Las novias adolescentes y las amantes juveniles que tuve no
supieron que compartían mis ardores con tres mujeres-mito que, “encarnadas” en caras
imágenes cinematográficas, aunaban suficientes inteligencia, candor y
voluptuosidad para descocarme. Entre los doce y los diecisiete años, Jane
Fonda, Ana Belén y Ángela Molina fueron mis amores prohibidos más tercos y constantes.
Por entonces tuve también algún escarceo con un par de italianas (Claudia
Cardinale y Ornella Muti) pero nada serio. Nunca les fui fiel, lo confieso. En
aquel lupanar de hormonas insaciables, las chicas “reales” a quienes me
entregué con disciplinado ardor, colmaron con creces mis urgentes ansias de
amor y sexo, de pegajosas compañía y amistad. Las amé. Les di con honestidad todo
lo que entonces sabía y podía dar, pero cuando alguna de las tres mujeres-Idea que
“me rondaban” asomaba en el fabuloso belvedere del cine, o en el íntimo balconcillo
de la televisión, tenía que evitar los calores conductivos, porque la radiante imagen
me quemaba a plenitud por todos los flancos, esférica, totalitaria. Ante tales
estímulos devenía como aquel enamoradizo poeta de Stratford-upon-Avon: “en sueños rey, en la vigilia nadie…"
Sólo cuando comencé a estudiar en la Universidad, a leer seriamente, y, sobre todo, cuando conocí a Marisela (mujer que afinó y ajustó en mí todas las ideas de mujer posibles hasta hacerlas confluir, resueltas Una, en su propia y avara humanidad), aquellas tres posesivas señoras fueron ocupando un sitio menos desequilibrante en el núcleo de mis pasiones. Siguieron inquietándome, pero me fui haciendo progresivamente capaz de ordenar ese tipo de imagen para que no pasara del agradable retozo en la memoria, donde, por cierto, a la sazón comenzaban a operar espectros de muy distintas mujeres, desde Helena hasta la Maga, pasando por Casandra, Lucrecia, Dickinson, Karenina, Lolita, Mata Hari, Gala, Frida... Lo dicho: en un breve período de maduro ajuste, suficiente para conquistar en Marisela un amor concreto y plenipotenciario, Jane Fonda, Ana Belén y Ángela Molina pasaron de ser puro desorden en mí, a ocupar una región de amable y acotado cosquilleo en la memoria.
Sólo cuando comencé a estudiar en la Universidad, a leer seriamente, y, sobre todo, cuando conocí a Marisela (mujer que afinó y ajustó en mí todas las ideas de mujer posibles hasta hacerlas confluir, resueltas Una, en su propia y avara humanidad), aquellas tres posesivas señoras fueron ocupando un sitio menos desequilibrante en el núcleo de mis pasiones. Siguieron inquietándome, pero me fui haciendo progresivamente capaz de ordenar ese tipo de imagen para que no pasara del agradable retozo en la memoria, donde, por cierto, a la sazón comenzaban a operar espectros de muy distintas mujeres, desde Helena hasta la Maga, pasando por Casandra, Lucrecia, Dickinson, Karenina, Lolita, Mata Hari, Gala, Frida... Lo dicho: en un breve período de maduro ajuste, suficiente para conquistar en Marisela un amor concreto y plenipotenciario, Jane Fonda, Ana Belén y Ángela Molina pasaron de ser puro desorden en mí, a ocupar una región de amable y acotado cosquilleo en la memoria.
Las tres siguen siendo referentes femeninos. Las admiro por
distintas razones. Son todavía bellísimas, y no han dañado los pilares fundamentales
de mi cándido amor inaugural. Aunque mi fascinación tuvo altibajos en el caso
de Jane, ninguna me descorazonó durante los más de treinta años que dura ya
“nuestra relación”. Son tres señoras en todos los sentidos, y ejercen su
señorío sin mengua. Una de ellas, Ángela, por distintas razones percutió en la
pantalla de mi ordenador en los últimos días. La semana pasada disfruté mucho una
colaboración musical que hizo con Coque Malla para su disco “Mujeres”, y ayer
disfruté, más aún si cabe, que le concedieran la medalla de Oro de la Academia
de Cine. Enhorabuena. A Ángela quiero dedicar el último trecho de este texto, y
lo quiero hacer con especial atención a su espléndida manera de envejecer.
En mi modesta opinión, Ángela, que hace mucho tiempo es una enorme actriz, no lo era cuando comenzó a colaborar en los años setenta del pasado siglo con algunos
de los más célebres gestores de las industrias cinematográficas española y
europea. Para que esto sucediera, puede que hayan influido su ascendencia
artística y su formación en música y danza. Seguro influyó su deslumbrante
belleza mediterránea. Pero sin lugar a dudas, debió ser decisiva su impronta
femenina, marcada por una suerte de irresuelto y escapista aura que deja
siempre a quien la ve con ganas de indagar más en su dueña. Como toda mujer
inteligente, Ángela nunca aparece completa en el sitio donde está, sea una
película, una actuación musical o una entrevista en cualquier medio de comunicación. Sé
que tan femenino don no puede ser impostado, actuado, y por ello sospecho que
la acompañe siempre, que la ayude a conseguir admiradores, no sólo entre el
público, sino en todos los medios sociales donde se mueve, en los que seguro
sabe generar cómodos ámbitos de sedienta empatía. Ángela es encantadora en el
sentido literal del término. Y lo es, no por mostrarlo todo, como algunos
pueden suponer atraídos por los magníficos desnudos que dio al cine en su
juventud, sino justo por lo contrario, o sea, por no exponer llana y abiertamente lo
que en realidad importa.
Ortega define a la perfección esta capacidad en algunas mujeres. Dice, acerca de una señora que llamó su atención cuando observaba un grupo humano que actuaba en sociedad: “…Y, sobre todo, la máxima diferencia: las demás mujeres que hay aquí parecen estar aquí enteras. Esta, en cambio, permanece ausente; lo mejor de sí misma quedó allá lejos, adscrito a su soledad, como las ninfas amadríadas, que no podían abandonar el árbol donde vivían infusas. He aquí la razón de nuestro interés. Interesa lo que se presume y no se ve. Esta mujer posee un arcano hinterland…” Eso es lo que distingue y completa a Ángela, un arcano y muy suyo hinterland. Sólo con él habría conquistado a Ortega como conquistó a Buñuel y a tantos otros directores de cine, como nos conquistó a todos sus incondicionales, alelados y peregrinos hermeneutas frente al laberinto que conduce a su más recóndito tesoro. Ángela es dueña de sí, y esto incluye su amplio y oculto además. Su cuerpo y su rostro están a la vista, su figura es bellísima, pero tras el telón opera la parte no mostrada, la más seductora… subyugante. Tal vez por eso, se puede dar el lujo de envejecer tan rotunda como dignamente a la vista de todos. Porque envejecen cuerpo y rostro, pero la demasía, invisible, se mantiene inmune a las arrugas.
Quienes con quince años babeamos al ver en pantalla sus turgentes senos íberos, sin darnos cuenta quedamos presos en los pliegues de ese oscuro poder que Ángela ejerce más allá de de su carnal belleza. Se comprende que Buñuel la equiparara en imagen a una semidiosa griega. Esta mujer contiene un universo de signos, y no todos nos llegan por vía sensible. De otra manera, ¿cómo entender que su belleza se acrescente justo en aquellos síntomas que suelen relacionarse con el ocaso de lo bello? ¿Puede ser bella una mujer que no actúa sobre su cuerpo para enmascarar el envejecimiento? Pues claro. Puede serlo, incluso estando muy expuesta a los “tribunales” más torpes y dictatoriales, si toda ella no está a la vista latiendo en sus arrugas, si su hinterland, ese recoleto hábitat de la crucial demasía, se mantiene infranqueable, y aun aparentemente desgobernado, resulta un surtidor de imágenes que, al socaire de unos ojos brujos, da a quien busca sólo un mínimo sustento de carne. Hasta Eros pudiera errar en casos como éste. Por eso, aunque frente a la señora tramposamente arrugada tensa el arma, ya no pretende el cuerpo, formal anécdota con que la tersura, si jóvenes, nos señala saludables, fértiles. El objetivo se movió esta vez. Es más, nunca estuvo franco donde se esperaba. El dios lo sabe, y tratando de acertar dispara al aire. No son flechas salvas, no, ni ciegas… son lúcidas, visionarias.
Ortega define a la perfección esta capacidad en algunas mujeres. Dice, acerca de una señora que llamó su atención cuando observaba un grupo humano que actuaba en sociedad: “…Y, sobre todo, la máxima diferencia: las demás mujeres que hay aquí parecen estar aquí enteras. Esta, en cambio, permanece ausente; lo mejor de sí misma quedó allá lejos, adscrito a su soledad, como las ninfas amadríadas, que no podían abandonar el árbol donde vivían infusas. He aquí la razón de nuestro interés. Interesa lo que se presume y no se ve. Esta mujer posee un arcano hinterland…” Eso es lo que distingue y completa a Ángela, un arcano y muy suyo hinterland. Sólo con él habría conquistado a Ortega como conquistó a Buñuel y a tantos otros directores de cine, como nos conquistó a todos sus incondicionales, alelados y peregrinos hermeneutas frente al laberinto que conduce a su más recóndito tesoro. Ángela es dueña de sí, y esto incluye su amplio y oculto además. Su cuerpo y su rostro están a la vista, su figura es bellísima, pero tras el telón opera la parte no mostrada, la más seductora… subyugante. Tal vez por eso, se puede dar el lujo de envejecer tan rotunda como dignamente a la vista de todos. Porque envejecen cuerpo y rostro, pero la demasía, invisible, se mantiene inmune a las arrugas.
Quienes con quince años babeamos al ver en pantalla sus turgentes senos íberos, sin darnos cuenta quedamos presos en los pliegues de ese oscuro poder que Ángela ejerce más allá de de su carnal belleza. Se comprende que Buñuel la equiparara en imagen a una semidiosa griega. Esta mujer contiene un universo de signos, y no todos nos llegan por vía sensible. De otra manera, ¿cómo entender que su belleza se acrescente justo en aquellos síntomas que suelen relacionarse con el ocaso de lo bello? ¿Puede ser bella una mujer que no actúa sobre su cuerpo para enmascarar el envejecimiento? Pues claro. Puede serlo, incluso estando muy expuesta a los “tribunales” más torpes y dictatoriales, si toda ella no está a la vista latiendo en sus arrugas, si su hinterland, ese recoleto hábitat de la crucial demasía, se mantiene infranqueable, y aun aparentemente desgobernado, resulta un surtidor de imágenes que, al socaire de unos ojos brujos, da a quien busca sólo un mínimo sustento de carne. Hasta Eros pudiera errar en casos como éste. Por eso, aunque frente a la señora tramposamente arrugada tensa el arma, ya no pretende el cuerpo, formal anécdota con que la tersura, si jóvenes, nos señala saludables, fértiles. El objetivo se movió esta vez. Es más, nunca estuvo franco donde se esperaba. El dios lo sabe, y tratando de acertar dispara al aire. No son flechas salvas, no, ni ciegas… son lúcidas, visionarias.
Aquí les dejo un enlace por si quieren escuchar la
colaboración de Ángela con Coque Malla.