lunes, 14 de noviembre de 2022

TANTAS RAZONES PARA ODIAR A EMILIA. FERNÁNDEZ PEQUEÑO Y SU RISTRA DE OJOS

 



TANTAS RAZONES PARA ODIAR A EMILIA. FERNÁNDEZ PEQUEÑO Y SU RISTRA DE OJOS

 

Se cuenta que en la Grecia clásica (¿dónde leí esto?, ahora no lo recuerdo, ¿en Plutarco?), dos arquitectos que optaban a la ejecución de un monumento muy importante (¿sería en Atenas?) se presentaron ante las autoridades encargadas de adjudicar el trabajo. El primero agotó a los oyentes, pues empleó mucho tiempo en explicar su proyecto: contó cómo lo llevaría a cabo, y dio todo tipo de detalles en relación a. El segundo se limitó a decir: «todo eso que dijo mi colega, lo haré yo». Y así fue, claro.

La reciente lectura de “Tantas razones para odiar a Emilia”, de Pepe Fernández Pequeño, me recordó esa anécdota, quizás porque comprobé una vez más que este escribidor superdotado pasa de todas las teorías (las conoce, cómo no, por supuesto que las conoce) que pueden afectar su trabajo, para poder trabajar con éxito. Pepe escribe como sabe, esto es, espléndidamente, sin dejar que el teórico que lo ronda lo atice o lo frene. ¡Bingo! Pero para poder hacer esto, o sea, para aplacar al dios de la compostura (Virginia Woolf), hay que obrar desde la tradición. Puede que por eso la misma Virginia, y en la misma obra en que escribió lo antes citado, haya dicho en voz alta: ¡Benditas son todas las tradiciones, todas las salvaguardas, todas las limitaciones! Así que este arquitecto del desparpajo, como lo llama Evelio Traba en el magnífico prólogo (más adelante matizaré esto) que escribió para la edición de la novela, no escribe en el aire o desde el aire, sino muy bien afincado (sea más o menos consciente de ello) en la mejor tradición de la lengua castellana. De esta manera, su desparpajo, que tiene garantizada la ligereza (es fácil ser pesado, difícil ser ligero. Satán cayó por la fuerza de gravedad, dijo Chesterton), tiene garantizado también el más caro de los órdenes, el que nace, no de las teorías impuestas por la instrucción, sino del conocimiento profundo de su lengua, ganado en la crianza y retenido por el mayor de los talentos posibles: el sentido común del hombre talentoso que vive más que piensa. No acude Pepe, como hacen otros muchos con mayor o menor suerte, a Joyce o a Kafka (por más que haya referencias al segundo en su obra) para resultar formalmente creíble en su tiempo. Es más, no acude a nadie. Se limita a no impedir que la veracidad de su lengua brote cual un manantial tan eterno como mañanero. Y este manantial viene del dieciséis y el diecisiete españoles. ¿De dónde, si no? ¿Puede alguien superar en desparpajo, en cachondeo, en picardía a Cervantes / Quevedo / Lope / Diego Hurtado de Mendoza / Gracián…? ¿Puede alguien acercarse siquiera a Santa Teresa en cuanto a fina y sutil ironía se refiere? No. Pero no importa. Simplemente hay que dejar que las claves y llaves del idioma, que ellos guardan, se acomoden en nuestros bolsillos después de penetrar el presente y de embarrarse en él hasta los huesos. Punto. Ni vanguardias espurias ni romanticismo barato. Para resultar sabroso, y no ya sabroso, sino medianamente digerible, hay que huir tanto del medievalismo lírico de los románticos y postrománticos (destetados con leche de gárgola, dijo de ellos José Corts Grau), cuanto del academicismo antilírico, reseco y gramaticando (Lope) de los modernos, destetados con leche de máquina, digo yo.

Por todo lo antes dicho, leer a Pepe es siempre un enorme placer. Porque su desparpajo, su desenfado y su soltura, bien engranados y aceitados, perfectamente medidos, además; son correctísimos, y, sobre todo, son verdaderos. Son verdad sintáctica y poética. Son verdad en términos de habla y de lenguaje; y claro, también en términos de escritura, de literatura. No hace falta que suelte más adjetivos, que me esfuerce a este respecto. Que Pepe resulta veraz es verdad simple que requiere tropo escaso (Byron). Leedlo y ya me diréis. Esta novela, que me llega después de haber leído con fruición “El arma secreta” y “Bredo, el pez”, no es una rareza, es la confirmación de que en la obra de Pepe las virtudes referidas son una constante. En este caso, sin embargo, quiero hacer énfasis en la poesía presente en la obra. Latente en toda su extensión, dispersa (y concentrada a la vez) en sus entrelíneas; y patente en unas imágenes poéticas que ya pueden (podemos) envidiar muchos poetas en ejercicio. Comparto aquí algunas de ellas:

 

Hasta donde el horizonte niega la mirada.

La tarde sangraba una luz púrpura.

Los ángeles de la devastación han comenzado su ascenso desde las entrañas de la mesa.

Lamió el aire con el tono de su voz.

La palabra muerto hacía gimnasia entre sus atolondradas neuronas.

Las constelaciones desprecian a las palomas.

Santo Domingo: un lugar donde el viento hace magia.

Una ristra de ojos.

Todos los mares son, a fin de cuentas, un mismo mar de tiempo.

 

¿Quién da más? Ahí lo dejo… Pero también quiero sobresaltar la sabiduría presente en la obra, precisamente esa que arraiga en el sentido común filtrada por la inteligencia; y, potenciada por la ironía, la agudeza y el humor, acaso coqueteando con la poesía, nos estremece tanto como ésta. La novela entera está transida de esa virtud, de esa gracia. Para no ser cansino, os traeré sólo tres frases como ejemplo:       

 

Viendo que su ceja izquierda no desciende ni la derecha sube a buscarla.

Todo el mundo tiene una ambición que lo hace gobernable.

Como Sherezade en la noche mil dos.

 

Ahora, y con permiso del autor, resumiré muy brevemente el asunto de la obra: Dos hombres de muy distinta procedencia social, y entre ellos, una mujer: Emilia o Reina, según el caso. Esta última es un personaje casi fantasma, pues sólo encarna en las postrimerías de la novela para coser una trama que por momentos se descose (en la estructura sí que Pepe rinde un tributo tibio a algunos vanguardistas del veinte y del veintiuno, pues, como lo somos todos hoy día en mayor o menor medida, qué remedio, es postmoderno), dejando entrar en ella varios cuentos más o menos constituyentes. Sí, Pepe es un cuentista irredento. (Río). Las tripas de su novela incorporan algunos cuentos medio camuflados. Sólo viéndolo así nos explicamos bien la solución formal de varios subtemas (los subtemas, tan propios de la novela actual) que no siempre apuntan, al menos directamente y con la misma eficacia, a la trama dominante. Estos son, por ejemplo, la identidad cultural del Caribe (ay, qué fatiga me produce eso), el arte, la crítica del arte, los problemas sociales presentes en aquellos (nuestros) países, etc, etc, etc… Marcos (el millonario) y Osvaldo (el artista), junto a otro artista colombiano, una profesora cubana y tres muertos-vivos (¿un guiño a la Comala de Rulfo?), dan voz a los contrarios que agitan los subtemas de la novela. En este punto debo confesar que Osvaldo, el artista (para más señas, cubano), el artista colombiano y la profesora, también cubana, me resultan del todo insoportables. No culpo a Pepe de esto. Para nada. Una vez que decides dar entrada en la novela a los mencionados subtemas, debes ser coherente y veraz; debes recoger los paradigmas de cada una de las posiciones, tan simples o complejos como estos sean. Y aquí, en este preciso sentido, el pensamiento de los personajes que mencioné antes resulta simplón, palabrero, panfletario… Por eso me producen urticaria. No puedo identificarme con ellos. No me cabe duda de que están sacados de la realidad. No son personajes-idea. Qué va. Sus posicionamientos son el testimonio de que el victimismo sigue campeando a sus anchas en el Caribe, en toda Hispanoamérica. Vean algunas frases de estos súper americanos. Incluso noten la contradicción en que caen la segunda y la última:            

 

Añejos críticos europeos y cetrinos galeristas yanquis.

Frágiles críticos europeos y biliosos galeristas yanquis, sostenidos por los más curtidos artistas y críticos caribeños.

Ese ron ya está pago. Lo pagaron nuestros abuelos trabajando como unos esclavos para el señor Brevión.

El galerista de Connecticut, en cuyos ojos azules creo detectar una sutil y malvada sombra alienígena.

Una peste a europeo rancio que le desgracia el apetito a cualquiera.

La esquina del saber (donde están los profesores europeos) versus la esquina del sabor (donde están los mestizos americanos, quiero decir, los no yanquis).

 

Así se las gastan esos personajes que, tan sin tapujos o trampantojos, nos ha mostrado Pepe, a quien debemos agradecerlo por más que nos incomoden. Así son. Así piensan. Así hablan. Así vamos… ¿Cuántos de nosotros queremos mirarnos todavía en semejante espejo? Y ¿cuántos de nosotros pensamos todavía que el Bayamo de 1953, donde nació Pepe era, como nos dice Traba en el prólogo (insisto, el prólogo es magnífico, está brillantemente escrito, pero…), semicolonial? ¿Semicolonial? Este término parece sacado de un manual chavista, a su vez sacado de uno castrista, a su vez sacado de uno soviético, a su vez sacado de uno jacobino, a su vez sacado de otro (acaso el pionero) francoilustrado… Y ¿cuántos de nosotros afirmaríamos con Traba que el Caribe esgrime un pensamiento postcolonial, cuyas prácticas culturales siguen siendo profundamente coloniales? Ay, qué cómodo y qué barato resulta el victimismo; y qué limitante, qué paralizante, qué destructivo. Qué fácil se lo ponemos a veces a los demagogos… a los tiranos. Me voy con Cervantes y Espronceda:

 

                                                           Cabecita, cabecita,

                tente en ti, no te resbales,

                y apareja dos puntales

                de la paciencia bendita.

                                               Cervantes

 

            Aquí, para vivir en santa calma,

            o sobra la materia, o sobra el alma.

                                               Espronceda



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