Cabecita,
cabecita,
tente en ti,
no te resbales,
y apareja dos
puntales
de la
paciencia bendita.
Cervantes
Amanecí jodido, muy sobresaltado. Tuve un sueño que terminó
en pesadilla. Siempre me guardo lo que sueño, por temor a dos amigos argentinos
que me acechan con su montón de teorías en ristre, pero esta vez me arriesgaré.
Que digan lo que quieran. Soñé esto, y en una sola noche:
Participé diacrónicamente la fundación (o refundación,
según el caso) de varias ciudades importantes. Estuve con Teseo inaugurando
Atenas; con Rómulo en Roma; con el ermitaño Pelayo en el descubrimiento de los
restos de Jacobo de Zebedeo, y en la consecuente invención de Santiago de Compostela; con
Pánfilo de Narváez en la primera fundación de La Habana; y con aquellos cincuenta
locos o matreros devenidos en señores, en la segunda, que es la que perdura (¿perdura?);
con Pedro el Grande (versión rusa, no aragonesa) estuve levantando San
Petersburgo. Y para terminar, fui testigo de un intento de refundación de la
actual Barcelona. Cuántas experiencias, y qué final. Todavía tiemblo.
No recuerdo todos los detalles, ni falta que hace, pero sí
los más relevantes. Resumo:
Con Teseo ayudé a convencer a los más ricos de cada una de
las tribus del Ática, de lo conveniente que podía resultar su unión, y el
asentamiento del cuerpo social resultante, alrededor de aquel pedrusco árido
que difícilmente escalarían los terribles heraclidas que habían llegado del
norte y todo lo devastaban. Viví la fundación de Atenas, y también de la
democracia: su afán primero por el orden, la inteligente y eficaz división de
la sociedad en patricios, labradores y artesanos… Cuando a las tribus del
Ática se unieron (al menos en aquel momento) las de Mégara, vi a Teseo ordenar
la construcción en el istmo de Corinto de la columna que menciona Plutarco. Es
cierto: en su cara oriental decía: No es
ya Peloponeso, sino Jonia, en su cara occidental: Esto es Peloponeso, ya no Jonia. Viví ese momento de amplia aceptación entre
los semejantes, y celosa prudencia frente a los otros.
Con Rómulo, ayudé a surcar la primera frontera de Roma
sobre la vieja Alba. A ratos lidiaba con el arado del que tiraban ayuntados una
yegua y un buey, dicen que etruscos ambos. Estuve en la trifulca de los secuaces
de Rómulo con Remo. Vi morir a este último. Vi organizarse a la ciudad con una
vocación inclusiva, democrática, pero también con un amplio sentido defensivo y
un gran celo por la disciplina y el orden. Vi cómo eran recibidos e integrados los
latinos y hasta algunos tirrenos, por ejemplo, y cómo era organizada la primera
legión. Participé en el rapto de las sabinas. Incluso me enamoré de una,
guapísima, que (qué cosas pasan en los sueños, ¿verdad?) hablaba en perfecto
castellano y atendía a todas mis insinuaciones libidinosas. Vi cómo influyeron
estas mujeres para que se amistaran definitivamente romanos y sabinos. Dejé
Roma cuando Rómulo, ya corrompido por el poder, desapareció en raras
circunstancias; antes de que Numa (un sabino, dicen que alumno de Pitágoras)
sin quererlo se hiciera con el mando de la ciudad. Me fui imbuido de la tremenda
fuerza fundacional que tiene un grupo social en fase creciente: con una fe
ciega y casi simétrica en sus dioses y sus héroes. Llegué a ver, incluso, como
a Rómulo lo deificaron y lo nombraron Quirino.
Aparecí en
Santiago de Compostela. Que no lo era todavía, sino que apenas era un viejo poblado celtíbero
o godo, no sé bien, con ascendente romano. Allí vi cómo un ermitaño de nombre Pelayo
(qué toque astur, por cierto) descubrió un enterramiento con tres cadáveres,
uno de los cuales todos juraban que era el del apóstol Santiago. Pude ver el
gran lío que se montó alrededor del suceso. Vi cómo los astures aprovecharon el
lance para afianzar su posición al norte de la península ibérica, y también su
proyecto expansivo frente a los invasores africanos. Supe que más allá de Los
Pirineos resonó la noticia que parecía aliviar, por vía divina, el temor de
italianos y franceses a que los musulmanes pudieran traspasarlos. Con una Roma
en franca decadencia, y una Jerusalén inaccesible para los seguidores de
Cristo, Santiago de Compostela se mostraba como el sitio ideal para colmar las
peregrinaciones que debían medir, pesar y reestructurar a una Europa
decididamente cristiana. Participé en el replanteo de la catedral, y puede
intuir que sería el centro de una gran urbe, el vector inflamatorio de un gran
reino. Y así fue. Ni la total destrucción provocada en la ciudad por Almanzor a
fínales del primer milenio, pudo evitar que el sepulcro del santo irradiara
futuro. Un futuro que estaba reservado para que los reinos cristianos, cada vez
más unidos y potentes, desbancaran a los de Taifas, cada vez más débiles y
desestructurados.
Me desperté. Dudé si dejar la cama y ponerme a escribir,
pero mi mujer me dijo: ―Apaga, coño, y
duerme, que mañana hay que madrugar. No pensé que pudiese recuperar el
sueño, y mucho menos el relato que había interrumpido, pero sin saber cómo, me
vi en La Habana. Bueno, en aquel pantanal insalubre donde la dicha ciudad se
fundó por primera vez. Estaba con Pánfilo de Narváez, un aventurero a las
órdenes de Diego Velázquez, un hombre de gatillo fácil y muy malas artes
sociales, que de urbanismo sabía lo que sé yo de aviación. Aquella fundación
fracasó por la poca hospitalidad de los mosquitos y la mala calidad del agua,
pero los adelantados, herederos de
aquellos Pelayos astures y gallegos, o, quién sabe si marranos y moriscos encubiertos
que huían de la persecución de sus majestades católicas, no se rindieron.
Caminaron hacia el norte a golpe de machete contra la manigua, hasta que
encontraron la tina perfecta para que se bañara San Cristóbal: una magnífica bahía
de bolsa relativamente cercana a un riachuelo. Iba con ellos. Vi cómo se
adueñaron de aquel predio, cómo se las vieron con los indígenas que allí
moraban, cómo prevalecieron y celebraron la primera misa. Eran unos cincuenta
tíos. Qué tropa tan peligrosa. Pero qué determinación, qué ganas de sobrevivir
y de fundar. No me extraña que su ciudad (la mía) haya sido lo que fue hasta
que, cansada y podrida por tanto hedonismo barato, cayera en manos de la Casa
Castro de Holguín.
Y entonces aparecí en lo que prometía ser San Petersburgo.
Dios mío, qué licenciosos resultan algunos sueños. Estuve cerca de Pedro el
Grande, que hablaba varios idiomas, pero que a mí llegaba siempre en
castellano. De nuevo sobre un temible pantano. Esa vez sin mosquitos, creo
recordar, pero con una temperatura inhumana. Vi cómo se proyectó la ciudad.
Estuve presente en el replanteo de la Fortaleza de Pedro y Pablo. Fui testigo
del reclutamiento forzado de obreros de todos los rincones de Rusia; obreros
que morían en gran número por el frío, el hambre, la fatiga y las enfermedades.
Pero nada importaba o hacía dudar al zar, si perjudicaba la concreción de su idea.
Jamás participé un período de mayor empuje civil, técnico, socioeconómico y
militar. (Acaso pasó algo parecido en la génesis de Brasilia, o en Manaos, a
finales del XIX). En ninguna de las anteriores fundaciones de las que fui
testigo, se pagó un precio tan alto en un período de tiempo tan corto. San
Petersburgo se proyectó y se levantó a imagen y semejanza de las grandes
ciudades europeas de su época, especialmente de Venecia y Ámsterdam, en un
tiempo récord, con la intervención de grandes ingenieros y arquitectos extranjeros:
alemanes, franceses, italianos… Pedro, que era tan despótico como sus
antecesores, pero más refinado que todos ellos juntos, no escatimó nada en aras
de su plan. Quería modernizar Rusia con su nueva capital a la cabeza, tanto,
que llegó a imponer un impuesto a las barbas: a su juicio, una incómoda
evidencia del pasado rústico de su nación. No logró modernizarla del todo; pero
esto lo sé porque lo comprobé hace muchos años en pleno estado de vigilia. En
mi sueño, Pedro mataba y edificaba con la misma pericia. Nada hacía sospechar
que desde su nueva ciudad no pudiera llegar a dominar el mundo.
No me pregunten cómo: de San Petersburgo aterricé en Barcelona. Pero en ese trance el sueño me jugó una mala pasada. No llegué a la
fundación romana de Barcino, sino a la Barcelona actual. A veces, queridos
Eduardo y Gabriel, (especulen cuanto quieran sobre ello) los sueños me llevan
en volandas sobre un tiempo asimétrico y saltarín. Un sueño completamente loco,
que me sitúa en un tiempo lejano, donde resulto anacrónico, puede mezclarse con
otro donde la actualidad se muestra intratable. Este es el caso que cuento.
Aparecí en Barcelona como caído del cielo, y me vi enrolado en un ambiente
refundacional. Pero entonces las cosas sucedían de manera muy distinta a lo que
había vivido en los casos que conté antes.
En Barcelona se pretendía una refundación, pero su onda no
era expansiva, sino retrayente. La ciudad, coqueta, aunque con un rostro entre
altivo y menguado, al parecer estaba terminada. Era permeable, transitable,
abierta al mundo por aire, mar y tierra. Había poco que construir allí. La
jugada era más formal que otra cosa. No se trataba de atraer hacia Barcelona a las
tribus afines, para cerrarla después a cal y canto de cara a las tribus enemigas,
como pasó en Atenas; tampoco de amurallarla y salir a robar mujeres para evitar
la endogamia, como pasó en Roma. No se trataba de promover un hito radical en
la fe (allí nadie creía en nada) que promoviera un recomienzo cultural y
civilizador, como pasó en Santiago de Compostela; tampoco se sentía el eco de
ningún proyecto imperial, como los que vibraban en los comienzos de La Habana y
San Petersburgo. En Barcelona la algarabía aludía a una refundación, pero todos
los gestos apuntaban a un cierre (¿de qué?); a la retracción ensimismada, no al
esponjamiento.
Yo no sabía con quién juntarme, a quién seguir. Vagaba por
la ciudad buscando simetrías con lo que llevaba soñado hasta entonces. Pero quienes
estaban al mando de aquel influjo pretendidamente fundante, no eran los
mejores: ni los más fuertes, ni los más virtuosos, ni los más inteligentes, ni
siquiera los más elocuentes o hermosos. Meros parlanchines y cobardes, patanes, que
en cualquier otro episodio fundacional, apenas habrían servido para peones de
albañilería. ¿Qué pasaba? ¿Qué pasaba?... Debí comenzar a sudar. No en el
sueño, sino físicamente, sobre la sábana…
Vagué por la ciudad hasta que vi a mis hijos en una de sus
plazas. ―Pero si uno está en New York y
el otro en Valladolid, me dije. No. No. Allí estaban. Y ellos también tenían
hijos. Madre mía, tengo nietos, y están en esta ciudad enferma. Me acerqué,
claro. ―¿Pero qué hacen aquí?,
pregunté. ―¿Y tú?, preguntaron ellos.
No pude responder. Echaron a correr: mis hijos con los suyos en brazos, y todos
los demás. ―¿Qué pasa? ¿Qué pasa…? Por
varias calles a la vez, se aproximaba una multitud enajenada y belígera. Madre
mía, qué locura. La gente se dispersaba en todas direcciones, y aquellos… Dios,
eran rarísimos. Qué ropajes. Qué pelos. ―¿Quiénes
son?, pregunté a mis hijos, mientras corría a su lado. ―Almogávares y jenízaros, papá, ¿no los ves?, respondió el menor. ―¿Pero qué dices, Mario? ―Corre. Corre… Sí,
nos perseguía una caterva de almogávares y jenízaros. Qué pesadilla. ¿Los
almogávares? Bueno, esos tenían un pase identitario: eran aquellos catalanes y
sicilianos mercenarios, delincuentes y matones, que aterrorizaron al sur de
Europa, primero, a las órdenes de Pedro el Grande (el aragonés, claro) y
después a las órdenes de cualquiera que les pagase, fuese cual fuese la causa;
aquellos que al grito de ¡DESPERTA FERRO, ARAGÓ, ARAGÓ!, llegaron a invadir y ocupar Atenas. Pero, ¿y los jenízaros? ¿Cómo se habían aliado con los
almogávares? ¿Qué papel jugaban en la “refundación” de Barcelona? Los
jenízaros, aquellos esclavos de origen cristiano, conversos al islam por la
fuerza, que constituyeron la guardia personal del sultán, la tropa de choque de
los otomanos durante varios siglos, ¿cómo se habían avecindado en la ciudad traídos
por los almogávares, de quienes fueron enemigos acérrimos durante tanto tiempo?
Todos corríamos al Tibidabo con la esperanza de… No sé, no
sé para qué lo hacíamos. No parecía haber escapatoria. Jamás tuve un sueño tan
desesperante. Mis hijos, mis nietos, corriendo delante de aquellos salvajes
llegados de otros siglos con sus espadas y sables expeditos… Subíamos a la montaña,
cuando de pronto vi en una noria, que por su altura destacaba sobre la silueta de
un Parque de Atracciones, a un grupo de sabios y poetas que giraba, cada uno en
su cabina, con su propio atuendo y un altavoz potente, lanzando frases cuyo significado
no era capaz de comprender en medio de aquella carrera loca. Corríamos.
Corríamos…
Mi mujer me despertó. Estaba sudoroso, taquicárdico. Apenas
podía respirar y temblaba como si tuviera fiebre alta. Todavía tiemblo. Qué
angustia. ―¿Dónde están los niños?,
le pregunté. ―¿Qué niños, Jorge?,
tranquilízate… Eso hice cuando la
abracé. Abrazado a ella me calmé, y no sé cómo… No sé si por la fatiga que me
produjo la pesadilla, por el alivio que tuve al terminarla, o por ambas cosas incluidas,
caí en un prolongado duermevela. Entonces regresaron los sabios y los poetas que giraban
en la noria del Tibidabo, y pude entender algunas de sus frases. Cuando al
final desperté del todo, corrí a apuntar las que recordaba:
Todo se refiere a algo que es primero.
Aristóteles
El sol excede en tamaño al Peloponeso.
Anaxágoras
No hay ningún techo en la playa, ninguno en la isla
desierta.
Catulo
¿Acaso hubo alguna vez un fuego que no / encendiera un niño,
Oh Eróstrato?
Seferis
No lances coces contra el aguijón, no sea que te lastimes
golpeándolo.
Esquilo
Estas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de los
náufragos. Lo demás es retórica, postura, íntima farsa.
Ortega
El amor puede matar y mata, pero no compone escenarios.
Jiménez
Lozano
La historia / sobrevive al Niágara / y se ahoga en la bañera.
Benn
¡Guiñan Helesponto / y echan Asia por la boca!
Benn
No se puede contemplar la propia autopsia.
Claudio
Rodríguez
Los estomatólogos del mundo están más unidos entre sí que
los habitantes de una urbanización de adosados.
Daniel
Innerarity
Dejó la venda, el arco y el aljaba
el lascivo rapaz, ¡donosa cosa!,
por coger una bella mariposa
que por el aire andaba.
Siempre me falta un poco por saber para comprender del todo lo que escribes despierto, querido amigo, así que este desparrame onírico... sin comentarios. pero leo entre lineas otro relato, otro juego y casi voy a estar de acuerdo con tus argentinos. ¡Qué gran potencial cultural! Derroche de ironía y sentido de familia...
ResponderEliminarMi abrazo, como siempre y mi admiración.
Sonia
Gracias, amiga. Tú siempre tan generosa. No sé si te merezco, pero te aprovecho. Tuyo. Jorge
ResponderEliminarPues sí,en el caso catalán jenízaros y almogávares no sólo se unen sino que concursan a ver quien es más tonto, cosa que podía traernos al pairo de no ser por los destrozos e oníricos y sociales que causa su eatupidez
ResponderEliminarAy, amiga, qué malos sueños... Gracias por leer y comentar. Besos
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