lunes, 24 de julio de 2023

LA TERESA DE ANTONIO PIEDRA. POÉTICA EN VENA




Únicamente los pies de barro dan valor al oro de la estatua.

                                                                                                                                     O. Wilde

 

Acabo de leer UNA HERMOSURA EXTRAÑA. La construcción poética en Teresa de Jesús, de Antonio Piedra. Un ensayo que ha provocado en mí múltiples estremecimientos: racionales, no racionales, ¿irracionales?, poéticos… Este magnífico libro, que deberíamos leer todos y leeremos “cuatro”, es un contundente tratado de retórica, sobre todo de retórica poética, cocinado con los ingredientes que constituyen el centro de la disciplina, y sazonado con las especias que rondan su periferia. Pero no es un tratado levantado en el aire con teorías leves, ni cavado en la roca con teorías graves, sino que se sustenta en un pragmatismo incontestable y luminoso, porque se extrae directamente de la obra de una poeta tan inmensa como irrepetible: santa Teresa de Jesús. Piedra, con mayor o menor éxito (con mucho en cualquier caso, teniendo en cuenta lo difícil del propósito), intenta emular a la santa en aquello que él define como una de sus intenciones primarias: bordear todos los planteamientos teóricos, doctrinales, conceptuales, y hasta los verbales, para llegar incólumes al prodigio que se encuentra en las profundidades del alma […] remover lo dificultoso y pesado para elevar el espíritu. Es imposible ceñirse a tal guion cuando se analiza críticamente una obra literaria en nuestro tiempo, pero Piedra lo intenta y debemos agradecerlo. En su libro (unas 330 páginas) hace y deshace con-fundiéndose con la santa hasta el punto en que ambos discursos, el del ensayista y el de la poeta ensayada, en ocasiones se dan a una ósmosis que a duras penas dirimen las comillas tipográficas. La simetría en ambos discursos no se basa en el uso del lenguaje o de la sintaxis (que también, un poco), se basa, sobre todo, en simétricas ironías, agudezas e “inteligencias retractiles”, esto es, inteligencias que saben cuándo saltar y cuándo agazaparse. Que entre bichos va la cosa. La una, santa. El otro, no. Pero… Teresa tiene tres o cuatro cerebros y dos o tres manos izquierdas, dice Jiménez Lozano citado en el ensayo. Yo podría decir algo parecido de Antonio Piedra y explicarlo, aunque éste no es el lugar para hacerlo. (Por cierto, no se echen atrás cuando vean la imagen de Teresa incluida en la portada del libro. Este ensayo no va de espiritualidad, y mucho menos de pura contemplación. La Teresa súper extática y medio ida que aparece en la imagen no es la que opera aquí). Piedra usa centenares de citas de la santa. Todo lo que escribe no hace más que respaldar (y ser respaldado por) lo escrito por ella. Claro, reordenado (¡vaya trabajazo!) e interpretado por él. Por él traído al siglo XXI. Esa es la cosa. Prologamos un libro cuya existencia se esperaba desde hace siglo y medio, dice Carvajal en el prólogo. Y tanto. Es cierto que lo esperaban “cuatro gatos”, pero ¿cuántos leyeron a Teresa en los últimos cuatrocientos años? Y sobre todo, ¿cuántos la leyeron como lo hizo Piedra?... Lo que hace el ensayista, en primerísimo lugar, es agitar el arponcillo y la carnada desde un andamio verticalmente contemporáneo para que los “cuatro gatos” de su tiempo maúllen, muerdan, traguen, digieran… y excreten lo que excreten, retengan el sustento esencial. Así perviven escritores como Teresa en el consciente colectivo de todos los tiempos: atravesándolo, con la ayuda de autores como Piedra, y afincándose en los “cuatro gatos” de cada pliegue: aquellos palillos de romero seco (los seres humanos para la santa) propensos, sin embargo, al justo riego, y capaces de convertirlo en fértiles ondas vibratorias, o en florecillas perennes, que diría Teresa. Digo en el consciente colectivo, porque los autores como ella, que guardan la llave de la lengua, trabajan en el inconsciente de los hispanohablantes a jornada completa. La santa, como se deduce de lo que explica Piedra, tiene la patente de una forma muy especial de manejar el romance. Se apartó (o la apartaron) del latín, pero a fin de cuentas, como cualquier otro escritor en lengua neolatina, jugó con ventaja, pues lo hizo libremente con monedas bien acuñadas, digo con Javier Marías. Su obra, unida a la de otros grandes autores coetáneos y contemporáneos suyos, trajo el castellano en volandas hasta donde está hoy. Pero ya en el siglo XVII, también gracias a ellos, que estuvieron a la altura de la mejor España, la lengua española estaba tan difundida en Italia (y en Francia, y en Alemania, y en Inglaterra), que los embajadores empleaban intérpretes para hablar ante el Senado veneciano y los españoles no. Todo el mundo se había hecho pueblo español, y el castellano era la lengua más necesaria entre todas las que se hablaban entonces. (Croce). Conocer y entender la poética teresiana, y sostenerla, vivísima, en el siglo XXI, es una forma de agarrarse a lo mejor de la lengua en un momento clave para lo que debía ser, y por desgracia no es su natural desarrollo, a causa de la perniciosa intervención de la ideología que, también en este campo, padecemos en España, en Occidente.

 

Los peajes

Para traer a la poeta Teresa de Jesús al primer plano en el siglo XXI, Piedra tiene que vivir y obrar en él. Y esto implica que, esté más o menos de acuerdo con sus paradigmas no pueda (y no deba) evitarlos. Sólo si habla desde este podio podrá alcanzarnos a quienes, estemos más o menos de acuerdo con él (el podio) lo sustentamos y padecemos. La presencia operativa de tres de estos paradigmas se hace evidente desde el primer capítulo del libro. Hablo de lo que Higinio Marín llama la vocación dialectizante de nuestro tiempo, y de lo que podemos llamar, en consonancia con esa forma de decir, sus vocaciones victimizante y democratizante.

Higinio Marín explica que, a partir de la reforma luterana, la lógica de síntesis que predominó en Occidente durante muchos siglos para resolver los problemas que suponía la normal evolución de nuestra cultura es desbancada por una lógica de confrontación dialéctica entre contrarios irreconciliables. Explica también que este paradigma se colma con la revolución francesa, y que por eso en los siglos sucesivos se refuerza una suerte de obsesión por negar desde postulados dialécticos (demasiado dialécticos, tal vez) todo antecedente condicionante en la conformación de lo nuevo. Bajo ese ímpetu dialéctico entiendo que Piedra oponga la retórica teresiana a la retórica del tomo. (Hasta que lean el libro, y simplificando mucho, entiendan por tomo el academicismo petulante y excluyente). Ímpetu dialéctico al que no es ajena del todo la propia Teresa (téngase en cuenta que vive buena parte de su vida en plena Contrarreforma), quien llega a decir: Guerra ha de haber en esta vida, porque con tantos enemigos, no es posible dejarnos estar mano sobre mano, sino que siempre ha de haber cuidado y traerle de cómo andamos en lo interior y exterior.

En este ensayo se pone en valor la obra de Teresa (su forma y sustancia poéticas, pero sobre todo su forma) oponiéndola a la obra de los llamados autores del tomo: desde Manrique hasta Dámaso Alonso. Prácticamente todos, claro, porque colocados frente a la especialísima obra de Teresa, ¿quién puede escapar de integrar el tomo en alguna medida? ¿Los no poetas o los antipoetas de los siglos XX y XXI? Yo no consigo obviar aquí aquella sentencia de Petronio: No pueden tener buen olfato los que están metidos en la cocina, y aquella otra de Calderón: Juez que ha sido delincuente, / ¡qué fácilmente perdona! Tal vez por eso, estando totalmente de acuerdo con el fondo de la cuestión que trata Piedra, disculpo el tomo a los sanjuanes, los frayluises y sus epígonos. Imagino (no imagino, sé) que Piedra también lo hace a su manera, aunque en este libro opte por la dialéctica dura para explicar y defender a Teresa, porque él mismo, como todos, carga con su porción de tomo. Sí, con algo de tomo cargamos todos, la verdad, qué le vamos a hacer. Habría que ser santa Teresa para evitarlo, y eso… Tomo, digo, sea éste gongorino, quevediano, italiano, francés, inglés, alemán, soviético o posmoderno. Lean algunas citas de Piedra en el sentido antes dicho:

 

[algo que no podía hacer fray Luis de León y sí santa Teresa] hablar con la misma propiedad de registros lingüísticos que sus ayos le habían enseñado.

 

[sobre Quevedo] un amor de mesa y tiralíneas que nada tiene que ver con el amor vulcánico de Teresa que distingue perfectamente dónde acaba la retórica de la rueca y dónde empieza la realidad trascendente.

 

¿Qué sabemos, sinceramente, del yo de Garcilaso de la Vega, de fray Luis de León, o del propio san Juan de la Cruz? Lo que nos dicen sus biógrafos que muchas veces forman parte interesada de la nómina del tomo, lo que intuimos por sus obras, y por lo que se les escapa en sus versos tan cuidadosos y exquisitos trazados en la oficina del platonismo. De Teresa, prácticamente y de forma directa, lo sabemos todo.

 

Ya sabemos que la santa no compuso liras como san Juan de la Cruz. No lo hizo porque su estética no consumía formas italianizantes, sino los acordes populares, pues es preciso que alguien “guise la comida” como Marta. 

 

Romance en la santa equivale a una opción perfectamente pensada y elegida a conciencia: la forma lingüística del pueblo llano para entenderse. Lo que de paso quiere decir también algo muy importante: que adrede no está en la tradición italianizante, culta, clerical, literaria. Ella está en la vanguardia del siglo XVI.

 

Una persona que solo hilvana endecasílabos con acento en la sexta es muy distinta de quien hace octosílabos como ocurre en el caso de la santa. Son respiraciones, pausas, atropellos, brevedades, solemnidades y precepciones muy distintas.

 

Piedra, sin embargo, pasa la mano a algunos autores que, o son más de su agrado, o en su momento hicieron una crítica a Teresa más ajustada a lo que él considera justo (y yo también, por cierto), o simplemente se inhibieron de juzgarla a la ligera. Por ejemplo, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén o Federico García Lorca. A Lorca lo cita diciendo sobre Teresa en 1933: flamenquísima y enduendada [como] el puente sutil que une los cinco sentidos con ese centro en carne viva, en nube viva, en mar viva, del amor libertado del tiempo. Vaya poeta, Lorca. Claro, en 1926 había dicho esto otro: 

 

[Góngora] Ya no podía crear poemas que supieran al viejo gusto castellano; ya no gustaba la sencillez heroica del romance. Cuando para no trabajar miraba el espectáculo lírico contemporáneo, lo encontraba lleno de defectos, de imperfecciones, de sentimientos vulgares. Todo el polvo de Castilla le llenaba el alma y la sotana de racionero. Sentía que los poemas de los otros eran imperfectos, descuidados, como hechos al desgaire. Y cansado de castellanos y de "color local", leía su Virgilio con una fruición de hombre sediento de elegancia. Su sensibilidad le puso un microscopio en las pupilas. Vio el idioma castellano lleno de cojeras y de claros, y con su instinto estético fragante empezó a construir una nueva torre de gemas y piedras inventadas que irritó el orgullo de los castellanos en sus palacios de adobes.

 

Uff…

En el repaso que da sobre la crítica a la obra de Teresa en los siglos XVIII y XIX, Piedra nos deja unas líneas que no tienen desperdicio:

 

[en el XVIII] Las formas empezaron a disociarse de la metafísica, los nuevos poetas se desentendieron de los viejos, la mundanidad que adoptan destierra a la antigua e inmediata religiosidad, y la nueva forma de escribir, sometida a la dictadura del buen gusto y de las academias sostenidas, se alejan como distintivo de los significantes simbólicos, de las paradojas eternas, de las realidades históricas, y hasta de las palabras mágicas al considerarlas un puro anacronismo.

 

[en el XIX] Como en la peor pesadilla de los sueños, un tonelaje de consideraciones neurológicas interviene en los fenómenos espirituales reduciéndolo todo a sexo sublimado o sobreentendido, a histeria colectiva, a neurastenias tipificadas, a misantropías monásticas, a un manojo de neurosis obsesivas, y a melancolías perpetuas entre otros fenómenos de perturbaciones psíquicas.

 

Qué bien visto. ¿No encaja esto a la perfección con las ideas de Higinio Marín antes citadas? En el llamado Siglo de las Luces la Ilustración desbocada, que había sido sobrealimentada con reformismo durante más de un siglo, vestía de largo la vocación dialectizante de la que hablaba Marín, para llevarla finalmente al altar con el Estado absoluto de Luis XVI (antes acunado por el cardenal Richelieu y sentenciado por Luis XIV), y celebrar su matrimonio con la revolución francesa. ¿Antecedentes condicionantes? ¿Para estos prohombres inventores de los derechos humanos? Qué va. El desprecio o menosprecio de una obra como la de santa Teresa de Jesús en estos dos siglos (previo y post revolución francesa) está más que justificado. Lo contrario hubiera sido raro. De hecho sigue siendo raro que alguien se detenga en esta obra como lo hace Piedra en pleno siglo XXI. Cosa de lectores y escritores aristócratas, como se verá más adelante.

Con relación a la vocación victimizante de nuestro tiempo, Piedra es también condescendiente. Lo es en este ensayo y con un objetivo muy preciso, quiero decir, porque, como lo fue Teresa, que de víctima nunca tuvo nada, él es un escritor fuerte, incluso duro; puestos a escoger, casi siempre más victimario que víctima. Pero aquí, manejando sus varios cerebros como lo hacía la santa, a ratos la presenta como damnificada, y haciéndolo entronca con el discurso victimista de nuestra época, en la que ser víctima y débil está mucho mejor visto que lo contario. A nadie se le escapa que Teresa, si es puesta frente a los hombres del tomo (hijos de Adán, les llamaba ella con una ironía de altos quilates) como una mujer que tuvo que hacer mil maniobras en la vida y en la literatura para no ser mal entendida, para no ser, incluso, llevada a la hoguera, entrará mejor a los posibles lectores de hoy. ¿Esto lo habría hecho así algún autor del siglo XVIII? Pues no. Ni se le habría pasado por la cabeza. Aunque en el fondo, por muchos cerebros que Piedra haya puesto en funcionamiento, puede que no lo haya premeditado, puede que, simplemente, no haya podido evitarlo. Eso quise decir cuando aludí a la meridiana contemporaneidad de su ensayo. Lean estas citas:

 

No podía ser escritora porque no era letrada, no podía ser letrada porque era mujer, no podía ser mujer en plenitud porque era una monja, y tampoco, ay, no podía ser poeta porque, sencillamente, es lo que le faltaba a una iletrada, a una mujer, y a una monja.

 

¿cómo llamar a la compositora de versos y de prosa lírica si no se consideraba poeta ni quería pasar por tal? […] una simple “romera”. Es decir, una peregrina de la palabra.

 

Claro que esto era así. Claro que supuso grandes dificultades para Teresa. Pero como el mismo Piedra explica o deja caer, según el caso, ella nunca se paró en varas: no querría yo, hijas mías, lo fueseis en nada [seres débiles y mujeriles], sino que parecieses varones, que si ellas hacen lo que es en sí, el señor las hará tan varoniles que espanten a los hombres. Esto es lo que en mi tierra se llama una mujer de pelo en pecho. Teresa se rio de todos los hombres que le pusieron trabas. Lo hizo con una inteligencia y una ironía sin pares. Piedra lo sabe mejor que nadie, lo cuenta mejor que nadie. Puede que sea precisamente eso lo que más le atraiga de la santa: su feminismo raigal y hondo, valiente y medido, nada victimista, que puesto al lado del histérico feminismo actual, parece cosa de otro mundo. Lo es.   

En cuanto a la vocación democratizante de nuestro tiempo pasa algo parecido. Ahí está y no se puede obviar por muy aristócrata que se sea. Teresa era una lectora aristocrática (esto Piedra lo explica muy bien en su texto, aunque no lo diga literalmente), y es también una escritora aristocrática, por mucho que haya huido del tomo. Lo mismo pasa con Piedra, que forma parte de la más alta aristocracia lectora y escritora de nuestro tiempo. No hay más que leer este ensayo para comprobarlo. ¿Cuántos pueden leer a Teresa como él lo hace? ¿Cuántos pueden escribir sobre ello como él? Léanlo y ya me dirán. Sin embargo, los tiempos mandan. Aparentemente se relaciona la aristocracia con el tomo, cosa que no siempre es así, y se le opone una Teresa “democrática”, que escribe para todos con el leguaje de los pobres: Un discurso que, sociológicamente hablando ―y de aquí su modernidad―, se identifique con el estilo de los pobres del momento que solo entienden “la llaneza en el hablar”. Pero en Piedra pasa como en Teresa, que trabajaba con palabras como si fueran hechos y que, además, pesaran exactamente como las onzas en una romana. No se puede leer a la ligera. Y no se puede dar por entendido todo antes de tiempo. Si se lee bien, aparecerán la Teresa y el Piedra aristócratas:

 

La verdadera aristocracia en el arte no sufre las multitudes curiosas y tampoco admite, como razón selecta, que el ruido del claustro genere una batahola parecida a la del mundo.

 

La ignorancia teresiana, a la que tanto acude en su obra, no es una disculpa, sino más bien una concesión retórica […] La ignorancia en la escritura teresiana emerge como un personaje casi alegórico que, paralela y estratégicamente, salta siempre que la argumentación no tiene vuelta de hoja como mujer, o cuando la experiencia mística no tiene recambio en el pensamiento formal del XVI.

 

La aristocracia de Teresa se manifiesta, además, en su hondo individualismo. Lo real para la santa sería todo aquello que circunda al ser y es atribuible a su individualidad, nos dice Piedra, que dedica un capítulo que no tiene desperdicio al yo teresiano y a su forma de representarse. Y también se manifiesta en su vocación trascendente aplicable a la vida y la obra: Porque serán cosas de mucho gusto algún día […] Calla, que vos veréis el provecho que ha de hacer esto que escribo, después que yo muera. Y ¿acaso no es profundamente aristocrático el espanto ante cualquier forma de colectivismo, tanto en la vida como en la obra? ¿Acaso no es aristocrática la vocación de conocerse a fondo, de primar el alma una y sola que se suelda a Dios como único merecedor de tal cosa? ¿Acaso no es aristocrático un yo consciente de sí, que sólo se preocupa por su Criador (yo en Dios, dice la santa), por más que este yo vaya siempre en zapatillas, por muy en ruinas que aparente estar? Ayn Rand, una atea, pero que construyó contra su tiempo un gran sanatorio para tratar el individualismo moribundo del hombre actual, dijo: El único conocimiento directo e introspectivo del hombre que posee cualquiera es el que cada uno tiene sobre sí mismo. / El alma noble se reverencia a sí misma. / Para decir “yo te amo”, primero hay que saber decir “yo”. Esto es pura aristocracia. Y nadie es más aristócrata que Teresa. Por muy autodidacta que haya sido, por muy a ras de suelo que vuele su retórica.

 

El destino alcanzado

Hechas las consideraciones oportunas sobre algunos de los peajes que debe pagar el ensayo a su tiempo; muy por encima, porque no se le debe mirar el diente a un caballo alado, decía Chesterton, debemos entrar de lleno, también por encima, que esto es una reseña y nada más, en lo que pretende, y con éxito alcanza Piedra, que es, sencilla y llanamente encontrar, fijar y comunicar las claves de la construcción poética en Teresa de Jesús. Casi nada. Y esto, nos dice él, poniendo de manifiesto una cuestión capital en Teresa de Jesús como escritora: lo que ella entiende por discurso de mi vida y discurso del entendimiento, a través de los cuales […] planifica una construcción poética personalísima. Más que unos demorados comentarios de texto, se trata en primer lugar de un venturoso trabajo de exégesis y hermenéutica. Exégesis, por su parte expositiva y explicativa. Hermenéutica, por su parte interpretativa y sacra. Porque todo esto, al margen de que el investigador sea agnóstico, se hace en territorio sagrado. Dios, Criador y destinatario del alma de la santa, es para ella EL POETA, por más que para otros, especialmente en nuestros días, pueda ser el poema por excelencia, un poema más, o incluso nada. Por encima de la honrilla de la escritura, de los juegos florales del entendimiento, y de las impresiones amorosas tan cómplices, está la honra y el honor de Dios como razón suprema, nos dice Piedra.

Así que el ensayista relee la obra de la santa renglón a renglón, verso a verso, y de la misma manera lee o relee casi todo lo que han escrito sobre ella los autores de peso, o sea, los del tomo. Pero esa lectura, especialmente la hecha del corpus scriptorum teresiano, está guiada por el objeto de su trabajo con una determinación (cuando lean el ensayo verán qué importante es el término determinación para la santa) y una puntería también teresianas, que realmente impresionan. Leí la obra completa de Teresa, publicada por la editorial Monte Carmelo en formato digital al cuidado de Tomás Álvarez, hace cinco o seis años, más o menos, y confieso que, después de leer UNA HERMOSURA EXTRAÑA, tendré que releerla lo antes posible porque no la leí como Dios y Teresa mandan, aun cuando mi lectura iba dirigida en la misma dirección que la de Piedra. La manera en que él registra esta obra y extrae de ella los datos que necesita para armar su relato no es nada común, está al alcance de muy pocos. Porque no se trata sólo de buscar y encontrar, que ya es mucho teniendo en cuenta la forma discontinua y dispersa en que la santa escribió, sino también de bien interpretar y reordenar en función de. Este ensayo no se aparta en ningún momento de su objeto de estudio. Teresa ofrece innumerables motivos tentadores para hacerlo (otros cedieron ante ellos), pero Piedra no pica. Aquí: construcción poética, construcción poética, construcción poética… Y claro, muy pronto aparecen los hallazgos, las sorpresas… La lectura que hace Piedra está dirigida, además, a encontrar la forma de no escribir palabra que no se corresponda con lo escrito por la santa. Esto no se puede lograr del todo, ya se sabe: la vertiente hermenéutica del trabajo exige interpretación, pero Piedra lo logra en buena medida, en la mayor posible. Por eso puede estar muy tranquilo. Por eso puede decir ante cualquier señalamiento: «ah, no lo digo yo, lo dice ella», y quedarse tan pancho.      

Siempre con la diana bien fijada, Piedra comienza por señalar y analizar los antecedentes que explican a la Teresa escritora: niñez / lecturas / crianza…

(Hago aquí un breve paréntesis para remarcar una magnífica sutileza que nos regala el Piedra más teresiano con relación al término Criador, que la santa emplea en lugar de Creador cuando se refiere a Dios. Nos dice él: La santa usa adrede el término «Criador» ―en más de medio centenar de ocasiones―, y no el de «Creador», tan de moda en su tiempo, con la misma intención poética de siempre: buscando la entraña que transfiere la imagen del criador que, amorosamente, da el ser y amamanta a sus criaturas. Cosa ésta no baladí en Teresa. Creo yo que es capital, porque ella fue creada por Dios, pero también criada por Él. Y esto quiere decir que por encima de la educación y la instrucción ―en todos los casos, en todos, mecanismos de adoctrinamiento que ella evitó experimentar fuera de casa―, está la crianza, que es la que transmite a la criatura criada todos los valores esenciales de su cultura. Ella tuvo una crianza cuidadosa en casa, aunque muy pronto quedó huérfana de madre, pero por encima de todo, estuvo siempre a los pechos de su Criador. O sea, que trascendido el Dios platónico, esa Idea que emana ―no crea― ideas o ideíllas, también se trasciende el Dios Creador para llegar al Dios Creador-Criador. Una delicia de resonancias y consecuencias trascendentes. En Teresa y en cualquier otro que haya sido creado-criado por Él).    

Expuestos los antecedentes que explican a la Teresa escritora, Piedra comienza a desgranar las maravillas concretas que se arrumban para desembarcar en la canción más larga, compleja y elaborada, tanto en verso como en prosa o a la vez, compuesta en el siglo XVI. Como el ensayo va, sobre todo, de retórica y de poética, voy a centrarme en ello.   

Piedra nos presenta a una escritora apartada de la producción industrial de su tiempo […] que nunca pretendió con su escritura hacer el verso más original de la historia, y mucho menos conferir estructura poética a la mística. (Me había prometido no traer la palabra mística a esta reseña, pero hacerlo aquí vale la pena). Una escritora que comienza a escribir rondando los 40 años, bajo expreso mandato de hacerlo, cuando ya acumulaba una enorme experiencia como mujer, como monja y como madre fundadora de una Orden religiosa. Piedra explica muy bien cómo entra Teresa en la escritura, basándose, sobre todo, en lo escrito por ella misma en el Libro de la Vida. Recoge sus miedos, sus dudas, y también sus más firmes determinaciones (determinación en Teresa es sinónimo de voluntad, nos aclara Piedra), entre ellas: no apartarse nunca de lo que le dictaba su experiencia. No diré cosa que no haya experimentado mucho, diría la santa. Esto evidencia las sospechas que provocaban en Teresa la filosofía en general y la teología clásica (cosas del tomo), y claro, en tanto que ramas de la filosofía, la dialéctica y la metafísica. Y evidencia también su desprecio por los fondos y las formas en la escritura que no estuviesen transidos por la verdad. Todo ello lo explica Piedra con maestría a lo largo de su ensayo. Sin embargo, quienes en nuestro tiempo no quieran o no sean capaces de leer bien a la Teresa de Piedra, pueden sentirse tentados a confundir la poesía de la santa con lo que se dio en llamar hace unos años en España poesía de la experiencia. Esa bazofia. Ya en la presentación del libro en Valladolid escuché a alguien apuntando en tal dirección. Y claro, el asunto demanda una aclaración urgente, porque confundir estas cosas sería más injusto y ofensivo para la obra de Teresa que todo el desprecio que padeció en los siglos XVIII y XIX juntos. La experiencia que sustenta la obra de Teresa nada tiene que ver con aquella que, sin ser antecedida por la imaginación ni pasar los filtros de la inteligencia, se posa como una ocurrencia más en la mente del poeta fácil, regalado y palabrero. No podemos imaginar a Teresa escribiendo: entré en la cocina y me encontré a sor Esperanza / hacía frío y le dije / compañera, qué frío hace en enero, / ¿viste la nieve en el patio?  ¿A que no? La experiencia en Teresa es cosa muy distinta. Dejemos que nos lo explique el propio Piedra: sería ingenuo hablar […] de la experiencia como de un encontronazo o hallazgo casual, o como dice la propia santa […] como un repique de campanas. Se trata de una determinación racional concreta que ―por verificaciones sucesivas, y no pocas― apuntala cualquier realidad vital, pensamiento, aprehensión, sentido, vivencia interior, o idea, y que en su caso pasan al discurso como una explicación irrebatible. Queda claro.

Al calor de una escritura veraz, con un yo que no admite desdoblamientos, y basada en la más honda experiencia, sensual o no, que huye de las formas convencionales porque no le sirven para captar y comunicar lo que quiere, nace lo que Piedra llama una concepción […] de la obra literaria al natural o a cielo abierto. Y a esta concepción, como es lógico, sólo puede corresponder una retórica particular, completamente novedosa para su tiempo; una retórica que, según Piedra, demanda poca industria, como dice ella, y mucha fuerza. Bien pudo rogar Teresa a este respecto: coloca, Señor, un guardia en mi boca, y un centinela a las puertas de mis labios… (Salmo 140). De esta retórica (no rácana, pero sí medidísima), que está en la base esencial de la poética teresiana en cuanto a su forma, va este ensayo, por más que se refiera a muchas otras cosas también importantes.

El ensayo comienza mostrando a una Teresa que huye de la retórica, que se coloca casi al margen de la misma, en oposición a lo que hacían los autores del tomo. Entonces Piedra se ve obligado a adjetivar: escritura natural / poesía a ras de suelo / acordes populares / retórica al alcance de la mano / retórica cordial / retórica desenfadada / estilo sencillo / palabra sonora, popular, semiautomática y atrapadora / discurso para pobres… En fin, que como la cosa al final tiene que acabar donde debe, porque Piedra de estas cosas sabe mucho, acaba así:      

 

¿Retórica? Claro, cómo no, pero tan bellísima como un proceso alimenticio y tan auténtica que pasó de Teresa directamente a la modernidad poética en cantidad de casos.

 

Retóricamente no hay quien la pille en descubierto. Para escribir solo necesita comunicar lo que siente y que, además, lo comprendan desde la primera de sus monjas a la última “esclavilla” del monasterio.

 

Lo que pretende es materializar su propio discurso y hacerlo visible, por la vía más elemental, y a través de la experiencia que tiene de Dios. Lo que, implícitamente, y como tal discurso, desemboca en los mismos o parecidos recursos retóricos que rechaza.

  

Para llegar a destino (el viaje en este caso tiene múltiples acicates), Piedra ha explicado quién fue Teresa, cuáles fueron los antecedentes que la hicieron escritora, por qué escribió, cómo lo hizo y por qué lo hizo como lo hizo; cuáles fueron sus razones, sus ambiciones, sus limitaciones, sus vacilaciones y sus determinaciones. Piedra se ha empeñado en demostrar que en Teresa se cumple la sentencia de Wilde colocada en el encabezamiento de esta reseña: los pies de barro dan valor al oro de la estatua. Demostrado queda, sin dudas, aunque en el caso de la santa, los pies de barro pesaron lo justo (poco) en su alma voladora, impulsada por un amor imbatible y por una poética en vena. El ensayo no tiene desperdicio de principio a fin. Lo recomiendo sin ninguna cautela. La obra de Teresa (en verso o en prosa) queda perfectamente encuadrada como obra poética, y colocada donde siempre debió estar, al menos, donde debe quedar instalada para los “cuatro” lectores que le corresponden en el siglo XXI. Para mí la lectura de UNA HERMOSURA EXTRAÑA ha sido una magistral lección de poesía. Y mientras la poesía siga siendo lo que siempre fue (que la cosa va mal en este sentido, como en tantos otros), seguiré leyendo los discursos de la vida y del entendimiento teresianos como una de las expresiones poéticas más altas de todos los tiempos. Creeré en ellos con la misma ingenuidad militante que mostraba Ángel Crespo con relación a La Comedia: Seguiré creyendo en el sistema astronómico de Ptolomeo hasta que el de Copernico inspire una obra poética como el Paraíso de Dante. En cuanto a Piedra, de nuevo le doy las gracias. ¡Bárbaro, poeta! Que sepas que imagino a la santa leyendo tu ensayo, esbozando una sonrisilla socarrona y sentenciando: Porque es verdad lo firmo. Teresa de Jesús.