lunes, 23 de septiembre de 2024

PIE EN PARED CONTRA LA CULTURA WOKE

 



           

¿De dónde viene que un cojo no nos irrite y un entendimiento cojo            sí? De que un cojo reconoce que nosotros vamos derechos, y un entendimiento cojo dice que somos nosotros los que cojeamos;                  sin eso, experimentaríamos piedad y no cólera.

                 Pascal                                        

La historia no tiene leyes, pero envía mensajes.

                                    Sánchez-Albornoz

 

De niño nunca tuve la más mínima oportunidad de poner pie en pared sin ser regañado. Mi padre, cuyo extremado civismo estaba siendo roído poco a poco por el régimen castrista, aún conservaba el suficiente como para prohibirme semejante gesto: «Quita la pata de ahí ahora mismo». «Papi, por favor, estoy cansado». «¿Desayunaste hoy?». «Sí». «Pues recuéstate al desayuno. Ya sabes que eso no se hace». Ni en casa ni en la calle. En ninguna parte, por muy sucias y carcomidas que estuviesen las paredes que me tentaban, podía descansar de aquella manera. En ocasiones teníamos que esperar horas y horas por una guagua (autobús urbano) a pleno sol, con una temperatura satánica, junto a personas que no sólo ponían un pie en la pared, sino que se agachaban al modo vietnamita, o se sentaban directamente en el suelo; pero ni en tal caso podía yo… El pie en la pared era cosa de mal educados. Punto redondo. Claro, también fue mi padre, quien, cuando yo tenía unos doce años, al enterarse de que había una suerte de matón amenazándome en el camino que hacía a diario para ir a la escuela, me dio una navaja y me dijo: «trata de no sacarla del bolsillo, pero si te ves obligado a hacerlo, no la guardes sin usarla». Mi madre, que estaba al tanto, puso el grito en el cielo, me quitó aquel artefacto (yo lo agradecí, tenía mucho miedo), y tuvo una discusión con mi padre que nunca olvidaré. El caso es que el meridiano civismo de mi padre, un hombre de modales casi decimonónicos, no estaba reñido con su capacidad para una pronta respuesta ante cualquier provocación abusiva. Respuesta que sería en cualquier caso proporcional a la provocación desencadenante. Vivíamos en un barrio peligroso de La Habana, en un tiempo donde los modales degeneraban de arriba abajo y la violencia, que alcanzaba su máximo nivel en la represión política, se enmascaraba de mil formas y permeaba todas las capas sociales, todos los espacios para la convivencia. (¿Convivencia? ¿Allí?). Pero mi padre era un tipo muy hispano. Sus modales refinados podían naufragar ante cualquier desafío irrespetuoso. Y en tal caso, jamás hubiera podido increpársele en los términos que lo hizo aquel Pero Bermudes a uno de los yernos del Cid: Lengua sin manos, ¿cómo osas fablar? Manos es lo que sobraba a mi padre cuando el asunto demandaba manos y no lengua. Mi padre bien hubiese podido decir con Ibn Hazm: la espada no es más que un peso hasta que deja la vaina.

La expresión pie en pared, como sustitutiva del hasta aquí hemos llegado, no se usaba en La Habana. La escuché por primera vez en España, inserta en la lucha (sí, lucha, para qué andar con eufemismos) política. Entonces (mediados de la década del diez) unos políticos se quejaban de que otros políticos organizaran escraches a las puertas de sus casas. (Actos de repudio, le llamaban en Cuba a estas muestras de mal gusto, intolerancia y odio, orquestadas allí por el gobierno contra sus desafectos). «Pero y esto ¿qué coño es?, a ver, ¿ya están aquí los comunistas desmelenados, con su habitual descaro y sus maneras violentas, atravesando la democracia y la paz españolas como Pedro por su casa?», me pregunté entonces. Claro que había que poner pie en pared. Pero se hizo a medias. Los políticos moderados en España no saben vérselas con los colectivistas e independentistas talibanes. Proceden todos como aquel aldeano empeñado en ponerle emplastos a un puerco espín. «¡Pie en pared!»… Bla,bla,bla… Y después a pasarles la mano. Que si pactos, que si concesiones mitigantes, que si facilitarles el acceso a las instituciones del Estado, al dinero-impuesto, a los medios de comunicación… Como diría Blaze de Bury: ¡qué ingeniosa sabe ser la cobardía! A lo que añado: y qué inoperante.

Vivo en un país completamente distinto al que encontré cuando llegué a finales del noventa y dos. España, que siempre tuvo la mecha corta, languidece ahora narcotizada, como si fuese un mísero villorrio donde se han comido todos los gallos. Es un país zombi, que parece caminar medio vivo detrás de su propio cadáver. Parece ir como dócil maletero tras los capitanes de la decadencia: Canadá, EE.UU. y Europa en su casi totalidad. Y es que la pulsión decadente y autodestructiva de la nación se ha embalado de la mano de independentistas y colectivistas, hasta el punto en que el propio país, entendido, también, como la suma de sus instituciones democráticas, corre peligro. La situación se asemeja tanto a la que se produjo en la década del treinta de siglo veinte, que hiela la sangre. La Monarquía Parlamentaria española empieza a parecerse demasiado a aquella República que, según cuenta Unamuno, un procurador de Balaguer definió como una iglesia donde todos eran herejes. ¿Cuántos españoles son hoy verdaderamente demócratas? ¿Cuántos saben acaso, a ciencia cierta, qué es la democracia? ¿Cuántos la defienden con uñas y dientes?

La democracia liberal en España va cuesta abajo como lo hace en el resto de Occidente. Va cuesta abajo con la cultura que, entonces ya convertida en civilización, la alzó sobre los restos del Antiguo Régimen. Una civilización, la occidental, que se formó a partir de la filosofía griega, el derecho romano (el derecho, no las leyes) y la innegociable pulsión libertaria y aristocrática de los pueblos germanos; todo ello amalgamado por el cristianismo. Es contra esa amalgama genitora que se lucha a muerte desde el exterior y el interior. ¿Desde el interior? Sí, especialmente y por incomprensible que resulte. Más de doscientos años lleva la razón desmandada, metiendo intelecto a empujones y desahuciando alma en el hombre occidental, como si ambas cosas no pudiesen y debiesen cohabitar en él. Demoler el cristianismo, de eso se trata, porque haciéndolo, Occidente caerá como un castillo de naipes. Pero en esta operación ya centenaria, España mantuvo siempre un perfil propio, a pesar de lo que pudo pesarle (mucho) dejar de ser El Imperio para ser, desde los puntos de vista económico, político y militar, un país de segunda o tercera fila en el concierto internacional. España mantuvo un perfil propio gracias a la inercia de su singular constitución como nación, marcada a sangre y fuego por ocho siglos de lucha divinal en la Península, seguidos éstos de otros cuatro de intensa hispanización en América. Doce siglos, uno detrás del otro, de conquista, urbanización, puebla, defensa de lo poblado y evangelización cristiana, específicamente católica. No es tan fácil desmontar el cristianismo en una nación con tales haberes. Sin embargo ahora, después de cuarenta años de plena inclusión en el coro de las democracias occidentales, una parte de la nación, de nuevo la que se siente más incómoda frente a sus milenarias tradiciones, se ha puesto a la cabeza de la lucha por un gobierno global libre de cristianismo.

A la unión, ya rara, de independentistas y comunistas (rara, porque el comunismo es tan propenso al gobierno global como el súper capitalismo antinacionalista), a esa unión, digo, se suma ahora el islamismo, que tiene dos primeras presas en la mirilla como aperitivos de su soñada comilona en Occidente: Israel y España. Independentistas, comunistas e islamistas en una coalición espuria, con fecha de caducidad más que tasada, pero que en estos momentos ejerce una presión enorme sobre nuestro país. Y la cosa no acaba ahí. EE.UU., que también se cae a pedazos, declina su intención de imperar en el mundo a favor de chinos y rusos, enfría la OTAN y deja a Europa donde se merece por paleta y mojigata: en la estacada. Sólo una nación como la española podría aguantar semejante presión por tantos flancos. Pero para aguantarla, tendría, primero, que pretenderlo, y eso… España tiene una historia tan especial, y los españoles tienen un alma tan vasta, que bien podrían plantearse una nueva hombrada. A fin de cuentas, la decadencia occidental, imputable en origen al desmadre de la razón y a su brazo armado: las revoluciones, es de raigambre cismática: protestante. Desde el catolicismo, tal vez podría España ofrecer una resistencia sui géneris. Sin embargo… ¿Puede ser modulada la caída, acaso frenada, después de más de dos siglos de ilustración, primero acomplejada y luego desbocada?

Se necesita mucha energía para enfrentar el entuerto, y, ciertamente, es difícil decidir por dónde empezar. No obstante, hay personas que ya tomaron una decisión: hay que construir un dique urgente en el trasvase de sentido común que se está llevando a cabo desde el sitio donde, evolucionando, estuvo siempre, al sito donde, revolucionando a mil vueltas por hora, se meteoriza. Y es que sin sentido común estamos perdidos. Ya se sabe que aquellos a quienes Dios quiere perder, los entontece antes. Y también se sabe que desdichada imprudencia la que nos lleva a desdeñar a los mediocres, cuando la mediocridad es un gas incoloro e inodoro que va acumulándose sordamente hasta que explota de súbito con increíble violencia. (José Corts Grau). Donde dice mediocres y mediocridad, añadamos estúpidos y estupidez. Hay que actuar ya. Nos quedamos sin tiempo.

El trasvase de sentido común que padecemos tiene su principal sala de máquinas en la llamada cultura woke. Prometí hace un par de años que no hablaría nunca en serio de esto, pero, lo siento (por mí y por quienes me lean), ahora no puedo evitarlo. Tengo hijos y nietos. No sólo hablaré de ello, sino que lo combatiré públicamente. Sabemos con Vico que el hombre ignorante se hace a sí mismo regla del universo. Y como ya son tantos los cretinos asimilados a tal disparate, si alcanzan a articularse del todo y terminan de redondear su alianza con el Estado (nacional y supranacional), establecerán las reglas con las que tendremos que funcionar a la fuerza en su universo woke. Así estamos. Ya casi lo tienen hecho. Toda la basura woke (¿hace falta que la liste?, no, ¿verdad?) constituye el colmo de la decadencia de Occidente. Y como tal, constituye también su Kerkoporta. ¿España retirará su tranca de esa puerta sin un último forcejeo? No. Decía Chesterton que la falsa teoría del progreso afirma que podemos cambiar el examen en lugar de intentar aprobarlo. ¿Eso haremos todos? ¿Cambiaremos el examen y terminaremos saltando sobre palos de escoba con cabezas de caballo hechas de madera, en supuestas pruebas de equitación? No, si podemos evitarlo. ¿Terminaremos comiendo insectos y preguntándonos cada mañana si somos gato o jirafa? No, si podemos evitarlo. Es increíble, pero a eso quieren llevarnos. Quieren abrir la Kerkoporta sin tener la menor idea de quiénes están esperando del otro lado. ¡Imbéciles! Van a encontrar resistencia. Mucha. Porque parece mejor oponer resistencia ahora que tener que batirse, no con los gatos o las jirafas mutantes, sino con los comunistas, los independentistas y los musulmanes en su confuso pero mortífero tropel. No añado los robots a la terna, porque si la inteligencia artificial se adelanta a los demás agentes de nuestro declive, apaga y vámonos. Dios no podrá perdonar nunca, creo yo, a la creación más espuria de su creación estrella.

En fin, en Madrid funciona hace dos años una asociación llamada precisamente Pie En Pared, que tiene por objeto encabezar en España la batalla civil contra esta lacra. Recientemente su presidente, Juan Carlos Girauta, y su secretario, Marcos de Quinto, me pidieron que me uniese a su equipo, integrado, dicho sea de paso, por personas de una solvencia apabullante en todos los sentidos. No sé si podré estar a la altura del reto que para mí supone trabajar en semejante grupo, pero lo intentaré. Parafraseando a Gracián, digo: porque ya no puedo echarme a las espaldas sin más lo que está pasando, me lo tomo a pechos. Pongo pie en pared. No me regañes esta vez, por favor, viejo.