Al
parecer, desde siempre supimos que los dioses no nos hacen ni puñetero caso si
pretendemos llamar su atención con discursos ordinarios; vamos, que pasan olímpicamente
de nosotros cuando nos limitamos a conversar o a in-formar la realidad reduciéndola
a meros inventario y relato. Puede que desde siempre sospecháramos que les importamos
bien poco, si no nada, y por eso insistiéramos en agitar nuestra flaca humanidad
cantando y bailando para ellos. Lo cierto es que si atendemos al testimonio de quienes
han contactado con grupos humanos que permanecen en estado natural, o sea, al
margen de la historia, convendremos en que esta gente cree sobre-vivir porque baila
y canta para sus dioses. En tales grupos el jefe, el sacerdote, el mago, el maestro
de ceremonia, el director de escena, el coreógrafo, el poeta, el Kantor y el Director Chori Musici, suelen concurrir en un mismo sujeto: el que
posee la imaginación más poderosa y contrastada, el más capacitado interlocutor
frente a la divinidad. El nombre-compendio que mejor le viene a este ser
polivalente es el de Poeta. Y en esta ocasión me interesa enfatizar que el
Poeta no es sólo el clavero del imaginario colectivo, sino también, y necesariamente,
el responsable de los asuntos relacionados con la música y la danza en el grupo
donde vive y oficia.
La
necesidad de dotar a nuestra pulsión vital más pedestre: la biológica, de una otra
forma que mereciera ser conocida y reconocida por los dioses, nos hizo artistas,
músicos, bailadores… poetas. No bastó que nuestra respiración, nuestra presión
sanguínea, nuestro andar, y hasta nuestro fornicio estuvieran sometidos a un
ritmo y un tempo rigurosísimos; no
bastó que percibiéramos la realidad bajo el rigor de sus ritmos consonantes,
que fuéramos seres intrínsecamente musicales; hizo falta además que lo
hiciéramos notar dando forma musical al producto de nuestra imaginación:
cantando y bailando cuando pretendiéramos dirigirnos a los dioses para implorar
ayuda o clemencia. Si el cazador contaba
los accidentes y sus detalles a quienes no habían participado en la partida de
caza, el poeta cantaba a los
dioses sus plegarias y su gratitud. El
cazador podía equivocarse. El poeta no. La
imaginación no se equivoca nunca, porque la imaginación no tiene que confrontar
una imagen con la realidad objetiva, decía Bachelard.
La
poesía y la música fueron uña y carne, carne y uña en el nacimiento del hombre.
Y hasta el siglo XIX, que yo sepa, nadie se propuso mutilarlas, enfrentarlas en
dirección a un divorcio imposible. Juntas, la poesía y la música llegaron hasta
nosotros atravesando vicisitudes matemáticas, geométricas, filosóficas… Juntas,
cargaron con la metafísica, el teatro, la mitología, la historia, la teología, la
retórica… La poesía y la música fueron hasta hace muy poco, sencillamente,
inseparables; sobrevolaron la imaginación y la razón del hombre en sus cumbres
más altas. ¿Fue Pitágoras un poeta? ¿Lo fue Heráclito? ¿Lo fue, a su pesar,
Platón? ¿Lo fueron Heródoto, Esquilo, Boecio y Ortega…? Sí a todo. ¿Sigue
siendo hoy la poesía música y canto? Pues claro, aunque algunos “poetas”
novísimos lo ignoren. Qué pena. ¿Serán la reencarnación de la juventud gramaticanda que señalaba Lope? ¿Constituirán la
avanzadilla del imago maquinal que nos vocea?
Cada
vez con mayor frecuencia, tropiezo con “poemas” pretendidamente a-musicales,
anti-musicales, ¿contra-musicales? Y suelo preguntarme entonces: ¿por qué este
hombre, o esta mujer, habrá partido su parrafito para generar con ello la
ilusión de versos? Si el pasaje hubiera podido resultar correcto, y hasta gracioso,
ofrecido en su forma natural, ¿por qué lo habrá tronchado artificiosamente para
someterlo a una horma que no le va? Algún motivo que se me escapa (¿se me
escapa?), (dejemos al margen la pura ignorancia) empuja a estos “poetas” a presentar
sus redacciones en forma de versos. Y lo más triste, lo más peligroso tal vez,
es que semejante “innovación” recibe en muchas ocasiones las loas de propios y
extraños: legos que no saben tararear una nana, y que pudieran leer el discurso
inaugural de un congreso de medicina, como si de un poema se tratara, siempre
que así se lo sugiriese un editor con alma de mercader, o un columnista de
moda.
Estimados
“poetas” (sí, estimados: la mera inclinación hacia la poesía merece estima), no
hay vida humana posible si apartada de la música. Ni siquiera pretendiéndolo
con el mayor ahínco posible, el hombre puede ir contra natura. Cuando vivimos,
somos inevitablemente musicales. Cuando hablamos, hacemos música. Cuando
escribimos en prosa, hacemos música. (Hay
música en todo, si los hombres quieren oírla: / la tierra es sólo el eco de las
esferas. Byron). Pero la poesía, que es canto, es una de las formas más
excelsas de concretarla y ofrecerla: una de las formas que sirve para elevar la
música, y con ella la imaginación, hasta la cima de lo humano: el lugar donde
hacemos gala de la sobrevida y resultamos creadores, donde un poco nos
divinizamos. Estimados “poetas”, cuando escribís prosa presentada en “versos”,
seguís siendo musicales, por supuesto; sólo que resultáis ridículos: Ni
queriendo, podréis apartaros de la música, pero ocurre que la prosa tiene la suya propia,
y no puede llevarse a versos sin que el tráfico chirríe. No hay en poesía vanguardia
o modernidad que valgan, si no se entiende que ésta es, primero, música;
después, música; y por último, muy poco que no sea música. La poesía es canto, no cuento. Ni siquiera la poesía en prosa, o prosa poética,
puede limitarse a contar y salir indemne del lance. En poesía, o cantáis o no
sois. Da igual lo que cantéis, cómo lo hagáis. Da igual si os hacéis acompañar por
una bandurria, una tumbadora o un arpa imaginarios. Insisto, o cantáis o…
¿Pero
por qué nos pasa esto? ¿Cuáles son los agentes de la confusión que nos hace
llamar poetas a semejantes redactores? Ah, se trata de una historia larga y
compleja, creo yo. Ensayaré su resumen para avenirla a este formato. Espero que
me perdonéis el trazo grueso.
El
intento de racionalizar la música también nos viene de lejos. Ya Pitágoras, en los
albores del el siglo V antes de Cristo, descubrió sus fundamentos matemáticos.
En esa línea trabajaron después muchos hombres sabios, como Boecio y Guido de
Arezzo, por ejemplo. Durante el siglo XIII, la llamada Escuela de Notre Dame en
Paris, fijó la notación musical casi como ha llegado a nuestros días. A partir
de ese momento, los intentos de llevar la música (reducirla quizás) a esquemas
donde la estructura matemática preponderara sobre la mera expresión, se suceden
con frecuencia. La música no sólo se compone y se interpreta, también se
escribe y se lee. Puede trasmitirse a través de la vista, no sólo del oído: ese sentido tan perturbador y poco fiable.
La música monódica, que se sostiene en pie hasta el Bajo Medioevo, cede
paulatinamente ante la polifónica, que desde la aparición de los
contrapuntistas flamencos en el XV, hasta el último Bach en el XVIII, obtiene
logros insuperables en armonía. Y así llegamos a los compositores dodecafónicos
del XX, que tomando tales premisas como excusa, convierten la música en algo
ajeno al público, en materia gremial: ¿pura razón vertida en notas musicales?
A
pesar de todos estos avatares filo-lógicos, la música occidental, que renace en
el Medioevo a partir de lo conservado del período tardo clásico, jamás se
separa radicalmente del canto hasta el siglo XVIII, y raras veces da la espalda
a la danza hasta superada la misma fecha. La música cantada, que persevera desde
la prehistoria hasta el cristianismo (liturgias católica, ortodoxa, luterana…)
mantiene su fuerza hasta la fecha antedicha, como también lo hace la música que
se danza. ¿Qué son la Allemande, la Sarabanda, la Giga, la Ciaccona, la Polonaise… sino danzas más o menos populares
que asume como propias la música elaborada? Una parte de la música de Vivaldi fue
bailable. También lo fue parte de la de Bach… Es en el XVIII cuando la música
se hace cada vez más abstracta y se escinde progresivamente del canto y la
danza, respondiendo a lo que algunos ven como el paso de una mentalidad
cualitativa a otra cuantitativa, el salto definitivo de la Edad Media a la
Moderna. Pero aun en este proceso de abstracción creciente, la música toma de
la poesía importantes recursos. Ante las nuevas perspectivas que abrió la
notación musical, los más grandes compositores dirigieron la mirada a la retórica,
por ejemplo. Mirad cómo lo dice Daniel Basomba:
De hecho, la repetición es el recurso generador de
forma por excelencia. La repetición del tema o del sujeto configuran el tejido
de las formas contrapuntísticas y, en especial, de la fuga. Tal y como define
Gallo, la repetitio es el color
musical que consiste en la reexposición de un motivo musical ya precedentemente
expuesto y no es sino una traslación del color retórico que consiste en la
reposición sistemática de la misma palabra, frase o verso. El oído obtiene
placer al reconocer lo que le era ya conocido. Así, en un sentido general,
parece innegable la relación entre forma musical y discurso retórico. También,
a gran escala, la división en partes de la sonata con su exposición, desarrollo
y reexposición; o de la fuga, con su exposición, modulaciones del
sujeto-respuesta, divertimentos, strettos
y coda final, responden a un programa de lógica retórica basado en principios
de desarrollo, repetición, concentración temática y conclusión…
La
poesía, que había tomado de la música su propio ser, le estaba prestando a ésta
algunos de sus recursos formales en un momento crucial. Crucial, porque el aparente (subrayo
aparente) distanciamiento entre música y poesía, generaba entonces las
bases de lo que hoy podemos reconocer como el intento de producir una música no poética, una poesía no musical. Y
detrás de esto (nada es del todo fortuito en el Universo) operaba un proceso,
que nacido en el Bajo Medioevo, se colmó en pleno apogeo luterano. Fue el
puritanismo protestante lo que empujó a los compositores, primero a los
alemanes, luego a los ingleses y a casi todos los del centro y norte de Europa,
contra el papismo musical (tan
teatral, tan operístico); esto es, al entendimiento de la música como un
ejercicio de compromiso sagrado con Dios, muy por encima de cualquier
compromiso vulgar con el público.
Pero
el puritanismo luterano no sólo obraba en la música abstrayéndola cada vez más,
y por ello separándola del canto y de la danza, tan terrenales y corporales ellos;
su obsesión por el trabajo, la disciplina, el esfuerzo, el deber, el orden, la
justicia, la gravedad y la seriedad, preparaban el terreno para que la ciencia
experimental, apoyada en un empirismo integrista, se liara con la insipiente
economía de mercado en pos de la nueva Episteme, todavía la nuestra: la
Tecnología. Y aquí aparece otra vez la
madre del cordero: A la música hecha para el homo tecnológico (¿una simple techne?), que se aparta del
encantamiento poético en busca de fenómenos racionales y tangibles, ¿acaso no
corresponde una poesía cada vez menos comprometida con la propia música? El
siglo XIX, con su escala en el idealismo y el romanticismo, propició un impasse
retardante en este sentido, pero, ¿y el XX…? En el XX se dieron las condiciones
propicias para que poetas y músicos ahondaran en el cisma. Y en esas andamos. Sospecho.
Aun
así, y como dice una conocida frase popular: lo que no puede ser, no puede ser, y además, es imposible. Ni los
más anglosajones entre los poetas anglosajones, ni los más anglosajones, ay,
entre los poetas latinos, pueden escribir poesía sin cantar, sin hacer música, quiero
decir, sin hacer música-música. Quienes escribís prosa en falsos versos,
estimados “poetas” (con lo digno que pudiera quedaros el asunto en forma de teletipo o ensayo, según el caso), viváis en Boston o en Santiago de Chile, simplemente no entendéis nada
de este negocio, y por eso (qué casualidad) sois los mismos que renegáis
alegremente de la imagen, de la retórica (en el más inexacto sentido del
término), de la metáfora… Repito: no tenéis ni idea de por qué rompéis vuestros
párrafos para presentarlos en forma de versos, porque no sois cantores, porque
tenéis alma de periodista o de cuentacuentos. Cuando os asomáis a la poesía, se
os hace de noche. La poesía os queda como
el manto de un gigante / sobre un ladrón enano.
muy bueno, para reflexionar, creo en esa mUsica, en el aire que mueve el ejercicio de escribir a una obra. la musiquilla suena, estremece. Y comparto tu criterio, lo de partir versos de forma arbitraria porque es la moda, guay, falso vanguardismo y dejadez aplaudida en salones, en fin, a confesarse para no entrar en tentaciOn. nO TENGO acentos, perdona, pero me gusto, abrazos, JORGE
ResponderEliminarGracias, poeta, por pasar por aquí y dejar tu comentario. Sabes que eres siempre bienvenida. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo grande.
ResponderEliminarSi, de acuerdo con ustedes. Muy buen trabajo.
ResponderEliminarGracias, Salva, por leer y comentar. Abrazos.
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