LOS ARGUMENTOS DEL TRÁNSITO
Por
Fernando del Val
Celebrar la existencia no es conducta evasiva. Los que no sostienen la
mirada a la muerte o no afrontan las penalidades de la vida no la celebran.
Todos somos incompletos, pero, si acaso, ellos más: parecen incluso nacidos de
una costilla. Ni los suicidas vocacionales son felices cuando afrontan el acto
que los salvará de sí mismos. Dice Julian Barnes que sólo las palabras viejas
sirven: muerte, congoja, tristeza, pesar, sufrimiento. “Nada modernamente
evasivo o medicinal”. Pero de la oscuridad de esas palabras nace una luz de
asunción que permite, constelada, sobrellevar el día a día, y celebrarlo. En un
libro tan gozoso como el de Jorge Tamargo hay mucha consciencia de finitud. Sin
ella, no hay celebración: hay espasmo. Los argumentos del tránsito
(2020) es un libro celebratorio con el fundamento de la autoconsciencia. Y
Jorge celebra la vida midiendo el verso, inserto en la tradición, sin temer el
presente y, diría, sin miedo al futuro. Pocos versos hay que leer para advertir
su tono dispuesto a la batalla de la vida. “Porque memorizas, piensas y temes,
el viaje / no es un paseo”. Es decir, a la imaginación y a la inteligencia se
superpone la memoria. Y el olvido ―sin olvido―: “(…) Quise ser todo cuanto /
pudo aliviarte. Estoy contigo. Ya no / soy. No existo. Pero en ti todavía canto
/ para ti”. Jaque a la reina, que es la muerte. Qué más se puede pedir. Tamargo
exprime la potencia creadora del idioma y nos ofrece su néctar desconcertante.
Da igual si lees: “(…) donde / el trallazo de dios, ya curva matemática, /
ensaya la agrimensura del tiempo” y fantaseas con la aparición del personaje de
Kafka en mitad del primer segmento del libro: el maravilloso agrimensor de En
la colonia penitenciaria, tan condenado y poca cosa que conduce a la
sonrisa, casi a la felicidad. Y da igual porque detenerse de forma exclusiva en
las resonancias directas, indirectas, o imaginadas, de Tamargo es caminar un
sendero fidedigno, pero incompleto. Hacerlo transforma las migas de pan en
trampas que desvían del destino. A las sugerencias de Tamargo debemos añadir el
reconocimiento de una labor creadora que parecería surgiera de la nada, si no
supiéramos ya demasiado, nunca es demasiado, y si no lo supiéramos, a él, a
Jorge, inserto en la tradición. Una de las cosas mejores suyas es que nos hace
desaprender, olvidar lo leído, y nos permite zambullirnos en el lenguaje sin
otro objeto que el lenguaje. Tarea tan inútil como trascendente, ya que, en el
mejor de los casos, somos seres para el placer estético. Pero abandonarse a él
requiere de esfuerzo receptor y de materia prima sobre la que efectuar el
abandono, siendo esto segundo, obvio, lo más complicado. Bien. Pues Jorge
Tamargo es un poeta tan musical, o sea tan poeta, que otorga al lector la
posibilidad lujosa de despojarse del entendimiento y de abandonarse a la
lectura sensitiva. Acunado o zarandeado por un ritmo que no excluye acordes ni
sonido melódico. El ritmo significa. Y la forma que deja el sonido en el
espacio, también: “(…) aprendes a nombrarlo casi todo. No lo conoces, / pero lo
nombras”. Si un poeta no es visionario no es poeta. Pero si sólo es visión,
tampoco es poeta. Son la cultura y el pensamiento la inteligencia que ejerce de
contrapeso a la imaginación: así, de lejos, el caballo va desbocado, pero, si
la cámara gira y mete zoom, observaremos que las manos de Jorge aprietan las
riendas. “Es la imaginación / tu último baluarte, el sexo / de tu inteligencia,
el verdadero aguijón / de tu memoria”. Los argumentos del tránsito es un
libro lleno de palabra vieja ―la que consuela― y de palabra nueva ―la que
invita a la esperanza―. Es un libro nuevo que es viejo; y que se convertirá en
antiguo. Todos debemos darle las gracias.
IX ACTO DE
RÍO
Si el diablo
disparara, si su trabuco
tuviera mirilla,
fuera ésta. Qué fuerza
la del viejo río
para imponerse a la roca,
para propinarle
semejante tajo. Qué embrujo
ejerce el salitre
sobre el animal,
que aunque
reniegue serpea
buscando el ara
salada. Para ti sangra
el ombligo de
Venus. Su caldo
espesa el agua
donde hundes las piernas.
Tus ojos, ahora
sí, entre paredes ciclópeas
se ajustan a una
vertical purísima: Los unos,
firmes en sus
extremos. Los otros,
en espirales
cerradas, como recreando
un fuste
salomónico alrededor del figurado
mástil. No hay
escaque posible cuando se llega
al tojo. El río
aún controla su esfínter, pero
sabe que este
grave trecho anuncia
el desparrame
final. La totora, redorada
en los meandros,
pardea. Tu balsa
apenas progresa.
Apenas se desvía
del mismísimo eje.
Estás solo (siempre
estuviste solo)
pero sospechas
que enrocados en
esas paredes, o fluyendo
en el agua
negruzca, estamos todos (―son
la comparsa de mi
soledad, recuerdas)
participando tu
silente danza. Lo sospechas
porque en el fondo
sabes que este paraje
carecería de
sentido sin testigos otros; que el diablo
jamás dispararía
sobre una presa, si terceros
no pudieran verlo;
que Dios jamás acallaría
su tralla (el
silencio también es meridiano)
si no actuara para
un público entendido. Y tú
no eres el
público. Eres el protagonista.
…Nosotros, quienes
aplaudimos
en la primera
curva, ahora sosegamos
el espíritu para
reconfortarte. Puede
que no tengamos
otra cosa, puede que
fuguemos como
espectros entre las rocas y
tu memoria, pero
no te abandonamos.
…De truchas,
ninguna señal. Aquí, ni siquiera
la muerte
gesticula. Los salmones
remontan este
tramo en procesión
callada. No
saltan. No desovarían en él,
está claro, pero
tampoco lo harían sin transmitir
a sus huevos, la
soberbia gravedad
de estas montañas.
Tú, al fin puedes
pensar, imaginar y
ver en un único acto. Sólo
el ruido te
impedía hacerlo. Tienes los ojos enfermos
de tanta
cavilación, pero algo ves. Buscas
al onagro en los
cantiles, ramoneando
en la ombliguera.
No está. Decides
no imaginarlo
(todavía) porque
cae la tarde,
decantada en los paredones,
sobre el agua
lenta. Esta es la Noche;
ésta: la madura,
no la pintona.
Ni la barragana
del cielo (o fanal de Dios,
qué más da)
alcanza para menguarla. La luz
que emite, azulea.
Es un azul ancilar,
metaoscuro. Nada
es más negro que lo azul,
cuando repica
sobre lo negro para morir
en él. Otoñea en
blanco y negro. El blanco,
en la cuenca de
tus ojos móviles, sólo.
… La noche, al
margen de cualquier divismo,
levanta el
penúltimo telón: recrea
el concentrado
astral que dio paso
al engrudo lácteo
donde la luz, pegajosa,
oscila. (La noche fue un día antes que el día.
La luz seca y
limpia, cortesía de tu Luminar,
es una licencia
poética que otorga la Negrona
a las estrellas
jóvenes). Todo esto lo sabes
ahora; ahora,
cuando se detienen
tus cuatro ojos
para regalarte
la esencia de su
inventario; justo antes
de que suene
(―escúchalo), un nuevo trallazo
en las espaldas
del cero: Uno. Otro.
Y otro. Y otro...
La tralla trae la mañana.
La desnuda para su
último baño, que es
el inicial,
quizás, en la boca del otero.
La mirilla del diablo agota su diana.
Hasta en la hoz amanece. Entonces
ves al onagro. Sí, ramonea en la ombliguera, y
gira su testa cuando afloran las notas
de tu flauta. La perspectiva embuda
hacia un horizonte terso. Esa es
la horizontal perfecta: una vibrante cuerda
en la base de los farallones. Ya no huye. Encima,
pero sin prisa. ¡EVOHÉ!, ¡EVOHÉ!, gritan
desde una orilla cuando el río se descorcha
finalmente. ¡HURRA!, desde la otra.
No tienes tiempo para detenerte, ahora no,
en voces destempladas. Estás a las puertas
de Getsemaní. Tienes que preparar (acaso
improvisar) la última oración, y debes
repasar los dones que agradecerás.
No vienen los soldados a buscarte. Vas
con el río a contaminar La Sal. Flor y sangre.
Rojiroja singladura que acaba en
banderilla: ápice de color que pica y parte
sobre la blanca geografía del final.
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