viernes, 11 de agosto de 2017

JOSÉ KOZER CANTA Y PONE: ANAGAMI



 


Todos sabemos que algunas gallinas no dan el curso debido al cacareo. Éstas resultan exasperantes. Tanto, que su timo pasó al refranero popular como paradigma del fraude. Mi abuelo paterno, por ejemplo, que nació en una aldea asturiana mientras amanecía el XX, jamás se cagó en Dios cuando se sentía frustrado o contrariado; en tales ocasiones  gritaba: ¡me cago en la que canta y no pone! La gallina, que es uno de los animales más viles y estúpidos de la tierra, si encima amaga y cacarea para confundir, en vez de hacerlo como noticia de puesta, merece nuestro total desprecio. Las hay, además, tan idiotas, que cacarean sin cesar: no ponen y cacarean, no ponen y cacarean, y cacarean… Ay, por Dios… Con perdón, me cago en ellas. Y después, siguiendo aquel aserto de Nietzsche, trazo una línea en el suelo para hipnotizarlas. Una línea que las anule, que me evite ociosos paseos al gallinero… Claro, cosa muy distinta es el canto de las gallinas que realmente ponen. Qué alivio. Yo tengo unas pocas que nunca mienten. Algunas cantan (cacarean) mucho, otras menos, pero jamás lo hacen en vano. Por eso, cuando mi amigo Keysi Montás me envió Anagami, dije: ¡huevo! Y claro, ni lo pensé…

De dos yemas… No diré que me sorprende, no, Kozer siempre colma las expectativas. Pero en mi opinión, este libro trae, al menos, dos novedades: el poeta escribe relatos en verso, y ensaya la forma kozeriana de lidiar con la muerte. Sí, ambas cosas aparecen en libros anteriores, lo sé, pero en éste la novedad radica en que van alcanzando su redondez, se van haciendo sistémicas.

Son cuentos, poemas-cuento la mayoría de ellos. El maestro no depone su filosa forma, pero necesita contar. No sólo cantar, también contar. Algunos de los poemas son, incluso, fábulas, aunque su moraleja no sea grosera; grosera por moralizante, obvia o explícita, quiero decir. Este libro es una suerte de diario-epílogo, (será sólo uno de sus primeros pliegues, seguro, conociendo la incontinencia creadora del autor) una suerte de “vertedero” donde la memoria precipita narrativamente. Kozer no escribe a Yosef (Maimónides), a Lucilio o Novato (Séneca), a Meneceo o Idomeneo (Epicuro); no tiene un concreto al otro lado, pero necesita sembrar su saber, o quizás su sabiondo no saber, quién sabe. No importa si para que sea recogido por un colegial / del basurero universal / de la literatura, o para que lo leamos cuatro acólitos incorregibles. El poeta hace inventario, y busca un sentido a su trecho (todas las circunstancias incluidas), un sentido que resuelva poéticamente el abismo que va de lo pintado a lo real: la vida misma… Y este saber no puede abstraerse de su experiencia, por mucho que el poeta desconfíe de la mera realidad perceptiva (lo mío / siempre ha sido / mental, confiesa), por mucho que quiera desgravarla en el diccionario (a fin de cuentas son / palabras, piensa y dice, las que definen cuanto le rodea). Así que la experiencia vital e intelectual, tejida, medida y cortada por las Moiras, va reclamando el relato de la hebra buena en la madeja; la hebra que la memoria sabiamente selecciona, incuba. Kozer lo intuye. Y esta hebra que no cesa (que no cese, por favor, mientras dé de sí como lo hace) es para el poeta la línea, que bosquejada en el aire, no dibujada en el suelo, puede hipnotizar, no a la gallina falsaria, sino a la vera y terrible Átropos. Mientras haya escritura (poesía / cuento / fábula) habrá vida. Y viceversa. Palabras mayores…

La vejez… La muerte… el miedo, la curiosidad, la rabia por no poder contarla desde la experiencia.

                      pena que mientras soy
                      roído por un gástrico
                      hervidero de lepismas
                      no pueda escribir en
                      un libro este paso
                      ulterior oír unas
                      chispas.

¿Y hay algo más útil para afrontar la muerte que el pensamiento estoico? ¿Hay algo más útil para aceptar la Suma Pérdida, que la certeza de que nada puede perderse porque nada se tiene en propiedad, de que todo se devuelve porque sólo es un préstamo? Kozer es un estoico en progresión última. Lo es además en estéreo, quiero decir, por tres vías que concurren: la cristiana, la judía, la budista; o sea (permítanme aquí el trazo grueso) la de Occidente, la del Medio Oriente, la de Oriente. Y quizás sea por su severo ateísmo, por lo que la opción budista (el budismo, como es sabido, no es una religión si se compara con las religiones que poseen su Dios y su Libro; Buda no es un dios, recuerden) le ofrece un camino más confortable hacia el total desasimiento. Un camino también más acorde, hay que decirlo, con su relativismo, su escepticismo, su existencialismo. Al fin y al cabo, y como dijo Seizo Ohe: en general la filosofía de la existencia en la Europa actual se encuentra, me parece, al borde del pensamiento oriental.  
        
                  En lugares cada vez más cercanos estoy
                                   más lejos

                  Aquí sólo corren vientos de Poniente,
                                   están envejecidos

                     Tengo a dos pasos unas lomas peladas llego
                                   y me encuentro
                                   en estribaciones
                                   impracticables
                                   picachos yak
                                   mongolias nepales
                                   intransitados, yurtas:
                                   cuándo alcanzaré
                                   el silencio.
        
La veta budista domina el estoicismo de nuestro poeta, pero, en mi opinión, no alcanza para definir la manera kozeriana de lidiar con la muerte. Porque, como dije antes con otras palabras, Kozer no puede abstraer a Kozer de la experiencia de Kozer. Y Kozer es un habanero de pura cepa. Y esto, ¿qué pinta aquí? Mucho. Muchísimo. Porque la carga judeocristiana que lleva a cuestas el poeta, la brisa zen que lo alivia de ella, el peso de las lenguas semitas, de las germánicas; las lecturas de cualquier tipo; en fin, todo lo que se le quiera imputar y más, está transido de Mediterráneo; y no de cualquier Mediterráneo, sino de ése, que en una lengua romance resuena en el Caribe, especialmente en Cuba, muy especialmente en La Habana; donde los últimos tres mil años de cultura occidental están pasados por agua, por distancia, por periferia… y hasta por el África negra. Un habanero difícilmente pueda morir como un nipón, porque jamás vivirá como él. Sobre todo, porque el habanero es poco pánico, medianamente apolíneo, y muy dionisíaco. El camino estoico puede modificarlo, de acuerdo, pero en el fondo, bien en el fondo…    

Sí, es en el Japón: en el sintoísmo y en el budismo zen o jodo, donde Kozer tal vez pueda encontrar mayor acomodo a sus necesidades estoicas. Y no en el Japón medieval, qué va, en el moderno. En ése, actualizado y más abierto, que a partir del período Meiji sostiene una pugna tremenda entre tradición y modernidad. Son Nishida, Miki, Tanabe y Watsuji, junto a otros de sus contemporáneos japoneses, quienes, por razones distintas, pueden aportar mejores asideros a nuestro poeta. Pero insisto, todo esto no alcanza para definir con precisión la manera kozeriana de lidiar con la muerte. ¿Y cuál es entonces esa manera? De ello trata Anagami. Éntrenle. Verán qué contrarios pugnan en la psicología de este gran poeta frente a las operantes tijeras de Átropos. Verán cómo Kozer parece restar importancia a la mirada gélida de la Moira, a la vez que intenta camelarla llenando su canasta de palabras. Y qué palabras. Ya se sabe: de todo tipo, de toda madre. Palabras que en manos de este maestro se arrumban hacia la imagen poética más inclusiva y potente con un éxito incontestable.

                                        …morir
                     nimbado quiero, de
                     luz crepuscular ceñido,
                     un estallido y ser alzado
                     por mantos vivos de
                     abejas a campos de
                     heno, reposar la
                     cabeza encima de
                     una dormida
                     muchedumbre de
                     cocuyos a punto de
                     despertar.

Lo demás lo ha dicho de manera brillante Michel Mendoza en el prólogo. Miren que no suelo recomendar los prólogos en libros de poesía. Pues éste sí. Estoy completamente de acuerdo con él. Michel también canta y pone. Ojalá lo haya hecho yo, aunque modestamente, en esta reseña. Ojalá sirvan su prólogo y mi reseña, para ayudar a que los posibles lectores busquen y obtengan su huevo: para que este Anagami alcance el Nirvana en sus manos. Entren sin miedo.


                 El miedo se ceba en las formas las deshago se
                                      deshace el miedo…


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