domingo, 15 de septiembre de 2013

Tenemos tanto que ganar…





La extensa estela del romanticismo que, incluso en su versión más potable, nos ponía (y pone) muchas veces en un trance emocional último (entre la vida y la muerte, entre el amor y el desamor más teatreros, entre una belleza que alela y otra por la que se muere o mata) marca aún la visión que muchos tienen de lo poético. Aquella respuesta de Bécquer a la pregunta ¿qué es poesía? sigue vibrando hoy entre lectores y no lectores, más o menos conscientemente: ––¿Poesía? ni los poetas saben qué es eso, para qué sirve… ¿Para ligar? ¿Para ir de raritos por el mundo? ¿Para consolarse? ¿Para negar la esencia animal y pragmática de la vida? ¿Para evadirse de lo real, huir de uno mismo?... Incluso notables pensadores como Santayana, por citar sólo un ejemplo, desde un estrecho pragmatismo positivista, indirectamente han ayudado a limitar en los lectores la necesidad y el deseo de la poesía. Dijo éste: “…entenderse a sí mismo es la forma clásica de consolación; huir de sí mismo es la romántica.” Sin entrar a contestar esta frase, muy contestable ella, (anda que no huyen de sí los clásicos para consolarse) está claro que tales pareceres, que asocian el romanticismo con una simple huída, confluyendo con la persistente asociación de lo poético y lo romántico, propician un resultado caricaturesco que aparta de la poesía a muchos desorientados, como también atrae hacia ella a otros que lo están mal.

“Encomio de la imagen” es un espacio para cuestionar, incluso combatir (por muy romántico que suene el término) esta errónea visión que, a la vez que nos aleja de la poesía, nos pone en bandeja para el más integrista cientificismo, ese que ya nos sueña perfectas máquinas libres de todo “oscurantismo” poético. La inminencia de la “entrada” número cincuenta fue un buen acicate en este sentido. Quinquaginta… ¿No huían de sí Virgilio, Horacio, Ovidio?  Sí, también lo hacían, clásica-mente. Con frecuencia huían de los hombres que eran, buscando encontrar a los hombres que fuimos, somos y seremos; trascendían al hombre-límite-fenómeno, para dar con lo humano, con la Idea Hombre, porque, ¿quién lo sabe?, tal vez sólo en esa búsqueda hallaban consolación. Buscaban (aquí “enredo” una frase leída recientemente en Badosa) acompasar el tiempo histórico en que pasamos, con el “tempo” poético en que existimos, para encontrar el binomio tiempo-“tempo” en que esencialmente somos, ya trascendidos en una suerte de pre-eternidad. Y gracias a ellos… Lo dejo, que me enzarzo con Santayana... Claro, este espacio precisa de mensajes escuetos, pero no renuncia a defender sus fueros. La número cincuenta va de poesía.

¿Por qué leerla?

Nuestro genotipo nos permite participar la más sofisticada aventura animal del planeta: la vida imaginativa, inteligente; pero tal participación será más plena, cuanto mejor dotados estemos para heredar, incubar y testar su esencia. ¿Y cuál es la esencia de la humana aventura? Pues que se lleva a cabo por un animal que imagina, conoce y crea en sociedad. La capacidad de imaginar es vital en esta trinidad que nos define, y aunque como toda capacidad se recibe genéticamente, si se quiere aprovechar ha de cultivarse. El hombre, animal y ser social, se mueve en medio de complejas dualidades (ahora “enredo” unas ideas de Fernando Ortiz) sometido al difícil equilibrio de muchos pares dialécticos: natura y hechura/ natura y cultura/ herencia y adherencia/ soma y psiquis/ substancia y circunstancia… Y en ese “lío” sólo podemos “resolver” imaginando. Sobre todo las segundas categorías de los referidos pares: hechura, cultura, adherencia, psiquis y circunstancia, especialmente esas que nos dieron el fuego y el notario para expulsar de la caverna al oso y ponerla a nuestro nombre, son absolutas deudoras de la imaginación. Imaginando conocemos y creamos, pero también “nos defendemos” de lo incognoscible, lo inalcanzable. Imaginando afrontamos las primeras fases del conocimiento con base sensorial, y todo el conocimiento suprasensorial. La capacidad para recibir, digerir y transmitir imagen, no es sólo imprescindible en los artistas, sino necesaria en todo ser humano. Una persona que no ejercite tal capacidad, estará reduciendo su experiencia en un sentido animal. La aptitud para la imagen, insisto, no es cosa de poetas o artistas, es cosa de mujeres y hombres. Los poetas, los artistas son aquí una vanguardia importante; han de imaginar como todos, memorizar como todos, comunicar como todos, pero podrán hacerlo, gracias a su alta capacidad para trabajar con imágenes, hasta unos niveles inalcanzables para los demás. Entonces, estos “visionarios”, que no son más que individuos especialmente imaginativos y curiosos, deberán “traducir” para los otros lo que haya de humanamente aprovechable en los muchos planos que de la realidad (sensorial o suprasensorial) puede obtener y obtiene una imaginación aguda. Y una vez que esto ocurre, una vez que el poeta, por ejemplo, ha captado, creado o recreado una imagen válida para el conocimiento, sobre todo si esta imagen no se cierra en sentencia, sino que se abre en símbolo, sus lectores podrán participarla, y en ella crecer como seres humanos. Entonces, repito la pregunta y contesto resumidamente:       
           
¿Por qué leer poesía?

  1. Porque la poesía es la mayor y mejor expresión de la capacidad de imaginar que tiene el hombre. No hay nada más humano que la poesía.
  2. Porque la imagen poética, como ninguna otra, es una vía de conocimiento que llega a la esencia de las cosas, donde jamás podrá hacerlo, por ejemplo, la ciencia, en última instancia, tan pobre y fatalmente sujeta al fenómeno.
  3. Porque permite un alto ejercicio de humanidad, al ofrecernos realidades creadas o recreadas más allá de las percibidas por vía sensorial.
  4. Porque aumenta en el lector la capacidad para recibir, memorizar y transmitir conocimiento a través de la imagen.
  5. Porque la capacidad para “entendérselas” con la imagen, que la poesía ensancha y afina, es imprescindible para actuar en cualquier ámbito, sea éste artístico, científico o técnico. Una mente abierta a la “comprensión” de la imagen, o sea, a sacar provecho de su multiplicidad significante, de su capacidad evocativa, estará mejor preparada para actuar en cualquier área del quehacer humano.
¿Quiénes deben leerla entonces?

Obviamente todos. La poesía, si es buena (la mala es muy dañina) es un vector de humanidad inigualable. El apogeo de lo humano ocurre en la imagen; y el apogeo de la imagen, en la poesía. Si devaluamos la imagen en nuestra estrategia de conocimiento, además de forzar una anomalía, pagaremos un alto precio por hacerlo. Si estamos preparados para la imagen (no quiere decir esto que todos podamos crearla, recrearla o transmitirla ensanchada, sino simplemente que podamos captarla y procesarla) seremos mejores aprendices de hombre, y claro, mejores lectores, amantes, deportistas, médicos, ingenieros, zapateros, maestros, economistas… menos animales, vaya, más humanos… Cierto que una sociedad donde todos sean poetas o buenos lectores de poesía, sería tan peligrosa como aquella república platónica sin poetas y gobernada por los filósofos. Pero no debemos temer ese escenario, pues el hombre siempre supo evitar incluso sus inmediaciones.

¿Y cómo convencer de que se equivocan, a quienes viven y piensan tan al margen de todo esto? ¿Merece la pena intentarlo?

No lo sé. Y tampoco tengo espacio aquí para ello, mucho más allá de las escuetas explicaciones ya dadas. Mas hagamos un último esfuerzo y traigamos un ejemplo sencillo. Veamos unos versos de Lorca, poeta fácil que resulta cercano a mucha gente. Tomemos unos versos de alta poesía en este poeta (también los tiene, por supuesto). Pero antes imaginemos que un niño dice a su madre que la muerte lo espanta, que quiere ser inmortal, y además, que no quiere crecer, envejecer; en fin, que no entiende ni asume el final y quiere ser especial, distinto a los demás. ¿Cómo contestaría a esto una madre “normal”? Se podrían suponer miles de respuestas más o menos "lógicas", aunque partan de ópticas muy distintas, con dispares niveles de imaginación. Habrá  madres que evadan la respuesta. Habrá otras que no quieran que su hijo coquetee con la idea de la muerte, y propongan salidas muy imaginativas. Las habrá que lo enfrenten sin tapujos a una realidad finita y unívoca, como “cura” a cualquier indicio de idealización trascendente. Habrá las que prometan a su hijo una vida singular, llena de éxitos, sin penalidades. Habrá otras que hagan justo lo contrario. Habrá de todo. Pero veamos cómo recoge Lorca una situación de este tipo:

Mamá.
Yo quiero ser de plata.
Hijo,
tendrás mucho frío.

¿Se puede hacer mejor? Después de conocer estos magníficos versos, en los que caben todas las demandas y las advertencias posibles, ¿se precisa añadir algo? Tanto en el deseo del niño como en la visión de la madre se abren infinitud de potencias. Nada queda del todo resuelto, pero a la vez todo parece predicho, dicho, entredicho, sobredicho… Ahí está el asunto, servido en alta tensión poética, esperando a que los lectores tomen uno o varios de los múltiples caminos que se abren para incorporar la imagen a su experiencia, a su memoria. Y la economía de medios con que madre e hijo se nos meten dentro, nos sacuden y estremecen, nos resuelven un montón de urgentes dudas, a la vez que nos abren otro montón de ellas, ¿es fruto de la pereza, de la apatía? Para nada. En este caso decir algo más habría significado decir mucho menos. En esos versos está todo lo necesario… Es sólo un ejemplo. Como es lógico, no se pretende, al menos yo no lo hago, que entre hijos y madres se produzca este tipo de diálogo poético, pero si todos tuviéramos acceso siquiera a esta sencilla y primaria dimensión de la imagen, seríamos más plenos como hombres... Leamos poesía...

¿Y qué pudo responder Bécquer a la célebre pregunta, para aliviarnos del “peso romántico” que tiene su ingrávida salida? No lo sé, pero al menos me tranquiliza que ya nadie más pueda tomar el ocurrente y exaltado atajo sin caer en un espantoso ridículo. Ya ven, Barnet, cien años después de Bécquer, dijo algo parecido a Guevara: “…el poeta eres tú”, madre mía, al ritmo de las ametralladoras… qué cínica cursilada. Pero no sigo por ahí, pues no se lo merece la “entrada” número cincuenta. Bécquer tal vez pudo regalar a la chica una edición de la Divina Comedia, diciéndole: ––toma, amiga, ahora métete en mi cama, regálame, íntegro, ese curioso azul, y luego, pasadas las ardentías, averígualo tú misma... No, lo hizo bien Bécquer. Lo hace mal quien no entiende aquellas circunstancias. No siempre se puede ser un gran poeta ante determinadas urgencias, frente a ciertos estímulos... Río. ¿Y cómo no compartir el poético resbalón, si con ello se puede tentar a todo el azul que embeleza al mundo? Río de nuevo. Leamos poesía, amigos, buena poesía. Tenemos tanto que ganar… Siento repetirme. De una u otra forma, lo dije aquí cincuenta veces ya. Sólo por ésta, y hasta la próxima, me disculpo. 

          

2 comentarios:

  1. Querido amigo.
    Para mí la Poesía no es tan trascendente como lo recoge tu explicación maravillosa. Estoy años luz de ti y de cualquier buen poeta. Para mí Poesía es sacarme del alma el dolor, el sufrimiento, la inquietud y quedarme por unos segundos tranquila.
    Estoy de acuerdo contigo que leer poesía nos hace más humanos y que debemos leer más poesía.
    Un fuerte abrazo
    Mercedes Escudero

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  2. Contigo, amiga, contigo. Especialmente ahora. Abrazos. Jorge

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