Roger Bacon (1241-1294) como el primer pragmático. Otros a Eckhart (1260-1328) como el primer hereje que enfila hacia el futuro humanismo. Está muy claro lo que pasa a partir del XIII. Nótese, por ejemplo, cómo se “negocia” el asunto entre Petrarca y san Agustín en el XIV. El de Arezzo se defiende ante el africano (De contemptu mundi) dejando ver su conflicto entre humildad cristiana y deseo de gloria. Cuando san Agustín lo recrimina, Petrarca aduce: “¡Ah!, ¡ojalá me hubieras dicho esto antes!”, a lo que el santo responde: “Claro que te lo dije, mas tus oídos estaban demasiado llenos de las voces del pueblo que detestas, pero que has terminado escuchando”. Insisto, están claras las fuerzas que actúan a partir del XIII, pero nadie que yo sepa (perdonen mi ignorancia, si es el caso) adelanta este caldo de cultivo a los siglos XI y XII.

Pues bien, lo que nos viene a demostrar Piedra en el referido ensayo, aunque no lo diga con la contundencia que lo hago ahora, porque él para estas cosas me supera en inteligencia, moderación y sutileza, es que Bernardo de Claraval posiblemente sea el primer humanista de la modernidad. A lo que yo, con mi incorregible temeridad, añado: Es posible que Bernardo y Abelardo estén en el verdadero origen de todo esto. Simplificando mucho, digo: Abelardo, pionero en un racionalismo con tintes modernos, y Bernardo, pionero en un empirismo de igual tono, aunque aderezado con las más raras y disímiles cualidades, no sólo debatían sobre los universales, o sobre corrección teológica (tampoco Bernardo fue un ortodoxo, como veremos), sino que en cierta medida adelantaban 500 años el guión de un debate que bien pudieron sostener Francis Bacon (1561-1626) y Descartes (1596-1650) en pleno XVII.

En aquel temprano y complejo pugilato, cuyo clímax acontece en 1141, Abelardo sale ganador a los ojos de casi todos, entre otras cosas, por su silencio inesperado y pillo, estratégico, y porque es el heterodoxo, el más elocuente, el díscolo, el enamorado, el castrado, en fin, el “débil”. Pero leyendo el ensayo de Antonio, yo, que no tengo bien leído a Bernardo (voy a corregirlo pronto, claro) entiendo que éste representa para la cultura occidental un giro tan importante, que hace completamente anecdótico el resultado de aquella morbosa disputa. Y es que Bernardo, adelantado al humanismo renacentista, asoma en el trabajo que recomiendo como teólogo, filósofo (empirista, y precursor de la semiótica tal y como se entiende hoy), empresario, economista, diplomático, estadista, ecologista, utópico, místico, constructor, esteta, arquitecto, y, sobre todo, poeta. Casi nada… Un hombre que se adelanta a su tiempo, sin dudas, que se define a sí mismo (nos dice Jiménez Lozano en su prólogo) como “la quimera del siglo”.

Pero de esta polifacética y genial personalidad, sobre todo me interesan aquí aquellos síntomas que con mayor claridad lo abstraen de su época, lo señalan como un vanguardista radical, y lo proyectan a la actualidad con una fuerza increíble. Hablo de los rasgos que evidencian su condición de humanista total y moderno, que lo señalan como místico empírico, constructor-civilizador, esteta, arquitecto y poeta.

Bernardo de Claraval es un místico, no hay dudas (por un lado habla de “paraíso claustral”, y por otro dice que “este mundo tiene sus noches y no pocas”), sin embargo, su misticismo aparece siempre contaminado de intención actual, de un tempranísimo empirismo que lo empuja a construir obsesivamente, a colonizar para dotar de casa apropiada a la heredad. Aquí el impulso cultural aparece siempre acompañado de su contrario dialéctico, el civilizador. Sí, construye mirando a la Ciudad de Dios agustiniana, pero también atendiendo a su experiencia sensorial, con el cincel en una mano y la plomada en la otra. Tanto la forma de vida que escoge para sus monjes, como los lugares donde enclava sus monasterios, están impregnados de pragmatismo porque “la fuente no sube al lugar que sea más alto que el sitio donde nace”. Esta dualidad místico-pragmática es algo muy novedoso para su época, para todas las épocas, diría yo. Pero la cosa se complica aún más cuando el santo nos avanza una visión que está en el origen de la actual semiótica (entendida como ciencia de los signos), que bien pudo impulsar los hallazgos de un Pierce, un Jung, un Eco. Nos dice Bernardo: “dase el anillo sencillamente por ser anillo, y entonces no tiene significación alguna; dase para indicar la investidura de alguna heredad, y en este caso es signo, de suerte que puede decir el que lo recibe: El anillo no vale nada, la herencia era lo que yo quería”. Alrededor del signo se mueve aquí el sabio con una claridad expositiva también sui géneris para su tiempo.

En cuanto al Bernardo esteta, el ensayo de Antonio ha sido para mí una sorprendente revelación. Porque muy lejos de lo que se suele creer, el santo se desmarca de la norma de su época, y nos deja ver preocupaciones que rozan la herejía, que lo sitúan de pleno derecho en los siglos XV y XVI, pues para él la belleza que sustenta al hombre no cabe ya en lo puramente ideal, discursivo, sino que aterriza en la naturaleza, más aún en lo antropomórfico. Recuerden que hablamos de los siglos XI y XII. Nos dice Antonio, hablando de la heredad como base primera del proyecto bernardiano: “una heredad que, en el caso concreto de Bernardo de Claraval, pretende que sea perfecta: maravillosamente simple como una utopía e insoportablemente bella hasta el desasimiento”. Abunda el santo: “¿Qué falta ya para la perfecta bienaventuranza de los cuerpos? Sólo una cosa: la hermosura. La poseeremos no como quiera, sino perfectísisma”. Y habla de la belleza como “una dulce violencia que oprime halagando y halaga oprimiendo”. Y la refiere a cánones corporales cuando habla de una belleza “en forma de cruz”, adelantándose al Hombre de Vitruvio leonardino; cuando habla de “la más espléndida hermosura corporal en tránsito” y se refiere al “cuello alabastrino”, y a “los encantos de un rostro blanco y sonrosado”, y a “los vestidos más preciosos que se gastan con el tiempo”. Pero alcanza extremos prácticamente heréticos, cuando, en palabras de Antonio que suscribo: “llega incluso a un planteamiento intratable en un reformador, en un profeta y en un santo como él: «de acuerdo que no se tenga respeto a la santidad de estas imágenes, pero por lo menos se debería tener atención a la belleza de los colores». Auténtica sugerencia estética de gran modernidad y plagada de teología moral”, que no deja, digo yo, de impactarnos por su extemporánea aparición. El Bernardo esteta poco tiene que ver con lo que es norma en su tiempo, y aparece aquí en su versión más heterodoxa, rayando la provocación.

Cosas parecidas podemos decir del Bernardo poeta. Su obra toda es una catedral a la imagen. En lo que nos ha citado Antonio del santo, no hay una línea que no sea pura poesía. Pero aquí también sorprenden sus cavilaciones metafísicas y sus hallazgos teóricos. Lean este pasaje del ensayo de Antonio (la expresión escrita o hablada) “que no siempre, por imposibilidad, encuentra la figura adecuada o lógica que la explique. Entonces surge, dice, (el santo) «esta novedad» como prodigio transgresor y audaz que hace «la longitud breve, la latitud angosta, la altura abatida, la profundidad llana (…) Verás, en fin, a Dios mamando y alimentando a los ángeles; llorando y consolando a los miserables. Verás (…) entristecerse la alegría, asustarse la confianza, la salud padecer, la vida morir, la fortaleza desmayar…» Ahí tienen, una perfecta declaración sobre las potencias de la imagen en poesía. Porque “esta novedad” es la imagen, qué duda cabe, y su dualidad tiene dos fuentes. Por un lado, la incapacidad de la razón para atrapar la idea. Nos dice Kierkegaard: “La dialéctica despeja el terreno de todo lo que sea irrelevante e intenta entonces trepar hasta la idea; cuando esto, por su parte, fracasa, la imaginación reacciona. Cansada del trabajo dialéctico, la imaginación se pone a soñar, y de ahí resulta lo mítico (…) lo mítico es entonces el fructífero abrazo de la idea. La idea desciende y flota sobre el individuo como una nube de bendición”. Por otro lado, la incapacidad de la palabra para apresar su étimo en un único nivel significante. Nos dice Teodoro Elías Isaac: “La palabra «palabra» es una abreviación de una palabra más larga, «parábola». Las palabras se llaman palabras porque son parábolas. Cada palabra es una parábola (…) ¿Qué significa parábola? Es la unión de dos palabras griegas: pará-ballo. Pará significa «al costado, al lado»; y ballo, es «arrojar, pegar o golpear». Una parábola es lo que pega al costado de algo, no hace centro, circunscribe un espacio, es la metáfora; para que en ese espacio, en el silencio de ese espacio, se manifieste una verdad, que no está en lo que dice. Por eso las palabras son parábolas, porque pegan al costado de algo que no está allí, pero circunscriben el núcleo del silencio donde se manifiesta el étimo, la verdad que cada palabra conlleva.” Pues todo esto parecía saberlo, o al menos intuirlo Bernardo de Claraval en el siglo XII.
  

BERNARDO DE CLARAVAL. LA LECCIÓN ARQUITECTÓNICA

Como venimos hablando de un vanguardista de pro, de un humanista adelantado a su tiempo, no debe sorprendernos a estas alturas que Bernardo nos hable en el XII de “la grandeza de la materia”, ni que intente supeditarla a las necesidades del hombre. Nos dice Antonio: “El primer sillar básico de este marco humanista consiste para Bernardo en instalar arquitectónicamente «la mole corpórea» del hombre biológico, según propia expresión, en su misma naturaleza: exactamente «en la forma humana» sin otros aditamentos que, aunque salida del barro para poblar una «vasta soledad» que es la tierra, sea pura fenomenología no «sólo perceptible al oído, sino también visible a los ojos, palpable a las manos, fácil de llevar en mis hombros». Ya lo dijimos, Bernardo es la conjunción perfecta entre el místico y el empírico: como un “místico constructor” que “renueva la cimentación del humanismo trascendente”, lo define el ensayista.

Además, también dijimos que se trata de un hombre total, de un teólogo que obra, de un culto que civiliza, de alguien que, como buen empirista, no se detiene en el pensamiento teórico o contemplativo. Bernardo de Claraval es un constructor obsesivo. Quiere edificar la Ciudad de Dios, si bien con su testa en Jerusalem, con los miembros extendidos por toda la cristiandad: la venida, la por venir. ¿Mas cómo se lanza el santo a semejante empresa? Todo el ensayo de Antonio lo aborda de una forma u otra, pero hay tres capítulos esenciales para entenderlo: “Un proyecto para el hombre”, “La elección del lugar”, y “La construcción de la casa”. Lean las siguientes citas del autor, que se refieren al trasfondo rigurosamente humanista que tiene la arquitectura del artífice del Císter:

“La vanguardia bernardiana se identifica con la de un hombre constructivo –en sentido arquitectónico y espiritual– que tiene unas convicciones antropológicas, teologales, sociales y metafísicas hasta el exceso más futurista, pero sin devolver las tornas a una tierra que los hombres, y sólo ellos, habían hecho inhabitable”

“Sin este pulso vivificador y trascendente de la religiosidad humana, las edificaciones del hombre pasarían como los estilos y se cargarían hasta su última teja de límites comodones, de embellecidas minucias, o de caprichos placenteros.”

“Sirve de muy poco, por tanto, erigir una casa con los ojos del cuerpo sólo para satisfacer las necesidades corporales más perentorias y lucrativas. Para este intercambio de apariencias no merece la pena, en términos bernardianos, levantar fábricas a la imaginación y derroches sin grandeza para el espíritu. Para esto ya está la naturaleza como prodigio intacto sin necesidades constructivas”

“Belleza como síntesis, grandeza como recurso, idealidad como práctica, austeridad básica en las fórmulas, y equidistancia entre una morada circunstancial y otra permanente. El resto es cuestión de adaptarse al lugar, a los materiales que ofrece el entorno, o incluso a las peculiaridades arquitectónicas vigentes en un pueblo o región. Actitud cabal y modesta frente a la prepotencia actual donde los materiales, usos y costumbres son exportados por cualquiera, y de cualquier lugar del mundo, para rematar un simple rodapié”.

Llevo muchos años hablando de esto a los arquitectos que han querido escucharme o leerme. Ahora vienen Bernardo y Antonio a darme el más dulce espaldarazo. Porque Bernardo es un arquitecto en el sentido más cabal del término, y Antonio supo estructurar su pensamiento (supra) arquitectónico para que todos pudiéramos recibirlo de la manera más eficaz posible. Aquí La Santa Espina (un fenómeno, a fin de cuentas, y ni siquiera demasiado arquetípico por todos los avatares que ha vivido) es poco más que una vía para hablar de algo esencial: una arquitectura vacía de pensamiento, sin un humanismo al fondo, sin una conceptualización profunda que la dote de sentido, tiende vertiginosamente a mera construcción, a anécdota constructiva.

Alentado por el ensayo de Antonio, me repito una vez más: La arquitectura es, o debía ser, una disciplina humanista. Aquella visión de Vitruvio sobre el arquitecto: “Será instruido en la Buenas Letras, diestro en el Dibuxo, hábil en la Geometría, inteligente en la Óptica, instruido en la Aritmética, versado en la Historia, Filósofo, Médico, Jurisconsulto, y Astrólogo”, con algunos matices obvios, forzados por la importante progresión que ha tenido el conocimiento desde su época a la nuestra, tiene total vigencia en su fondo. Sí, el arquitecto debe ser un humanista. Como cualquier otro artista, debe poner su lenguaje y su vocabulario al servicio de una intención con un ascendente claramente cultural en el sentido más amplio del término. Para ello cuenta con muchos y variados medios: la luz, la gravedad, el propio lenguaje arquitectónico, el sitio, la ciencia, la técnica, los materiales de construcción, el dinero, etc. Pero el fin: aquella poética aristotélica, que si me permiten trasciende ahora, para nosotros, la simple imitación de la naturaleza, y aborda la realidad demandando también su interpretación, la lectura de sus múltiples planos, sus infinitas traducciones para hacerla más potable a los “consumidores”; no se puede definir si no en y desde el más profundo humanismo. Aunque suene a cuento, dada la triste realidad en la que se desarrolla nuestra actividad cotidiana las más de las veces, la aspiración de Vitruvio mantiene sus fundamentos en la actualidad. Claro, la ilustración y la revolución industrial la han convertido en una quimera. Tal vez sea totalmente imposible que un arquitecto pueda hoy día reunir en sí un saber tan enciclopédico. Pero aún aceptando como irremediables la especialización y la división del trabajo actuales, un arquitecto no debería prescindir jamás de tal aspiración: la que ha de inclinarlo hacia el conocimiento humanista, ése que le impedirá confundir los medios con los fines. No se puede enfrentar la obra de arquitectura partiendo sin más de un análisis técnico-económico-normativo, un programa funcional y un levantamiento topográfico. Eso podrán hacerlo la ingeniería, la construcción, pero nunca la arquitectura. Insisto, si sabemos o intuimos que la arquitectura es un arte, debemos saber que el arte no puede ceñirse a semejantes supuestos. Sencillamente no cabe en ellos. La arquitectura debe nacer de premisas humanistas, y para ello, antes de entrar en su fase de anticipación pura y dura (diseño) debe ser ideada, (imaginada) a un nivel superior. Más aún, debe ser dotada de la fuerza germinal de la imagen en toda su potencia. Y esto no necesariamente tiene que dibujarse, porque el dibujo tiene una servidumbre frente a la forma que puede ser muy comprometedora en estas instancias primeras. La arquitectura tiene que ser ideada antes de ser anticipada en un proyecto, mucho más, claro está, antes de ser concretada, o sea, construida.

Pues de esto nos habla el ensayo de referencia. Hay que ver con qué trascendente humanismo, Bernardo, que no traza una línea sobre plano alguno, ni replantea una obra in situ, lo proyecta todo hasta el último detalle, partiendo de ideas perfectamente concebidas en función del hombre para quien trabaja, al que conoce a la perfección, pues también lo ha ideado, lo ha invitado a calzar en su modelo, lo ha sumado a su causa. Hay que ver cómo escoge el lugar, por ejemplo. Qué viva lección. El lugar como “situación ventajosa”. Antonio nos pasea por este concepto de la mano de varios pensadores, desde Aristóteles a Plinio (locum tenens/ locus mayor/ lugar santo/ locus regit actum/ locus sensibilis…) En fin, un lugar anclado en “una naturaleza en la que, en tropel, fructifique el tiempo con sus ganancias hasta «alborotar tu fantasía» (…) y hasta que se multipliquen las ganas de una paz relacionante”, porque “no soy yo solo ni usted sin mí, ni este otro sin nosotros ambos, sino que todos juntos somos esta Ropa” y (añade Antonio) “que habitamos y construimos en este lugar concreto”. Un Lugar, eso es. El Lugar que he llamado en otras ocasiones cantidad espacial significada, y que, precisamente en el plano semiótico, trasciende al sitio y al enclave. En el caso que nos ocupa, un lugar en el valle, porque “en los valles está lo sustancioso de la tierra”. Un lugar que convence tardíamente al arquitecto porque se encuentra en “la tierra del austro” (España) desaconsejable por caliente y seca, desde el punto de vista físico-ambiental, por licenciosa, desde el punto de vista moral… Ah, si Bernardo hubiera podido visitar La Santa Espina se habría encantado, porque hubiera visto que el enclave respondía perfectamente a su ideal. Y quién sabe si entonces hubiera dicho antes que Schiller: “Más ricamente que nosotros los norteños/ vive el mendigo en Castillo de Santángelo”.

¿Y la luz? Hay que ver con qué pulsión tan actual distingue Bernardo entre los diferentes tipos de luces para acomodar su lectura, aprehensión y uso según interese. En esto también es un absoluto vanguardista, porque si bien no aborda el fenómeno luminoso desde un ángulo eminentemente científico, como lo hicieron siglos después Newton y Goethe, capta todas las calidades poéticas de la luz, y entonces la sirve a la ciencia resuelta en lo esencial, para que pueda ser debidamente estudiada como fenómeno. Pero lo más importante: es la luz el eje principal de su método arquitectónico, el motor que genera y conforma sus espacios, y esto, bien lo sabemos, no es algo común a lo largo de la historia de la arquitectura. Para que la luz genitora y garante de la espacialidad arquitectónica llegara, manipulada como en el Panteón de Roma, o como en las catedrales góticas, por ejemplo, a edificios menos singulares, tuvimos que esperar al XIX. Y este saber, aún hoy, no es ni mucho menos patrimonio de todos.

No me extiendo más. Quiero pedirles de nuevo, en especial a los intelectuales y artistas, muy en especial a los arquitectos, que lean LA SANTA ESPINA. UNA MORADA LUMINOSA. Es un libro magnífico, revelador, de una vigencia enorme; tan enorme como su necesidad. Libros como éste, poco frecuentes en nuestro tiempo, nos ayudan a entendernos y valorarnos como seres humanos, porque por encima de cuestiones ideológicas, políticas o históricas, somos hombres. Y queremos seguir siéndolo. Decía Ortega: “Cuando el pájaro abandona la rama en que ha cantado deja en ella un estremecimiento”. El canto de Bernardo de Claraval todavía me estremece. (Gracias, Antonio, por agitarlo). Con obras como ésta, caigo en un impasse redentor, donde, por suerte, no me veo girovagando el Espacio.





domingo, 5 de octubre de 2014

Paréntesis a un cuento: DE RERUM NATURA. José Kozer.





Cuento popular manipulado:

Un jesuita, un dominico y un franciscano, recorren un antiguo camino debatiendo sobre la piedad y la grandeza que conllevan sus respectivas obras, sus anhelos y consecuentes ruegos al Señor. Mientras miden y pesan su cargamento pío con afanes comparativos, aparece ante ellos la Sagrada Familia: Jesús, todavía un bebé en su pesebre, con los ojos que saltan entre los senos de su madre y el zurrón de su padre; María y José, felices pero asustados, rezan por él… El franciscano se postra ante la comitiva, sobrecogido al ver con sus propios ojos la pobreza material que rodea al mismísimo Hijo de Dios. El dominico también cae de rodillas en un gesto tan apasionado como calculado, con la mirada “perdida” en el halo de luz que emana de la imagen divina. El jesuita se acerca a José, le pasa el brazo por el hombro, y le pregunta: “¿pensaste seriamente a qué colegio irá…?"

 

Abro paréntesis: Acabo de leer DE RERUM NATURA, de José Kozer, maravillosamente editado por la editorial Lumme. ¿Cómo invitarlos encarecidamente a su lectura sin engañarlos, sin prometerles un somnoliento y dulzón paseo? ¿Cómo no decirles que se trata de una obra maestra amasada con la más fina ceniza postmoderna, delicadamente ultimada en un cernidor oriental, y recalentada en nuestro Siglo de Oro? ¿Ceniza? Sí, y qué. ¿Existe materia más pura? “La ceniza es decadencia/ del claro beso del fuego”, dijo Mallarmé, en lo que parece haber sido una vibración présaga de esta poesía del gran maestro cubano. Con una claridad dolorosa besó el fuego a Kozer para dotar al castellano de un hoy rotundo como pocos otros; nutrido de una sustancia decadente que no renuncia sin embargo a una forma chispeante. Un escepticismo vivaz late en este poemario, un ateísmo tan amargo como juguetón. Ceniza postmoderna, de acuerdo; amainada en la esterilla zen, de acuerdo; pero puesta a punto para el necesario humus en la más hospitalaria tradición. Vivimos una época barroca. No porque nos gusten las formas historiadas, sino porque nuestro mundo está perennemente puesto en escena, como respuesta a su continuo estado de incertidumbre, a su inabarcable multiplicidad. Es el presto telón quien nos salva de un fatal deslumbramiento, prólogo de la más absoluta desorientación. Vivimos una época compleja que se resiste a una poesía pasota o simplona que cante Ave María como lo haría Mozart.

DE RERUM NATURA es un poemario (poema largo más bien, que aquí no hay fragmentos ajenos a su imán) duro, muy duro incluso: “…(os muestro/ enseguida el destino de la/ materia)”, dice el poeta, que por una parte descree las dimensiones inmateriales y eternas, y por la otra fustiga el tempo inhumano al que nos sometemos en las dimensiones tangibles y finitas: “sus deficiencias:/ no saber sentarse;/ no saber detenerse/ ante un macizo/ reducido de/ verdolaga. No/ son gallinas, se me dirá/ que el tiempo escasea/ para cuanto hay que/ hacer…” No somos gallinas, cierto, pero las emulamos cuando somos hipnotizados por una línea trazada en el suelo (Nietzsche). Se trata de una poesía dura, insisto, con una sustancia corrosiva, que nos cautivará no obstante con su ritmo percusivo, su forma perennemente insospechada, su extrema vitalidad. Pero también el poemario abre puertas al sosiego redentor en los ámbitos sensoriales. En primer lugar, porque “la carne asalta la sombra”, y hasta un bicharraco nos alecciona y ajusta: “¿quién lo diría? yo su/ basura. Pertenece al reino/ más cercano al Creador, y/ es de hecho uno de sus/ apoderados, desciende/ de la dicha cercana al/ Trono, la invariabilidad/ lo retiene día y noche/ en cuanto ser iluminado.” (No puedo evitar aquí traer a Pitágoras en boca de Ovidio: “Presa de la tierra un caballo guerrero del abejorro el origen es”). En segundo lugar, porque ante los grandes y frustrantes abismos occidentales, siempre asoman los jardincillos levantinos con su esmerada y sanadora imperfección minimalista: “Entre rosas de pitiminí está la Reina, entre/ Rosas de té, mi mujer.” Y finalmente, porque al fin y al cabo, aunque “el agua sucia que se/ escurre por el desagüe/ del lavabo ni se crea ni/ se destruye, [poco] preocupa a las doce/ carpas del/ estanque.”

Créanme, estamos ante la poesía más auténticamente nuestra (en tiempo, sustancia y forma) que nos podamos encontrar en castellano. Como ya dije cuando reseñé “Naïf”, también de este enorme poeta, no se trata de una lectura fácil, sino de otra intensa que nos hará crecer como lectores, como seres humanos… si nos prestamos a ello, claro, si nos esforzamos. ¿Poesía compleja? Tal vez. ¿Poesía complicada? Rotundamente No. Porque aquí la forma nace de una necesidad incuestionable. Es imposible mover en poesía esta carga metafísica, este tipo de verdad poética, con formas primarias. Algunos dirán que eso hacen los genios sujetos a la famosa máxima “menos es más”. De nuevo contesto No. Sobre todo si pretenden generalizar, pontificar para torcer tendenciosamente el camino hacia su meta, adaptado a sus preferencias o manquedades. 

Hace un tiempo, al hilo de uno de mis artículos (¿Sencillez o exactitud? ¿Complejidad o ambición?), intercambiaba un par de ideas sobre esto con un amigo. Comparaba brevemente cómo operan la sencillez y la complejidad en poesía. Le decía que muchos genios “sencillos” buscan exactitud con ambición, pero cerrando imagen hacia la sentencia poética; cribando, entresacando, haciendo brecha en el bosque para encontrar (crear) los claros más útiles y amables, donde la luz se haga protagonista absoluta. En estos claros luminosos tienden su alfombra para invitar al duende. Quedan con él, indagan la punta de sus dedos, el color de sus ojos y terminan nombrándolo con gran precisión, ajustándolo a una idea, un signo, un símbolo.

Los genios “complejos” (es el caso de Kozer) huyen de la sentencia, no criban unidireccionalmente porque sus afanes de exactitud están más en descubrir las potencias de la sustancia poética que en obligarla a un ejercicio de reductora concreción. Este tipo de poeta no hace brecha en el bosque, lo atraviesa guiado por efímeros rayos de luz, pero dando fe de toda su complejidad vital, también de la parte de ella que se esconde bajo el lecho de las hojas caídas, en la más rotunda oscuridad. Es sensible incluso ante la hormiga, y deja espacios sin violentar para que el duende siga hallando sus fértiles escondites. No queda con él en ningún sitio. No lo ve. Pero sabe que tiene fiebre porque siente su febril irradiación a cada paso que da, y esta sensación ocurre tanto en su consciencia, como en su inconsciencia.

Entonces ¿quién conoce mejor al referido duende, el que lo ve, lo toca y lo nombra en el claro que creó para ello; o el que lo presiente y siente donde quiera que esté sin tener que verlo ni tocarlo? ¿Y quién lo nombra con más exactitud, el que le llama, por ejemplo: “ser de dedos y ojos amigables que se dio a mi nombrar bajo la luz”, o el que apenas lo define como “numen febril que habita lo innombrable del bosque”? Yo creo que ambos poetas son exactos aunque se acerquen al concepto duende de maneras muy distintas. Preferiremos el que se haya acercado más al duende que necesitamos, al nuestro.

Ocurre que en el tiempo que nos tocó vivir el duende de Kozer es imprescindible. Por eso su obra también lo es, como lo es la osada apuesta de la editorial Lummen, que trabaja para ustedes: “la inmensa minoría”. Cierro paréntesis.



…entonces, José, que ve las traseras al cielo en la escena tripartita, contesta a su pragmático interlocutor (el jesuita): No lo llevaré al colegio. A la vista está que no hace falta. Lo haré poeta; complejo, para más señas. Lo empadronaré en el desierto. Lo abonaré con polvo enamorado. Lo regaré con arena… Y ante la mirada atónita de los tres monjes, continúa su parlamento:

“…la sed aprieta, quizás su sombra consiga salir de la concavidad, y [merced a mi decisión] yo me vea convertido durante una letanía que penetra mis oídos (tal vez procede de mis oídos y no del mundo exterior ya que nada tiene que ver ahora con el mundo exterior) en estatua. De.”