Ayer estuve en el teatro La Torre de Toro. Con mucho gusto
asistí al acto de entrega de los Premios Diálogo 2025 otorgados por la
Fundación Jesús Pereda, que en esta ocasión sirvió, además, para que la longeva
pero vivísima villa zamorana rindiese homenaje a una de las premiadas: María
Salgado, esa toresana de pro que, con veinte añitos, un aparato fonador
envidiable y su voz mezzosoprano, entonces casi blanca, que habría encajado a
la perfección en el canto lírico o en el pop de los ochenta, se presentó en la
casa del maestro Agapito Marazuela porque quería aprender a cantar el
repertorio de la música popular de raíz castellana. ¿Qué impresión habrá causado
María en Agapito? Amor a primera vista, seguro. Una mujer tan joven, con una
voz naturalmente colocada, afinadísima (María nació afinada, no desafina aunque
se lo proponga, no puede), con un sentido del ritmo innato (María pudo ser una
gran percusionista, lleva el metrónomo incorporado)… una mujer tan hermosa, que
habría podido disputar cualquier podio, por ejemplo, a las Anas (Belén o
Torroja) que ya pisaban fuerte los escenarios de medio mundo, o a las Martas
Sánchez que lo hicieron después. Una mujer con una voz tan bien provista, y
que, sin embargo, allí estaba, en aquella casita segoviana, con su melena
castaña, su cara de ángel y su cuerpo de diosa, muy lejos de pretender
desmelenarse o medio desnudarse en el escenario para amasar fama y dinero
subida a la ola de la música floja o al Ferrari de algún potentado. Una mujer
que buscaba los consejos de un maestro para cantarse a sí misma cantándole a
los suyos, para cantar lo suyo a los demás, y por esa vía llegar a todos con la
verdad por bandera. Verdad poética que la vieja Castilla canta para sí, y
también para que el mundo la escuche sonar de pe a pa: desde la Vega Toresana a
Tierra de Campos, desde La Raya (que más que separar cose a Portugal con
España) hasta el Cañón del Río Lobos, desde la Sierra de Gredos abulense hasta
Alar del Rey en Palencia, desde Tordesillas hasta Peña Amaya, desde la “sureña”
Segovia hasta la mismísima cuna cántabra.
María, que mantuvo los oídos muy atentos a don Agapito, y
que entonces escuchaba con fruición a artistas como Joaquín Díaz, María del Mar
Bonet y Lole y Manuel, por ejemplo, que también estaba pendiente de grupos
europeos como Gwendal o The Chieftains, aprendió muy pronto. Más que aprender
lo que ya llevaba en sí (eso no se aprende), aprendió a sacárselo de adentro de
manera eficaz. Y comenzaron a llegar los discos (quince en solitario y cuatro
en colaboración con otros artistas). Y comenzaron a llegar sus aportaciones
personalísimas a la música popular castellana, y también a las que no lo son,
pero sí: música sefardí, habaneras, música hispanoamericana en general, música
portuguesa… siempre con dos máximas innegociables: la base en la música tradicional
de Castilla, y una vocación que jamás fue meramente arqueológica, sino que siempre
trajo lo esencial de esa música al tiempo en que vive y trabaja la cantante.
María no es una folklórica al uso. Jamás adulteró su timbre
para “avejentarlo”. Jamás se plegó mansamente a la receta de la abuela. A María no le va ni siquiera lo vintage. Es una cantante de música
tradicional (digamos música folk si
queremos, por qué no), pero nunca rehúye su actualización, porque no rehúye la íntima
obligación que siente el auténtico artista (ni arqueólogo ni mero artesano) de hundir
la pisada en su tiempo histórico mientras lo atraviesa con la tradición a
hombros. El arte que no se “embarra” de esa manera muere muy pronto si es que no
nace muerto. María lo sabe. Por eso su obra es cualquier cosa menos una
recopilación de lugares comunes, de accidentes o anécdotas musicales. María es
una artista. Recibe la memoria, la incuba y la testa. Pero la entrega ampliada
y ajustada a los avatares de su tiempo, que es como la memoria se conserva
fértil, paridora, parturienta, y a la vez, siempre recién parida.
Y esta artista especial, única en su estilo, nació en Toro.
En el entonces número quince de la Plaza Santa Marina. Desde el balconcillo de
su casa natal, hoy tristemente desaparecida, observaba a diario el trajín de
sus vecinos: sus movimientos, su forma de hablar, su forma de tratar a los
otros, su forma de contender, de negociar, de cantar y de bailar, de amar; su forma
de ser, en última instancia. Y ese aprendizaje de matriz toresana la trajo
hasta aquí, hasta el homenaje de ayer, después de devolver a su tierra,
esponjado, todo lo bueno que recibió de ella. Es lógico que en Toro, villa
agradecida, se le honre.
No me alargo ni me lío, o eso pretendo, porque al escribir esta breve reseña quisiera ser, sólo, una especie de vocero, de notario. Alguien que aprovecha un homenaje para, de forma muy sucinta, levantar acta pública de las virtudes de una gran artista, de los haberes de una carrera musical redonda y plena. Pero como, según Flaubert, todos los notarios llevan dentro de sí las ruinas de un poeta, yo, con el propio Flaubert de fondo, digo: María Salgado, en su pueblo, en Zamora, en Madrid, en España (en esta España entrañable, queridísima, que hoy nos duele de nuevo con agudeza, la muy jodía), es una pincelada blanca sobre el manto negro de la noche. Que siga luciendo. Gracias a la Fundación Jesús Pereda. Gracias, Toro. Gracias, María. Que tu otrora voz limpia, ya perfectamente salpimentada, es decir, sucia de vida, siga sonando a Castilla, que es hoy, y será siempre, como encender la luz en la más cara despensa sonora de la Hispanidad, encontrar el botijo, arrinconado pero palpitante, y empinarlo con los ojos bien abiertos hasta que suelte lo que tiene que soltar.