A
Mery Pineda y Danny Simpson
Después de una “entrada” dedicada a Paco de Lucía, me preparaba
para escribir sobre un tema nada luctuoso, cuando dos pérdidas me echaron el
freno. Hoy supe la muerte de Leopoldo
María Panero y de José Raúl Simpson.
Panero fue el último inquilino de aquella jaula de palo, que levantada sobre
una carreta tirada por bueyes, sirvió para reducir a don Quijote y regresarlo, supuestamente
encantado, desde la venta a su casa. Su muerte me sitúa una vez más frente a un
montón de preguntas que buscan relacionar poesía, lucidez y locura, pero no me
duele en el pecho, sino en la sesera, o sea, no me duele, porque no es la
sesera sitio para dolores, sino para cosquillas o ardentías que, más o menos
perspectivadas, pueden posponerse. Panero y la vacante jaula cervantina deberán
esperar, porque hoy mi hermano Simpson
está doliendo, él sí, donde urge poner remedio. Mas no podría despedir a mi
amigo, no a éste, con un tono amargo, y nunca lo haría en público si a ello me
viera tentado. La muerte de Simpson es
un durísimo paréntesis en la dicha de su dilatado entorno, pero en lo que a mí
respecta, sólo puede durar un lamentable instante, porque precisamente su
enorme, perenne y sonora risa, que retumba en mi memoria sin cesar, me obliga a
reconducir el ánimo. Hoy despido a Jose hablando de la alegría, porque este
mulato habanero fue la persona más alegre, contagiosamente alegre, que conocí en
mi vida.
Lo mulato y lo habanero, si bien unidos en una buena
persona, fue muchas veces garantía de gracia, pero cuando yo conocí a Jose, con
apenas veinte años, ya existían en La
Habana motivos suficientes para que en muchos hubieran
amainado las espontáneas expresiones de dicha. De hecho, comenzamos a disfrutar
de una amistad sabrosa y sincera estando acuartelados, obligados a trabajar
durante seis meses en el ejército castrista que ambos rechazábamos de plano.
Nos habíamos graduado en la universidad, él de ingeniero y yo de arquitecto, y
debíamos purgar nuestro “delito” construyendo ineficaces y ociosas posiciones
de defensa antiaérea a lo largo del litoral norte de la provincia. Durante
medio año fuimos forzados zapadores de Castro, lo que pudo bastar para
abortar en nosotros cualquier atisbo de resistente inclinación al júbilo. Sin
embargo, Jose seguía siendo la persona más alegre y feliz del mundo, y su
alegría, lo confieso, me sometía a una dulce y afortunada indefensión. A pesar
de todo lo que veíamos y sufríamos, pasábamos el día (los días) riendo, burlándonos
de aquello que tanto despreciábamos, soñando su superación, a la vez que
hablando de historia, filosofía, arquitectura, arte, literatura y deporte, pues
él era un apasionado surfista y un incondicional de Kaspárov. Jose no sólo reía por casi
todo, sino que lo hacía ancha y públicamente, y esto molestaba mucho a los
agentes de la acritud, aquellos pobres militares de oficio que habían depuesto
su vida en las trincheras del odio. Más de un problema tuvo por ello, pero no
pudieron con él. Salió de allí con sus dones intactos, y yo pude seguir
disfrutando de ellos… Jose vivía entonces en un penthouse de la calle Neptuno.
Era un pequeño apartamento en franca decadencia (cómo no, allí, entonces) pero
contaba con una magnífica terraza abierta a la calle, y gracias a esto pudo
duplicar su superficie. Yo proyecté esa ampliación. En aquella época fui un
asiduo visitante de su casa, y también un buen amigo de sus padres. Lo cierto es
que éstos, cariñosos, educadísimos, muy buenas personas, no eran sin embargo especialmente
alegres, sino muy rectos, amantes del orden y la disciplina, incluso graves.
Tampoco lo eran sus hermanos, al menos tanto como Jose, y todo ello me hacía
apreciar en mayor medida la enorme capacidad para la alegría que tenía este
chico, para producirla, gastarla y contagiarla. Sin dudas era algo innato en él
que me hacía muy placentera y aprovechable su amistad. Cuando en la misma
persona confluyen bondad, responsabilidad y alegría, cuando alguien enfrenta la
vida con una alegre y vital seriedad, da gusto acercársele, pues la verdadera gracia,
que sólo tienen en origen estos afortunados, se contagia fácilmente. En La Habana de nuestra juventud,
a pesar de todos sus problemas, aún se podían encontrar algunos de estos
agraciados y redondos espíritus, pero en muy pocas personas pude constatar un
equilibrio tan perfecto entre cabalidad, bondad y alegría como el dado en mi
amigo Simpson… Tenía mi edad, una
familia feliz, un hijo con los años del mío, un montón de amigos, un trabajo
que le gustaba y la misma incombustible risa de sus veinte años. No debió
morir, todavía no. Y como la muerte no mide sus inoportunos estragos, no
debemos nosotros aceptar mansamente sus despropósitos…
Danny, no te conozco en persona, pero escribo esta nota
especialmente para ti. Quise mucho a tu padre. Lo quise porque era un hombre
bueno, porque como ya dije, era dueño de un espíritu amplio, en perfecto
equilibrio, capaz de amar, trabajar, fundar, indagar en muchos campos… en fin,
capaz de vivir plenamente y contagiar su enorme alegría por la vida. Debes
saber que estas virtudes son carísimas, y que muy pocas personas las poseen
juntas y a la vez. Tu padre fue una de ellas. Desde muy joven fue el virtuoso
que más tarde conociste: estudiaba, leía, disfrutaba del arte y la cultura, practicaba
deportes, se divertía, tenía muchos amigos, se comprometía con lo que entendía
que era justo, y, sobre todo, reía, siempre reía. Ahora, sin quererlo, claro, yéndose
te quitó las ganas de reír, pero debes reponerte para seguir su ejemplo y vivir
una “vida humana que, si es triste, ni
merece llamarse vida”. Hago público esto que te escribo, porque
honestamente creo que gente como tu padre tiene mucho que enseñarnos a todos. Que queden su nombre, su ejemplo y su risa estampados en todos los sitios posibles. Alegría,
Danny, alegría... tan pronto puedas. Tuyo fue más que de nadie. Qué suerte
tuviste, hijo, mientras fue posible.
Hola, mi suegra es Ingrid Vaquero, una amiga de la infancia de José Raul Simpson, ella creció en Neptuno, con él y sus hermanos. Lamenta mucho lo de José Raul. Ella vivía en el quinto piso y ellos en el sexto. Ahora fue q tuvo acceso a internet y está buscando a la familia Simpson porque le gustaría saber de ellos. Si fuera posible ponerse en contacto de alguna forma. Saludos
ResponderEliminarHola. La viuda de José Raúl se llama Mery Pineda De Simpson. Si puedes, búscala en Facebook y pide los datos a ella. Yo no tengo contacto con el resto de la familia. Saludos.
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