sábado, 2 de noviembre de 2013

Contemplar, pensar, actuar…


 

                                                                                                      Para Fernando del Val


Hace unos días hablaba con un amigo sobre el signo escéptico de nuestro tiempo, (¿postmoderno, líquido? Ea, ¡vivan los impulsos nominales!) y como pasa casi siempre en estos casos, no avanzábamos con facilidad, nos deteníamos una y otra vez ante varias dudas que en el fondo disimulan un mismo y único dilema: ¿contemplar y pensar, o actuar? Claro, en un bar de Valladolid, tomando un café distendidamente, absortos en asuntos de neto corte intelectual, tal dilema parece agotarse en su propia formulación, pues quien se real-iza de continuo en puros actos, raramente se verá ante una encrucijada metafísica, donde sólo nos detenemos con gravedad si somos, cuando menos, propensos a la parálisis cogito-contemplativa. ¿Lo soy? Es obvio, pero no mansamente, y por ello me dispongo a darle una vuelta más al asunto, ahora ante quienes quieran acompañarme leyendo estos apuntes. ¿Tiene sentido hacerlo? Sí, la contemplación y el pensamiento comportan una potencia actual enorme, negativa y positiva. Que ésta se desarrolle y se concrete en acto, adquiriendo un signo u otro, depende de que la imagen alumbrada mientras se contempla y piensa adquiera fuerza suficiente para provocar ceguera, y de que tal “estado de gracia” se produzca en la trastienda del ser, por falta de luz, o en su portal, por deslumbramiento. Pero, ¿no tratan ya sobre esto muchos otros autores? Seguro. Mas intentaré “resolver” en los predios de la imagen, y ese quiebro puede que no sea tan frecuente. Lo haré con vocación positiva. Re-moveré imagen para una ceguera constructiva con el deseo de propiciar un invidente pero humano impasse en la retina memoriosa de los lectores. ¿Y si por esa vía (convenidos y moderados el logos, el ethos) damos con la clave para un pathos edificante? Quién sabe… “La pasión no es ciega, es visionaria”, decía Stendhal.

El XIX en Occidente fue un siglo decisivo. Marcado por las revoluciones, en términos históricos fue extraordinariamente largo, duró ciento veintiocho años, desde 1789 hasta 1917. Es un siglo que conviene estudiar porque en él se consolidó el último cambio de episteme: de la religión al capitalismo, que se había comenzado a fraguar seiscientos años antes. Y como necesariamente “lo que llega a su apogeo comienza a decaer”, el XIX, a la par que colmó el ideal burgués de una sociedad industrial capitalista (pragmatismo, positivismo), sobó la semilla de su destrucción (materialismo, determinismo, nihilismo, existencialismo) hasta hacerla fructificar. Para apoyar este texto pude basarme en ideas de varios pensadores decimonónicos. Sin embargo, creo que pocas parejas pueden ejemplificar, como lo hacen Kierkegaard y Marx, la polarizada y extrema complejidad de la partida que se jugaba en el Ochocientos europeo. Apoyémonos en ellos, pero antes, situémonos mejor para hacerlo:

Con gran ironía recrea Montanelli las cautelas con que la inteligencia tradicional romana veía llegar a la Urbe la influencia del helenismo. Hablando de Catón, dice: “Hubiese preferido una guerra defensiva contra diez Aníbales a una ofensiva contra la Hélade. Y cuando vio a los cónsules Marcelo, Fulvio y Emilio Paulo volver de allí con carros cargados de estatuas, pinturas, copas de metal, espejos, muebles caros y telas recamadas, y al pueblo apiñarse ante aquellas maravillas y discutir de modas, de estilos, de sombreritos, de sandalias, de vajilla y de cosméticos, debió llevarse, desesperado, las manos a la cabeza”. Lo cierto es que los griegos inoculaban en Roma su ilustrada decadencia, que se sustentaba, sobre todo, en equiparables exceso de saber y falta de fe. Esos simétricos agentes de destrucción, que en las postrimerías de la Grecia clásica dieron al traste con el núcleo duro de la cultura occidental, constituían una suerte de “venganza helena” a su colonización, y cándidamente se importaban entonces a Roma, que recorrería un largo pero parecido camino autodestructivo. Dice Montanelli: “La Urbe fue caput mundi, capital del mundo, mientras sus habitantes supieron pocas cosas y fueron lo bastante ingenuos para creer en aquéllas, legendarias, que les habían enseñado papas y magistri; mientras estuvieron convencidos de ser descendientes de Eneas, de que corría por sus venas sangre divina y de ser “ungidos de Señor”, aunque en aquellos tiempos se llamase Júpiter. Fue cuando comenzaron a dudar de ello cuando su imperio se hizo añicos y el caput mundi se convirtió en colonia”. La situación ya pintaba mal desde el temprano siglo I, pues dice Plutarco en tono irónico: “En otros tiempos sólo había siete sabios, ahora apenas se puede encontrar el mismo número de necios…”; y Petronio se queja del frívolo eclecticismo presente en la teogonía romana: “…nuestro país está tan lleno de espíritus deificados, de almas divinas, que es más fácil encontrar entre nosotros a un dios que a un hombre.” La falta de fe en los dioses ha sido siempre el primer síntoma de descomposición en una sociedad con estructura compleja. La inercia de las pulsiones cultural y civilizadora puede alargar la agonía, pero una sociedad que convierta la fe en pura y fría tradición, sostenida únicamente en pilares ético-morales, habrá iniciado una carrera sin retorno hacia la decadencia. En Grecia no alcanzó la operación socrático-platónico-aristotélica para frenar el descalabro sustentado en el materialismo, el ateísmo, el relativismo, el sofismo…; en Roma no fue suficiente la tardía operación cristiana para contener el ateísmo latente (ya en Virgilio hay claros rastros de Epicuro) bajo el formal pero vacío manto de un extenso y variopinto panteón divino. En ninguno de los dos casos el cataplasma oriental monoteísta fue cura suficiente. Cuando estos procesos destructivos se desencadenan, son imparables. Kierkegaard apunta: “Huidos los dioses y, con ellos, el contenido, queda el hombre como forma, como aquello que debe acoger en sí mismo el contenido…” Sólo que ese contenido nacido en lo sobrehumano, lo sobrenatural, no calza bien, como es lógico, en el aparato biológico de Darwin: infrahumano, simplonamente animal.

El XIX reproducía en Occidente, para los herederos más directos del mundo greco-latino, un escenario resonante de triste y fácil recuerdo. La sociedad post-industrial, que aupó definitivamente al capitalismo, era además el principal escaparate de sus miserias. Se convirtió en foco de atracción para grandes y desposeídos grupos sociales que, a la vez que pedían y lograban mayores cuotas de participación en todos los órdenes, participaban animosos la nueva y cacharrera religión: nacer, producir, consumir, morir… El hombre-masa entraba en sociedad, y con él regresaban viejos vicios. De nuevo aparecieron estatuas, pinturas, copas de metal, espejos, muebles caros y telas recamadas, pero ya no las traían los cónsules, sino los arqueólogos, los contrabandistas, que ahora debían recolocar el viejo y descreído humanismo en los salones y los museos de la poderosa burguesía, donde otra vez se hablaba de modas, estilos, sombreritos, sandalias, vajillas, cosméticos... Y reaparecieron a gran escala y en primera línea la retórica, la gramática, la filosofía. Y se independizó Grecia del turco, y asomó Pompeya entre ruinas. Y la vieja pugna entre empirismo y racionalismo, entre luteranismo y papismo se fue resolviendo a favor de los primeros en las ruedas dentadas de las fábricas, los reverberos de los laboratorios. Y hechos a tal marea, la ciencia experimental y la técnica se aliaron con la economía de mercado como nunca antes. Igual credo: nacer, producir, consumir, morir… Aunque en este caso se añade el saber, en especial el empírico. Todo menos creer. Porque el hombre occidental, post-industrial y euro-céntrico del XIX tampoco cree en su dios con verdadera hondura. La fe comienza a ser una corriente fría que utiliza el pudiente y acepta el podido como parte de un convenio social de muy frágil equilibrio por asimétrico. Y surgen el movimiento obrero, y el anarquismo, que junto al liberalismo, su perfecta contraparte, se vuelve a cuestionar el gran Estado como lo hicieran los bárbaros con Roma en el siglo IV. Ni el idealismo con todos sus apellidos, ni el existencialismo en su versión más pía, ambos de altísimo nivel especulativo, alcanzan a contener la creciente falta de fe que desemboca finalmente en el nihilismo. Es el pragmatismo más radical de James el que parece mejor posicionado para calar en la masa, que en el sentido que nos importa aquí, incluye a burguesía y proletariado: como Dios es útil y funciona, existe. En este contexto, también el hombre nuevo de Marx y el superhombre de Nietzsche tienen las puertas abiertas. Occidente descree. Resuenan trompetas de cambio…

En el XIX, Europa afina su pensamiento para enfrentar las exigencias de un tiempo muy complejo. Mientras pensadores como Schopenhauer o Kierkegaard reaccionan desde una incómoda madurez, pues se han asomado al abismo y sus obras, aunque no exentas de un profundo humanismo, están cargadas de cierto pesimismo, Marx reacciona puerilmente. Idealiza al hombre como mero ser social, lo desposee de todo sentido individual y espera que proceda según su infantil modelo, siempre con un excluyente sentido práctico e inmerso en un relato histórico sujeto a férreas leyes. Dice: “El ser humano no es una abstracción inherente al individuo aislado. En su realidad, el ser humano es el conjunto de las relaciones sociales”. Marx ni siquiera permite que el hombre se agote individualmente. Dice: “La muerte parece una dura victoria de la especie sobre el individuo y parece contradecir su unidad; pero el individuo determinado no es más que un ser genérico determinado, y como tal, mortal”. Su nivel de abstracción es tan severo y prepotente que lo hace decir: “La humanidad sólo se plantea a sí misma problemas que puede resolver”. Es la humanidad el limitado sujeto que, para moverse en sociedad, plagia al hormiguero… Marx, cuando piensa, esencialmente actúa, porque su pensamiento no tiene sentido alguno si no se concreta y comprueba en acto, si no finaliza en una acción positiva sujeta a un estricto determinismo… Kierkegaard, sin embargo, ante todo contempla y piensa. Cuando dice: “Perder la razón para ganar a Dios, en esto consiste el acto de creer (…) renunciar al propio entendimiento y mantener el alma fija en el absurdo”, está reconociendo que el cristianismo debe ser para el hombre de su tiempo una mera, pero imprescindible cuestión de fe, verificada en la “crucifixión de la inteligencia”. Insiste: “Declaro incrédulo a quien defienda el cristianismo (…) si alguien imagina que lo comprende, puede estar seguro de que se equivoca”. Kierkegaard entiende y acepta la esencia inaprensible de la gran imagen, y aun partiendo de cierta angustia existencial, la carga de validez. Dice: “…una vez que la conciencia ha despertado, la imaginación añora por su parte retornar a esos sueños, lo mítico se presenta bajo una nueva forma, a saber, como imagen. Se ha producido, pues, una alteración según la cual la conciencia asume que lo mítico no es la idea, sino un reflejo de la idea.” Kierkegaard también parece conocer y entender las claves motoras de su tiempo histórico, cuando dice: “Nuestro tiempo, en efecto, exige más; a falta de altura, exige un pathos altisonante, exige resultados a falta de especulación, convicción a falta de verdad, garantía de nobleza a falta de nobleza, minuciosidad en los sentimientos a falta de sentimientos”. Todo esto lo aporta Marx, un lógico producto del pensamiento decimonónico más expedito, de baja intensidad especulativa, pero con una gran capacidad para obrar románticamente en su tiempo histórico; porque ¿no es la historia el sitio ideal para que operen el pathos altisonante, la falta de especulación, la convicción y la falsa garantía de nobleza?

Entre todas las corrientes y subcorrientes de pensamiento del XIX, que son muchas y muy ricas, tal vez son las capitaneadas por Kierkegaard y Marx las que más influyeron en el XX. Un siglo corto, de ochenta y cuatro años (1917-2001) pero muy intenso, porque en él se concreta en buena medida el potencial destructivo que incubó el XIX. El existencialismo y el materialismo dialéctico e histórico se extendieron en el siglo pasado y, en mayor o menor medida, aún lo hacen en el presente. El XIX golpeó la fe hasta dejarla renqueante, y el hombre occidental, descreído, ya único titular del patrimonio existencial, en el XX sopesó sobre todo dos opciones para pagar el precio de sus carencias y haberes: o avanzaba en su propio desmontaje con los ojos vendados, desde un humanismo maduro, ovillado y absorto en un subyugante saber, o lo hacía con orejeras, desde un humanismo temerario, capaz de plantearse sólo los problemas que creía poder resolver, suelto, bravucón y libre de todo conocimiento que pudiera entorpecer su temeridad. ¿Acaso lo haría debatiéndose entre ambas opciones? Por qué no. El hombre, aunque es un animal muy económico, carga con una memoria compleja, de gran inercia, y raramente toma caminos sencillos, mucho menos para levantarse y sacudirse el suelo, devastarse, partir de cero... La primera mitad del XX pareció propicia para la segunda vía; su segunda mitad, para la primera. En cualquier caso, el hombre ya se había condenado, preso en la nueva episteme, al vigente credo de dual apariencia: anverso humanista sobrecargado de derechos, y reverso antihumano marcado por un único y absoluto deber: consumir. El deber antes, claro, los derechos después, en los estrechos márgenes del primero… Jano mantiene sus dos cabezas, pero sólo como un vestigio formal, porque en realidad las mueve al unísono, cuando así lo requiere (o sea, siempre) el tintineo de las monedas que inventó para abandonar la aburrida Edad de Oro y ejercer en plenitud su dualidad. Qué triste paradoja…

Y ahí estábamos, mi amigo y yo, dando vueltas a un asunto que, insisto, comienza y termina ante el dilema: ¿contemplar y pensar, o actuar? Si piensas que yerras cuando te ovillas en la parálisis sabionda, pero que también yerras cuando te sueltas para la inculta acción temeraria, ¿qué hacer? Honestamente, no lo sé. La estructural falta de fe en una sociedad compleja se ha resuelto históricamente con cambios radicales y violentos que son especialmente temidos por quienes los hemos estudiado con cierto detenimiento. ¿Seremos capaces ahora de re-crearnos sin pasar por una demoledora purga? Lo dudo. Es obvio que Occidente se autodestruye una vez más, pero para que no lo parezca tanto, contamos con la inestimable ayuda de al menos dos serias amenazas: la inviabilidad del planeta ante nuestro apetito consumista, y la agresiva fe que conserva, con todo su poderío simbólico-fáctico, el Islam, cultura que en estos momentos atraviesa su “medioevo espiritual”. Los procesos “globalizadores” que vivió Occidente en el pasado, se manifestaron siempre en épocas de decadencia espiritual, y siempre se resolvieron a favor de una fe reconstituyente, contra la pulsión civilizadora “laica” y la cultura más humanista. Pero ahora la cosa se complica aún más en un planeta sobrehabitado, sobreexplotado, sobreexpuesto a la tremenda capacidad destructiva del hombre. Y se complica también a la vista de una nada ingenua tendencia transhumanista que quiere hacer borrón y cuenta nueva en el hombre “autotrascendido”, vuelto omnipotente maquina merced a la inteligencia artificial. Vaya agravantes… ¿Y si pudiéramos defendernos todavía quebrando ante el dilema, bordeando la encrucijada sin vendas ni orejeras espurias, sujetos al principal rasgo que caracteriza y determina lo humano frente a los reinos, mineral, vegetal, e, incluso, animal? ¿Si comenzáramos por entender y aceptar que es el tremendo poder de la imaginación lo que nos mueve individual y socialmente, para después evitar que una Imagen (Idea) inconveniente ocupe el ara que, levantada para lo divino, desocupó y desoló la falta de fe? Tampoco sé si esto funcionaría, porque parte de un impulso netamente racional. Evitar la Idea del hombre-máquina artificialmente inteligente que habita el Espacio, o la del apasionado y exaltado talibán que nos devuelve al castro fortificado, no garantiza que volvamos a creer. Pero como todavía me resisto a la terrible sentencia de Sartre: “…el hombre es una pasión inútil”, pues conservo un íntimo impulso positivo, espoleado, para empezar, por mi vocación paternal, lo seguiré intentando. Seguiré trabajando por ese pathos edificante, ni altisonante ni tenebrista, que me permita ver en los hijos un proyecto viable y cargado de sentido.   

Ante las vías que proponen, por una parte el existencialismo (piadoso o impío, racionalista o pragmático) con sus cuotas de angustia y desamparo, que muchas veces desemboca en puro escepticismo; y por la otra el determinismo (materialista o idealista, histórico o ahistórico), que suele acabar en despotismo absolutista; ambos ahora “diluidos” en tendencias con otros y sonoros nombres, pero vivos y obrantes en su fondo, no me decido. Sí, soy un hombre decadente, pero que huye hacia delante, porque contra el hombre-máquina y el hombre-integrista que nos amenazan, frente al hombre nuevo, al superhombre, o al hombre inmanente, “chamánico”, que nos quieren vender como antídoto al veneno de tales abstracciones, abogo sencillamente por el Hombre, sin adjetivos que distraigan. En el pedestal que ocupó un Dios creíble y creído (fenómeno), pongo ahora la humana capacidad que lo encumbró: la Imaginación (esencia). Es un “idealismo invertido” con rasgos existenciales, lo sé, pero se me antoja oportuno y humano. Puede que no haya POETA más allá de nosotros mismos; puede que el POEMA esté cambiando otra vez de signo, pero sobrevive, íntegra, la capacidad de poetizar. Esta es la que no podemos perder. Seremos removidos. Sucumbiremos a la falta de “fenoménica fe”, pero si mantenemos la capacidad esencial de seguir imaginando, y no equivocamos la Imagen adecuada para el “sacro” podio, resurgiremos, seguro, y lo haremos como hombres, no como máquinas.

Los siglos XIX y XX también dieron algunos pensadores "raros" que reabrieron la puerta a la Imagen Redentora, cuando parecía cerrada a cal y canto por el signo de los tiempos. Uno de ellos, Lezama, puede considerarse en cierta medida heredero de Kierkegaard, aunque, con base en similar humanismo cristiano, da un importante giro al colocar en la subbase el pensamiento órfico-pitagórico, desde el que cuestiona la lógica formal aristotélica en tanto canon intocable. Lezama, siendo en cierta medida su heredero, como lo es por diferentes vías de Vico, Pascal y Bergson, matiza el existencialismo con un gusto incontestable por la vida, que lejos de un angustioso absurdo, considera como una suerte de gran oportunidad para participar un continuo y genitor imaginario. Otro de ellos, Castoriadis, parte de un ideario marxista, para abandonarlo después hasta llegar a definir el “imaginario social” que antepone con firmeza al determinismo como motor de la historia. Llega a decir Castoriadis: “el imaginario es el principio creador y no el reflejo, ni la representación de algo. Lo imaginario es la facultad originaria de plantearse o representarse algo que aún no es, que nunca estuvo ni estará en la percepción” (...) “el imaginario crea la realidad”…

No debo extenderme más. No es éste el medio idóneo para hacerlo y temo abusar de vuestra paciencia. Sólo insistir en que, aún en momentos de franco declive, donde las vías suelen bifurcarse polarizadas y demandarnos meridianas militancias; aun en situaciones de radical falta de fe en “poemas antiguos”, es muy importante que conservemos la capacidad para la poesía, para hacerla y creerla. En la imagen, como ocurrió hasta ahora, está impresa la eventual respuesta. La imagen es nuestra, la respuesta también. ¿Y si pudiéramos anticipar su lectura, para modificarla convenientemente antes de verla hecha sangre en la historia, escozor en la memoria, píxel en la pantalla, tinta en el papel?



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