Cuento popular manipulado:
Un jesuita, un dominico y un franciscano,
recorren un antiguo camino debatiendo sobre la piedad y la grandeza que
conllevan sus respectivas obras, sus anhelos y consecuentes ruegos al Señor. Mientras
miden y pesan su cargamento pío con afanes comparativos, aparece ante ellos la Sagrada Familia:
Jesús, todavía un bebé en su pesebre, con los ojos que saltan entre los senos
de su madre y el zurrón de su padre; María y José, felices pero asustados,
rezan por él… El franciscano se postra ante la comitiva, sobrecogido al ver con
sus propios ojos la pobreza material que rodea al mismísimo Hijo de Dios. El
dominico también cae de rodillas en un gesto tan apasionado como calculado, con
la mirada “perdida” en el halo de luz que emana de la imagen divina. El jesuita
se acerca a José, le pasa el brazo por el hombro, y le pregunta: “¿pensaste seriamente
a qué colegio irá…?"
Abro paréntesis: Acabo de leer DE RERUM NATURA, de José
Kozer, maravillosamente editado por la editorial Lumme. ¿Cómo invitarlos
encarecidamente a su lectura sin engañarlos, sin prometerles un somnoliento y
dulzón paseo? ¿Cómo no decirles que se trata de una obra maestra amasada con la
más fina ceniza postmoderna, delicadamente ultimada en un cernidor oriental, y
recalentada en nuestro Siglo de Oro? ¿Ceniza? Sí, y qué. ¿Existe materia más
pura? “La ceniza es decadencia/ del claro beso del fuego”, dijo Mallarmé, en lo
que parece haber sido una vibración présaga de esta poesía del gran maestro
cubano. Con una claridad dolorosa besó el fuego a Kozer para dotar al
castellano de un hoy rotundo como
pocos otros; nutrido de una sustancia decadente que no renuncia sin embargo a
una forma chispeante. Un escepticismo vivaz late en este poemario, un ateísmo
tan amargo como juguetón. Ceniza postmoderna, de acuerdo; amainada en la
esterilla zen, de acuerdo; pero puesta a punto para el necesario humus en la
más hospitalaria tradición. Vivimos una época barroca. No porque nos gusten las
formas historiadas, sino porque nuestro mundo está perennemente puesto en
escena, como respuesta a su continuo estado de incertidumbre, a su inabarcable
multiplicidad. Es el presto telón quien nos salva de un fatal deslumbramiento,
prólogo de la más absoluta desorientación. Vivimos una época compleja que se
resiste a una poesía pasota o simplona que cante Ave María como lo haría Mozart.
DE RERUM NATURA es un poemario (poema largo más bien, que
aquí no hay fragmentos ajenos a su imán) duro, muy duro incluso: “…(os muestro/
enseguida el destino de la/ materia)”, dice el poeta, que por una parte descree
las dimensiones inmateriales y eternas, y por la otra fustiga el tempo inhumano al que nos sometemos en
las dimensiones tangibles y finitas: “sus deficiencias:/ no saber sentarse;/ no
saber detenerse/ ante un macizo/ reducido de/ verdolaga. No/ son gallinas, se
me dirá/ que el tiempo escasea/ para cuanto hay que/ hacer…” No somos gallinas,
cierto, pero las emulamos cuando somos hipnotizados por una línea trazada en el
suelo (Nietzsche). Se trata de una poesía dura, insisto, con una sustancia
corrosiva, que nos cautivará no obstante con su ritmo percusivo, su forma
perennemente insospechada, su extrema vitalidad. Pero también el poemario abre
puertas al sosiego redentor en los ámbitos sensoriales. En primer lugar, porque
“la carne asalta la sombra”, y hasta un bicharraco nos alecciona y ajusta:
“¿quién lo diría? yo su/ basura. Pertenece al reino/ más cercano al Creador, y/
es de hecho uno de sus/ apoderados, desciende/ de la dicha cercana al/ Trono,
la invariabilidad/ lo retiene día y noche/ en cuanto ser iluminado.” (No puedo
evitar aquí traer a Pitágoras en boca de Ovidio: “Presa de la tierra un caballo
guerrero del abejorro el origen es”). En segundo lugar, porque ante los grandes
y frustrantes abismos occidentales, siempre asoman los jardincillos levantinos
con su esmerada y sanadora imperfección minimalista: “Entre rosas de pitiminí
está la Reina,
entre/ Rosas de té, mi mujer.” Y finalmente, porque al fin y al cabo, aunque
“el agua sucia que se/ escurre por el desagüe/ del lavabo ni se crea ni/ se
destruye, [poco] preocupa a las doce/ carpas del/ estanque.”
Créanme, estamos ante la poesía más auténticamente nuestra
(en tiempo, sustancia y forma) que nos podamos encontrar en castellano. Como ya
dije cuando reseñé “Naïf”, también de este enorme poeta, no se trata de una
lectura fácil, sino de otra intensa que nos hará crecer como lectores, como
seres humanos… si nos prestamos a ello, claro, si nos esforzamos. ¿Poesía
compleja? Tal vez. ¿Poesía complicada? Rotundamente No. Porque aquí la forma
nace de una necesidad incuestionable. Es imposible mover en poesía esta carga
metafísica, este tipo de verdad poética, con formas primarias. Algunos dirán
que eso hacen los genios sujetos a la famosa máxima “menos es más”. De nuevo
contesto No. Sobre todo si pretenden generalizar, pontificar para torcer
tendenciosamente el camino hacia su meta, adaptado a sus preferencias o
manquedades.
Hace un tiempo, al hilo de uno de mis artículos (¿Sencillez
o exactitud? ¿Complejidad o ambición?), intercambiaba un par de ideas sobre
esto con un amigo. Comparaba brevemente cómo operan la sencillez y la
complejidad en poesía. Le decía que muchos genios “sencillos” buscan exactitud
con ambición, pero cerrando imagen hacia la sentencia poética; cribando,
entresacando, haciendo brecha en el bosque para encontrar (crear) los claros
más útiles y amables, donde la luz se haga protagonista absoluta. En estos
claros luminosos tienden su alfombra para invitar al duende. Quedan con él,
indagan la punta de sus dedos, el color de sus ojos y terminan nombrándolo con
gran precisión, ajustándolo a una idea, un signo, un símbolo.
Los genios “complejos” (es el caso de Kozer) huyen de la
sentencia, no criban unidireccionalmente porque sus afanes de exactitud están
más en descubrir las potencias de la sustancia poética que en obligarla a un
ejercicio de reductora concreción. Este tipo de poeta no hace brecha en el
bosque, lo atraviesa guiado por efímeros rayos de luz, pero dando fe de toda su
complejidad vital, también de la parte de ella que se esconde bajo el lecho de
las hojas caídas, en la más rotunda oscuridad. Es sensible incluso ante la
hormiga, y deja espacios sin violentar para que el duende siga hallando sus
fértiles escondites. No queda con él en ningún sitio. No lo ve. Pero sabe que
tiene fiebre porque siente su febril irradiación a cada paso que da, y esta
sensación ocurre tanto en su consciencia, como en su inconsciencia.
Entonces ¿quién conoce mejor al referido duende, el que lo
ve, lo toca y lo nombra en el claro que creó para ello; o el que lo presiente y
siente donde quiera que esté sin tener que verlo ni tocarlo? ¿Y quién lo nombra
con más exactitud, el que le llama, por ejemplo: “ser de dedos y ojos amigables
que se dio a mi nombrar bajo la luz”, o el que apenas lo define como “numen
febril que habita lo innombrable del bosque”? Yo creo que ambos poetas son
exactos aunque se acerquen al concepto duende
de maneras muy distintas. Preferiremos el que se haya acercado más al duende
que necesitamos, al nuestro.
Ocurre que en el tiempo que nos tocó vivir el duende de
Kozer es imprescindible. Por eso su obra también lo es, como lo es la osada
apuesta de la editorial Lummen, que trabaja para ustedes: “la inmensa minoría”.
Cierro paréntesis.
…entonces, José, que ve las
traseras al cielo en la escena tripartita, contesta a su pragmático interlocutor
(el jesuita): No lo llevaré al colegio. A la vista está que no hace falta. Lo
haré poeta; complejo, para más señas. Lo empadronaré en el desierto. Lo abonaré
con polvo enamorado. Lo regaré con arena… Y ante la mirada atónita de los tres
monjes, continúa su parlamento:
“…la sed aprieta, quizás su
sombra consiga salir de la concavidad, y [merced a mi decisión] yo me vea
convertido durante una letanía que penetra mis oídos (tal vez procede de mis
oídos y no del mundo exterior ya que nada tiene que ver ahora con el mundo
exterior) en estatua. De.”
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