Para Rey y Pepe
No estuve en Arizona. Primero un simple decorado para películas de cowboys: aquellos riscos plagados de trampas, aquellos pueblos de mala muerte, los pioneros, los bandidos, su ejemplar contraparte, aquellos líos… Todo en riguroso blanco y negro. Luego, ya rojos, el Cañón del Colorado y la guerra Estados Unidos-México. Más tarde, a todo color, las obras de John Ford en Monument Valley, las de Max Ernst, las de Wright. Magníficas todas. Con qué diligencia se “colorearon” las películas del primero. Y aquella escultura del segundo: “Capricornio”, aunque sólo para verla de frente, qué maravilla. Y aquel cuadro: “Europa después de la lluvia”, qué locura. Y las mansiones del tercero, especialmente “Taliesin”, qué envidia… La lejana Arizona fue para mí una imagen compuesta, en la que, según el momento, fluctuaron las dosis de naturaleza, pionerismo, conflicto y arte. Todo abundante, incluso excesivo, rayando lo extremo… Hace poco la sobrevolé de viaje a Los Ángeles, donde visité a un gran amigo aprovechando una escala hacia México vía San Diego. Desde el avión parecía confirmarse la majestuosa hondura del escenario… Un sitio a visitar, seguro. Pero hoy, aquí, Arizona es sólo una necesaria invitada.
Días atrás, precisamente mientras repasaba la fértil estancia de Max Ernst en Arizona, di con una “obrita” en Sedona que llamó especialmente mi atención. Capilla de la Santa Cruz ¡Qué acierto! No la conocía, aunque al parecer (no lo comprobé) fue premio del Instituto Americano de Arquitectos en 1957. Se trata de una de esas obras que conmueven primero y hacen pensar después. Por la forma en que resuelve ante el par naturaleza-arte, o sea, necesidad-libertad, naturaleza-gracia. Recordemos aquí a Schopenhauer: “La necesidad es el reino de la naturaleza; la libertad es el reino de la gracia”.
Nuestra mitología occidental, si es que podemos llamar así a esa suma amalgamada de relatos egipcios, persas, griegos, nórdicos, celtas y judeo-cristianos, está bien dotada de montes célebres: Ida, Olimpo, Parnaso, Carmelo, Sinaí, Lyfjaberg… Es obvio que los montes son los sitios más cercanos al cielo, ese espacio sin fondo que tradicionalmente hemos sobrecargado de dioses. “Siempre, ¡queridos!, la tierra anda y el cielo aguanta”, decía Hölderlin. La altura, atributo geográfico de origen geológico, ha hecho de los montes perfectos escenarios para nacimientos y parlamentos divinos, importantes pruebas de fe, masivas ejecuciones, severos castigos… Sin embargo, no son estos parajes, ni siquiera los que participan una contrastada realidad geográfica, lugares donde se haya edificado mucho. Con la relativa excepción del Carmelo (vergel, jardín divino) que por su gran extensión y su privilegiada huerta no pudo escapar del todo a los afanes económicos, urbanísticos y turísticos de quienes ejercen los distintos cultos que amontonan pretérito en él, el hombre no abusó de sus montes sagrados, nunca los desbrozó. Desde la cueva de Zeus en el Ida, Creta, hasta la capilla de la Santísima Trinidad en el Sinaí, pasando por el Templo de Apolo en el Parnaso, las actuaciones en los montes que más importan fueron siempre comedidas. Hay que tener cuidado con los dioses. No se deben tabicar ni alicatar sus predios a la ligera. Esto lo sabe el hombre.
El monte donde se levanta la Capilla de la Santa Cruz de Sedona, quedó emparentado con sus célebres ascendentes euroasiáticos, no sólo por empadronar a Dios en una nueva cumbre, sino porque fue tratado con la delicadeza que estas acciones demandan. Es curioso, se trata de una obra arquitectónica pero muy participada por una escultora: Marguerite Brunswig Staude. Un prisma de sección troncocónica, generado como por extrusión, rotundo, pero terso y perfectamente escalado, se incrusta en la roca de la que también parece emerger, cual guiño matemático para la creación de una imagen poética que humanice el “rojizo desorden”: cabal muestra de aquel tiempo sin hombres, cuando, al decir de Benn: “la tierra todavía estaba sola/ acumulando capa tras capa”. Esta roca entró definitivamente en el tiempo histórico, divino. Jamás volverá a experimentar la soledad. La cruz con que Oriente culminó la conquista de Occidente, apuntalando el huraco que abrió Alejandro en los muros del mundo, se planta en la cima navaja con la solvencia de los grandes símbolos universales, pero no contestando el “skyline” de la montaña, como sucede, por ejemplo, en el Valle de los Caídos, Madrid, sino refractando luz cual horcón a la entrada de una gruta. Aquí la vibrante irritación es, sobre todo, eficaz claroscuro. La cruz figura francamente iluminada sobre un fondo acristalado que responde a la luz con un oportuno tono negruzco. La cruz es lo prominente en el rostro de esta capilla. Emerge de la roca, o, por qué no, la penetra cual cuña que se fundiera con la herida que causa, imponiendo la geométrica sutura. Geométrica, sí, pero grácil. La gracia de la libertad actúa de nuevo, cómo no, a través del arte, sobre la titánica naturaleza. El gesto es airoso, resuelto, y sin embargo delicado. Por la forma, la escala, el color; porque cohabita con su natural entorno sin generar tensiones malsanas. La obra está en tensión, claro, pero amablemente… El sitio es ya un Lugar. Como dije en un texto anterior: cantidad espacial significada.
Interiormente la capilla no defrauda. Una suerte de cueva-túnel con dos focos de luz natural. El uno a la espalda, anecdótico por lógico y estrictamente necesario. El otro al frente… ¡Dios, qué retablo! Aquí se invierte el efecto luminoso. La cruz queda en sombra y se recorta sobre la cristalera. Ésta afina su óptica para que la bóveda celeste nos deslumbre con una luz cargada de contenido. Tiene que ser ésa la casa del “Sheriff”. Dejamos abajo la taberna con sus buscavidas y pistoleros, para asomarnos al trascendente balcón donde mejor se intuye el divino aposento. Ya no somos antílopes o zorros. Edificamos en el monte, pero no para guarecernos. Lo hacemos con medida delicadeza para tomar posición en el umbral del cielo. Esto es arte.
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