jueves, 6 de marzo de 2014

José Raúl Simpson. Cabal alegría




  

                                                                                    A Mery Pineda y Danny Simpson



Después de una “entrada” dedicada a Paco de Lucía, me preparaba para escribir sobre un tema nada luctuoso, cuando dos pérdidas me echaron el freno. Hoy supe la muerte de Leopoldo María Panero y de José Raúl Simpson. Panero fue el último inquilino de aquella jaula de palo, que levantada sobre una carreta tirada por bueyes, sirvió para reducir a don Quijote y regresarlo, supuestamente encantado, desde la venta a su casa. Su muerte me sitúa una vez más frente a un montón de preguntas que buscan relacionar poesía, lucidez y locura, pero no me duele en el pecho, sino en la sesera, o sea, no me duele, porque no es la sesera sitio para dolores, sino para cosquillas o ardentías que, más o menos perspectivadas, pueden posponerse. Panero y la vacante jaula cervantina deberán esperar, porque hoy mi hermano Simpson está doliendo, él sí, donde urge poner remedio. Mas no podría despedir a mi amigo, no a éste, con un tono amargo, y nunca lo haría en público si a ello me viera tentado. La muerte de Simpson es un durísimo paréntesis en la dicha de su dilatado entorno, pero en lo que a mí respecta, sólo puede durar un lamentable instante, porque precisamente su enorme, perenne y sonora risa, que retumba en mi memoria sin cesar, me obliga a reconducir el ánimo. Hoy despido a Jose hablando de la alegría, porque este mulato habanero fue la persona más alegre, contagiosamente alegre, que conocí en mi vida.

Lo mulato y lo habanero, si bien unidos en una buena persona, fue muchas veces garantía de gracia, pero cuando yo conocí a Jose, con apenas veinte años, ya existían en La Habana motivos suficientes para que en muchos hubieran amainado las espontáneas expresiones de dicha. De hecho, comenzamos a disfrutar de una amistad sabrosa y sincera estando acuartelados, obligados a trabajar durante seis meses en el ejército castrista que ambos rechazábamos de plano. Nos habíamos graduado en la universidad, él de ingeniero y yo de arquitecto, y debíamos purgar nuestro “delito” construyendo ineficaces y ociosas posiciones de defensa antiaérea a lo largo del litoral norte de la provincia. Durante medio año fuimos forzados zapadores de Castro, lo que pudo bastar para abortar en nosotros cualquier atisbo de resistente inclinación al júbilo. Sin embargo, Jose seguía siendo la persona más alegre y feliz del mundo, y su alegría, lo confieso, me sometía a una dulce y afortunada indefensión. A pesar de todo lo que veíamos y sufríamos, pasábamos el día (los días) riendo, burlándonos de aquello que tanto despreciábamos, soñando su superación, a la vez que hablando de historia, filosofía, arquitectura, arte, literatura y deporte, pues él era un apasionado surfista y un incondicional de Kaspárov. Jose no sólo reía por casi todo, sino que lo hacía ancha y públicamente, y esto molestaba mucho a los agentes de la acritud, aquellos pobres militares de oficio que habían depuesto su vida en las trincheras del odio. Más de un problema tuvo por ello, pero no pudieron con él. Salió de allí con sus dones intactos, y yo pude seguir disfrutando de ellos… Jose vivía entonces en un penthouse de la calle Neptuno. Era un pequeño apartamento en franca decadencia (cómo no, allí, entonces) pero contaba con una magnífica terraza abierta a la calle, y gracias a esto pudo duplicar su superficie. Yo proyecté esa ampliación. En aquella época fui un asiduo visitante de su casa, y también un buen amigo de sus padres. Lo cierto es que éstos, cariñosos, educadísimos, muy buenas personas, no eran sin embargo especialmente alegres, sino muy rectos, amantes del orden y la disciplina, incluso graves. Tampoco lo eran sus hermanos, al menos tanto como Jose, y todo ello me hacía apreciar en mayor medida la enorme capacidad para la alegría que tenía este chico, para producirla, gastarla y contagiarla. Sin dudas era algo innato en él que me hacía muy placentera y aprovechable su amistad. Cuando en la misma persona confluyen bondad, responsabilidad y alegría, cuando alguien enfrenta la vida con una alegre y vital seriedad, da gusto acercársele, pues la verdadera gracia, que sólo tienen en origen estos afortunados, se contagia fácilmente. En La Habana de nuestra juventud, a pesar de todos sus problemas, aún se podían encontrar algunos de estos agraciados y redondos espíritus, pero en muy pocas personas pude constatar un equilibrio tan perfecto entre cabalidad, bondad y alegría como el dado en mi amigo Simpson… Tenía mi edad, una familia feliz, un hijo con los años del mío, un montón de amigos, un trabajo que le gustaba y la misma incombustible risa de sus veinte años. No debió morir, todavía no. Y como la muerte no mide sus inoportunos estragos, no debemos nosotros aceptar mansamente sus despropósitos…

Danny, no te conozco en persona, pero escribo esta nota especialmente para ti. Quise mucho a tu padre. Lo quise porque era un hombre bueno, porque como ya dije, era dueño de un espíritu amplio, en perfecto equilibrio, capaz de amar, trabajar, fundar, indagar en muchos campos… en fin, capaz de vivir plenamente y contagiar su enorme alegría por la vida. Debes saber que estas virtudes son carísimas, y que muy pocas personas las poseen juntas y a la vez. Tu padre fue una de ellas. Desde muy joven fue el virtuoso que más tarde conociste: estudiaba, leía, disfrutaba del arte y la cultura, practicaba deportes, se divertía, tenía muchos amigos, se comprometía con lo que entendía que era justo, y, sobre todo, reía, siempre reía. Ahora, sin quererlo, claro, yéndose te quitó las ganas de reír, pero debes reponerte para seguir su ejemplo y vivir una “vida humana que, si es triste, ni merece llamarse vida”. Hago público esto que te escribo, porque honestamente creo que gente como tu padre tiene mucho que enseñarnos a todos. Que queden su nombre, su ejemplo y su risa estampados en todos los sitios posibles. Alegría, Danny, alegría... tan pronto puedas. Tuyo fue más que de nadie. Qué suerte tuviste, hijo, mientras fue posible.



2 comentarios:

  1. Hola, mi suegra es Ingrid Vaquero, una amiga de la infancia de José Raul Simpson, ella creció en Neptuno, con él y sus hermanos. Lamenta mucho lo de José Raul. Ella vivía en el quinto piso y ellos en el sexto. Ahora fue q tuvo acceso a internet y está buscando a la familia Simpson porque le gustaría saber de ellos. Si fuera posible ponerse en contacto de alguna forma. Saludos

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  2. Hola. La viuda de José Raúl se llama Mery Pineda De Simpson. Si puedes, búscala en Facebook y pide los datos a ella. Yo no tengo contacto con el resto de la familia. Saludos.

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