¿De dónde viene que un cojo no nos
irrite y un entendimiento cojo sí? De que un cojo reconoce que nosotros vamos
derechos, y un entendimiento cojo dice que somos nosotros los que cojeamos; sin
eso, experimentaríamos piedad y no cólera.
Pascal
La historia no
tiene leyes, pero envía mensajes.
Sánchez-Albornoz
De niño nunca tuve la más mínima
oportunidad de poner pie en pared sin ser regañado. Mi padre, cuyo extremado
civismo estaba siendo roído poco a poco por el régimen castrista, aún
conservaba el suficiente como para prohibirme semejante gesto: «Quita la pata
de ahí ahora mismo». «Papi, por favor, estoy cansado». «¿Desayunaste hoy?».
«Sí». «Pues recuéstate al desayuno. Ya sabes que eso no se hace». Ni en casa ni
en la calle. En ninguna parte, por muy sucias y carcomidas que estuviesen las
paredes que me tentaban, podía descansar de aquella manera. En ocasiones
teníamos que esperar horas y horas por una guagua (autobús urbano) a pleno sol,
con una temperatura satánica, junto a personas que no sólo ponían un pie en la
pared, sino que se agachaban al modo vietnamita, o se sentaban directamente en
el suelo; pero ni en tal caso podía yo… El pie en la pared era cosa de mal
educados. Punto redondo. Claro, también fue mi padre, quien, cuando yo tenía
unos doce años, al enterarse de que había una suerte de matón amenazándome en
el camino que hacía a diario para ir a la escuela, me dio una navaja y me dijo:
«trata de no sacarla del bolsillo, pero si te ves obligado a hacerlo, no la
guardes sin usarla». Mi madre, que estaba al tanto, puso el grito en el cielo,
me quitó aquel artefacto (yo lo agradecí, tenía mucho miedo), y tuvo una
discusión con mi padre que nunca olvidaré. El caso es que el meridiano civismo
de mi padre, un hombre de modales casi decimonónicos, no estaba reñido con su
capacidad para una pronta respuesta ante cualquier provocación abusiva.
Respuesta que sería en cualquier caso proporcional a la provocación
desencadenante. Vivíamos en un barrio peligroso de La Habana, en un tiempo
donde los modales degeneraban de arriba abajo y la violencia, que alcanzaba su
máximo nivel en la represión política, se enmascaraba de mil formas y permeaba
todas las capas sociales, todos los espacios para la convivencia. (¿Convivencia?
¿Allí?). Pero mi padre era un tipo muy hispano. Sus modales refinados podían naufragar
ante cualquier desafío irrespetuoso. Y en tal caso, jamás hubiera podido
increpársele en los términos que lo hizo aquel Pero Bermudes a uno de los
yernos del Cid: Lengua sin manos, ¿cómo
osas fablar? Manos es lo que sobraba a mi padre cuando el asunto demandaba
manos y no lengua. Mi padre bien hubiese podido decir con Ibn Hazm: la espada no es más que un peso hasta que
deja la vaina.
La expresión pie en pared, como sustitutiva del hasta aquí hemos llegado, no se usaba en La Habana. La escuché por
primera vez en España, inserta en la lucha (sí, lucha, para qué andar con
eufemismos) política. Entonces (mediados de la década del diez) unos políticos
se quejaban de que otros políticos organizaran escraches a las puertas de sus
casas. (Actos de repudio, le llamaban
en Cuba a estas muestras de mal gusto, intolerancia y odio, orquestadas allí
por el gobierno contra sus desafectos). «Pero y esto ¿qué coño es?, a ver, ¿ya
están aquí los comunistas desmelenados, con su habitual descaro y sus maneras
violentas, atravesando la democracia y la paz españolas como Pedro por su casa?»,
me pregunté entonces. Claro que había que poner pie en pared. Pero se hizo a
medias. Los políticos moderados en España no saben vérselas con los colectivistas
e independentistas talibanes. Proceden todos como aquel aldeano empeñado en
ponerle emplastos a un puerco espín. «¡Pie en pared!»… Bla,bla,bla… Y después a
pasarles la mano. Que si pactos, que si concesiones mitigantes, que si
facilitarles el acceso a las instituciones del Estado, al dinero-impuesto, a
los medios de comunicación… Como diría Blaze de Bury: ¡qué ingeniosa sabe ser la
cobardía! A lo que añado: y qué inoperante.
Vivo en un país completamente distinto
al que encontré cuando llegué a finales del noventa y dos. España, que siempre
tuvo la mecha corta, languidece ahora narcotizada, como si fuese un mísero villorrio
donde se han comido todos los gallos.
Es un país zombi, que parece caminar medio vivo detrás de su propio cadáver. Parece
ir como dócil maletero tras los capitanes de la decadencia: Canadá, EE.UU. y
Europa en su casi totalidad. Y es que la pulsión decadente y autodestructiva de
la nación se ha embalado de la mano de independentistas y colectivistas, hasta el
punto en que el propio país, entendido, también, como la suma de sus
instituciones democráticas, corre peligro. La situación se asemeja tanto a la
que se produjo en la década del treinta de siglo veinte, que hiela la sangre. La
Monarquía Parlamentaria española empieza a parecerse demasiado a aquella República
que, según cuenta Unamuno, un procurador de Balaguer definió como una iglesia
donde todos eran herejes. ¿Cuántos españoles son hoy verdaderamente demócratas?
¿Cuántos saben acaso, a ciencia cierta, qué es la democracia? ¿Cuántos la
defienden con uñas y dientes?
La democracia liberal en España va
cuesta abajo como lo hace en el resto de Occidente. Va cuesta abajo con la
cultura que, entonces ya convertida en civilización, la alzó sobre los restos
del Antiguo Régimen. Una civilización, la occidental, que se formó a partir de
la filosofía griega, el derecho romano (el derecho, no las leyes) y la innegociable
pulsión libertaria y aristocrática de los pueblos germanos; todo ello
amalgamado por el cristianismo. Es contra esa amalgama genitora que se lucha a
muerte desde el exterior y el interior. ¿Desde el interior? Sí, especialmente y
por incomprensible que resulte. Más de doscientos años lleva la razón
desmandada, metiendo intelecto a empujones y desahuciando alma en el hombre
occidental, como si ambas cosas no pudiesen y debiesen cohabitar en él. Demoler
el cristianismo, de eso se trata, porque haciéndolo, Occidente caerá como un
castillo de naipes. Pero en esta operación ya centenaria, España mantuvo
siempre un perfil propio, a pesar de lo que pudo pesarle (mucho) dejar de ser El
Imperio para ser, desde los puntos de vista económico, político y militar, un
país de segunda o tercera fila en el concierto internacional. España mantuvo un
perfil propio gracias a la inercia de su singular constitución como nación,
marcada a sangre y fuego por ocho siglos de lucha divinal en la Península,
seguidos éstos de otros cuatro de intensa hispanización en América. Doce siglos,
uno detrás del otro, de conquista, urbanización, puebla, defensa de lo poblado
y evangelización cristiana, específicamente católica. No es tan fácil desmontar
el cristianismo en una nación con tales haberes. Sin embargo ahora, después de
cuarenta años de plena inclusión en el coro de las democracias occidentales,
una parte de la nación, de nuevo la que se siente más incómoda frente a sus
milenarias tradiciones, se ha puesto a la cabeza de la lucha por un gobierno
global libre de cristianismo.
A la unión, ya rara, de independentistas
y comunistas (rara, porque el comunismo es tan propenso al gobierno global como
el súper capitalismo antinacionalista), a esa unión, digo, se suma ahora el
islamismo, que tiene dos primeras presas en la mirilla como aperitivos de su
soñada comilona en Occidente: Israel y España. Independentistas, comunistas e
islamistas en una coalición espuria, con fecha de caducidad más que tasada,
pero que en estos momentos ejerce una presión enorme sobre nuestro país. Y la
cosa no acaba ahí. EE.UU., que también se cae a pedazos, declina su intención
de imperar en el mundo a favor de chinos y rusos, enfría la OTAN y deja a
Europa donde se merece por paleta y mojigata: en la estacada. Sólo una nación
como la española podría aguantar semejante presión por tantos flancos. Pero
para aguantarla, tendría, primero, que pretenderlo, y eso… España tiene una historia
tan especial, y los españoles tienen un alma tan vasta, que bien podrían
plantearse una nueva hombrada. A fin de cuentas, la decadencia occidental,
imputable en origen al desmadre de la razón y a su brazo armado: las
revoluciones, es de raigambre cismática: protestante. Desde el catolicismo, tal
vez podría España ofrecer una resistencia sui géneris. Sin embargo… ¿Puede ser
modulada la caída, acaso frenada, después de más de dos siglos de ilustración,
primero acomplejada y luego desbocada?
Se necesita mucha energía para enfrentar
el entuerto, y, ciertamente, es difícil decidir por dónde empezar. No obstante,
hay personas que ya tomaron una decisión: hay que construir un dique urgente en
el trasvase de sentido común que se está llevando a cabo desde el sitio donde,
evolucionando, estuvo siempre, al sito donde, revolucionando a mil vueltas por
hora, se meteoriza. Y es que sin sentido común estamos perdidos. Ya se sabe que
aquellos a quienes Dios quiere perder, los entontece antes. Y también se sabe
que desdichada imprudencia la que nos
lleva a desdeñar a los mediocres, cuando la mediocridad es un gas incoloro e
inodoro que va acumulándose sordamente hasta que explota de súbito con
increíble violencia. (José Corts Grau). Donde dice mediocres y mediocridad,
añadamos estúpidos y estupidez. Hay que actuar ya. Nos quedamos
sin tiempo.
El trasvase de sentido común que
padecemos tiene su principal sala de máquinas en la llamada cultura woke.
Prometí hace un par de años que no hablaría nunca en serio de esto, pero, lo
siento (por mí y por quienes me lean), ahora no puedo evitarlo. Tengo hijos y
nietos. No sólo hablaré de ello, sino que lo combatiré públicamente. Sabemos
con Vico que el hombre ignorante se hace
a sí mismo regla del universo. Y como ya son tantos los cretinos asimilados
a tal disparate, si alcanzan a articularse del todo y terminan de redondear su
alianza con el Estado (nacional y supranacional), establecerán las reglas con
las que tendremos que funcionar a la fuerza en su universo woke. Así estamos.
Ya casi lo tienen hecho. Toda la basura woke (¿hace falta que la liste?, no,
¿verdad?) constituye el colmo de la decadencia de Occidente. Y como tal,
constituye también su Kerkoporta. ¿España retirará su tranca de esa puerta sin
un último forcejeo? No. Decía Chesterton que la falsa teoría del progreso afirma que podemos cambiar el examen en
lugar de intentar aprobarlo. ¿Eso haremos todos? ¿Cambiaremos el examen y
terminaremos saltando sobre palos de escoba con cabezas de caballo hechas de madera, en
supuestas pruebas de equitación? No, si podemos evitarlo. ¿Terminaremos comiendo
insectos y preguntándonos cada mañana si somos gato o jirafa? No, si podemos
evitarlo. Es increíble, pero a eso quieren llevarnos. Quieren abrir la
Kerkoporta sin tener la menor idea de quiénes están esperando del otro lado.
¡Imbéciles! Van a encontrar resistencia. Mucha. Porque parece mejor oponer
resistencia ahora que tener que batirse, no con los gatos o las jirafas
mutantes, sino con los comunistas, los independentistas y los musulmanes en su
confuso pero mortífero tropel. No añado los robots a la terna, porque si la
inteligencia artificial se adelanta a los demás agentes de nuestro declive,
apaga y vámonos. Dios no podrá perdonar nunca, creo yo, a la creación más
espuria de su creación estrella.
En fin, en Madrid funciona hace dos años
una asociación llamada precisamente Pie En Pared, que tiene por objeto
encabezar en España la batalla civil contra esta lacra. Recientemente su
presidente, Juan Carlos Girauta, y su secretario, Marcos de Quinto, me pidieron
que me uniese a su equipo, integrado, dicho sea de paso, por personas de una
solvencia apabullante en todos los sentidos. No sé si podré estar a la altura
del reto que para mí supone trabajar en semejante grupo, pero lo intentaré.
Parafraseando a Gracián, digo: porque ya no puedo echarme a las espaldas sin
más lo que está pasando, me lo tomo a pechos. Pongo pie en pared. No me regañes
esta vez, por favor, viejo.