Pasó el 23 de abril, día de san Jorge (mi santo) y también
Día del Libro según la UNESCO,
sin que haya podido disfrutarlo en ningún sentido especial. El trabajo en esos
días me mantuvo alejado de los libros. Hoy tengo una pequeña oportunidad para
resarcirme y dedicar a la lectura, ese placer enorme que últimamente se me
torna bastante esquivo, esta pequeña nota. En ocasiones cambiaría hasta el
último óbolo, el más solemne y ruin, el que guardo para poner a prueba los sentidos
del áspero barquero, por un poco de tiempo para leer. Qué inútil, dirán unos;
qué pedante, otros. Así se cotiza en los predios de lo opinable un hábito tan
peregrino. Y qué importa. A la lectura, va…
Quiero exponer brevemente algunas ideas sobre el tándem lectura-conocimiento. Para ello parto de dos citas especialmente sugerentes. Decía Lévinas: “…leer es mantenerse por encima del realismo (o de la política), del cuidado de nosotros mismos...” Y Gadda: “Conocer es mudar y desordenar lo que hay en el mundo.” Levitación, descuido y desorden; ¿eso es? ¿De tales consideraciones brota el miedo que despiertan los lectores en algunas mentes “equilibradas” y “graves”? Bueno, si conocer es desordenar, y leyendo se conoce a la vez que al descuido se levita, es normal que la lectura tenga sus detractores. ¿Y quiénes encajan en este último grupo? Pues claro está: quienes temen mudar y desordenar; quienes temen descuidarse de sí para colocarse por encima, fuera de sí mismos; quienes no saben que la imagen de la felicidad sólo se valida en un ámbito ajeno al imperio de lo real, donde se nos intenta acotar, sujetar a una animalidad simplona.
La lectura es una incontestable vía de conocimiento, una oportunidad para trastocar, subvertir interesadamente el mundo, para colocarnos al margen del canon que pretende reducirnos a tediosos agentes del realismo. Pero la lectura es también albacea de la memoria, de una memoria compleja y activa que se apropia de lo que imagina. Leyendo imaginamos, conocemos, memorizamos… activamos los canales de humanidad que nos caracterizan y distinguen. ¿Qué más se puede pedir? Pues que se lean preferentemente los textos que enciendan esos canales; que en lo posible se eviten aquellos que los apagan hasta convertir la lectura en una vana costumbre de engullir palabras muertas, (des) estructuradas en pos de una calistenia visual incapaz de conectar al nervio óptico con el motor de la imagen. Sí, entre la Odisea y el Manual de Instrucciones, entre la Biblia y el Programa del Partido media un abismo. A él se asoman valientemente los "cuatro" que leen algo.
Cuídense esos "cuatro". Acérquense a las fuentes. Seleccionen con
cuidado a sus comentaristas. Los demás, como no se embarcan, no se marean. No saben
cuánto se pierden. A ellos no puedo dirigirme. Pero a ustedes, amables
lectores, cómplice les digo: me voy a leer. Esta noche, treinta años después,
comienzo la relectura de un libro que leí cuando tenía veinte: “Doktor Faustus” de Thomas Mann. Estoy excitado. A ver…
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