El pasado jueves
me presentaron a José Luis Alonso de Santos, importante dramaturgo
vallisoletano, a quien en estos momentos se rinde homenaje en su ciudad natal
con una exposición retrospectiva en el Teatro Zorrilla: “José Luis Alonso de Santos. 50 años de vida teatral (1964-2014)”.
Asistí a la inauguración, escuché su breve y ameno discurso durante el acto que
la prologó, y finalmente estuve conversando con él acompañado de muy buenos
amigos. Estaba avisado, pero aun así me llamaron la atención su carácter
amable, su sentido del humor, su agudeza, su sencillez… en fin, la grácil
proyección de persona y personaje; tanto, que retengo la sensación de haber
participado una prueba más de lo bien que están el talento y el saber si
sustentados en una feliz hombría, entendida ésta como la capacidad de, antes y por
encima de todo, ser humano. Se trata de un autor que “pisa tierra”
continuamente. Sus obras sin duda lo demuestran. Bastaría repasar los títulos
de algunas de ellas: “Bajarse al moro”, “La estanquera de Vallecas”, “El álbum
familiar”, para comprender que José Luis, aunque muy capaz de poner en escena a
los clásicos con todo rigor, no se anda por la ramas a la hora de tragar, digerir,
y devolver ensanchada la realidad que su tiempo le impone. Sin embargo, en su
conversación emergen citas de grandes figuras de la historia, el arte y el
pensamiento con absoluto desenfado, sin la menor afectación. Es un hombre de
teatro, claro, un encantador de almas, pero el óptimo par de que les hablo:
humanismo y humanidad en perfecto equilibrio, es muy difícil de impostar sostenidamente
en escenarios distintos y no del todo controlados, aun para personas con tales
“competencias”. No es un impostor, José Luis, por supuesto, es un hombre inteligente,
talentoso y divertido.
Igual de
agradable sorpresa tuve hace unos meses, cuando vi el documental: “Entre el esplendor y el caos”, sobre
la vida y la obra del gran poeta cubano Delfín Prats. Un hombre que ha escrito
poemas excelentes, un gran pensador como todo buen poeta, que, sin embargo, se
conduce con una naturalidad y una sencillez que sobrecogen. Es Delfín otro vivísimo
ejemplo de intelectual valioso, capaz de penetrar al mismo tiempo los sesos y
el corazón de quienes lo escuchan, sin necesidad de simular comportamiento
alguno, con una alegría realmente contagiosa. Ya verán, si atienden mi
sugerencia final, a un hombre capaz de trepar un árbol ante las cámaras que lo
filman para coger y comer una fruta, como si fuera un niño, a la vez que
escribe versos como éstos: “un cuerpo fijo que entre juncos escapa/ si
Heráclito parcela las sucesivas aguas…” Hay seres que pueden contener y
acarrear estas virtudes, aparentemente tan contradictorias, sin romperse ni
agobiar a nadie. Delfín es uno de ellos.
Pero este texto no
pretende abundar en José Luis y Delfín como personas o autores, sino en las
reflexiones que en mí avivan conductas como las suyas… Llevo quizás demasiados
años moviéndome entre el tesón y la seriedad que a veces demandan determinados
trabajos o estudios complejos, y la necesidad de aliviarlos con pura vida.
Trato de ser intenso y grave cuando la situación así lo aconseja; y también intenso,
pero leve, en el resto de los casos. Una
gravedad alegre, que diría Lezama, sería el objetivo, pero no siempre puedo
alcanzarlo, lo confieso… Leo,
escucho, conozco a tanta gente con similares problemas…
Cuenta Heródoto,
a quien me acerco una vez más en estos días, que Amasis, el último faraón que
tuvo Egipto antes de caer en manos persas, en el 525 a. C., era un perfecto
vivales. Hombre dado a placeres y vicios de todo tipo, como los que suelen
aparecer a menudo a la vanguardia de las sociedades decadentes en vísperas del
cataclismo resolutivo que las convierte en fértil ceniza. Copio el referido pasaje:
“El orden que guardaba en sus asuntos
(Amasis) era el siguiente: por la mañana, hasta la hora en que se llena el
mercado, despachaba con tesón los negocios que le presentaban; pero desde esa
hora lo pasaba bebiendo y burlando de sus convidados, y se mostraba frívolo y
chocarrero. Pesarosos sus amigos, le reconvinieron en estos términos: ‘Rey, no te gobiernas bien precipitándote a
tanta truhanería. Tú, majestuosamente sentado en majestuoso trono, debías
despachar todo el día los negocios, y así sabrían los egipcios que están
gobernados por un gran hombre y tú tendrías mejor fama. Lo que ahora haces es
muy impropio de un rey’. Amasis les replicó: ‘Los que poseen un arco, lo tienden cuando precisan emplearlo, porque
si lo tuvieran tendido todo el tiempo, se rompería y no podrían usarlo en el
momento necesario. Tal es la condición del hombre; si quisiera estar siempre en
una ocupación seria sin entregarse a ratos a la holganza, se volvería loco o
mentecato, sin darse cuenta. Y por saber esto, doy parte de mi tiempo al
trabajo y parte al descanso’. Así respondió a sus amigos”.
Cierto. Quien mantiene su arco tendido todo el tiempo, no sólo corre el peligro de
romperlo, sino que pierde la noción de la flecha, más aún, de la diana, y más aún
del movimiento que sintetiza espacio y tiempo en el flechazo. Porque en el
arte, la tensión de la cuerda no significa nada, si no termina en flechazo. Y
el músculo, si engarrotado, ensimismado en el gobierno de la herramienta motora,
es incapaz de liberar la energía en el vector que justifica su esfuerzo: la
flecha grácil, la que rompe el aire garbosa y esconde sus avales. Claro, debo
citar aquí a Tagore, que escribe con toda razón: “El arco dice bajito a la flecha, al despedirla:/ Tu libertad es mía”. Pero los versos del poeta no contradicen o
niegan el buen juicio del rey. Porque
aunque el arco tendido le recuerde a la flecha que su libertad le pertenece, lo
hace en voz baja, sin que nadie más lo escuche, y únicamente en el momento previo
a la liberación, cuando parece entender que la flecha no apercibida puede
abusar de su libertad para instalarse en la desmemoria. La grave advertencia no
tiene que ser pública, ni mucho menos constante, como bien dejaba ver en su
imagen el “díscolo” faraón. Debe quedar entre el arco y la flecha, y
pronunciarse, sólo, en el momento oportuno, cuando se tensa la cuerda para el
feliz disparo, ni antes ni después.
Seguramente
Amasis y Tagore, cada uno a su manera, lo hayan explicado mejor que yo.
Seguramente lo explicarían de forma inmejorable si sentados a la mesa con José
Luis y Delfín. Entonces ¿qué hago metido aquí? Bueno, pongo el mantel, los
invito, los reúno ante ustedes… Acaso distiendo mi arco en el preciso instante en
que ellos me disparan, y, celebrando el flechazo, me cobran, mientras en medio
de una cuádruple y acorde sonrisa, obvian mis notas y beben mi café.
Sugerencias:
Aunque lo más relevante en José Luis y Delfín es, lógicamente, la obra, como en el texto apunté a su conducta frente a la creación y sus fundamentos: la humanidad y el humanismo, sugiero que, además de buscarlos donde más importan, vean los vídeos cuyos “enlaces” indico a continuación. En el caso de José Luis, se trata de parte de una entrevista que le hizo mi buena amiga Charo Vergaz. Siento no tener a mano ningún vídeo donde el dramaturgo se muestre más distendido, pero éste seguro servirá para abrirles el apetito… El vídeo sobre Delfín es más largo, pero su visión, estoy convencido, no los dejará indiferentes. Si tienen tiempo, no lo duden, véanlo hasta el final.
Gracias, Jorge; no conocía al señor Prats - no sorprendente, dada la censura a que estuvo sometido. Un colega ruso-parlante... Un artículo interesante de Manuel Díaz Martínez sobre el Sr. Prats aquí: http://diazmartinez.wordpress.com/2011/02/13/delfin-prats-3-poemas/.
ResponderEliminarGracias a ti, Julio. ¿Viste el vídeo que propuse...? Sí, allí ser poeta y homosexual salía muy caro. Y si además, el poeta no se avenía a rebajar su poesía para adpatarla a las formas del "realismo socialista" imperante, nada que hacer. Delfín es un caso muy especial en varios sentidos, pero sobre todo, es un poeta que importa mucho. Abrazos
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