A la memoria de mis abuelos.
A la de todos los emigrantes que
fueron
a remendar el descosido imperial
con su
hambre de luz y su
hambre-hambre.
¿Será acaso el amor
el oro de los pobres?
Antonio Colinas
Hace pocos días di con estos excelentes versos de Colinas en
un librito titulado El soñador
de espigas lejanas, editado por la Fundación Jorge
Guillén en la colección Maravillas concretas. Su lectura me enfrentó una vez
más a los recuerdos que mis abuelos españoles (asturianos y canario) me
regalaron de su experiencia migratoria; recuerdos que baten desdichas y
bendiciones, alivios y frustraciones, para una mezcla vital que macera o
fermenta, según el caso, con inagotable vigor evocativo. Todavía latente la ulcerilla
provocada por la poética púa, hoy escuché por primera vez en la voz de Liuba
María Hevia, la canción Con los hilos de la luna, dedicada precisamente a su
abuelo asturiano. Vaya revolcón… No se debe escribir en este estado emocional, lo
sé, (decía Benn aludiendo a ello, aunque de cara a la creación poética: Si usted le quita a lo que ha rimado todo
lo que tenga que ver con sus sensaciones y sentimientos, lo que queda, si es
que queda algo, eso quizás sea un poema. ) pero no puedo evitarlo. Mis abuelos
ahora mismo baldean lo que ensucia en mí la compostura, y arrastrado por
la canción de Liuba María, cedo al tirón de la sangre sin contemplaciones
espurias.
No supe o no recuerdo con precisión en qué años llegaron a
Cuba mis abuelos. El materno (Vicente) alrededor de 1904; el paterno (Balbino)
puede que en 1919. En ambos casos, son fechas muy cercanas a la obtención de la
independencia de España, y a la proclamación de la República. Se ha hablado bastante
sobre la anomalía o particularidad histórica que supone el hecho de que muchos
de los propios soldados del ejército español derrotado decidieran quedarse a
vivir en la isla perdida para el imperio. No participo tal extrañeza, pues comprendo
las causas del fenómeno, pero en cualquier caso, de existir la supuesta irregularidad,
habría que extenderla a los enormes flujos migratorios que, en el mismo sentido
(España-Cuba), tuvieron lugar en las dos primeras décadas del XX. Mas hoy no me
interesa esto como asunto de orden sociológico a estudiar sesudamente,
porque hoy hablo de mis abuelos. Punto. Con lo que diga sobre ellos, que los
lectores hilvanen las teorías que necesiten o gusten. Espero, sin embargo,
alcanzar el alma de algún nieto agradecido, cuya similar experiencia y consecuente
complicidad, hagan que al leer este texto las teorías importen un bledo.
Vicente, que nació en 1890 en una casa-cueva cercana a
Valleseco, en Gran Canaria, con catorce años logró llegar a Cuba acompañado por
su padre, que en un viaje anterior había dejado en la isla de acogida a tres de sus
hermanos varones. No sé cómo mi bisabuelo pudo llevar a buen término su hazaña migratoria, porque era pobrísimo, literalmente un troglodita; pero su
hijo Vicente, después de un breve paso por La Habana (entonces una de las grandes
capitales del Nuevo Mundo), donde trabajó en una lechería, se instaló en el
centro-sur de la isla, en una de sus zonas más exigentes: la Ciénaga de Zapata,
duro ecosistema con pantanos, manglares, mosquitos y cocodrilos, que de
entrada novelaba mal para los “invasores”; más bien los obligaba a sudores
muy terrenales y concretos vinculados con arrozales, cañaverales, puercos y cebúes.
Vicente, a pesar de apellidarse González Pérez, lo que denota una estirpe de
origen castellano, nunca se sintió español. En Cuba los canarios se hacían
llamar isleños y vivían su insularidad a rajatabla. Muy pronto “se hacían” emocionalmente
cubanos (comillas, porque en alguna medida lo eran de cuna, en tanto que españoles y
mediterráneos, aunque no lo supieran y hubieran nacido en pleno Atlántico) y
podían sentirse incómodos frente a los paisanos de origen peninsular. Pero esto es una anécdota, porque Vicente era un buen
hombre, y como tal, no sólo dio de comer a sus doce hijos, sino también a otros
tantos hijos ajenos. Y hubiera dado de comer al mismísimo Alfonso XIII de
haberlo encontrado hambriento. Eso sí, le habría explicado en la sobremesa cuán
leales y hábiles eran sus perros de caza, y le habría contado múltiples episodios
de la rica mitología lugareña, a la que se había aficionado sin cautelas. La vida de Vicente eran su familia, su finca, su trabajo, sus
animales, sus cacerías, sus recuerdos, sus cuentos, pero muy especialmente sus
nietos; más de veinte que a su lado aprendimos a querer… y a poder. Vaya
maestro. Un currante. Un amante... ¿Puede haberlo mejor?
Balbino, nacido en 1900, en Somines, una pequeña
aldea del Concejo de Grado, Asturias, llegó a La Habana con unos diecinueve
años huyendo del servicio militar, que entonces lo hubiera situado en el
peligroso frente del norte de África. Ya habían tomado con éxito el camino habanero tres de sus hermanos mayores, por lo que su destino parecía claro, pero no se
decidió finalmente hasta que el olor a plomo le sacudió las entendederas y le
hizo temblar las piernas. En la capital de la flamante República se partió el
lomo en los pequeños comercios de sus hermanos hasta que fue capaz de montar el
suyo propio: una primera bodega (así se llama en Cuba a los establecimientos
comerciales donde se venden productos comestibles) en la barriada de El Cerro. Ya
bien situado, regresó de visita a su Asturias natal en el año 1935 (mal momento) y muy
enamorado se casó con una sobrina (mi abuela) a la que llevaba 17 años y sólo
conocía por referencias epistolares. Regresó a Cuba con el corazón inflamado
por su joven esposa, pero también roto por la situación que atravesaba su
patria. Balbino, que se apellidaba Tamargo García, lo que no obliga a origen castellano
alguno, siempre se sintió español. Jamás tuvo ninguna duda en este
sentido. En el 35, su patria ponía el mantel para la sangre; se envenenaba, y
con ella lo hacía toda posibilidad de regreso por lejana que fuera. Otra vez el
plomo, entonces fratricida, sentenciaba el camino. A partir de
entonces, para él España fue una amarga y definitiva pérdida, aunque supo
captar su resonante prolongación en la isla que había aprendido a amar. Mi
abuelo paterno era también un esforzado amante. En este caso, un
amante con quien conviví a diario desde que nací, y por quien fui muy amado.
Sólo una severa demencia senil primero, y la muerte después, pudieron alejarlo
de mí, pero nunca lo hicieron de mi memoria, donde su descomunal humanidad se
yergue por encima de sus pequeños defectos para repetirme: ama, ama, ama…
Esta sucinta historia de la aventura migratoria de mis
abuelos, no es más que una vía para reconocer su enorme calidad humana. En una
época convulsa, con un imperio cuyos estertores coloniales malamente disimulaban la gélida temperatura de sus pies, supieron hacer valer su vitalidad y
su capacidad para la aventura, asumiendo un destino que los alejaba de sus hogares,
pero a cambio les regalaba una vida más plena. Quienes
entonces emigraron fueron, como en todo proceso de este tipo, los más
inquietos, los más capaces de cambio y empresa. Quienes más habría necesitado
España en los fuegos de la casa, se asfixiaban en ella y salían a respirar a su
patio. Siempre ocurre así: emigran los más necesarios. Los procesos
migratorios, dadas las especiales cualidades humanas que implica la condición
de emigrante, perjudican a las sociedades emisoras para beneficiar a las
receptoras. Unos pierden a los más activos y atrevidos, mientras otros los ganan.
Entonces Cuba, y muy especialmente La Habana, ofrecían a peninsulares e isleños
un viaje de amables resonancias. El cisma político-jurídico-administrativo nada
pudo contra el torrente afectivo que había generado la cultura. Cuba seguía siendo España, como lo sigue siendo en buena medida ahora; como España
sigue siendo esa diversa y maravillosa Idea, donde, a pesar de todo, manda el griego. Aun así no fue fácil para ellos. Los emigrantes transatlánticos de
principios del siglo pasado, si eran pobres, aunque fueran de casa eran
tratados como parias. En La Habana eran sometidos a una
estricta cuarentena para “desinfectarlos” y vacunarlos; y no tenían nada fácil
adquirir la nueva carta de ciudadanía. ¿Acaso no nos pasa ahora más o menos
lo mismo en el sentido contrario? En fin, no fue fácil, pero lo hicieron. Y
todo ese aval de esfuerzo, valentía y amor, lo transmitieron a sus herederos,
que cuando necesitaron mudarse de habitación en su propia casa, se cagaron
literalmente en lo que decían o pretendían carceleros y aduaneros. Ah, nuestra
estirpe mediterránea (fenicia, egea, etrusca, romana, cartaginense, bereber…) ¿Quién
puede contenerla ante el umbral del futuro, si ni siquiera frenó ante las
mismísimas Columnas de Heracles? Puede que a mis hijos les toque patear, hacer
girar de nuevo el afanoso aro. Si así es, lo harán, porque sus padres les han transmitido el a-de-ene del hámster mediterráneo que muscula y ríe sobre la ciega rueda.
Ese, que aun escalando en pos del vellocino áureo, lleva siempre el saquito
donde guarda el amor... Sí, Antonio, el
oro de los pobres.
Aquí les dejo el “enlace” por si quieren escuchar la canción
de Liuba María, y un ya viejo poema hoy más sano y vivo que nunca.
https://www.youtube.com/watch?v=AEhFonHjyAA&feature=youtube_gdata_player
Brindemos.
El viaje no acaba
donde reposa el viajero.
Brindemos.
Mi abuelo asturiano se bebió La Habana
detrás de un mostrador atrincherado.
Mi abuelo canario se bebió la ciénaga
asido a la montura de un caballo.
Yo me bebo a mis abuelos diariamente
enrolado en la aventura que iniciaron.
Trajinando los caminos que supieron,
doblegando al dolor que no mostraron,
aunque lejos
de La Habana, de la ciénaga;
en un cáliz de orgullo
tinto en sangre,
me los bebo.
Más cercano en el tiempo, años 1960, mi padre como muchos otros españoles emigró a Alemania para poder comer. Me ha contado que las condiciones de vida eran pésimas, 6 personas en una pequeña habitación con literas. Tenía dos trabajos, uno de mañana y otro de tarde. Desempeñaban trabajos que los alemanes no querían. El coraje y la valentía de aquellos españoles con su maleta de cartón atada con una cuerda fue colosal.
ResponderEliminarRecuerdo, con dolor, la despedida en el andén de un ferrocarril que echaba humo y como me inundaba una sensación de desesperación y melancolía.
El andén estaba lleno de maletas de cartón y hombres tristes, de familias que lloraban la partida y daban gracias por tener que dar de comer a sus hijos y comprarse un piso donde vivir.
Fueron tiempos muy duros yo era muy pequeña pero el recuerdo se me quedó grabado a fuego.
España siempre ha sido un país de emigrantes por tradición. Ahora emigran también nuestros hijos, la historia se repite pero lo hace la gente más preparada.
Ese es el capital de un país, si lo dejamos ir ¿qué será de España dentro de 15 años?
Un abrazo.
Mercedes Escudero
Querida amiga, es cierto que ahora están saliendo de España jóvenes con más educación, pero también son los más inquietos entre los educados quienes lo hacen. Los emigrantes, tengan la educación que tengan, son siempre gente dispuesta a buscarse la vida, que aporta energía y capacidad para emprender al país que los recibe. La partida de tu padre y de quienes lo acompañaron, no sólo representó para España menos paro en aquel momento, sino dejar de emplear a la gente más adaptable y emprendedora, menos conservadora, vaya. Esto siempre es un problema para la nación que cede, y una bendición para la que recibe, aun cuando el conjunto humano recibido incluya algunos individuos problemáticos. No creas que España tiene una especial tradición en cuanto a país que cede emigrantes. Esto empezó con fuerza hace sólo un siglo, precisamente cuando el imperio se desmoronó del todo. Antes de las guerras de independencia americanas, los españoles que iban a América no emigraban en el sentido actual y más estricto del término, pues se movían dentro de su propio país. Tampoco lo hacían, hablando en rigor, quienes salían de la península antes de que en ella se constituyera formalmente la actual España. Por cierto, de aquí también salió gente muy preparada en otras épocas. Recuerda: Trajano, Adriano y Séneca eran “andaluces”. Río… Gracias por comentar. Un abrazo.
ResponderEliminarMuy oportuno, recatar en nuestra vida el legado de lo abuelos migrantes del s.xix o xx que llegaron a América,con una mano atrás y otra delante, con coraje de poder sembrar en tierras ajenas,lo que no podían en las propias. Canto,amor y poesía, no será el oro de los pobres? Gracias por leeros.
ResponderEliminarGracias a ti, por pasar, leer y comentar. No sé quién eres porque no has firmado, pero me alegra tu complicidad. saludos
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