Todos sabemos que algunas gallinas no dan el curso debido al
cacareo. Éstas resultan exasperantes. Tanto, que su timo pasó al refranero
popular como paradigma del fraude. Mi abuelo paterno, por ejemplo, que nació en
una aldea asturiana mientras amanecía el XX, jamás se cagó en Dios cuando se
sentía frustrado o contrariado; en tales ocasiones gritaba: ¡me
cago en la que canta y no pone! La gallina, que es uno de los animales más
viles y estúpidos de la tierra, si encima amaga y cacarea para confundir, en
vez de hacerlo como noticia de puesta, merece nuestro total desprecio. Las hay,
además, tan idiotas, que cacarean sin cesar: no ponen y cacarean, no ponen y
cacarean, y cacarean… Ay, por Dios… Con perdón, me cago en ellas. Y después, siguiendo
aquel aserto de Nietzsche, trazo una
línea en el suelo para hipnotizarlas. Una línea que las anule, que me evite ociosos
paseos al gallinero… Claro, cosa muy distinta es el canto de las gallinas que realmente
ponen. Qué alivio. Yo tengo unas pocas que nunca mienten. Algunas cantan
(cacarean) mucho, otras menos, pero jamás lo hacen en vano. Por eso, cuando mi
amigo Keysi Montás me envió Anagami, dije:
¡huevo! Y claro, ni lo pensé…
De dos yemas… No diré que me
sorprende, no, Kozer siempre colma las expectativas. Pero en mi opinión, este
libro trae, al menos, dos novedades: el poeta escribe relatos en verso, y ensaya
la forma kozeriana de lidiar con la muerte. Sí, ambas cosas aparecen en libros
anteriores, lo sé, pero en éste la novedad radica en que van alcanzando su redondez,
se van haciendo sistémicas.
Son cuentos, poemas-cuento la
mayoría de ellos. El maestro no depone su filosa forma, pero necesita contar. No
sólo cantar, también contar. Algunos de los poemas son, incluso, fábulas, aunque
su moraleja no sea grosera; grosera por moralizante, obvia o explícita, quiero
decir. Este libro es una suerte de diario-epílogo, (será sólo uno de sus
primeros pliegues, seguro, conociendo la incontinencia creadora del autor) una
suerte de “vertedero” donde la memoria precipita narrativamente. Kozer no
escribe a Yosef (Maimónides), a Lucilio o Novato (Séneca), a Meneceo o Idomeneo
(Epicuro); no tiene un tú concreto al
otro lado, pero necesita sembrar su saber, o quizás su sabiondo no saber, quién sabe. No importa si para
que sea recogido por un colegial / del
basurero universal / de la literatura, o para que lo leamos cuatro acólitos
incorregibles. El poeta hace inventario, y busca un sentido a su trecho (todas las
circunstancias incluidas), un sentido que resuelva poéticamente el abismo que va
de lo pintado a lo real: la vida
misma… Y este saber no puede abstraerse de su experiencia, por mucho que el
poeta desconfíe de la mera realidad perceptiva (lo mío / siempre ha sido / mental, confiesa), por mucho que quiera
desgravarla en el diccionario (a fin de
cuentas son / palabras, piensa y dice, las que definen cuanto le rodea).
Así que la experiencia vital e intelectual, tejida, medida y cortada por las
Moiras, va reclamando el relato de la hebra buena en la madeja; la hebra que la
memoria sabiamente selecciona, incuba. Kozer lo intuye. Y esta hebra que no
cesa (que no cese, por favor, mientras dé de sí como lo hace) es para el poeta la
línea, que bosquejada en el aire, no dibujada en el suelo, puede hipnotizar, no a la
gallina falsaria, sino a la vera y terrible Átropos. Mientras haya escritura
(poesía / cuento / fábula) habrá vida. Y viceversa. Palabras mayores…
La vejez… La muerte… el miedo, la
curiosidad, la rabia por no poder contarla desde la experiencia.
pena que mientras soy
roído por un gástrico
hervidero de lepismas
no pueda escribir en
un libro este paso
ulterior oír unas
chispas.
¿Y hay algo más útil para
afrontar la muerte que el pensamiento estoico? ¿Hay algo más útil para aceptar
la Suma Pérdida, que la certeza de que nada puede perderse porque nada se tiene
en propiedad, de que todo se devuelve porque sólo es un préstamo? Kozer es un
estoico en progresión última. Lo es además en estéreo, quiero decir, por tres
vías que concurren: la cristiana, la judía, la budista; o sea (permítanme aquí
el trazo grueso) la de Occidente, la del Medio Oriente, la de Oriente. Y quizás
sea por su severo ateísmo, por lo que la opción budista (el budismo, como es
sabido, no es una religión si se compara con las religiones que poseen su Dios
y su Libro; Buda no es un dios, recuerden) le ofrece un camino más confortable
hacia el total desasimiento. Un camino también más acorde, hay que decirlo, con
su relativismo, su escepticismo, su existencialismo. Al fin y al cabo, y como
dijo Seizo Ohe: en general la filosofía
de la existencia en la Europa actual se encuentra, me parece, al borde del
pensamiento oriental.
En lugares cada vez más cercanos estoy
más lejos
Aquí sólo corren vientos de Poniente,
están envejecidos
Tengo a dos pasos unas lomas peladas llego
y me encuentro
en estribaciones
impracticables
picachos yak
mongolias nepales
intransitados,
yurtas:
cuándo alcanzaré
el silencio.
La veta budista domina el
estoicismo de nuestro poeta, pero, en mi opinión, no alcanza para definir la
manera kozeriana de lidiar con la muerte. Porque, como dije antes con otras
palabras, Kozer no puede abstraer a Kozer de la experiencia de Kozer. Y Kozer
es un habanero de pura cepa. Y esto, ¿qué pinta aquí? Mucho. Muchísimo. Porque
la carga judeocristiana que lleva a cuestas el poeta, la brisa zen que lo
alivia de ella, el peso de las lenguas semitas, de las germánicas; las lecturas
de cualquier tipo; en fin, todo lo que se le quiera imputar y más, está
transido de Mediterráneo; y no de cualquier Mediterráneo, sino de ése, que en una
lengua romance resuena en el Caribe, especialmente en Cuba, muy especialmente
en La Habana; donde los últimos tres mil años de cultura occidental están
pasados por agua, por distancia, por periferia… y hasta por el África negra. Un
habanero difícilmente pueda morir como un nipón, porque jamás vivirá como él.
Sobre todo, porque el habanero es poco pánico, medianamente apolíneo, y muy
dionisíaco. El camino estoico puede modificarlo, de acuerdo, pero en el fondo, bien
en el fondo…
Sí, es en el Japón: en el
sintoísmo y en el budismo zen o jodo, donde Kozer tal vez pueda encontrar mayor
acomodo a sus necesidades estoicas. Y no en el Japón medieval, qué va, en el
moderno. En ése, actualizado y más abierto, que a partir del período Meiji
sostiene una pugna tremenda entre tradición y modernidad. Son Nishida, Miki,
Tanabe y Watsuji, junto a otros de sus contemporáneos japoneses, quienes, por
razones distintas, pueden aportar mejores asideros a nuestro poeta. Pero
insisto, todo esto no alcanza para definir con precisión la manera kozeriana de
lidiar con la muerte. ¿Y cuál es entonces esa manera? De ello trata Anagami. Éntrenle. Verán qué contrarios pugnan
en la psicología de este gran poeta frente a las operantes tijeras de Átropos.
Verán cómo Kozer parece restar importancia a la mirada gélida de la Moira, a la
vez que intenta camelarla llenando su canasta de palabras. Y qué palabras. Ya
se sabe: de todo tipo, de toda madre. Palabras que en manos de este maestro se
arrumban hacia la imagen poética más inclusiva y potente con un éxito incontestable.
…morir
nimbado quiero, de
luz crepuscular ceñido,
un estallido y ser alzado
por mantos vivos de
abejas a campos de
heno, reposar la
cabeza encima de
una dormida
muchedumbre de
cocuyos a punto de
despertar.
Lo demás lo ha dicho de manera
brillante Michel Mendoza en el prólogo. Miren que no suelo recomendar los
prólogos en libros de poesía. Pues éste sí. Estoy completamente de acuerdo con
él. Michel también canta y pone. Ojalá lo haya hecho yo, aunque modestamente,
en esta reseña. Ojalá sirvan su prólogo y mi reseña, para ayudar a que los posibles
lectores busquen y obtengan su huevo: para que este Anagami alcance el Nirvana
en sus manos. Entren sin miedo.
El miedo se ceba en las formas las deshago se
deshace el
miedo…
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Ambos textos, ¡grandiosos! Enhorabuena.
ResponderEliminarGracias por tu reseña. Felicidades al Maestro
ResponderEliminarGracias, Kianny y Salva. Abrazos para ambos
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