Para Pedrito, Luisito y Brito
Cuando supo que comencé a leer la obra de Abilio Estévez, mi
gran amigo Pedro Luis Brito, que hace
más de veinte años vive en Wyoming, compró “Inventario secreto de La Habana” y “Tuyo es el reino”,
los metió en un sobre y me los envió a casa. ¿Existe algún regalo con más valor
que un libro? Por supuesto, dos libros (río)… y la amistad, que es una de las
más especiales y sabrosas variaciones del amor. Así que en aquel sobre
acolchado llegaron dos excelentes obras que dieron cuerpo a un gesto de cariño que me resulta muy familiar. Lectura y amistad, saber y amor, pares perfectos para
humanizar el tráfico de carga aéreo. Dos libros impresos en papel, dedicados de
puño y letra por alguien que te quiere mucho, a quien quieres mucho, viajan
unos 7.800 kilómetros
para dar fe de que el hombre es un amante sin remedio, y si ha experimentado la
amistad con hondura, quedará prendido a ella como un drogata impenitente.
Pocas cosas me enorgullecen tanto como mis amigos. Pocas me
hacen tan feliz como comprobar en mis hijos capacidad y dotes para la amistad. Ante
ella soy romántico, sin dudas, decimonónico incluso. Experimento una pasión anacrónica,
propia de aquellas épocas en que el alma superó con creces al espíritu, y el
hombre escuchó detenidamente a su ser más recóndito, dejándose llevar por él
adonde los verdugos de la medida y la corrección jamás hubieran consentido en
tiempos de juicioso y convenido aplomo. Entonces, para mis demonios (el
relativista, el postmoderno, el escéptico) tengo un exorcista infalible: la
amistad. Mi panda del XIX lo sabe. Está compuesta por seres que aman como yo,
de una manera acaso anticuada, pero capaz de generar un flujo intercontinental de
libros con dulces dedicatorias que desoriente a los más sofisticados misiles
de la modernidad.
Y todo esto ¿en qué medida puede interesar a quienes me leen
aquí? Bueno, esta nota también es romántica, o sea, una invitación al “desatino
emocional” nacida en lo más mío de cuanto doy. Quién sabe si al otro lado de la
maraña de ondas electromagnéticas que nos une (o no) hay algún revoltijo
cordial, que, sincronizado con un alma del ochocientos, o quizás del medioevo,
esté esperando que en cualquier rincón del mundo se libere su espoleta para detonar,
o sea, buscar un libro, dedicarlo amablemente, y dar a un amigo grande su
merecido.
Cuando soy puro espíritu y obro en clave neoclásica, o cuando
descreo metódicamente, o cuando soy correcto y atiendo finos consejos
literarios, evito escribir desde ángulos estrictamente personales, biográficos.
Hay importantes autores que en esto fueron integristas. Decía, por ejemplo,
Benn: “Si usted le quita a lo que ha rimado todo lo que tenga que ver con sus
sensaciones y sentimientos, lo que queda, si es que queda algo, eso tal vez sea
un poema”. Lúcida observación, muy útil si no se saca de quicio. Pero si se
trata de celebrar la llegada de unos libros desde Wyoming, cuidadosamente dedicados
por mi hermano Luisito; si se trata, además, de cursar una invitación a que nos
dejemos llevar por el romántico que mal vive relegado en nuestra consciencia,
ajustado a los rigores de un tiempo sin claros asideros afectivos, y de ese modo hagamos recordar
a quien amamos que está vivo, cuando menos, porque vive en nosotros; entonces
me demasío, me pongo la chistera, la levita, agarro el bastón de más historiada
empuñadura, y en franco criollo mando al carajo a los aguafiestas para decir
después, o gritar, si lo prefieren: ¡Estos amigos!... Qué lujo. No cesan. No vacan.
Ni Bóreas en su versión pin-up pudo con ellos. Soy suyo. Son míos.
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