martes, 26 de marzo de 2019

PERDÓN, MÉJICO, PERDÓN







Hoy leí en la prensa que el señor presidente de Méjico, don Andrés Manuel López Obrador, exigió a España que pidiera perdón por los avatares de la conquista (sí, sí, la del XVI); subordinando las relaciones futuras entre ambos Estados, a la entonación del dicho mea culpa imperialista, y a una absolución que… ¿se considera otorgada de antemano? Hablo de mea culpa y absolución porque López Obrador, ni corto ni perezoso, metió al Papa en el ajo. ¡Dios mío!… Quienes me seguís aquí, sabéis que casi nunca hablo de política directamente, que sólo lo hago en las poquísimas ocasiones en que soy incapaz de evitarlo, amén los esfuerzos a que me obligo en tal sentido. Ésta es una de ellas.

A comienzos del XIX, Lord Byron dijo: la sociedad es ahora una horda educada e integrada / por dos tribus poderosas, los molestos y los molestones. Seguramente el vate inglés no pudo imaginar que, doscientos años más tarde, la casta stalinista de América Latina produciría una tercera tribu que integra a farsantes de rango superior: esos que a un tiempo fingen estar molestos y ejercen de molestones. Resultarían cómicos, si no fueran tan peligrosos. Sólo por eso, por peligrosos, merece la pena reírse en público de algunas de sus estupideces.
     
¿Pudiera López Obrador ser tan idiota como para creerse lo que dice, como para estimar pertinente lo que pide? Pues claro. Conozco la escasa sabiduría de la clase política universal en estos momentos, y mejor aún conozco, os lo aseguro, la ignorancia mayúscula con que cargan los tiranos, o pretendientes a, que tras la estela del holguinero nuestro (Castro), y siguiendo sus instrucciones, que no su ejemplo; tratan ahora de agotar la vía democrática en América Latina para cumplir sus más íntimos anhelos de poder absoluto. Este hombre puede ser idiota (que viene de idio: propio; que sólo se ocupa de sí mismo; que evita los asuntos públicos) aunque se dedique a la política. ¿Y cómo se come esto? Muy fácil: Se dedica a la política fingiendo interés en lo público, pero en realidad trata de que lo público termine aviniéndose a su interés personal. Interés que en este caso, insisto, calza en la horma ideológica que ha puesto a punto el stalinismo holguinero para hacerse con el mando en el continente. Por todo lo dicho, pudiera ser un idiota, sí, pero sin dudas es también un oportunista y un farsante.     

Un gran mejicano: Alfonso Reyes, antes de que en Holguín, Cuba, se actualizara la retórica marxista pasada por Asia (qué disparate sobre disparate) para adaptarla a los estómagos hispanoamericanos, escribió: La lagartija se deja arrancar la cola y sigue viviendo; pero al hombre se le puede matar con algo tan inasible como una idea. ¿Y cuál es la idea mortífera que repite como un papagayo López Obrador? Ésta: Queridas lagartijas, para que nadie más pueda cortar vuestra cola, tendréis que sacaros los ojos y cortaros las patas; tendréis que venir a mi jaula, donde os alimentaréis sólo de cola, de vuestra propia cola, pero tiernamente cortada por vuestros semejantes. ¿Y quiénes son las lagartijas en este caso, quiénes sus semejantes? Los mejicanos, por supuesto. ¿Y quiénes son los mejicanos?... Ah, un pueblo étnicamente muy diverso, que, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía del propio país, está compuesto de la siguiente manera:

            . 22 % de indígenas
            . 2% de afrodescendientes
            . 47 % de eurodescendientes, y 
 . 29 % cuyo origen no se aclara. ¿Serán mestizos?

A partir de estos datos, se puede llegar a la conclusión de que López Obrador, cuyos apellidos lo delatan (López significa hijo de Lope, es castellano hasta la médula; y Obrador es de origen aragonés; lo que sitúa al presidente mejicano en la incómoda órbita sanguínea de los vasallos de los Reyes Católicos, tan imperialistas ellos), decía que sus apellidos lo delatan, y que este hombre queda incluido en el 76 % (47 + 29) de la población mejicana que es eurodescendiente o mestiza.

Si nos ponemos tontos, ¿no serían esos propios mejicanos, los descendientes de aquellos “genocidas” (López Obrador incluido, claro), quienes tendrían que disculparse en nombre de sus mayores ante los indígenas? ¿Qué es eso de echar balones fuera y cargar a los demás con su propia culpa?... Ah, nunca hubo mujer bella que hiciera muecas al espejo, dijo Shakespeare.

Méjico lindo y querido, ese gran país con un Estado fallido, lo que menos necesita es que venga un farsante a rentabilizar en beneficio propio sus ripios. Un farsante que habla a los mejicanos como si todos fueran mexicas y estuvieran libres de culpa (si es que hay culpa, lleguemos al final), con un discurso cocido en la Gran Alemania del XIX por un determinista empedernido (¿existe algo más eurocéntrico que eso?); recocido en la Rusia euroasiática y en la China por algunos de los carniceros más despiadados del XX, y recalentado finalmente en el subtrópico hispano, por unos maleantes sin otra vocación que reventar lo edificado por sus ancestros, para ejercer in aeternum la jefatura sobre los escombros.

Una escombrera para lagartijas ciegas y mutiladas que se alimentan, si es que lo hacen, de las colas por las que perdieron la capacidad de vivir y ejercer como lagartijas. Eso quedaría a Méjico si se deja llevar por su presidente hasta el colmo de la estupidez y la ignorancia. Cuidado con el cebo. Del mismo modo que los animales son atraídos por un cebo, así los hombres no serían cogidos si no picaran en alguna esperanza, dijo Petronio hace más de dos mil años. Y también dijo: oh, Fortuna […] ¿es que te sientes vencida por el peso de Roma, y que no puedes sostener por más tiempo esta grandeza perecedera? Méjico es un gran país. Pasa por enormes dificultades, pero tiene todo lo necesario para intentar rehacerse. No es el odio a los fantasmas del pasado el que traerá la solución. Es eso lo que agita López Obrador: fantasmas y odio. Y lo hace tratando de pescar en la actual desgracia mejicana con un viejo arponcillo hecho de la peor retórica euroasiática.

Si creyera capaz a López Obrador de leer algo que se aparte de su catecismo, lo invitaría a leer “Armas, gérmenes y acero”, de Jared Diamond; libro cuya lectura agradezco a mi amigo Rolando Paciel, y que os recomiendo encarecidamente. Mejicanos queridos, familiares y amigos, leed este libro, por favor. Se puede descargar en versión digital de Internet. Verán que la historia de las civilizaciones responde, en origen, sobre todo a factores físico-ambientales. Resumiendo mucho, los españoles llegaron a Méjico y lo conquistaron, en lugar de que los mejicanos llegaran a España y la conquistaran, porque cuando ambas civilizaciones se encontraron; en Eurasia llevaban varios milenios de ventaja con relación a América en cuanto a la producción de alimentos y la domesticación de animales. La expansión de la cultura y de su fuerza civilizadora, que partió del Creciente Fértil, y que halló una verdadera alameda en el eje Este-Oeste (desde la península ibérica al Japón), dadas las similitudes de latitud y clima; no fue capaz de sortear los océanos con verdadera posibilidad de influencia intercontinental, hasta que Colón, auspiciado por Castilla, pudo cruzar el Atlántico, llevando consigo todo el acervo tecnológico de Eurasia. Llegó con las armas, con la más alta tecnología, pero también con los gérmenes, que fueron sus mayores cómplices sin que se lo hubiese propuesto siquiera. Gérmenes que el sistema inmunológico de los euroasiáticos había aprendido a combatir, desde que estos fueron contagiados con ellos por los grandes mamíferos que habían domesticado. En América, en Méjico, no hubo grandes mamíferos que domesticar, y por eso los mejicanos no eran inmunes a los gérmenes de los europeos, sus principales soldados. Ahora mismo en esto hay poco misterio, creedme. Y nada tiene que ver lo que pasó con factores raciales o referentes a la inteligencia. Geografía. Todo tiene una causa profunda de raíz geográfica. Insisto, leed sobre esto, por favor, en lugar de escuchar a los ignorantes, falsamente molestos y expertos molestones, que agitando la ignorancia pretenden reinar sobre ella.

Está de más decir que esto de que los conquistadores pidan perdón a los pueblos conquistados, pondría a Méjico en una situación incómoda frente a las minorías étnicas que fueron brutalmente sojuzgadas por los olmecas y los aztecas. Está de más decir que España tendría que exigir que le pidieran perdón los fenicios, etruscos, griegos, romanos, visigodos, celtas, árabes, bereberes, franceses… y hasta los alemanes y rusos, verdaderos promotores y artífices de su última guerra civil. Pero España no puede exigir perdón, tendrían que exigirlo los españoles. ¿Y a quiénes iban a exigirlo?, si los españoles son el resultado venturoso de las cuitas interraciales y culturales que propiciaron todas esas conquistas, ¿acaso a sí mismos? Igual sucede con los mejicanos, que en gran medida tendrían que pedirse perdón a sí mismos. Porque Méjico integra minorías cuyo posible gen conquistador se ha perdido en el silencio de la prehistoria, pero también integra minorías y mayorías que son el fruto del mestizaje producido por el afán conquistador de olmecas, aztecas, españoles... y en menor medida, de franceses, ingleses, estadounidenses… 

López Obrador sabe perfectamente que España no puede pedir perdón, y que los españoles, que son los que pudieran pedirlo, no están para semejantes chorradas (perro viejo non ladra a tocón, dijo Juan Ruíz). Lo sabe, pero le importa un pito. Esa demanda de perdón, que, insisto, debía hacerla a sus propios mayores, no a los míos, es como una semilla de ignorancia que busca tierra fértil. No se la deis, mejicanos. Si necesitáis que os pidan perdón, lo hago yo. No como español, como cubano. Fue en mi tierra natal donde se generó toda esta mierda que ahora os asecha. Somos los hispanocubanos quienes deberíamos pedir perdón por haber soportado el régimen que entrenó a tipejos como López Obrador. Perdón, Méjico, perdón.


lunes, 11 de marzo de 2019

DEL NIDO MONTARAZ AL CARTÓN DE HUEVOS: ENCRUCIJADA POÉTICA





Como os dejé caer en el texto anterior, la aparición de Cum Laude y su reciente presentación me han dado motivos bastantes para escribir dos textos: aquel Lo visual en la poesía, y este Del nido montaraz al cartón de huevos: encrucijada poética. Se trata ahora de indagar en el porqué de la selección de autores que hice para el libro. (Antonio Gamoneda / José Kozer / Paul Celan / José Lezama Lima / Vladimir Holan / Yorgos Seferis / Jorge Guillén / César Vallejo / Fernando Pessoa / Gottfried Benn / Ezra Pound / Juan Ramón Jiménez / Rainer Maria Rilke / Emily Dickinson / Charles Baudelaire / J.C. Friedrich Schiller / J.W. Goethe / Francisco Quevedo / William Shakespeare / Luis de Góngora / san Juan de la Cruz / fray Luis de León / Luís Vaz de Camões / santa Teresa de Ávila / Dante Alighieri). No os daré una explicación detallada que aluda a la obra de cada uno de estos poetas en particular (no temáis), sino otra que esboce el marco que los agrupa y sitúa en mi punto de mira. Repito lo que dije en la primera entrega: puede que vuelva sobre alguna idea que haya sido expuesta en otros textos publicados en este espacio, pero en esta ocasión intentaré abordar el asunto con mayor énfasis.
      

DEL NIDO MONTARAZ AL CARTÓN DE HUEVOS 

Para empezar, convengamos (cuento con vosotros) que al hombre le han interesado siempre las mismas cosas. ¿Cosas? Hablando en platónico: las mismas ideas. Hablando en platónico comentado: las ideas primarias, arquetípicas, paradigmáticas… en fin, universales; ¿que son…? Sigamos conviniendo: En primer plano, las menos asibles: los dioses / Dios / el porqué de la vida, su para qué, su génesis, su más allá / la muerte / nuestra posición en el universo / el tiempo / el espacio / el espacio-tiempo / el infinito / la eternidad / el todo / la nada… esas ideas que se avienen malamente al concepto. En segundo plano, también huidizas, pero algo más dóciles ante nuestra trajinada vocación conceptual: el amor / la verdad / la belleza / la bondad / la justicia… 

Convengamos ahora (sigo contando con vosotros) que estas ideas son doce. Y hechas una docena, terminemos por equipararlas a huevos para seguir el relato que os propongo a continuación. Recordad el símil: ideas y huevos: doce ideas-huevo. Juguemos… 

Pues bien, para intentar comprender la evolución de estas ideas-huevo, que como hemos convenido (¿lo hicimos?) de cara al hombre son universales y atemporales, actuemos en el escenario donde van manifestándose, desde la prehistoria hasta la actualidad. Sólo podemos mover la puesta en escena que las fue condicionando formalmente en nuestra memoria y nuestro imaginario, porque, al carecer de traza material (no han intimado con la materia y están soldadas al espíritu) son en sí mismas inalterables sin la complicidad de nuestra tramoya imaginativa y especulativa, tan sujeta al paso del tiempo, sobre todo, a su correcorre histórico. En este caso lo ovoideo, amén la cáscara, la yema y la clara metafóricas, no quita lo ideal. 

Para un hombre en estado natural o salvaje (titánico, prehistórico, nómada, que vive en pequeñas tribus u hordas), los doce huevos están, sí o sí, en pleno monte. No podemos hablar todavía de huevos de gallina (que allí vamos), y muy a duras penas de nido. Las ideas (perdón, los huevos) son montaraces y más bien de lagarto. Convengamos que son de caimán (la gallina evolucionó a partir del dinosaurio, no del pájaro) y que están cerca de las charcas. El hombre, cazador-recolector, no controla ni vela su producción, qué va, los recolecta si tropieza con ellos cuando va a por agua. Los pequeños clanes, que ni siquiera atisban todavía la historia, no necesitan más que eso. No existen condicionantes éticas o morales que justifiquen otra cosa. Los huevos son los de siempre, pero están en un nido que escapa a su control. El hombre no los busca, los encuentra gracias a los dioses (que no son dioses, o sí, pero hechos rayo, mogote o nube). Y ello sucede cuando se acerca a los sitios de puesta, en la vigilia; pero también cuando sueña. Sobre todo cuando sueña, porque estos huevos tienen que ver, creo yo, más que con la inteligencia vigilante, con ese don que la sostiene y empuja, y que va distanciando al hombre de la bestia: la imaginación. 

Para un hombre en estado bárbaro (divino, sedentario y asomado a la historia, aunque todavía débilmente socializado en pequeñas aldeas), los doce huevos ya son de gallina. El nido aparece cerca de sus asentamientos. Él sabe dónde buscarlo. Lo hace en plena consciencia. Las gallinas aún no se han domesticado, pero ya se acercan a la empalizada. Se acercan como hacen los primeros lobos de camino al perro, los primeros gatos tras las primeras ratas que gozan el primer granero. El hombre ve los huevos, los sueña… Ah, pero en la vigilia ya los cuenta y comienza a calcular su aparición según conviene a la comunidad. Bajo exigencias que caen cada vez más a lo ético y lo moral, comienza a formular su reparto, y para repartirlos (¿nació la burocracia?) tiene que intentar objetivarlos de alguna manera. Los que sueña no son comestibles. Los dioses están en el origen de todos los huevos, pero aquellos que se comen, se cuentan y se reparten, sirven además para atenuar las discordias y evitar las riñas. Son los huevos de siempre, insisto, pero ya valen para afianzar cosas importantes al margen de la simple manutención. 

Para un hombre en estado civil primario (divino, histórico, que construye pequeñas villas, que las defiende y fortifica frente al enemigo), los doce huevos carecen de una función relevante si no están en un nido intramuros. Este hombre necesita un gallinero controlado: gallinas y huevos propios sometidos a una producción bien calculada, fiable. Huevos que pueden comercializarse en tiempo de paz, y hurtarse o imponerse a los vencidos en tiempo de guerra. La calidad última de los huevos, que son los doce de siempre (un huevo es un huevo, y una docena, una docena), sigue estando en manos de los dioses, pero entonces se trata de dioses cada vez más dados al cálculo y al comercio humanos; esto es, a un orden social que se torna complejo, donde la ética y la moral resultan imprescindibles; tanto, que van apuntando a la granja avícola. 

La granja avícola fue inventada finalmente por el hombre en estado ético, con creciente tendencia al estado moral y estético (divino, claro está; histórico hasta la médula, sin vuelta posible a la Edad de Oro, que ya vive en la polis: un asentamiento que puede llegar a tener cinco o diez mil habitantes; quince mil, contando extranjeros y esclavos). Para este hombre los doce huevos de siempre… 

Si convenimos ahora que somos occidentales (¿es fácil, no?), estaremos en Grecia. Sí, otra vez, qué le vamos a hacer… 

(Antes de continuar, debo decir que desde que el hombre vive en estado natural, hasta que llegó al estado ético, los doce huevos de siempre fueron recolectados, vigilados, cuidados, contados o intercambiados, según el caso, por los sacerdotes; que como todos sabéis, casi siempre también eran los jefes, los médiums, los curanderos, los artistas, los directores artísticos… los poetas. En la medida que las comunidades fueron haciéndose mayores y más complejas, estos sacerdotes-poeta fueron ganando poder y sabiduría; fueron acercándose al casi-sabio: el filósofo). 

… En Grecia, el poeta-filósofo se fue especializando poco a poco. Llegó a manipular los doce huevos que nos traemos entre manos bajo el influjo de disciplinas muy disímiles: la magia, la religión, la matemática, la geometría, la física, la metafísica, la dialéctica, la retórica, la historia, el teatro, la política… Con semejantes tráfico y tortilla a la vista, el griego, en su período clásico, temió el desmedido compadreo poético en la huevería y necesitó poner orden en toda la granja. El lío montado con aquellos huevos en los amplios márgenes que ofrecía el pensamiento mitológico y relativo, atentaba contra la convivencia en la polis. Entonces el griego pensó que si no se fijaban reglas meridianas para manipularlos, si éstos no se medían, se pesaban, si no se simplificaba su espectro significante y se establecían con rigor sus funciones, de manera tal que se adaptaran convenientemente a un orden social tan complejo como el suyo; resultarían tóxicos, y la sociedad, en pleno apogeo cultural y civilizador, se indigestaría con ellos. La operación fue de índole ético-moral, es obvio. Aparecieron, cada uno con su medicina, los militares y los filósofos a secas, los especialistas en filosofía, quiero decir. Los militares cortaron por lo sano: ¡Lacedemonia!, dijeron. ¡Licurgo!, dijeron. Los filósofos, que jamás lograron equipararse a los militares en efectividad, intentaron echar a los poetas (esos patrañeros) de la granja, incautaron el nido, inventaron el cartón de huevos. Acomodaron la vieja docena en una estructura recién calculada, precisa, pura geometría ella, pensando de manera novedosa: donde reinaba el pensamiento mitológico y relativo, se impuso el abstracto y absoluto. ¡Lógica! Dios tenía las puertas abiertas para entrar en la despensa comunal, y bajo su indiscutible preeminencia, los huevos jamás podrían escapar de su cartón. Eso creyeron: ¡Fe! / ¡Ciencia! / ¡Fe en la ciencia! 


ENCRUCIJADA POÉTICA 

¿Y qué hicieron los poetas ante tal usurpación de funciones? Mutar. Adaptarse cuanto fue posible. Los unos, convencidísimos. Los otros, a regañadientes. Los unos jugaron a recolocar los huevos en el cartón de maneras imprevistas por los filósofos. Los otros, rebeldes que se arriesgaban a la marginalidad, jugaron a sacarlos, a esconderlos; trataron de vulnerar la estructuración matemática de su flamante depósito, con la memoria y el imaginario anclados en el pasado, donde perseveraban (perseveran) incluso la recolección fortuita y el nido del caimán. 

Y en esas andamos todavía… 

Los poetas llevan dos mil quinientos años ante esta encrucijada. Desposeídos de mando en plaza, condenados a una función pública cada vez más prescindible, con el reconocimiento social por los suelos; los unos se adaptaron como pudieron a las nuevas reglas; los otros prefirieron contestarlas. Claro, los buenos, estén en el primer o en el segundo grupo, nunca han dejado de trabajar con los huevos de siempre. Esto marca una diferencia esencial entre ellos (la inmensa minoría) y un tercer grupo que no sabe si mata o espanta. 

Cuando la poesía abandona las ideas-huevo para hablar de sí misma, o para cuchichear alrededor de la moda: bisutería temporal que aparenta auparla añadiendo gomina a su tupé; cuando se limita a recoger los suspirillos del propio poeta, o de los lectores (¿lectores?) que la consumen, sólo, si pueden suspirar o vociferar junto a ella sin ton ni son; cuando esto sucede, digo, se convierte en mera palabrería para usar y tirar. Los poetas que trabajan este género no me interesan. Pueden llegar a entretenerme y en ciertos momentos son de agradecer (gracias), pero no me interesan. En la presentación de Cum Laude empleé una idea que leí en Carpentier y apruebo sin cautelas. La cito al vuelo. Puede que no resulte literal: Los pueblos se divierten con sus antihéroes, pero nunca se identifican con ellos. Añado que esto también pasa a los individuos, no sólo a los pueblos; y que las limitaciones de los antihéroes son extensibles a los poetas prêt-à-porter, quienes, de los huevos que importan, apenas aprovechan las breves y dulzonas irradiaciones del merengue. Estos poetas merengueros resultan prescindibles cuando andamos extraviados y necesitamos buscarnos cueste lo que cueste, porque, insisto, nuestra memoria y nuestro imaginario profundos penden y dependen de las ideas-huevo como el fruto del árbol. 

Los poetas reunidos en Cum Laude, hayan trabajado o trabajen, según el caso, para el cartón o en su contra, son (no han sido, son) como perros hueveros: jamás apartan su hocico del rastro que dejan los huevos buenos. Y cuando dan con ellos (casi siempre), no se limitan a mover la cola con gracia, que también, sino que además fijan su posición y actualizan su aroma añadiendo un toque de la suya propia (orín maestro) para orientar a los perros venideros. Ah, y lo más importante: todo esto lo hacen hermosamente. Hermosamente. De ahí la nómina de. De ahí. 



Para comprar Cum Laude existen tres vías posibles: Se puede solicitar por correo electrónico, escribiendo al editor (Francisco dos Santos). Se puede comprar en la página de Livralia Cultura, y también se puede comprar pagándolo a través de PayPal:

Enlaces para pagar con PayPal:

Compra desde España:

Compra desde Europa (fuera de España):

Compra desde fuera de Europa:

Otros enlaces:

Correo electrónico del editor:





lunes, 4 de marzo de 2019

LO VISUAL EN LA POESÍA








El pasado 26 de febrero presenté en Valladolid, junto a mi amiga Carmen Morán, Cum Laude: un cuaderno poético que publiqué el año pasado en Lumme Editor. Después de escuchar a Carmen compartir con el público algunas de las claves (claves o llaves, dijo ella) que manejó para “hacerse” con el libro (en esto Carmen es, sencillamente, magnífica), quise sustituir la lectura de poemas que suele rematar estos actos, por una breve explicación sobre lo visual en la poesía, y sobre el porqué de la selección de autores. Aclaro, para quienes no estéis al tanto, que Cum Laude es un compendio de poemas y gráficos, escritos y diseñados en alusión a la vida y la obra de veinticinco poetas (desde Gamoneda a Dante) para mí esenciales.

Puede que en otros textos publicados en este espacio me haya acercado a estos temas; pero quiero aprovechar la ocasión que me ofrece la aparición de Cum Laude, para pronunciarme al respecto con mayor énfasis. Me sabréis excusar, seguro, quienes hayáis asistido a la presentación (de nuevo, muchas gracias), y podréis enteraros de lo que allí dije, quienes no estuvisteis. En esta primera entrega (habrá otra con explicaciones sobre la nómina de poetas) me centro en: 


LO VISUAL EN LA POESÍA

Nunca escribí un poema visual. Nunca, claro, si por ello se entiende lo que ahora suele entenderse... ¿o sea…? ¿Hay alguna definición potable al respecto? Por favor, si la hubiese y alguno de vosotros (lectores) la conociese, ilustradme. Digo esto, porque la poesía escrita y leída, la pobre, con sus grilletes caligráficos a cuestas, no puede eludir lo visual. Y por eso pienso que todos mis poemas son necesariamente visuales. Ya veis, así resultan sin que tenga que hacer más que escribirlos, y, una vez escritos (letra y soporte donde ésta fija), compartirlos con quienes, para participarlos, precisan leerlos; esto es, en primera instancia: mirarlos, verlos. Como nunca fui traducido al braille, y como mis poemas inéditos no andan en boca de juglares videntes o invidentes, me temo que debo declararme, me guste o no, poeta visual. Lo siento.

Lo siento. Porque si, en la medida que sea, devengo un poeta visual sin pretenderlo, sin esforzarme especialmente en tal sentido, ¿qué son, además, los autodenominados poetas visuales; esos que tanto se esfuerzan para trascender los medios gráficos que usamos los poetas visuales del montón? No lo sé. ¿Qué otro adjetivo merecerán para quedar diferenciados del resto?: ¿Visualísimos? ¿Supervisuales? ¿Hiperópticos? ¿O sencillamente calígrafos, grabadores, dibujantes, diseñadores, pintores… plásticos? Poeta-pintor / poeta-grabador / poeta-… ¿Por qué no? En una época tan relativista y líquida, donde a la mentira se le llama postverdad, y a la verdad… ¿Verdad?... Me gustaría leer un poema visual escrito (o dibujado, o pintado, o grabado) por alguno de estos poeta-plásticos, y dedicado a la verdad en nuestro tiempo… En fin, en La Habana teníamos un declamador de poesía afro (Luis Carbonell, se llamaba) conocido como el acuarelista de la poesía antillana. Si nos acomodamos detrás de definiciones rumbosas y comerciales, ¿por qué no dar crédito a un título poético como por ejemplo: poetizante de la acuarela hispana? Si las disciplinas artísticas terminan con-fundiéndose como todo lo demás, ¿por qué íbamos a andarnos con remilgos?: Un paisaje puede ser un poema; y un poema, un paisaje. ¿Por qué no? Si todo vale…

Pero no quiero demorarme en lo anterior. Todo poema es visual, cierto, si escapa a la pura oralidad, casi extinta en estos momentos. Y no es raro que así sea, porque el hombre de hoy (incluidos poetas y lectores, por supuesto) es también eminentemente visual. Uno de sus lemas más caros, reza: si no lo veo, no lo creo. Muy distintas eran las cosas para el hombre primitivo, ahistórico o prehistórico, quiero decir, cuyo lema bien podría haber sido: si no lo toco, no lo creo. El hombre primitivo estaba (o está, que aún pervive en algunas zonas ¿vip? del planeta) sujeto a unas representaciones mentales colmadas de magia, donde las imágenes sobrevenidas en el sueño, tanto las agradables como las terribles, tenían una carga de objetividad parecida a la que tenían las percibidas en la vigilia. Para un hombre cuyas representaciones mentales fuesen de origen sensorial, o se alzasen al margen de los sentidos, gravaban y grababan su imaginario de forma parecida; para ese hombre, digo, que tan lejos nos queda, la vista y el oído debieron resultar menos fiables que el tacto. Sí, el hombre histórico devino un animal visual. Para conocer o reconocer, apenas huele, escucha, degusta o toca, porque no lo necesita. En la presentación de Cum Laude utilicé un vídeo (vídeo, ya veis, quería resultar convincente a toda costa) que pone de manifiesto esta particularidad del contemporáneo frente al primitivo. Somos cada vez más tributarios de la vista, y esto, aquí está la tesis que defiendo: merma severamente nuestra imaginación.

En aquel intervalo prodigioso: la Grecia Nuestra, venida al mundo entre Pitágoras y Epicuro, el hombre occidental, que dos o tres siglos antes había sido apercibido por Homero contra su oído externo (recordad que por ahí penetraba el veneno de Parténope), sufrió un revolcón, el más grande de su historia hasta la fecha, en favor de la vista y detrimento de los demás sentidos. ¿Cómo? Con el trasvase de validez que, por condicionantes éticas y morales, hicieron, sobre todo Sócrates, Platón y Aristóteles, del pensamiento mitológico y relativo, al abstracto y absoluto. La Razón, convertida en argumento primero de nuestro ser por este trío de genios, y armada hasta los dientes frente a sus detractores, se impuso la luz y la claridad como medio y fin de sí misma. La Razón operando en la luz, hecha una con ella, terminó desplazando a la sinrazón, definitivamente identificada desde entonces con la oscuridad, la ceguera.

Ay, si Odiseo, atado al mástil de su barco, se hubiera tapado los oídos y no los ojos… A salvo de los cantos de sirena, de los poetas y de los sofistas, el occidental post-socrático, y sobre todo el post-aristotélico, con el germen científico inyectado en vena, sabría cuidarse de cualquier cosa que no pudiera resolverse conceptualmente. Si la oscuridad y el oído habían propiciado, bajo el ala del pensamiento mitológico y relativo, el tráfico de ideas con fines no del todo controlados; la claridad y la vista garantizarían, en los rediles del pensamiento abstracto y absoluto, la fijación de conceptos destilados de la suma abstracción con un fin último: el perfecto orden social en aras de la convivencia en la polis. Orden social, donde la verdad, la belleza, la bondad, el amor y la justicia, sometidos a la razón, y por tanto, debidamente conceptualizados, no dieran cabida a las fuerzas oscuras, tan ajenas ellas al cálculo… La vista es a la razón, lo que la ceguera a la sinrazón. Sólo Eros, Tique y Tánatos (Amor, Fortuna y Muerte), esos poderes irracionales que hacen bailar a la humanidad al ritmo de sus antojos, se representarían ciegos. Ciegos, o con los ojos vendados, por traviesos e imprevisibles. A partir de Platón, expresiones tales como: dar a luz, sacar a la luz, examinar a plena luz, etcétera, se hicieron sinónimos de actividad razonable, productora de bienes; bienes personales, sociales y universales, con tanta fuerza genitora, que incluyen a la civilización misma. Mirad lo que dice el filósofo ateniense en su Protágoras:

Como Epimeteo no era del todo sabio, gastó, sin darse cuenta, todas las facultades en los brutos. Pero quedaba aún sin equipar la especie humana y no sabía qué hacer. Hallándose en este trance, llega Prometeo para supervisar la distribución. Ve a todos los animales armoniosamente equipados, y al hombre, en cambio, desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme. Y ya era inminente el día señalado por el destino en el que el hombre debía salir de la tierra a la luz.

Platón no pone este fragmento en boca de Sócrates, el más grande de los sofistas, y, sin embargo, un renegado de tal condición, sino en boca de Protágoras, un sofista convencido y militante. Pero qué duda cabe de que es él, el autor del diálogo, quien habla con su propio vocabulario puesto a punto.

En tanto el relato judeo-cristiano no llegó a remover y a complicar las cosas, los poetas, o sea: los poetas, los pensadores, los dramaturgos, los retóricos, los historiadores, y hasta los políticos (¿quién no era poeta entonces?), prácticamente todos, menos los geómetras puros, corrieron el peligro de quedar fuera de juego, y para sortearlo, debieron llevar a los ojos el peso de su memoria, de su antiquísimo imaginario; debieron filtrarlo a la luz del nuevo tiempo: si no lo veo, no lo creo… Sin embargo, el paso del hombre auditivo al visual no saldría barato. Porque lo cierto es que la representación visual post-socrática, hija de la luz y del concepto, tiende a cerrar el marco significante de la imagen, cuanto la representación poética, hija de la oscuridad y la idea, tiende a abrirlo. Entre la imagen visual y la poética, se establece un cierto contrapunteo, como el que existe entre el concepto y la idea. El concepto que reduce y cierra / La idea que multiplica y abre. El concepto que asienta, que se deja poseer / La idea que fuga, que resulta irreductible. El concepto que resuelve y mata al símbolo donde posa / La idea que nutre ad infinitum lo simbólico.

Dicho esto, parece obvio que la poesía debe ser sobre todo auditiva, no visual. Oscar Wilde pensaba que los griegos “cegaron” a Homero para significar eso: el carácter auditivo de la misma. Pareciera que es la oral la que menos riesgo corre de dejar de ser poesía. Lo que escapa a la impresión sobre un soporte material, regatea su precio a la memoria. Lo que se imprime y se puede leer tantas veces como se quiera, cuando menos pierde la gracia que hay en la epifanía, y puede terminar siendo pasto de la sobrexposición. Sólo la gran poesía resiste la palabra impresa. Mejor, mientras menos visual, porque mientras menos visual sea, menos atentará contra la imaginación. Si ya es penoso ver cómo redunda la imagen visual sobre la literaria en la narrativa ilustrada (ver, por ejemplo, y con perdón de los ilustradores, el flaco favor que hace el dibujo detallado de un perro, a un cuento que habla de un perro), cuando esta imagen aparece explicando a la poética resulta insoportable, porque le corta las alas, porque fija formas y significados donde se necesita justo lo contrario.

Insisto, lo visual, tan deudor de la luz y la razón, resulta problemático para el desarrollo de la imaginación. Siempre digo a los jóvenes que jamás el cine o la televisión podrán sustituir a la lectura. La imagen visual asociada a un relato nos conmina a la comodidad, más aún, nos hace cómodos; porque con-forma todos los escenarios que sustentan la historia, nos los entrega resueltos, finiquitados, y con ello impide que los imaginemos, que los construyamos en la mente según nuestras propias necesidades y preferencias, a partir de lo que sugieran el autor y su obra. Cuando leemos, levantamos el vuelo. Cuando visualizamos, nos apoltronamos. Puede que en ambos casos nos divirtamos, pero…

Y si tengo tantas cautelas con relación a lo visual en la poesía, ¿por qué en Cum Laude diseño a la par que escribo? ¿Porque soy incoherente? ¿Porque, además de poeta, soy arquitecto y diseñador gráfico? ¿Porque quiero ponerme a prueba? ¿Porque considero que hay maneras de aminorar el peligro? Puede que haya un poco de todo esto detrás de mi decisión, que, como toda decisión que compete al arte, se gestó al margen de mi conciencia. Lo confieso: no sé bien por qué comencé a hacerlo. Sin embargo, después de comenzado el trabajo, sí supe, o creí saber, lo que estaba haciendo. 

La abstracción, cuando es afortunada, obra un milagro sobre el lenguaje visual. Abstracción, digo, en el sentido de restar grasa, discurso, retórica… en fin, fondo, a la idea que se pretende representar para que sea aprehendida. El camino que lleva de lo llanamente figurativo hasta lo abstracto está lleno de peligros y puede desembocar en un erial. Puede, porque es un recorrido tendente a dotar de imagen visual al concepto puro y duro, para fijarlo a la memoria como una lapa; pero con suerte no lo hace. Con suerte el camino se complica antes de llegar al ojo de luz que propiciaría su resolución total, y que lo tornaría definitivo, inmóvil e imbatible. Con suerte ofrece alguna vía de escape, alguna imperfección aprovechable en su trazado para enfilar nuevas y no previstas rutas. ¿Hacia dónde? Con suerte desemboca finalmente en una especie de limbo donde el concepto visualizado, ese tipo de pocas palabras, puede resultar lo mismo un cateto que un semidiós. ¿Qué hay detrás de tanto silencio? Es como si en una primera cita nos topáramos con alguien, que, por esconder las cartas, nos hiciera creer que las posee todas. Hablamos del símbolo: la manifestación más escueta del lenguaje gráfico. Hablamos de un camino que nos lleva, por ejemplo, de una manzana de Zurbarán, o de Caravaggio, a la de Rob Janoff (Apple) en su versión mancha-negra; pasando por otra de Cezanne. El símbolo visual puede nacer muerto o resultar inmortal. Pero si además es inoculado con el virus del logotipo, cuya letra, que no sabe callar, debe en este caso adaptar el parloteo a las reglas que impone su acompañante, el resultado puede ser… No sé, no sé…

Los ejercicios gráficos y poéticos que agrupé en Cum Laude, y que por ambos frentes tienen un nivel medio-alto de abstracción, pretenden un lenguaje de doble aliento, con garantías de que pueda abrirse por un lado, lo que por el otro tienda a cerrarse. Un lenguaje múltiple, mediante el cual, tanto el diseño como el texto se propongan la unidad; pero no quieta y resuelta, sino en intenso ir y venir bajo el paraguas de la fantasía creadora. No son poemas visuales, no; insisto, si por poema visual entendemos lo que se espera que entendamos hoy. Se trata de poemas y diseños gráficos (¿símbolos, logos, ideogramas, una combinación de ellos?, no lo sé), que en incesante interacción, persiguen la mayor polisemia posible, con el propósito de liberar imágenes; no, de capturar conceptos. Poesía, a fin de cuentas. Articulada, espero. Con dos patas sincronizadas, espero. No con muletas. Vosotros diréis.



Si alguien desea comprar el libro, existen tres vías posibles para hacerlo: Se puede solicitar por correo electrónico, escribiendo directamente al editor (Francisco dos Santos). Se puede comprar en la página de Livralia Cultura, y también se puede comprar pagándolo a través de PayPal:

Enlaces para pagar con PayPal:

Compra desde España:

Compra desde Europa (fuera de España):

Compra desde fuera de Europa:

Otros enlaces:

Correo electrónico del editor: