El
silencio de Dios está lleno del discurso del hombre.
Corinne Enaudeau
Llevo algunos días volviendo una y otra
vez sobre la obra “Aniquilación” de Francisco Dos Santos. Siempre disfruto
mucho con las invenciones de este magnífico artista (diseñador, dibujante,
poeta), y en esta ocasión, por más que el título de la serie tuviese cara de
perro, no ha sido diferente. Francisco no ha logrado ponerme a temblar de miedo
con sus dramáticas escenas. Digo dramáticas y no trágicas con toda intención,
porque si a estas láminas le quitamos el marchamo literario, el caos que
contienen pudiera referir lo mismo a la muerte que al nacimiento. Es más, yo
quise ver y vi estas hermosas imágenes como instantáneas de un caos genitor, y
no de un caos exterminador. No un final. Un recomienzo. ¿Por qué? Aquí debía
detenerme. Lo sé. Pero me pasa lo de siempre: cuando me impulso no sé parar ni
siquiera ante muros envolventes. No debía preguntarme nada. «Esto me gusta y se
acabó», debía decirme. Sin embargo, si se cree tener herramientas razonadoras
sobre algún asunto, y asimismo se padece el vicio de escribir para ordenar las
ideas que esas herramientas levantan de manera despótica ante el sujeto-crédulo…
Montaigne dijo: bien quisiera tener más
cabal inteligencia de las cosas, pero no quiero comprarla por lo cara que cuesta.
Lo dijo cuando ya era tarde, cuando había invertido mucho en cabalidad
inteligente, pero seguro que aun así le dio tiempo a detenerse frente a
umbrales carísimos. Me pasa a mí, por ejemplo, con la música. No quiero saber
más de música. Sólo quiero escucharla. Consideraría un enemigo a cualquiera que
tratase de endosarme conocimientos de solfeo o armonía. Ya, pero estás láminas tan
sugerentes de Francisco…
Dos ideas
ajenas se alternaron en mi cabeza desde que vi la serie por primera vez. Había estrellas fugaces. Caían como si del cielo estuviera
lloviznando lumbre, dijo Rulfo refiriéndose a la festiva resonancia celeste
de un funeral. El aura alzaba chispas de
la tierra, dijo Leopardi refiriéndose a los tiempos en que todavía no se
había completado la ruina de Italia
hasta el punto en que sobre su tumba,
inmóvil, se sentase la Nada. En estas láminas de Francisco, ¿llovizna
lumbre del cielo, o saltan chispas de la tierra? Puede que la pregunta no sea
ociosa. O puede que sí. Porque en ambos casos ¿no se apunta a un fenómeno
restaurador? Si la aniquilación de Francisco viene del cielo y lo hace con
lumbre fría, es decir verde-azulada, ¿no será su motor un azufre reparador del
que resurjan, no sólo Lot y su fértil ebriedad, sino también sus hijas y
después sus nietos: padres de los moabitas y los amonitas? Bueno, los moabitas
y los amonitas nos gustarán más o menos, pero son hombres, no maquinitas
transhumanas… Y si la aniquilación de Francisco viene de la propia tierra, de la
que un aura universal hace saltar chispas, y todos esos azules y turquesas son devueltos
por el mar al Cielo, que los recibe y los luce, ¿no será que el propio Cielo
acepta tomar cartas en el asunto para que todavía la nada no se siente,
inmóvil, sobre la tumba de la humanidad? Por muy caribeño que yo sea, en ningún
caso imagino un escenario apocalíptico con esa rumba de colores altivos. Si los
cuatro jinetes del apocalipsis atravesaran semejante escenario, ellos y sus
caballos afortunadamente saldrían bailando lambada.
Que Francisco
se vea (nos vea) sujeto de aniquilación con esos ojos luminosos demuestra que
es merecedor de un don invaluable: el del Arte con mayúscula. Merecedor, digo,
de producirlo y recibirlo. Estas láminas son mucho más sensitivas que
razonantes o discursivas. Y como siempre
sentiremos más de lo que sabemos (Escohotado), son arte del bueno a pesar
de lo que pudiese lastrarlas el discurso: nada, no las lastra nada. Ninguno de
los pesados pensadores del Fin, ninguno de los sesudos nihilistas de pro, pudiera
imaginar una aniquilación tan gozosa y prometedora. Sucede que el arte no
resuelve problemas, ensalza misterios. Y esto de ser o dejar de ser… El ser no es un problema, es un misterio,
dijo Verneaux aludiendo a ideas de Marcel. La
existencia es un agujero en la realidad objetiva, dijo Jaspers. Y si lo es
la existencia, cómo no va a serlo la esencia. Todo lo referido a que seamos o
dejemos de ser, incluso inmersos como estamos en un recoveco histórico
enfangadísimo, acechados, además, por la inteligencia artificial, seguirá
siendo eso: un misterio: un agujero, no sólo en la realidad objetiva, sino
también en la consciencia. Así que el inconsciente de Francisco se aprovecha del
hueco en la consciencia (la suya y la nuestra) para levantar ante nosotros una
aniquilación de tez morena y ojos azules. Vamos, un bellezón que lejos de
asustarnos nos atrae.
Jamás
encargaría a un artista como Francisco una serie de láminas realmente
apocalíptica. Pensaría en artistas con menos luz, menos numen y menos sentido
del humor. Es decir, no pensaría en artistas, sino en productores o
reproductores de conceptos encadenados a sí mismos. O podría pensar en
racionalistas bobos, de esos capaces de concebir aquella Venus de Ayn Rand que
surge de la escotilla de un submarino. Pensaría, seguro, en los expertos armadores
de discursos humanos, demasiado humanos tal
vez, que muy altaneros ellos se creen capaces de llenar el atronador (ese sí que
me aterra) silencio de Dios.
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