lunes, 11 de marzo de 2019

DEL NIDO MONTARAZ AL CARTÓN DE HUEVOS: ENCRUCIJADA POÉTICA





Como os dejé caer en el texto anterior, la aparición de Cum Laude y su reciente presentación me han dado motivos bastantes para escribir dos textos: aquel Lo visual en la poesía, y este Del nido montaraz al cartón de huevos: encrucijada poética. Se trata ahora de indagar en el porqué de la selección de autores que hice para el libro. (Antonio Gamoneda / José Kozer / Paul Celan / José Lezama Lima / Vladimir Holan / Yorgos Seferis / Jorge Guillén / César Vallejo / Fernando Pessoa / Gottfried Benn / Ezra Pound / Juan Ramón Jiménez / Rainer Maria Rilke / Emily Dickinson / Charles Baudelaire / J.C. Friedrich Schiller / J.W. Goethe / Francisco Quevedo / William Shakespeare / Luis de Góngora / san Juan de la Cruz / fray Luis de León / Luís Vaz de Camões / santa Teresa de Ávila / Dante Alighieri). No os daré una explicación detallada que aluda a la obra de cada uno de estos poetas en particular (no temáis), sino otra que esboce el marco que los agrupa y sitúa en mi punto de mira. Repito lo que dije en la primera entrega: puede que vuelva sobre alguna idea que haya sido expuesta en otros textos publicados en este espacio, pero en esta ocasión intentaré abordar el asunto con mayor énfasis.
      

DEL NIDO MONTARAZ AL CARTÓN DE HUEVOS 

Para empezar, convengamos (cuento con vosotros) que al hombre le han interesado siempre las mismas cosas. ¿Cosas? Hablando en platónico: las mismas ideas. Hablando en platónico comentado: las ideas primarias, arquetípicas, paradigmáticas… en fin, universales; ¿que son…? Sigamos conviniendo: En primer plano, las menos asibles: los dioses / Dios / el porqué de la vida, su para qué, su génesis, su más allá / la muerte / nuestra posición en el universo / el tiempo / el espacio / el espacio-tiempo / el infinito / la eternidad / el todo / la nada… esas ideas que se avienen malamente al concepto. En segundo plano, también huidizas, pero algo más dóciles ante nuestra trajinada vocación conceptual: el amor / la verdad / la belleza / la bondad / la justicia… 

Convengamos ahora (sigo contando con vosotros) que estas ideas son doce. Y hechas una docena, terminemos por equipararlas a huevos para seguir el relato que os propongo a continuación. Recordad el símil: ideas y huevos: doce ideas-huevo. Juguemos… 

Pues bien, para intentar comprender la evolución de estas ideas-huevo, que como hemos convenido (¿lo hicimos?) de cara al hombre son universales y atemporales, actuemos en el escenario donde van manifestándose, desde la prehistoria hasta la actualidad. Sólo podemos mover la puesta en escena que las fue condicionando formalmente en nuestra memoria y nuestro imaginario, porque, al carecer de traza material (no han intimado con la materia y están soldadas al espíritu) son en sí mismas inalterables sin la complicidad de nuestra tramoya imaginativa y especulativa, tan sujeta al paso del tiempo, sobre todo, a su correcorre histórico. En este caso lo ovoideo, amén la cáscara, la yema y la clara metafóricas, no quita lo ideal. 

Para un hombre en estado natural o salvaje (titánico, prehistórico, nómada, que vive en pequeñas tribus u hordas), los doce huevos están, sí o sí, en pleno monte. No podemos hablar todavía de huevos de gallina (que allí vamos), y muy a duras penas de nido. Las ideas (perdón, los huevos) son montaraces y más bien de lagarto. Convengamos que son de caimán (la gallina evolucionó a partir del dinosaurio, no del pájaro) y que están cerca de las charcas. El hombre, cazador-recolector, no controla ni vela su producción, qué va, los recolecta si tropieza con ellos cuando va a por agua. Los pequeños clanes, que ni siquiera atisban todavía la historia, no necesitan más que eso. No existen condicionantes éticas o morales que justifiquen otra cosa. Los huevos son los de siempre, pero están en un nido que escapa a su control. El hombre no los busca, los encuentra gracias a los dioses (que no son dioses, o sí, pero hechos rayo, mogote o nube). Y ello sucede cuando se acerca a los sitios de puesta, en la vigilia; pero también cuando sueña. Sobre todo cuando sueña, porque estos huevos tienen que ver, creo yo, más que con la inteligencia vigilante, con ese don que la sostiene y empuja, y que va distanciando al hombre de la bestia: la imaginación. 

Para un hombre en estado bárbaro (divino, sedentario y asomado a la historia, aunque todavía débilmente socializado en pequeñas aldeas), los doce huevos ya son de gallina. El nido aparece cerca de sus asentamientos. Él sabe dónde buscarlo. Lo hace en plena consciencia. Las gallinas aún no se han domesticado, pero ya se acercan a la empalizada. Se acercan como hacen los primeros lobos de camino al perro, los primeros gatos tras las primeras ratas que gozan el primer granero. El hombre ve los huevos, los sueña… Ah, pero en la vigilia ya los cuenta y comienza a calcular su aparición según conviene a la comunidad. Bajo exigencias que caen cada vez más a lo ético y lo moral, comienza a formular su reparto, y para repartirlos (¿nació la burocracia?) tiene que intentar objetivarlos de alguna manera. Los que sueña no son comestibles. Los dioses están en el origen de todos los huevos, pero aquellos que se comen, se cuentan y se reparten, sirven además para atenuar las discordias y evitar las riñas. Son los huevos de siempre, insisto, pero ya valen para afianzar cosas importantes al margen de la simple manutención. 

Para un hombre en estado civil primario (divino, histórico, que construye pequeñas villas, que las defiende y fortifica frente al enemigo), los doce huevos carecen de una función relevante si no están en un nido intramuros. Este hombre necesita un gallinero controlado: gallinas y huevos propios sometidos a una producción bien calculada, fiable. Huevos que pueden comercializarse en tiempo de paz, y hurtarse o imponerse a los vencidos en tiempo de guerra. La calidad última de los huevos, que son los doce de siempre (un huevo es un huevo, y una docena, una docena), sigue estando en manos de los dioses, pero entonces se trata de dioses cada vez más dados al cálculo y al comercio humanos; esto es, a un orden social que se torna complejo, donde la ética y la moral resultan imprescindibles; tanto, que van apuntando a la granja avícola. 

La granja avícola fue inventada finalmente por el hombre en estado ético, con creciente tendencia al estado moral y estético (divino, claro está; histórico hasta la médula, sin vuelta posible a la Edad de Oro, que ya vive en la polis: un asentamiento que puede llegar a tener cinco o diez mil habitantes; quince mil, contando extranjeros y esclavos). Para este hombre los doce huevos de siempre… 

Si convenimos ahora que somos occidentales (¿es fácil, no?), estaremos en Grecia. Sí, otra vez, qué le vamos a hacer… 

(Antes de continuar, debo decir que desde que el hombre vive en estado natural, hasta que llegó al estado ético, los doce huevos de siempre fueron recolectados, vigilados, cuidados, contados o intercambiados, según el caso, por los sacerdotes; que como todos sabéis, casi siempre también eran los jefes, los médiums, los curanderos, los artistas, los directores artísticos… los poetas. En la medida que las comunidades fueron haciéndose mayores y más complejas, estos sacerdotes-poeta fueron ganando poder y sabiduría; fueron acercándose al casi-sabio: el filósofo). 

… En Grecia, el poeta-filósofo se fue especializando poco a poco. Llegó a manipular los doce huevos que nos traemos entre manos bajo el influjo de disciplinas muy disímiles: la magia, la religión, la matemática, la geometría, la física, la metafísica, la dialéctica, la retórica, la historia, el teatro, la política… Con semejantes tráfico y tortilla a la vista, el griego, en su período clásico, temió el desmedido compadreo poético en la huevería y necesitó poner orden en toda la granja. El lío montado con aquellos huevos en los amplios márgenes que ofrecía el pensamiento mitológico y relativo, atentaba contra la convivencia en la polis. Entonces el griego pensó que si no se fijaban reglas meridianas para manipularlos, si éstos no se medían, se pesaban, si no se simplificaba su espectro significante y se establecían con rigor sus funciones, de manera tal que se adaptaran convenientemente a un orden social tan complejo como el suyo; resultarían tóxicos, y la sociedad, en pleno apogeo cultural y civilizador, se indigestaría con ellos. La operación fue de índole ético-moral, es obvio. Aparecieron, cada uno con su medicina, los militares y los filósofos a secas, los especialistas en filosofía, quiero decir. Los militares cortaron por lo sano: ¡Lacedemonia!, dijeron. ¡Licurgo!, dijeron. Los filósofos, que jamás lograron equipararse a los militares en efectividad, intentaron echar a los poetas (esos patrañeros) de la granja, incautaron el nido, inventaron el cartón de huevos. Acomodaron la vieja docena en una estructura recién calculada, precisa, pura geometría ella, pensando de manera novedosa: donde reinaba el pensamiento mitológico y relativo, se impuso el abstracto y absoluto. ¡Lógica! Dios tenía las puertas abiertas para entrar en la despensa comunal, y bajo su indiscutible preeminencia, los huevos jamás podrían escapar de su cartón. Eso creyeron: ¡Fe! / ¡Ciencia! / ¡Fe en la ciencia! 


ENCRUCIJADA POÉTICA 

¿Y qué hicieron los poetas ante tal usurpación de funciones? Mutar. Adaptarse cuanto fue posible. Los unos, convencidísimos. Los otros, a regañadientes. Los unos jugaron a recolocar los huevos en el cartón de maneras imprevistas por los filósofos. Los otros, rebeldes que se arriesgaban a la marginalidad, jugaron a sacarlos, a esconderlos; trataron de vulnerar la estructuración matemática de su flamante depósito, con la memoria y el imaginario anclados en el pasado, donde perseveraban (perseveran) incluso la recolección fortuita y el nido del caimán. 

Y en esas andamos todavía… 

Los poetas llevan dos mil quinientos años ante esta encrucijada. Desposeídos de mando en plaza, condenados a una función pública cada vez más prescindible, con el reconocimiento social por los suelos; los unos se adaptaron como pudieron a las nuevas reglas; los otros prefirieron contestarlas. Claro, los buenos, estén en el primer o en el segundo grupo, nunca han dejado de trabajar con los huevos de siempre. Esto marca una diferencia esencial entre ellos (la inmensa minoría) y un tercer grupo que no sabe si mata o espanta. 

Cuando la poesía abandona las ideas-huevo para hablar de sí misma, o para cuchichear alrededor de la moda: bisutería temporal que aparenta auparla añadiendo gomina a su tupé; cuando se limita a recoger los suspirillos del propio poeta, o de los lectores (¿lectores?) que la consumen, sólo, si pueden suspirar o vociferar junto a ella sin ton ni son; cuando esto sucede, digo, se convierte en mera palabrería para usar y tirar. Los poetas que trabajan este género no me interesan. Pueden llegar a entretenerme y en ciertos momentos son de agradecer (gracias), pero no me interesan. En la presentación de Cum Laude empleé una idea que leí en Carpentier y apruebo sin cautelas. La cito al vuelo. Puede que no resulte literal: Los pueblos se divierten con sus antihéroes, pero nunca se identifican con ellos. Añado que esto también pasa a los individuos, no sólo a los pueblos; y que las limitaciones de los antihéroes son extensibles a los poetas prêt-à-porter, quienes, de los huevos que importan, apenas aprovechan las breves y dulzonas irradiaciones del merengue. Estos poetas merengueros resultan prescindibles cuando andamos extraviados y necesitamos buscarnos cueste lo que cueste, porque, insisto, nuestra memoria y nuestro imaginario profundos penden y dependen de las ideas-huevo como el fruto del árbol. 

Los poetas reunidos en Cum Laude, hayan trabajado o trabajen, según el caso, para el cartón o en su contra, son (no han sido, son) como perros hueveros: jamás apartan su hocico del rastro que dejan los huevos buenos. Y cuando dan con ellos (casi siempre), no se limitan a mover la cola con gracia, que también, sino que además fijan su posición y actualizan su aroma añadiendo un toque de la suya propia (orín maestro) para orientar a los perros venideros. Ah, y lo más importante: todo esto lo hacen hermosamente. Hermosamente. De ahí la nómina de. De ahí. 



Para comprar Cum Laude existen tres vías posibles: Se puede solicitar por correo electrónico, escribiendo al editor (Francisco dos Santos). Se puede comprar en la página de Livralia Cultura, y también se puede comprar pagándolo a través de PayPal:

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2 comentarios:

  1. ¡










    ¡Qué bonita manera de explicar eso que casi nadie entiende!
    Gracias Jorge. Un abrazo.



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  2. Gracias a ti, amigo, por leer y comentar. Abrazos.

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