miércoles, 18 de junio de 2025

LA OVEJA FEROZ SE DESMAQUILLA

 


                                                                                          Cabecita, cabecita,                                                                                                                             tente en ti, no te resbales,                                                                                                                                   y apareja dos puntales                                                                                                                                 de la paciencia bendita.                                            

                                                                                                    Cervantes                                                                   

 

Miguel y Carmen eran una pareja muy especial. Aun en La Habana de los setenta (un lupanar en eclosión), y cuando apenas contaban con quince añitos, resultaban excesivos en varios órdenes. Tenían no sé cuánto de adictos al sexo, no sé cuánto de cínicos, no sé cuánto de diabólicos… El peor era él. Un chico del montón, medio rubio (rubianco, dirían allí), ni feo ni guapo, con las orejas un pelín lanzadas al vuelo y los ojos verdosos. Poco más. Y sin embargo, debía ser un fenómeno con las chicas. En el barrio contaban que de niño su madre lo hacía mirar por una rendija a su hermana mayor mientras follaba con su cuñado (vivían en la misma casa), y que por eso aprendió muy pronto a dar placer a las mujeres. A Carmen la tenía enviciada con lo que fuera aquello que le ofrecía. Pero Miguel era también un cobarde. Era lo que allí se conocía como un trajinao. Y en un campamento de la llamada Escuela al Campo (¿a comienzos del setenta y siete?), decidió ofrecer sexo con su novia a los matones de turno para quitarse de encima una cantidad de trabajo extra insoportable: lo obligaban a hacer sus camas, a lavar su ropa (incluidos calzoncillos y toallas), a hacer guardia por las noches para cuidar sus pertenencias, a hacer todo tipo de recados… Le quitaban parte de la comida y hasta lo amenazaban con sodomizarlo. Así que Miguel utilizó a Carmen para liberarse de tales cargas. Y Carmen aceptó. Me consta que aceptó sin revirarse. Por las noches, durante unos cuarenta días, la parejita y los matones, que fueron aumentando en número poco a poco, se internaron en un matorral próximo al campamento, y todos, de uno en uno, tuvieron sexo con Carmen. Contaban que ella lo consentía sin rechistar a condición de que su novio fuera el último y la saciara a fondo. Aquello debía operar como una suerte de teletai para ingresar de pleno derecho en la bacanal más rara de la que tuve conocimiento nunca: eran niños inexpertos, pero espantosamente perversos.

No supe por qué, creedme que entonces no supe del todo por qué, desde que Pedro Sánchez emergió a los primeros planos de la política nacional española, su forma de actuar me recordó a Miguel. Durante más de cuarenta años me olvidé por completo de aquellos chicos (nunca más los vi cuando dejé el barrio), pero de pronto… Enseguida lo comenté con algunos de mis familiares y amigos. «Cómo exageras», me decían. «Este tipo, en mi barrio, habría sido tratado como Miguel, os lo aseguro», les contestaba. Y me esforzaba en explicarles cuáles son los rasgos psicológicos que hermanan a todos los Migueles del mundo. El caso es que yo había salido espantado de la socialdemocracia a partir de la experiencia con Zapatero (un don Nadie que no me recordaba especialmente a nadie), y que de pronto tropezaba con “Miguel” en los telediarios. Y no porque Sánchez tuviese ningún parecido físico con él, de eso nada, sino porque… Insisto: no sabía bien por qué. El asunto quedó entonces en los oscuros dominios de lo vislumbrado. Ahora la experiencia me da la razón. Ponedle el cuño: en mi barrio, en los años setenta, Sánchez habría sido tratado como Miguel. Se habría rendido. Habría sido muy obediente. Y nada más atisbar la primera oportunidad, habría intentado zafarse el yugo, segurísimo, haciéndose chivato, metiéndose en la Juventud Comunista, participando en los Actos de Repudio que organizaba el Régimen contra los desafectos que pretendían abandonar el país; en fin, huyendo del barrio en brazos del Estado. ¿Lo habría conseguido?          

Desde que Sánchez llegó a la presidencia del gobierno español, el molesto recuerdo de Miguel se hizo acompañar por una, no menos molesta y recurrente, cita de Joyce. (Mira que juntar estas cosas. Qué puedo hacer. Llamadme loco si queréis, pero os juro que así fue). La cita, insoportable cuando aterriza en la realidad, reza: la gente aguantaba que le mordiese un lobo, pero lo que verdaderamente le sacaba de quicio era que le mordiera una oveja. Ay, cómo jode que te muerda una oveja, cómo jode. Si en los años ochenta me hubiese encontrado con Miguel en otro escenario, digamos que convertido en un “respetable” Secretario General del Partido en el Comité de Base de mi centro laboral, y éste hubiese intentado obligarme a hacer horas de trabajo voluntario, habría sentido lo mismo que siento hoy cuando veo a Sánchez, un miserable, un cobarde, un cínico de libro, alguien inmoral, sin ningún tipo de principios, un buscavidas de poca monta que en mi barrio hubiese tenido que negociar su reposo al estilo de Miguel, despachar los ripios de España como si fuese un lobo. Al menos a Miguel le habría dado una tunda de palos y le habría recordado quién era. Pero a Sánchez… Qué impotencia, Dios mío. Sí, me saca de quicio. Sabes que es una oveja. Sabes que te está mordiendo una puta oveja. Sientes que la herida pudre, que te roe, que te carcome, y… Puesto a perder un país (el mío) por segunda vez, preferiría una y mil veces que me lo arrebatase un hombre-lobo, qué sé yo, alguien capaz de exponer su vida en el intento. Pero, ¿perderlo a manos de esta infame versión de Miguel? Se perdona a quien teme a un león en las tinieblas (Dante). No tiene perdón quien teme a una oveja a plena luz del día, y encima, se deja morder por ella.

¿Cómo ha podido España caer en manos de semejante escoria? (¡Pueblo!, si formas rebaño, soporta a los pastores y a los perros, dicen que dijo Pitágoras). ¿Cómo ha podido aquel país que conocí en el noventa y dos convertirse en éste? Creo que tengo la respuesta, pero tendría que escribir tanto que me inhibo, al menos ahora y en este formato. El caso es que aquí estamos, comidos a mordidas ovinas. Incluso ahora, cuando la oveja feroz se desmaquilla, cuando se comprueba que no aúlla, que bala; cuando va perdiendo los dientes ante las cámaras de televisión, muerde con las encías. Ajjj… Se reúne con los matones (digamos matones si comparados con él, pero ovejas también, y muy ovejas) para entregar a su Carmen (no la de Miguel o la de Mérimée, claro, sino la vuestra, la mía) en una bacanal para el destace final. Y tiene que oír de sus verdugos algo parecido a aquella advertencia que hiciera Catulo a un muchacho con el que intimaba: cuidadito en desdeñarme / o en mostrarte soberbio, perla mía, / que si no rendirás cuentas a Némesis. / Es terrible esta diosa: no la ofendas. Y tenemos que oírlo nosotros también. Y me retuerzo, no de dolor, de rabia, de pena. Y me preocupo cada día más. Y me viene a la mente un lamento de Petronio, a quien parafraseo: Ay, Fortuna, ¿es que te sientes vencida por el peso de España, y que no puedes sostener por más tiempo esta grandeza perecedera? ¿Hasta dónde lo dejaremos llegar? ¿Hasta cuándo nos dejaremos mordisquear por semejante borrego? Pongamos pie en pared, coño. «Ya lo hicimos», me dicen los colegas de PIE EN PARED.

Estoy muy cabreado. La verdad es que este texto no salió de la nada, no se me ocurrió de pronto, así como así. Confieso que escribo aguijado por el sueño de anoche. Esto de meter en mis sueños al Sánchez enmiguelado pasa de castaño oscuro. Ni siquiera tuve el aliciente de que apareciera en escena Carmen ejerciendo de ménade erotizante. No. Soñé que el miserable presidente de España, esa fosa séptica con patas, ya destituido, se había mudado a mi antiguo barrio. Allí, el primer día, se encontró de frente con los Canelos, los reyes locales de la gonorrea, el ladronaje y el navajeo. «¡Cuidado!, aquí donde me veis, fui el capo de la mafia española», les dijo con voz de furcia mientras se meaba en los pantalones. Pero los Canelos, como antes hicieron los masones, los nihilistas, los decadentes todos, los extremistas vascos y catalanes, los expansionistas bereberes, los globalistas, los comunistas y los integristas islámicos, lo calaron de primeras. Se dieron cuenta de que era de rodillas fáciles y… No tenía ninguna Carmen que ofrecer, el pobre. Su otrora mujer vivía en La República Dominicana. Él había huido de España y sólo allí lo recibieron. …En Madrid, las ovejas, falsamente feroces y recién esquiladas, buscaban sombra vieja y abrevadero nuevo. En La Habana, las calles jugaban a la pelota con el lloriqueo.



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