Si dejas un
poste blanco en paz, pronto será negro. Si quieres que sea blanco, tendrás que
pasarte la vida dándole manos de pintura; es decir, se requiere una revolución
constante […] Se requiere una vigilancia casi sobrenatural por parte del
ciudadano debido a la horrible velocidad con que envejecen las instituciones
humanas.
Chesterton (contraponiendo el verdadero conservador al conservador integrista)
El poste que hereda León XIV, sin
embargo… No es que pardee, o que esté inclinado (casi tumbado), o que esté tunelado
por polillas y termitas; que todo eso, también. (Si la cosa parase ahí, pudiese
bastar con la receta de Chesterton: mantenimiento constante que lo alejase de la
transfiguración, noticia incontestable de la transmutación definitiva). No. El
poste que hereda el nuevo papa (digamos todavía poste) necesita algo más que un mantenimiento intenso y perseverante.
No es su blancura, es decir, su lustre accidental, lo que está en juego, sino su
esencia misma: su mismísimo ser-poste. Un poste es, sobre todo, duramen en y
para la sobrevida. ¿Debemos seguir llamando así al bálago cenizo que dejó Francisco I a León XIV? El camino (no
empedrado, pedregoso) que en los últimos quinientos ocho años siguieron los guardas
del poste para ir a repintarlo, quebró de sopetón hace doscientos treinta y
seis, y otra vez hace sesenta y seis, y otra vez hace doce (seis más seis). En
cada una de esas feroces curvas, los guardas fueron derramando la pintura
blanca. Y lo que es peor, fueron perdiendo el norte hasta perder de vista el
propio poste: pilar en el zaguán de la Gloria: la Historia.
Hace unos días escuché decir a un
sacerdote, en medio de una homilía, que la elección del nuevo papa no podía tomarse
como algo político porque no lo era. Esta idea, que entiendo bien en tanto
desiderátum teológico, es absurda cuando aterriza en la Historia. ¿Fue alguna
vez apolítica la elección de un papa, si exceptuamos la primera? (Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré
mi iglesia). ¿Puede serlo ahora? Respondo no a ambas preguntas. Y añado: ahora menos que nunca. La Iglesia
que dejó Francisco I está metida hasta el cuello en el pozo histórico-político.
Y no sólo es imposible que la Iglesia opere fuera de ese pozo, ya que, para
empezar, constituye (y representa a) un Estado, el Vaticano, sino que lo hizo con
singular afán durante el último papado, porque supeditó lo concerniente a la fe
cristiana al juego político, y, lo que es peor aún, lo hizo guiñándole el ojo al
relativismo en boga, colocándose la mayoría de las veces al lado de los ateos y
los más fervorosos perseguidores y asesinos de cristianos en Occidente: los
comunistas. Así que la híper politizada Iglesia católica no está en condiciones
de elegir a un papa bajo la inspiración del Espíritu Santo (no hay peor sordo
que el que no quiere oír), si Éste no apunta, también, y puede que de manera
especial, al jefe del Estado Vaticano, más que al sucesor del vicario de
Cristo. (Ya sé que son uno y el mismo, que su distinción es meramente funcional,
pero es que ahí está el peligro, en que se confundan el orden y la relevancia
de ambas funciones). La Iglesia actúa en la Historia, que como decía Spengler, no es «historia de la cultura» en el sentido
antipolítico que tanto aman los filósofos y doctrinarios de toda civilización
[…] sino todo lo contrario: es historia de razas, historia de guerras, historia
diplomática; el sino de las corrientes vitales en figura de hombre y mujer, de
estirpes, de pueblos, clases, Estados, que en el oleaje de los grandes hechos
se defienden y se atacan unos a otros. Así de obvio. Así de crudo. Insisto,
la Iglesia actúa en la Historia, en esa Historia real que sin anestesia nos describe
Spengler. El papa, además de su guía espiritual (supeditado sólo a Cristo), es
su estratega en jefe. Casi nada. Toda su estrategia, y cada una de sus tácticas,
deben estar al servicio de Dios y de la fe cristiana (la católica, por supuesto).
Y son los dogmas de fe, basados en la Biblia (Viejo y Nuevo Testamento) y recogidos
en las doctrinas establecidas por los grandes santos, padres y doctores de la
propia Iglesia, los que han de marcar el camino. ¿O me equivoco? Si un papa
quiere poner en solfa todo ello, inventándose un nuevo cuerpo doctrinal al
margen de la tradición, a expensas de los caprichos del poder temporal, muy
especialmente del poder temporal contrario a la fe cristiana, ¿se puede
considerar un verdadero pastor de los fieles? ¿O en tal caso su designación responde
a una prueba de fe? Entiendo que Dios está al tanto de esto. No sabemos cuáles
son sus razones para permitir algo así. Conocemos el fin de su Plan Maestro,
pero no cada uno de los medios que utilizará para desarrollarlo. Además, «Francisco
I fue elegido bajo la inspiración del Espíritu Santo, sí, pero los cardenales,
que como el resto de los hombres gozan de libre albedrio, pudieron hacerle caso
o no. El libre albedrío de la criatura excusa al Creador en este asunto», me
dirán algunos. No sé. San Agustín dijo: El
liberum arbtrium es la facultad de la
razón y de la voluntad por medio de la cual es elegido el bien, mediante
auxilio de la gracia, y el mal, por la ausencia de ella. La gracia anda, o no, por ahí. Su ausencia pudo determinar la
elección de un papa como Francisco I. ¿Habrá regresado al cónclave que eligió a
León XIV? El tiempo dirá.
¿Y no es político esto? ¿No es histórico? Yo de teología sé
muy poco, pero me doy cuenta, creo, de las cosas obvias. Dios no se reveló al
hombre prehistórico, se reveló al hombre histórico. Encarnó en su hijo, y a
través de Él, hecho hombre se presentó en la Historia, se sumergió en ella. En la
Historia se humanizó para que, avisados, pudiésemos participar conscientemente
de la Divinidad, y hasta intentar fundir nuestra alma con Ella, como pretenden,
por ejemplo, los místicos. Para que lo blandiera en la Historia, Dios le dio al
hombre el libre albedrio. Si hubiese querido otorgar y retener tal potestad en
la prehistoria, es decir, al margen de la polis, para uso de hombres iletrados,
agrupados en hordas, clanes o tribus, la “película” hubiera sido bien distinta.
Pero no. Entonces Jehová dijo a Moisés:
Sube a mí al monte, y espera allá, y te daré tablas de piedra, y la ley, y
mandamientos que he escrito para enseñarles (Éxodo 24: 12-13). Dios
escribió en piedra para hombres históricos y, por ende, lectores, que no vivían
en estado natural, sino en estado civil, y que fueron puestos por Él a vivir en
estado ético-moral y hasta estético. Dios descendió a la Historia, y tratando
de poner orden ahí (aquí), nos dejó tan inmersos en la política como recelosos
de ella. El Cristianismo fue quien grabó
fuertemente en el corazón del hombre, que el individuo tiene sus deberes que
cumplir, aun cuando se levante contra él el mundo entero; que el individuo
tiene un destino inmenso que llenar, y que es para él un negocio propio, enteramente
propio, y cuya responsabilidad pesa sobre su libre albedrío, dijo Balmes. Aun cuando se levante contra él el mundo
entero, ¿de acuerdo? ¿Incluye esto al papa? Por supuesto. Hace poco escuché
decir a un historiador que hablaba de los jesuitas, que La compañía siempre promovió el libre pensamiento (no el libre
examen luterano contra cualquier autoridad, hasta ahí no llegó, claro), la
libre posibilidad de cuestionamiento de las doctrinas de la Iglesia con un
límite infranqueable: la autoridad última del papa para validar o invalidar
cualquier “hallazgo” que produjera el ejercicio de tal licencia. Enseguida me
pregunté: «¿Y qué pasa entonces si el mismo papa es jesuita, y por eso ejerce
la licenciosa capacidad de pensar por sí mismo con relación al cuerpo doctrinal
de la Iglesia, siendo, a la vez, la última autoridad validante o invalidante de
sus conclusiones? ¿Será capaz de autocensurarse cuando esas conclusiones, las
suyas, resulten meras ocurrencias y estén enfrentadas a la tradición católica? ¿O
no? Y en este último caso, ¿se atreverá a cargar en la cuenta del Espíritu
Santo tal disparate? Ah…
La elección de León XIV ha sido
súper política. No hay más que ver cómo estaban pendientes de ella todos los
ateos y comunistas del mundo. Ahora está por ver qué hace el nuevo sucesor de
Pedro con su bálago cenizo. ¿Lo
adorará? ¿Le adosará un rodrigón anticristiano? ¿O se pondrá manos a la obra,
orando y actuando, para re-transmutarlo en poste? Si Dios quiere, este papa tendrá
muchos años de ejercicio por delante. Ojalá tome nota del inmenso abismo que se
abre bajo sus pies, bajo los nuestros; y lejos de arrodillarse cobardemente
ante el saldo heredado, levante la cabeza, se erija en jefe del tribunal de
cuentas, y entienda que lo que nos estamos jugando es la total y definitiva
bancarrota. No debe tener miedo a la apocalíptica visión del bálago cenizo, sino al revés, debe
abrazarse a lo que queda en él de poste. Debe reconstruirlo, y también pintarlo
y repintarlo, claro, para que vuelva a ser eso: un poste blanco: un punto fijo
en la marea relativista que nos bate y disuelve. Cuando todos van hacia el desorden, no parece que nadie vaya a él. Sólo
el que se detiene puede hacer notar la marcha de los otros como un punto fijo,
dijo Pascal. Cuando el poste de la Iglesia católica no se postraba ante las
herejías o la falta de fe, actuando en la Historia y utilizando herramientas de
muy diverso tipo, celebró incontables concilios espirituales y doctrinales en
los que, sin embargo, incidió sin miramientos en la política. En ellos, por
ejemplo, se limitó la brutalidad de la esclavitud, igualando ante los ojos de
Dios al amo y al esclavo; se mitigó la mendicidad, se impidieron los
infanticidios, se dictaron las famosas Treguas de Dios, que comenzaron por
implantarse durante fines de semana y terminaron implantadas durante años,
etcétera.
La iglesia no puede flotar en un medio apolítico. (No
puede, ¿eh?, no es algo opcional). Ello implicaría regresar a La Tebaida de los
anacoretas: santos y mártires que, para vivir de espaldas a la Historia, se
exiliaron de ella y se instalaron en el desierto, habitando cuevas o permaneciendo
a la intemperie, incluso, sobre capiteles de columnas. Esto sería hoy una
aberración estéril. Ni siquiera en los albores del cristianismo fundante,
aquello duró mucho tiempo, porque la noticia de la vida ejemplar que llevaban
esos hombres hizo que muchos otros los imitasen y se reuniesen con ellos, en lo
que fue el embrión de las Órdenes (instituciones) religiosas, que devueltas a
la Historia y a la política por la propia Iglesia que las abrazó, constituyeron
uno de los gérmenes de la civilización occidental. Hoy, la reaparición de los
ermitaños no traería consigo noticia de comienzo, sino de fin. De ahí su
esterilidad. De ahí su inconveniencia. La iglesia no puede flotar en un medio
apolítico. Pero lo que no debe hacer en ningún caso es abandonarse a la
política servilmente, y haciéndolo, abandonar a Dios y a sus fieles. El poste
blanco-punto fijo no puede ser inmutable, no puede permanecer ajeno a su tiempo
histórico, pero tampoco (mucho menos) puede hacer dejación de su “carga”. No
puede dejar de ser un pilar en el zaguán de la
Gloria.
La encrucijada histórica de León XIV es evidente. De un
lado, el bien: el poste moribundo (bálago cenizo) que necesita una rehabilitación
integral, que demanda valentía y trabajo. De otro lado, el mal: también un
bálago, pero pintado de colorines tornasolados, que invita al relativismo, el
trile, la cobardía, la dejadez y la comodidad. ¿Bálago cenizo a reparar en
dirección al poste, o bálago de colorines a acariciar en dirección a…? ¿Bien o
mal? No valen los trucos de magia maniqueos. (El mal es el bien pervertido,
dijo Paracelso). Por otro lado, sería muy de burro permanecer quieto hasta
morir, siguiendo el ejemplo que recoge aquella paradoja del burro de Buridán. En
el escenario actual, no hacer nada, pasar sin molestar a nadie, es equivalente
a dejarse morir. Hace doscientos años, dijo Byron: la sociedad es ahora (ya lo era
entonces, imaginad cuánto lo será hoy) una horda educada e integrada por dos
tribus poderosas, los molestos y los molestones. La Iglesia no pude integrarse cabizbaja
en la primera tribu, debe capitanear la segunda, debe volver a ser el
contrapoder que siempre fue con relación al poder político, más aún si éste se
empeña en destruirla, como paso necesario para destruir la cristiandad, es
decir, para destruir la civilización occidental. En fin, como la historia no es
ciencia, es poesía; no es matemática o crónica, es drama, y, sobre todo,
tragedia; lo que ocurre en ella es poéticamente trágico. Sin embargo, la
tragedia puede ser muy útil, y hasta promisoria, cuando no termina en sí misma
representada un domingo en el teatro, cuando no se cierra en una muerte
intrascendente, sino que se abre a un futuro reparador. Ojalá que León XIV
reciba la gracia divina y dirija su libre albedrío hacia el bien. Lo contrario
sería… Con la muerte corrió una vez desnudo, / y dándole una echada de ventaja, / cuando se quiso levantar, no pudo, dijo el poeta con un pie en la vida, y el
otro, cómo no, en la Historia.