martes, 18 de febrero de 2014

En el creciente fértil de la imaginación




  
                     … Y dijo Dios al hombre:
                       –– ¿Por qué no puedo enviarte al infierno, por qué?
                       –– Porque en el infierno he vivido yo siempre…
                                                   
                       –– ¿Por qué no puedo enviarte al cielo, por qué?
                       –– Porque nunca ni en ningún lugar he sido capaz
                         de imaginarlo…                      
                                                                     Oscar Wilde


Qué dos imágenes tan poderosas y bien construidas las del cielo y el infierno; cómo acotan al hombre entre sus márgenes… En un poema en prosa titulado “La sala del juicio”, Wilde recoge lo acontecido en el examen final que Dios realiza a un individuo despreciable, de muy escasa humanidad, sobre todo si examinado bajo una óptica contemporánea. ¿Quién es ese hombre? ¿El nihilista del postrero XIX? ¿el hijo pródigo de la revolución industrial? ¿el hombre-masa? ¿el súper hombre? ¿el hombre nuevo…?

En días pasados, por enésima vez estuve viendo una serie de documentales sobre nuestros orígenes. Es curioso, pero aunque no suelen inquietarme, y mucho menos excitarme las lucubraciones fantasiosas sobre el futuro de la especie, sí lo hacen las prospecciones del mismo tipo en su pasado. Si ensancháramos el concepto de ciencia ficción, reflejándolo en el tiempo con el presente en el eje de simetría, podríamos tal vez distinguirnos entre quienes preferimos participar un tipo u otro de especulación. De un lado los más conservadores, que prefieren imaginar cómo nos hicimos; del otro los más atrevidos, que gozan imaginando cómo nos desharemos.

Los relatos cinematográficos armados sobre los escasos vestigios existentes alrededor de la aparición y evolución de los homínidos hasta llegar a nosotros, como por ejemplo, “La odisea de la especie” o “ El amanecer del hombre”, me resultan estimulantes. Aun cuando en algunas ocasiones tienen una factura mediocre en lo puramente artístico, este tipo de guión cargado de fantasía creadora, capaz de saltar sobre la ciencia donde en principio se apoya, para caer en la parcela menos racional del hombre, taponando con verdad poética los agujeros que desaguan la memoria, logra movilizar a mi niño y activa su más humana candidez. Cómo agradezco los relatos sobre el descubrimiento del fuego o la navegación, la posible convivencia entre diferentes especies de homínidos, el origen del sedentarismo, el proceso de domesticación de plantas y animales, etcétera; cómo agradezco que no se detengan en lo meramente científico, que apliquen cataplasmas de imagen allí donde la ciencia no puede coser los retazos probatorios sin una ingente cantidad de intuición y otra similar de invención.
            
Claro, en la medida que se especula sobre etapas más recientes, menos espacio deja la ciencia a la imaginación, a la nuestra, quiero decir. Pero es entonces, cuando, dejando de imaginar en alguna medida, ante las numerosas evidencias arqueológicas que permiten relatos más científicos, comenzamos a entender con más claridad cuáles son las bases de la cumbre imaginativa que participamos hoy. Dejamos de imaginar, si ello es posible, para postrarnos agradecidos ante la enorme capacidad de hacerlo que ya tenían nuestros antepasados.

Hay un período y un lugar donde lo antes explicado es especialmente relevante: el neolítico en el creciente fértil. Hace unos doce mil años, en Oriente Medio, el hombre, que mucho antes había alcanzado la conciencia de sí, y había culminado el grueso de su evolución biológica para iniciar su potente evolución cultural, estaba preparado para entrar en la historia. ¿Es acaso la historia su principal invención? ¿Lo es el devenir, o sea, un tiempo lineal y asimétrico, voraz, donde sólo la historia puede hilvanar un relato apetecible, decididamente humano, nada bestial?

La edad de oro fue definitivamente superada en un reducido espacio de tiempo (revolución neolítica) y la historia, sumo cuento de la humanidad, no sólo apareció, sino que aceleró con todas las consecuencias. En el creciente fértil, entre los años 10.000 y 8.000 a. C., la materia pensante, más que nunca materia imaginativa, movida por un alma humana y capaz de obrar al margen de lo estrictamente perceptivo, inventó la historia y la civilización al calor de una serie de descubrimientos más o menos técnicos, prácticos (agricultura, ganadería, cerámica, metalurgia, ventajas de la vida sedentaria, etcétera) pero sobre todo, empujado por otras relevantes invenciones de muy distinto tipo: la religión y el arte antropomórfico estrechamente vinculado a ella. Porque sólo un hombre que se imagine el centro del mundo, que se venere a sí mismo y se ponga en manos de una fe convenientemente organizada alrededor de lo humano, puede dar el salto de objeto a sujeto cognoscente, de inmanente a trascendente, de prehistórico a histórico…

A este esencial fenómeno le siguen la arquitectura, el urbanismo, la escritura, y claro, también la propiedad, la sociedad menos igualitaria y más vertical, la guerra… Cuando una imaginación desbordante actúa sin otro control que el autoimpuesto por una convenida y conveniente fe, adaptada para sí por cada grupo, hasta llegar a inventar, incluso, algo tan exigente y voraz como la historia, habrá destapado sin remedio su caja de Pandora. Un tiempo desatado para el devenir no puede ser inocuo en los predios de la conciencia. Habrá que sujetarlo, invertirlo con posteriores invenciones, con otras atemperantes operaciones divinas, para hacerlo relativamente habitable. Cada vez será más necesaria la imagen reparadora, y entonces la poesía, el teatro, la música, la literatura… y la retórica… y hasta la filosofía, en alguna medida también poesía, pero más esforzada, con ciertos complejos disciplinares. En fin, más y más imaginación para contrarrestar sus propias “tropelías”. 
     
…Y aquí estamos, estoy, viendo de nuevo estos documentales, que tienen de documento mucho menos que de cine, buscando que alivien la carga a que me condenan los últimos diez mil años de imaginación supeditada a la gran invención de la historia, con su aparejado y necesario sostén ético-estético. Relatos fantasiosos, cómo no, pero sobre asuntos prehistóricos que no exigen estar demasiado alerta frente a los más aventajados de la clase, quienes imaginan ya un futuro sin hombre. Imagen narcótica que a ratos me salva de mirar la realidad con los ojos marcados por el brillo tramposamente cientificista y entonces determinista de la historia. En este sector de la ciencia ficción me siento más cómodo que en su simétrico futurible. Sé que la historia no ha muerto, claro que no. No se sale tan fácil de semejante engendro. No se desimagina de un plumazo lo tan bien imaginado. No se liquida con un sonoro post. Pero en este constructivo sector me alivio de ella, sobre todo de sus rápidos, sus rabiones más severos, esos que sobresaltan la memoria cuando cruza los siglos XIX y XX. Sí, me alivio, hasta tener ganas, incluso, de invertir el sentido a los versos introductorios de Wilde:  

… Y dijo Dios al hombre:
–– ¿Por qué no puedo enviarte al cielo, por qué?
–– Porque en el cielo he vivido yo siempre…
                                                   
–– ¿Por qué no puedo enviarte al infierno, por qué?
–– Porque nunca ni en ningún lugar he sido capaz
    de imaginarlo…

¿Acaso podemos ir nosotros, los humanos, a un sitio que no hayamos previamente imaginado? ¿Existen el espacio y el tiempo al margen de nuestra imaginación? ¿Y el cielo? ¿Y el infierno? Qué dos imágenes tan poderosas hemos creado; cómo nos acotan entre sus márgenes… ¡Dios!



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