Cabecita, cabecita, tente en ti, no te resbales, y apareja dos puntales de la paciencia bendita.
Cervantes
Miguel y Carmen eran una pareja muy especial. Aun en La
Habana de los setenta (un lupanar en eclosión), y cuando apenas contaban con
quince añitos, resultaban excesivos en varios órdenes. Tenían no sé cuánto de
adictos al sexo, no sé cuánto de cínicos, no sé cuánto de diabólicos… El peor
era él. Un chico del montón, medio rubio (rubianco, dirían allí), ni feo ni
guapo, con las orejas un pelín lanzadas al vuelo y los ojos verdosos. Poco más.
Y sin embargo, debía ser un fenómeno con las chicas. En el barrio contaban que de
niño su madre lo hacía mirar por una rendija a su hermana mayor mientras
follaba con su cuñado (vivían en la misma casa), y que por eso aprendió muy
pronto a dar placer a las mujeres. A Carmen la tenía enviciada con lo que fuera
aquello que le ofrecía. Pero Miguel era también un cobarde. Era lo que allí se
conocía como un trajinao. Y en un
campamento de la llamada Escuela al Campo (¿a comienzos del setenta y siete?), decidió
ofrecer sexo con su novia a los matones de turno para quitarse de encima una
cantidad de trabajo extra insoportable: lo obligaban a hacer sus camas, a lavar
su ropa (incluidos calzoncillos y toallas), a hacer guardia por las noches para
cuidar sus pertenencias, a hacer todo tipo de recados… Le quitaban parte de la
comida y hasta lo amenazaban con sodomizarlo. Así que Miguel utilizó a Carmen para
liberarse de tales cargas. Y Carmen aceptó. Me consta que aceptó sin revirarse.
Por las noches, durante unos cuarenta días, la parejita y los matones, que fueron
aumentando en número poco a poco, se internaron en un matorral próximo al
campamento, y todos, de uno en uno, tuvieron sexo con Carmen. Contaban que ella
lo consentía sin rechistar a condición de que su novio fuera el último y la
saciara a fondo. Aquello debía operar como una suerte de teletai para ingresar de pleno derecho en la bacanal más rara de la
que tuve conocimiento nunca: eran niños inexpertos, pero espantosamente
perversos.
No supe por qué, creedme que entonces no supe del todo por
qué, desde que Pedro Sánchez emergió a los primeros planos de la política
nacional española, su forma de actuar me recordó a Miguel. Durante más de
cuarenta años me olvidé por completo de aquellos chicos (nunca más los vi
cuando dejé el barrio), pero de pronto… Enseguida lo comenté con algunos de mis
familiares y amigos. «Cómo exageras», me decían. «Este tipo, en mi barrio,
habría sido tratado como Miguel, os lo aseguro», les contestaba. Y me esforzaba
en explicarles cuáles son los rasgos psicológicos que hermanan a todos los
Migueles del mundo. El caso es que yo había salido espantado de la
socialdemocracia a partir de la experiencia con Zapatero (un don Nadie que no
me recordaba especialmente a nadie), y que de pronto tropezaba con “Miguel” en
los telediarios. Y no porque Sánchez tuviese ningún parecido físico con él, de
eso nada, sino porque… Insisto: no sabía bien por qué. El asunto quedó entonces
en los oscuros dominios de lo vislumbrado. Ahora la experiencia me da la razón.
Ponedle el cuño: en mi barrio, en los años setenta, Sánchez habría sido tratado
como Miguel. Se habría rendido. Habría sido muy obediente. Y nada más atisbar
la primera oportunidad, habría intentado zafarse el yugo, segurísimo, haciéndose
chivato, metiéndose en la Juventud Comunista, participando en los Actos de
Repudio que organizaba el Régimen contra los desafectos que pretendían
abandonar el país; en fin, huyendo del barrio en brazos del Estado. ¿Lo habría conseguido?
Desde que Sánchez llegó a la presidencia del gobierno
español, el molesto recuerdo de Miguel se hizo acompañar por una, no menos
molesta y recurrente, cita de Joyce. (Mira que juntar estas cosas. Qué puedo
hacer. Llamadme loco si queréis, pero os juro que así fue). La cita,
insoportable cuando aterriza en la realidad, reza: la gente aguantaba que le mordiese un lobo, pero lo que verdaderamente
le sacaba de quicio era que le mordiera una oveja. Ay, cómo jode que te
muerda una oveja, cómo jode. Si en los años ochenta me hubiese encontrado con
Miguel en otro escenario, digamos que convertido en un “respetable” Secretario
General del Partido en el Comité de Base de mi centro laboral, y éste hubiese
intentado obligarme a hacer horas de trabajo voluntario, habría sentido lo
mismo que siento hoy cuando veo a Sánchez, un miserable, un cobarde, un cínico
de libro, alguien inmoral, sin ningún tipo de principios, un buscavidas de poca
monta que en mi barrio hubiese tenido que negociar su reposo al estilo de
Miguel, despachar los ripios de España como si fuese un lobo. Al menos a Miguel
le habría dado una tunda de palos y le habría recordado quién era. Pero a
Sánchez… Qué impotencia, Dios mío. Sí, me saca de quicio. Sabes que es una
oveja. Sabes que te está mordiendo una puta oveja. Sientes que la herida pudre,
que te roe, que te carcome, y… Puesto a perder un país (el mío) por segunda
vez, preferiría una y mil veces que me lo arrebatase un hombre-lobo, qué sé yo,
alguien capaz de exponer su vida en el intento. Pero, ¿perderlo a manos de esta
infame versión de Miguel? Se perdona a quien teme a un león en las tinieblas (Dante). No tiene perdón quien teme a una oveja a plena
luz del día, y encima, se deja morder por ella.
¿Cómo ha podido España caer en manos de semejante escoria? (¡Pueblo!,
si formas rebaño, soporta a los pastores y a los perros, dicen que dijo
Pitágoras). ¿Cómo ha podido aquel país que conocí en el noventa y dos
convertirse en éste? Creo que tengo la respuesta, pero tendría que escribir
tanto que me inhibo, al menos ahora y en este formato. El caso es que aquí
estamos, comidos a mordidas ovinas. Incluso ahora, cuando la oveja feroz se
desmaquilla, cuando se comprueba que no aúlla, que bala; cuando va perdiendo
los dientes ante las cámaras de televisión, muerde con las encías. Ajjj… Se
reúne con los matones (digamos matones
si comparados con él, pero ovejas también, y muy ovejas) para entregar a su
Carmen (no la de Miguel o la de Mérimée, claro, sino la vuestra, la mía) en una
bacanal para el destace final. Y tiene que oír de sus verdugos algo parecido a aquella
advertencia que hiciera Catulo a un muchacho con el que intimaba: cuidadito en desdeñarme / o en mostrarte
soberbio, perla mía, / que si no rendirás cuentas a Némesis. / Es terrible esta
diosa: no la ofendas. Y tenemos que oírlo nosotros también. Y me retuerzo,
no de dolor, de rabia, de pena. Y me preocupo cada día más. Y me viene a la
mente un lamento de Petronio, a quien parafraseo: Ay, Fortuna, ¿es que te sientes vencida por
el peso de España, y que no puedes sostener por más tiempo esta grandeza
perecedera? ¿Hasta dónde lo dejaremos llegar? ¿Hasta cuándo nos
dejaremos mordisquear por semejante borrego? Pongamos pie en pared,
coño. «Ya lo hicimos», me dicen los colegas de PIE EN PARED.
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