“… una línea, es decir,
un punto que vuela”
José Lezama
Lima
Llevo varios días dilatando un
feliz descubrimiento: la obra plástica de Francisco dos Santos, pintor,
dibujante, poeta y editor brasileño. Las múltiples dotes de este artista y
promotor cultural me llegaron de manera escalonada. Primero tuve noticias, a
través de mi amigo y maestro José Kozer, de su magnífica labor al frente de
Lumme, una pequeña pero exquisita editorial que (milagrosa-mente) sostiene unos
niveles de calidad nada comunes en tiempos tan poco propicios para la industria
del libro. Después apareció el artista plástico, que además de emplearse con
gran acierto en el diseño y cuidado de los libros que edita, crea los dibujos
que suelen acompañar sus textos. Más tarde apareció el poeta, a quien debí
“perseguir” y encontrar en Internet dadas su modestia y prudencia. Finalmente,
todos estos prodigiosos seres trenzaron ante mí encarnando en un humanista
entero. Francisco posee un espíritu, y, lo que es más importante, un alma a
salvo de las contingencias y estanqueidades que generan las virutas del tiempo,
cuando es cepillado burdamente por los artesanos del corre-corre para, previa
inflamación con pasajero botox, ser subastado a la baja en los sótanos de la
historia.
Descubrí un ser polifacético,
incluyente, y me felicito por ello. Pero ahora quiero abstraerme de sus
múltiples aristas para referirme en concreto a una parte de su obra plástica.
Tengo ante mí cuatro series de dibujos firmadas por el artista. Insisto, llevo
varios días paladeándolas y no puedo contener el deseo de escribir sobre ellas.
Las series se titulan “Topografía de un hombre urbano y otros diseños”, “Exergo”,
“Allá lejos no hay Manhattan” y “Diálogo con Goya”. Una vocación las une y
sobresale por encima de otras igualmente constantes: el uso inteligente y
camaleónico de la línea. Y en esto me quiero detener. Preparemos el terreno
para hacerlo.
La línea tiene un pedigrí muy
sólido en las artes visuales. A comienzos del siglo pasado, Kandinsky, en su
afán por combatir el ruidoso imperio de lo natural sobre la obra artística
(recordemos que para los impresionistas no había más teoría del arte que la
propia naturaleza), y recuperar un punto de silencio introspectivo mediante la
abstracción, logró explicarse y explicarnos algunas de las claves que motivan
la persistencia de la línea en la prehistoria y la historia del arte. No
pretendo repetir aquí lo dicho por el genio ruso, pero conviene recordar que
casi todas las manifestaciones pictóricas del hombre, desde la pintura rupestre
hasta el arte pop, con muy contadas excepciones, usaron la línea como uno de
sus principales motores compositivos. Detrás de ello está su capacidad para
generar planos, determinar espacios, administrar tensiones, dramatismo,
lirismo; pero sobre todo su capacidad para indicar movimiento, y, por esa vía,
sintetizar a la perfección espacio y tiempo. Aquí me acojo a una de las
categorías dialécticas estudiadas por Hamelin en el Essai sur les éléments
principaux de la représentation: “Tesis: el tiempo, antítesis: el espacio,
síntesis: el movimiento”. El movimiento como síntesis del espacio-tiempo. El
movimiento (o cambio) como la cosa misma (Bergson). El movimiento como fuente
discursiva frente al silencio implícito en el reposo… Para Kandinsky el punto
indica el silencio perfecto, es la mínima forma temporal, el tiempo detenido,
el reposo. La línea, sin embargo, esa sucesión intencionada de puntos, se
mueve, suena, (nos) habla… pero sin gritarnos o abrumarnos. Kandinsky repudiaba
el ruido exterior a que nos someten las excesivas formas de la naturaleza, y
abogaba por un remanso de abstracción que nos reconciliara con nosotros mismos.
Decía: “hoy en día, el hombre se ve requerido sin pausas por el exterior, y lo
interior está muerto para él. Éste es el último grado en el descenso, el último
paso en un callejón sin salida. […] El hombre moderno busca paz interior,
ensordecido como está por el exterior”. Entonces el punto, la línea, el plano,
el color, como fundamentos básicos de la obra plástica, a las órdenes del
artista debían actuar en ese sentido.
Las características descritas de
la línea, especialmente su capacidad para generar movimiento, y así sintetizar
espacio-tiempo, están detrás de su recurrente uso en la creación y transmisión
de signos y símbolos. Son lineales, desde el hilo que Ariadna desplegó en el
laberinto cretense para socorrer a Teseo, hasta los “garabatos” de aquel famoso
dibujo de Steinberg: “Posibles trayectorias de la vida”; desde las señales con
que nos inquietan las figuras de Nazca, hasta algunos de los elementos
utilizados por Calder para contestar el espacio congelado. La línea es motor en
el arte prehistórico, armazón en el arte clásico y medieval. Se convierte en
herramienta auxiliar en el Renacimiento (sobre todo a partir de que Leonardo descubriera y formulara el sfumato), también en el Barroco y el
Neoclásico, pero reaparece con fuerza en el XIX, especialmente en la obra
gráfica, y, si bien es negada de plano por el Impresionismo, muy poco dura su
postergación, pues prácticamente todas las tendencias artísticas que le suceden
hasta nuestros días (exceptuemos, por ejemplo, el Hiperrealismo) la recuperan
en mayor o menor medida.
Las voluntades más realistas,
tengan base racionalista o empírica, suelen ser poco proclives a los elementos
que nos ayudan a abstraernos de la realidad a través de la fantasía. Sin
embargo, nos dice Jung: “realidad es lo que actúa en un alma humana y no lo que
ciertas personas consideran efectivo y generalizan premeditadamente”. Y añade:
“la psique crea la realidad cotidianamente. Sólo una expresión encuentro para
designar esta actividad: fantasía”. En mi opinión, la línea puede ser tan
abstracta como fantasiosa, y ahí radica su gran capacidad semiótica. A través
de la línea el hombre crea planos y espacios discursivos, pero también,
especialmente, planos y espacios poéticos. La estricta realidad física que
percibimos sujetos a los intervalos lumínicos que capta la retina, no está
aparentemente generada por líneas, contenida entre ellas, pero, según Schiller:
“quien no se arriesga allende la realidad no conquistará la verdad nunca”. La
línea en la historia del arte ha sido fuente inagotable de verdad, más aún, de
verdad poética.
¿Y cómo utiliza nuestro artista
este maravilloso recurso? Francisco es un humanista en el sentido más amplio
del término, pero su humanismo no es trasnochado, sino decididamente actual.
Hablamos de un creador postmoderno (¿quién entre nosotros en puridad no lo es?)
que tiene una despensa cargada de víveres y un apetito tan fino como diverso.
Sí, es postmoderno, y aunque en el pecado le va la penitencia (no hay un
Francisco, sino varios) a nosotros esto nos viene de perlas, porque gobernando
una única sensibilidad, y siempre con el mismo talento, el artista se desdobla
para responder a cada estímulo con el recurso que mejor conviene. Así podemos
disfrutar, según el caso, de una línea abstracta y otra figurativa, de una
limpia y otra sucia, de una contenida y otra expresiva, de una sometida a las
leyes de la simetría y otra rabiosamente libre, casi libertina. Pero además,
podemos ver cómo estas líneas interactúan. Unas veces en la misma serie, y
otras, incluso, en la misma obra. Eso sí, siempre bajo control y mando del
artista, sujetas a su gran sensibilidad.
En “Allá lejos no hay Manhattan”,
nos encontramos dibujos con un alto nivel de abstracción, junto a otros con
elementos figurativos; líneas suaves y limpias que ejecutan un lento, junto a otras mucho más
expresivas, rotas y vibrantes, que nos llegan en presto. En “Exergo”, predominan el expresionismo y el erotismo. La
línea, también muy dúctil, llega a insinuar o generar la mancha, haciendo uso
de su gran capacidad para crear, contener y retener el plano. En “Topografía de
un hombre urbano y otros diseños”, magnífica serie de dibujos que fusionan con
gran acierto las formas arquitectónicas y las anatómicas, la línea se libera
del todo en pos de un acentuado expresionismo figurativo donde predomina lo
antropomórfico. Así debe ser, pues en esta serie el artista se enfrenta a una
ruidosa realidad urbana que nos desaloja progresivamente de nuestro yo, peor
aún, de nuestro ser humano, hasta convertirnos en seres alienados y vacilantes
que miran a la inteligencia artificial como única “salvación”.
Aquí la naturaleza ya es histórica y urbanita, y sólo la sobrenaturaleza, esto
es, la imagen a través del arte honestamente ejercido, puede brindar el
necesario contrapunto, articulando denuncia y vías de reparación.
Mención aparte merece “Diálogo
con Goya”. Qué maravilla. ¿Por qué Goya? Francisco sabrá, pero yo especulo para
ustedes y de paso me divierto. Es Goya sin dudas el primer pintor
contemporáneo; quien primero trasciende el neoclasicismo en sustancia y forma
para apuntar al futuro sentando las bases de cuanto sucedió en la pintura tras
su obra. Y no sólo en la pintura, pues Goya es también el padre de las artes
gráficas modernas. Es un gran innovador en el grabado. Maneja y combina a la
perfección muchas técnicas: aguafuerte, aguatinta, aguada, punta seca, escoplo,
rascador, bruñidor, etcétera; y, observen, es uno de los que recuperan la línea
para la obra gráfica, que se manifiesta en ella no sólo ya como elemento
auxiliar, sino determinante, dotándola de una expresividad y una tensión
dramática muy poco vistas hasta entonces. Pero es Goya asimismo quien da la
estocada definitiva a lo relamido o políticamente correcto en los asuntos de la
pintura. Adelantado al posterior verismo decimonónico, llega al extremo de
incluir en algunas de sus obras lo antropomórfico como un accidente (a veces
desgraciado) de lo bestial. Debió temer por ello ante una moribunda
Inquisición, pues sus temas removían las bases del status quo, y anunciaban un porvenir mucho más “democrático” para
la pintura y el arte en general, que, conquistada ya la burguesía, iría a por
su siguiente objetivo: el hombre-masa.
Francisco dialoga con Goya
(también nos dice Jung: “el espíritu creador juega con los objetos que ama”) en
una serie de láminas de una calidad que está al alcance de pocos artistas en
estos momentos, merced a la sensibilidad y el oficio desplegados. ¿Y cómo lo
hace? Pues con un expresionismo goyesco, sí, pero puesto al día, “globalizado”
a tenor de su vocación universal. Francisco se dirige a Goya en un idioma común
a todos, pues éste no comprendería otro localista, provinciano. Y claro, con
acento del XXI, pues el genio aragonés se reiría del artista brasileño si
pretendiera reclamar su atención con formas del Ochocientos. Estas láminas
combinan magistralmente expresionismo abstracto y figurativo. ¿Los temas? La
bestia, el tiempo y el espacio (vacío). De nuevo la línea con su función
sintética, pero esta vez articulando un discurso especialmente sugerente. La
bestia no tiene (o no muestra su) rostro. ¿Un cánido? ¿Un félido? Una bestia
que aparece y desaparece, nos acomete y evita. No nos pertenece. ¿Dónde
estamos? ¿Qué se espera de nosotros? ¿Debemos huir o ya lo hicimos? ¿Debemos
presentarnos y ceder nuestro rostro al animal? ¿Debemos fundirnos con él como
lo hacían los personajes de Goya con aquellos burros? No lo sé. No tengo
resuelto el enigma…
Lo cierto es que Francisco, con
un vocabulario de líneas, o sea, de puntos voladores, y una gramática
camaleónica, logra un discurso muy personal y sugerente. Algunas de sus otras
invariantes, al menos en las series comentadas, son la sensualidad (más o menos
explícita), el predominio del espacio no usado (aquí nunca se abusa el
espacio), el color contenido, y una elegancia a prueba de balas. Francisco
interviene en el espacio con cautelosa gracia, y a la vez que pondera el vacío,
dilata el tiempo en pos de un tempo
humanizado. Sus líneas guardan muchos secretos. Y si bien “los secretos del mar
se olvidan en la orilla” (Seferis), en este caso la orilla, finamente trazada,
resuena incesante para activar una memoria poética que, por mucho que se
empeñen aguafiestas y agoreros, jamás alcanzarán las máquinas.