… Y dijo Dios al hombre:
–– ¿Por qué no puedo enviarte al infierno,
por qué?
–– Porque en el infierno he
vivido yo siempre…
–– ¿Por qué no puedo enviarte al
cielo, por qué?
–– Porque nunca ni en ningún
lugar he sido capaz
de imaginarlo…
Oscar Wilde
Qué dos imágenes
tan poderosas y bien construidas las del cielo y el infierno; cómo acotan al
hombre entre sus márgenes… En un poema en prosa titulado “La sala del juicio”, Wilde
recoge lo acontecido en el examen final que Dios realiza a un individuo despreciable,
de muy escasa humanidad, sobre todo si examinado bajo una óptica contemporánea.
¿Quién es ese hombre? ¿El nihilista del postrero XIX? ¿el hijo pródigo de la revolución
industrial? ¿el hombre-masa? ¿el súper hombre? ¿el hombre nuevo…?
En días pasados,
por enésima vez estuve viendo una serie de documentales sobre nuestros orígenes.
Es curioso, pero aunque no suelen inquietarme, y mucho menos excitarme las
lucubraciones fantasiosas sobre el futuro de la especie, sí lo hacen las
prospecciones del mismo tipo en su pasado. Si ensancháramos el concepto de
ciencia ficción, reflejándolo en el tiempo con el presente en el eje de
simetría, podríamos tal vez distinguirnos entre quienes preferimos participar
un tipo u otro de especulación. De un lado los más conservadores, que prefieren
imaginar cómo nos hicimos; del otro los más atrevidos, que gozan imaginando
cómo nos desharemos.
Los relatos cinematográficos
armados sobre los escasos vestigios existentes alrededor de la aparición y evolución
de los homínidos hasta llegar a nosotros, como por ejemplo, “La odisea de la
especie” o “ El amanecer del hombre”, me resultan estimulantes. Aun cuando en algunas
ocasiones tienen una factura mediocre en lo puramente artístico, este tipo de
guión cargado de fantasía creadora,
capaz de saltar sobre la ciencia donde en principio se apoya, para caer en la
parcela menos racional del hombre, taponando con verdad poética los agujeros que
desaguan la memoria, logra movilizar a mi niño y activa su más humana candidez.
Cómo agradezco los relatos sobre el descubrimiento del fuego o la navegación,
la posible convivencia entre diferentes especies de homínidos, el origen del
sedentarismo, el proceso de domesticación de plantas y animales, etcétera; cómo
agradezco que no se detengan en lo meramente científico, que apliquen
cataplasmas de imagen allí donde la ciencia no puede coser los retazos
probatorios sin una ingente cantidad de intuición y otra similar de
invención.
Claro, en la medida que se especula sobre etapas más
recientes, menos espacio deja la ciencia a la imaginación, a la nuestra, quiero
decir. Pero es entonces, cuando, dejando de imaginar en alguna medida, ante las
numerosas evidencias arqueológicas que permiten relatos más científicos,
comenzamos a entender con más claridad cuáles son las bases de la cumbre imaginativa
que participamos hoy. Dejamos de imaginar, si ello es posible, para
postrarnos agradecidos ante la enorme capacidad de hacerlo que ya tenían
nuestros antepasados.
Hay un período y un lugar donde lo antes explicado es especialmente relevante: el neolítico en el creciente fértil. Hace unos doce mil años, en Oriente Medio, el hombre, que mucho antes había alcanzado la conciencia de sí, y había culminado el grueso de su evolución biológica para iniciar su potente evolución cultural, estaba preparado para entrar en la historia. ¿Es acaso la historia su principal invención? ¿Lo es el devenir, o sea, un tiempo lineal y asimétrico, voraz, donde sólo la historia puede hilvanar un relato apetecible, decididamente humano, nada bestial?
La edad de oro fue definitivamente superada en un reducido espacio de tiempo (revolución neolítica) y la historia, sumo cuento de la humanidad, no sólo apareció, sino que aceleró con todas las consecuencias. En el creciente fértil, entre los años 10.000 y 8.000 a. C., la materia pensante, más que nunca materia imaginativa, movida por un alma humana y capaz de obrar al margen de lo estrictamente perceptivo, inventó la historia y la civilización al calor de una serie de descubrimientos más o menos técnicos, prácticos (agricultura, ganadería, cerámica, metalurgia, ventajas de la vida sedentaria, etcétera) pero sobre todo, empujado por otras relevantes invenciones de muy distinto tipo: la religión y el arte antropomórfico estrechamente vinculado a ella. Porque sólo un hombre que se imagine el centro del mundo, que se venere a sí mismo y se ponga en manos de una fe convenientemente organizada alrededor de lo humano, puede dar el salto de objeto a sujeto cognoscente, de inmanente a trascendente, de prehistórico a histórico…
A este esencial fenómeno le siguen la arquitectura, el urbanismo, la escritura, y claro, también la propiedad, la sociedad menos igualitaria y más vertical, la guerra… Cuando una imaginación desbordante actúa sin otro control que el autoimpuesto por una convenida y conveniente fe, adaptada para sí por cada grupo, hasta llegar a inventar, incluso, algo tan exigente y voraz como la historia, habrá destapado sin remedio su caja de Pandora. Un tiempo desatado para el devenir no puede ser inocuo en los predios de la conciencia. Habrá que sujetarlo, invertirlo con posteriores invenciones, con otras atemperantes operaciones divinas, para hacerlo relativamente habitable. Cada vez será más necesaria la imagen reparadora, y entonces la poesía, el teatro, la música, la literatura… y la retórica… y hasta la filosofía, en alguna medida también poesía, pero más esforzada, con ciertos complejos disciplinares. En fin, más y más imaginación para contrarrestar sus propias “tropelías”.
Hay un período y un lugar donde lo antes explicado es especialmente relevante: el neolítico en el creciente fértil. Hace unos doce mil años, en Oriente Medio, el hombre, que mucho antes había alcanzado la conciencia de sí, y había culminado el grueso de su evolución biológica para iniciar su potente evolución cultural, estaba preparado para entrar en la historia. ¿Es acaso la historia su principal invención? ¿Lo es el devenir, o sea, un tiempo lineal y asimétrico, voraz, donde sólo la historia puede hilvanar un relato apetecible, decididamente humano, nada bestial?
La edad de oro fue definitivamente superada en un reducido espacio de tiempo (revolución neolítica) y la historia, sumo cuento de la humanidad, no sólo apareció, sino que aceleró con todas las consecuencias. En el creciente fértil, entre los años 10.000 y 8.000 a. C., la materia pensante, más que nunca materia imaginativa, movida por un alma humana y capaz de obrar al margen de lo estrictamente perceptivo, inventó la historia y la civilización al calor de una serie de descubrimientos más o menos técnicos, prácticos (agricultura, ganadería, cerámica, metalurgia, ventajas de la vida sedentaria, etcétera) pero sobre todo, empujado por otras relevantes invenciones de muy distinto tipo: la religión y el arte antropomórfico estrechamente vinculado a ella. Porque sólo un hombre que se imagine el centro del mundo, que se venere a sí mismo y se ponga en manos de una fe convenientemente organizada alrededor de lo humano, puede dar el salto de objeto a sujeto cognoscente, de inmanente a trascendente, de prehistórico a histórico…
A este esencial fenómeno le siguen la arquitectura, el urbanismo, la escritura, y claro, también la propiedad, la sociedad menos igualitaria y más vertical, la guerra… Cuando una imaginación desbordante actúa sin otro control que el autoimpuesto por una convenida y conveniente fe, adaptada para sí por cada grupo, hasta llegar a inventar, incluso, algo tan exigente y voraz como la historia, habrá destapado sin remedio su caja de Pandora. Un tiempo desatado para el devenir no puede ser inocuo en los predios de la conciencia. Habrá que sujetarlo, invertirlo con posteriores invenciones, con otras atemperantes operaciones divinas, para hacerlo relativamente habitable. Cada vez será más necesaria la imagen reparadora, y entonces la poesía, el teatro, la música, la literatura… y la retórica… y hasta la filosofía, en alguna medida también poesía, pero más esforzada, con ciertos complejos disciplinares. En fin, más y más imaginación para contrarrestar sus propias “tropelías”.
…Y aquí estamos, estoy, viendo de nuevo estos documentales, que
tienen de documento mucho menos que de cine, buscando que alivien la carga a
que me condenan los últimos diez mil años de imaginación supeditada a la gran
invención de la historia, con su aparejado y necesario sostén ético-estético. Relatos
fantasiosos, cómo no, pero sobre asuntos prehistóricos que no exigen estar demasiado
alerta frente a los más aventajados de la clase, quienes imaginan ya un futuro
sin hombre. Imagen narcótica que a ratos me salva de mirar la realidad con los
ojos marcados por el brillo tramposamente cientificista y entonces determinista
de la historia. En este sector de la ciencia ficción me siento más cómodo que
en su simétrico futurible. Sé que la historia no ha muerto, claro que no. No se
sale tan fácil de semejante engendro. No se desimagina de un plumazo lo tan
bien imaginado. No se liquida con un sonoro post.
Pero en este constructivo sector me alivio de ella, sobre todo de sus rápidos,
sus rabiones más severos, esos que sobresaltan la memoria cuando cruza los siglos
XIX y XX. Sí, me alivio, hasta tener ganas, incluso, de invertir el sentido a
los versos introductorios de Wilde:
… Y dijo Dios al hombre:
–– ¿Por qué no puedo enviarte al cielo,
por qué?
–– Porque en el cielo he vivido
yo siempre…
–– ¿Por qué no puedo enviarte al infierno,
por qué?
–– Porque nunca ni en ningún
lugar he sido capaz
de imaginarlo…
¿Acaso podemos ir nosotros, los humanos, a un sitio que no
hayamos previamente imaginado? ¿Existen el espacio y el tiempo al margen de
nuestra imaginación? ¿Y el cielo? ¿Y el infierno? Qué dos imágenes tan
poderosas hemos creado; cómo nos acotan entre sus márgenes… ¡Dios!
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