viernes, 30 de enero de 2015

En la ciudad del cielo








No soy músico. Ni compongo ni ejecuto piezas musicales. No poseo el arte para hacerlo. Tampoco (y esto es lo que más importa aquí) lo poseo para analizar desde una perspectiva técnica lo que escucho. No estudié música. Ante ella, por lo regular estoy felizmente “desvalido”, entregado. Entonces me relajo, destenso el espíritu analítico y crítico, que, como un neto percutor de plomo, me incordia cuando me acerco a las artes visuales o la literatura. No es que sea “sordo” o “gallego” de solemnidad. (Ahora río, porque con tales motes nos mofábamos los jóvenes habaneros de todo aquel incapaz de seguir el tumbao de la música tradicional cubana). No. Durante varios años toqué (aunque penosamente) la guitarra para engatusar a las chicas, y rara vez desafino si no bebí antes unas cuantas copas. Soy, además, melómano. Escucho todo tipo de música con verdadera fruición. Claro, si ha sido compuesta y ejecutada con las dosis necesarias de pasión, cuidado y oficio; si no apela a mecanismos vulgares o comerciales para pretenderme. Amo la música elaborada. Escucho sobre todo música clásica. La escucho, no la disecciono. Afortunadamente, sólo en raras ocasiones me pregunto qué pasa, si un evento musical me conmueve de manera especial. Porque me sucede ahora con la música de Georgina Sánchez Torres, creí necesaria la pequeña introducción aclaratoria. Quiero encarecerles la obra de esta talentosa compositora, intérprete y directora de orquesta. Es importante que sepan desde qué ángulo, con qué capacidades y discapacidades, lo hago.

Más de un año hace que descubrí a Georgina, y desde entonces la sigo con gran interés. Durante ese tiempo estuve muy pendiente de sus actuaciones, de la resonancia que tienen las mismas en los medios digitales donde es posible escuchar música. Perseguí los documentos audiovisuales que ella misma, o sus admiradores y colaboradores, comparten por esa vía. Pero ahora tengo en mi poder su primer trabajo discográfico. Aquí suena, perfectamente concebido, estructurado y grabado. “En la ciudad del cielo”, se llama. En su disco, que escucho una y otra vez en estos días, quiero centrarme para intentar contagiarlos de mi buen ánimo.    

Georgina grabó “En la ciudad del cielo” como homenaje a Medinaceli, ciudad con la que sostiene una especial relación. Muy al margen de si el nombre Medinaceli tiene que ver con una ciudad celeste, u otra enclavada sobre una colina, el título no puede estar mejor traído a esta obra. Es perfecto, porque, como trataré de explicar después con más detalles, el disco, si bien escuchado, emerge ante nosotros como una suerte de Babel musical. No por soberbio o pretencioso, en lo absoluto, sino por diverso e incluyente. Hablamos de un disco postmoderno, que además inaugura una discografía. Son normales, y por ello previsibles, la tendencia al inventario musical, el deseo de clavar una pica en cada cima alcanzada, de mostrar cada una de las piezas cobradas, tanto en la parcela compositiva como en la interpretativa. Pero en este caso, tal “demasía”, lejos de molestar, agrada. Y lo hace porque garantiza unos niveles de sorpresa, de feliz desconcierto, incompatibles con la abulia o la modorra; y porque la unidad del disco es, en última instancia, incuestionable. Viene dada en su única compositora, que en adición se interpreta a sí misma, sola, o acompañada por un único pianista que aporta su gran capacidad interpretativa con la mayor complicidad posible. Viene dada asimismo en el austero formato instrumental: chelo, piano y voz. Viene dada en el sostenido y altísimo virtuosismo, (cómo cose la calidad allí donde actúa). Y, si me permiten una percepción muy personal, (temeraria, lo sé) la unidad del disco queda reforzada también por la sostenida carga femenina, que, en mi opinión, en este trabajo determina, caracteriza y señala, tanto la composición, como la interpretación.

Ciudad del cielo: Ciudad de Dios. ¿Pero qué ciudad de Dios? ¿La de san Agustín, que contesta la entrada de Alarico en Roma, con vistas a salvar lo que quedó de aquel decadente mundo, alrededor de una doctrina religiosa meridiana y absoluta; o la de Meirelles, que relata las aventuras de Zé Pequeño, para denunciar la vida deshumanizada en una favela de Río de Janeiro, dando por imposible su salvación al hilo de una fe única y estructurante? ¿La ciudad de Dios apolínea, casi platónica, donde suena la lira afinadísima, o la dionisíaca y perversamente cirenaica, que en plena y diabólica Liberalia, baila al son de las metralletas? Ni una ni otra. Esta música no nos devuelve a un mundo bien hecho, con un Dios vertical, de vocación simétrica (aunque inclinado de momento a su diestra) y ocupado a tiempo completo en el alma de sus criaturas predilectas; pero tampoco nos enfrenta a otro definitivamente roto, inconexo, a punto de ser colonizado por las máquinas. Ni cantos gregorianos, ni desquicios atonales o serialistas. Ni un Juan del Encina que canta lo más blando del sueño de Dante, ni un Shönberg que parece anunciar la música que gozarán las criaturas de Wells, sean éstas venidas de incursiones extraterrestres o experimentos genéticos.          

La ciudad de Dios (o del cielo) que Georgina nos propone en términos musicales, es, ante todo, eso: una ciudad. Nada de regresiones a la Edad de Oro, ni a las trasnochadas inmanencias chamánicas. Una polis donde la gran música mueva el espíritu hacia la comunión entre los hombres. Esta ciudad es, además, diversa, tolerante, excelsa, y, sin embargo, modernísima; tanto, que deviene postmoderna. Pero sobre todas las cosas, es humana. ¿O acaso el hombre ya no puede asumir y pautar la modernidad, sea cual sea su grado? ¿Es que ahora sólo son capaces de ello las máquinas y los engendros biotecnológicos, dotados en ambos casos de inteligencia artificial? Georgina ya respondió estas preguntas con su exquisito y muy humano lenguaje. Su disco parece tender un puente entre tradición y vanguardia para que pueda transitarlo el hombre, para que pueda habitar humanamente ese “antiguo caos de sol” que Stevens nos asignaba por casa. En uno de sus pilares, la tradición, vivísima, gestante: “…todo lo antiguo de nuestro inconsciente presupone porvenir”. (Jung). En el otro, el riesgo, que apunta siempre al futuro, aunque en este caso sea sin dudas un futuro para el hombre: “Rompe el hilo de Ariadna y ¡ahí lo tienes! / El cuerpo azul de la sirena”. (Seferis). Georgina, como hacen los grandes artistas, conserva y arriesga a la vez. En fin, es una compleja y gran ciudad la que nos propone y musicaliza esta talentosa artista. Una ciudad que, con permiso de Dios, por más que ensanche sus fronteras, tendrá que ser necesariamente de origen mediterráneo. ¿Dónde nacieron, si no, las grandes ciudades?

Hablamos de su primer disco, y, no obstante, damos con un trabajo absolutamente limpio, magnífico, que también pretende (y logra) registrar los muchos hallazgos hechos por la artista en su corta pero intensa carrera. Esto, que de suceder en trabajos posteriores, pudiera llegar a ser cuestionable; como ya dije anteriormente se me antoja en este disco una bendición. Aquí Georgina nos pasea por su múltiple y compleja ciudad como quien, orgullosa de sus monumentos, (hitos) también conociera a la perfección su caserío (trama sustentadora). Este disco es un compendio maravilloso de música con ascendentes cultos y populares. Todos ellos elaboradísimos, y sometidos al arbitraje de quien es, en mi modesta opinión, una de las compositoras e intérpretes con más talento que hay ahora mismo entre los jóvenes músicos del panorama internacional.

Medio disco sólo para el chelo. Qué maravilla. Les traslado algunas impresiones tal y como las recogí en la primera y más fiable audición: desde su fabulosa anarquía, antes de que fueran sometidas a un lento y sabroso (pero siempre reductor) cocido racional. “Saeta”: pasión, misticismo, raíces, Mediterráneo… “Fantasía con sentimiento español”: andalusí, semita, timbre camaleónico, frases que recuerdan piezas célebres, Lecuona… “Danzas farrucas”: de Falla, arpegios, rasgueos, laúd, guitarra, pizzicati, percusión; Mediterráneo, Mediterráneo, Mediterráneo… Este bloque es sencillamente prodigioso. Georgina, que sin dudas es una de las mejores violonchelistas de la actualidad, saca a su instrumento todo lo que éste puede ofrecer, que es mucho, dada su altísima capacidad expresiva. El chelo, que se cita con sus hermanos, (mayores y menores) les sustrae amablemente la voz, el timbre, y resuelve a su manera todas las dudas. No hace falta más que el dicho chelo si en manos de su dueña y animadora. Y ¿qué interés tiene tal cosa? ¿Por qué no interpretar esta música con una formación que integre a todos los instrumentos en apariencia suplantados? Pues porque aquí no se suplanta nada. El chelo de Georgina nunca deja de ser él mismo. Eso no se negocia. Es la artista quien obedece las órdenes de su ángel para hacerlo sonar a mundo. Sí, este disco suena a mundo, porque el Mediterráneo, culturalmente hablando, es uno de sus más diversos y fértiles semilleros, también en lo que a tradiciones musicales se refiere. ¿O no? 

Medio disco para chelo y piano. Todo cambia, menos la enorme calidad del trabajo. Mis primeras impresiones: “Hirundo Rustica”: quid romántico, suavidad melódica, melancolía, levedad, BSO (música para cine), cuidados cambios de intensidad… “Elegía Rapsódica”: hondura, gravedad, pulsión melódica, Europa central, tenues modificaciones de intensidad, gran sorpresa final, inocencia, música popular… “El Sollozar del Guerrero”: postmodernidad, patetismo, patrones rítmicos acusados, numerosos cambios de registro, tesitura extrema del instrumento, por momentos un piano casi percusivo, visualización… “La Ciudad del Cielo”: luminosidad, romanticismo, logrados cambios de intensidad, lirismo, frases que recuerdan la música popular (árabe, bereber, romaní), también Bartók… “Canto de Salvación”: hondura, estatismo, pasión, espiritualidad, conexión con lo intangible, perfecto colmo del trabajo, voz marina, ultramarina, sirenas, Odisea… Este bloque es igualmente portentoso. Georgina va más allá de lo mediterráneo (que nunca abandona del todo), y con plena autoridad se planta en el centro y norte de Europa. Ahora el coro es realmente universal. Han sido incluidos, desde los tuaregs hasta los vikingos. Fueron citados en Ítaca, y decidieron someterse a los designios de un viaje que tiene sentido en sí mismo. ¿Realmente existe o puede existir “La ciudad del cielo”? No lo sé, pero si así fuera, (es sólo cuestión de imaginarla) sus habitantes, y especialmente sus poetas, seguro escucharían este tipo de música… ecuménica.

Asombra la madurez de esta joven compositora e intérprete. Con apenas treinta años, es capaz de componer semejantes obras, de interpretarlas de esa manera. Sólo en la sobrenaturaleza, (lezamiano reino de la imagen) más allá de la mera experiencia vital que recogemos a través de los sentidos y memorizamos por nuestra cuenta en estado consciente, podría Georgina encontrar material bastante para su trabajo. ¿De qué otro sitio lo podría sacar? Si compone una “Danza Farruca”, parece haber vivido entre curros navajeros media vida. Si compone un “Canto de Salvación”, parece añorar un futuro posible para trascender todo el dolor del mundo, como si también lo conociera. Si se enfrenta al “Después de un beso” (por cierto, esta pieza no se incluye en el disco, pero lo sobrevuela de principio a fin) parece haber besado las bocas más hondas y subyugantes que hayan existido. Insisto en la pregunta: ¿De dónde le viene todo esto?

Puede que haya llegado hasta ella, después de múltiples transmigraciones, el alma inquieta y rebotada de algún semidiós, que, sin haber tenido que vivirlo en carne propia, haya estado al corriente de todo lo acontecido en los últimos diez mil años; esos en los que el hombre dejó la prehistoria para meterse en verdaderos líos.

Recuerdo que Ovidio dijo que Pitágoras dijo: “Todo fluye, y toda imagen que toma forma es errante”. Puede que la música de Georgina fluya precisamente de una imagen errante, de vetusta forma, que sólo captan algunos elegidos; quienes, debidamente apostados en el eterno balcón del mundo, (un sitio muy especial “En la Ciudad del cielo”, situado mucho más allá del quinto pino) novian con los dioses como si fuera  natural hacerlo, y, no del todo satisfechos con ello, ponen música a sus amoríos.






Si se fían de mí, y quieren adquirir el disco, pulsen, por favor, en el enlace que pongo abajo. Vale mucho la pena, porque las grabaciones que podrán encontrar en Internet no tienen, en la mayoría de los casos, la óptima calidad de sonido que merece una obra como ésta. Creo que si se animan me lo agradecerán, como sigo agradeciendo yo a mi buena amiga, Marta Valsero, que me haya puesto tras la pista de Georgina.



sábado, 24 de enero de 2015

Los imprescindibles



Pulse aquí para ver vídeo




Ayer tuve un día con dos lados muy distintos. En el uno, el más doliente, murió mi buen amigo Antonio Pérez Solano. En el otro, su imposible compensación, leí varios poemas ante un público fiel y respetuoso con la poesía, y además, lo hice acompañado de gente muy querida.

Tuve que acudir al recital (programado y comprometido con “Los Viernes del Sarmiento” desde el pasado mes de noviembre) después de asistir al funeral de Antonio. Tuve que sobreponerme a su pérdida leyendo poesía. Precisamente ayer debía leer algunos poemas de un libro inédito dedicado por completo a la amistad, titulado “Un no rompido sueño”. Dolió, pero se hizo.

Concluido el recital, que amablemente presentó el profesor Javier Blasco, Marisela y yo charlamos con varios amigos, y compartimos un buen rato con Georgina Sánchez Torres, una excelente músico (intérprete, compositora y directora de orquesta) que tuvo la gentileza de ir a escucharme. Nuestro común aprecio por el arte y nuestra creciente amistad cerraron el día, aliviando su último trecho de forma considerable.

Hoy no encuentro el ánimo adecuado para extenderme demasiado, pero el recuerdo de mi amigo Antonio (vivo) y la música de Georgina (que sin cesar escucho desde anoche) permiten que me aferre al lado bueno de tan difícil jornada, que desde él desee compartir con ustedes algunos de los poemas leídos ayer.

En el vídeo de la cabecera les dejo un par de ellos, cortos. Sucediendo a esta nota les dejo otro, cuya lectura dediqué a la memoria de Antonio: “Los imprescindibles”. Éste, desafortunadamente, no quedó bien grabado. 

Por último, permítanme dejar dicho, también aquí y por escrito, que Antonio fue una de las personas que más me ayudó cuando llegué a Valladolid; que fue una de las mejores personas que conocí en esta ciudad; que apoyado en gente como él, aprendí a amarla.

A la memoria de mi buen amigo:
       


Los imprescindibles
  

                                      ...temblar siento ya mi entendimiento.
                                                                     Ausias March


Los que te acompañaron a explorar lo inhóspito
donde no habían seno ni espaldas atlánticas.
Los que te escoltaron hasta el primer desafío
y lo midieron contigo, ciegamente.
Los que te eligieron entre tantos otros
para compartir las llaves de su temblor primero.
Los que fueron a la vez azogue y rostro
en el espejo incierto que te dimensionaba.
Ésos.

Los que contigo bajaron la cremallera a la vida
sin reparar en cuánto se la jugaban.
Los que aprendieron a pecar junto a ti
pero jamás lo hicieron en tu contra.
Los que combatieron la hoguera que te abrasaba
aunque se quemaran las manos, la estima.
Los que estamparon sus huellas dactilares
en los documentos que te bendecían.
Los que muy a su pesar te abandonaron
(albor en la memoria de vórtice y debacle)
Los que a destiempo murieron.
Ésos.

Los que leyeron libros que no leíste
y compartieron generosos su valiosa llama.
Los que habitaron los celajes que soñaste
y contestaron tus peores pesadillas.
Los que gozaron cuando triunfaste.
Los que no hurgaron en tus fracasos.
Los que callaron las palabras espinosas
cuando podían herir sin beneficio alguno.
Los que nunca las callaron cuando no decirlas
habría implicado traicionarte.
Ésos.

Los que evitaron que te cegase el coito con la vida.
Los que cuidaron a tus hijos cuando no pudiste.

Los que estarán para acotar tu ruina
con su infalible gavilla de azules...

Ésos, querido Bertolt, y no otros
(no seamos ahora trascendentes)
son los imprescindibles.

¿Lo sabes ya?




 

jueves, 15 de enero de 2015

Trapicheo poético






  
En días pasados, a raíz de un intercambio de caricias virtuales que sostuve con mi colega Manuel Iglesias, (llegados a los cincuenta nos ponemos ñoños) y empujado por una oportuna intervención de mi querida Aleisa Ribalta, recordé una anécdota que quiero recrear para mis lectores, especialmente para aquellos que leen poemas como poseídos por un inclemente demonio que los fuerza a semejante deriva. Mi com-pasión con ustedes es enorme, amigos. Acéptenme este cuento en prosa que pretende aliviarlos de imagen musical, aunque su asunto precisamente ronde la producción, exposición, venta y consumo de la poesía.

Manolo y yo comenzamos hace unos años una gira mundial que nos llevó a numerosos escenarios con un espectáculo que combinaba canciones y poemas, titulado (el nombre fue cosa suya; río) “Tierra, mujer y guitarra”. Nos habíamos conocido cenando en casa de la cantante María Salgado y el poeta Fernando Escudero, su marido. A los postres, María, una gran amiga, sabedora de que Fernando detesta leer su obra en ocasiones tales, me pidió que leyera algo de la mía. En fin, ante María, que es un ángel, no puedo negarme a nada, así que abrí uno de mis libros (ella, que los tiene todos, ya me los había acercado sin que apenas se notara) y comencé a leer. Me pareció raro, pues no considero que una alegre sobremesa sea ocasión ideal para la poesía, y siempre se me enreda la lengua cuando leo después de unos cuantos vinos, pero lo cierto es que Manolo mostró un especial interés por mis poemas. Yo, que en casa de músicos trato de resultar lo más musical posible, estaba leyendo los más bailongos, y él apenas se sujetaba al margen de su guitarra. Está claro que aquella parte de mi obra lo inducía al musiqueo. El caso es que apenas habían pasado dos meses de nuestro primer encuentro “mariano”, y ya el bueno de Manolo tenía tres poemas míos musicalizados; ya había ideado nuestra gran gira.

A veces solos, a veces acompañados por C.M., (un hombre muy formal y serio que seguramente no querrá verse involucrado en esto) actuamos en muchas plazas: sedes consistoriales, bibliotecas, casas de cultura, librerías, salas de teatro... En fin, nunca reunimos a más de doscientas personas, ni cobramos más de ochocientos euros en total, pero sus canciones y mis poemas estuvieron intimando durante un par de años con el público de lugares tan lejanos entre sí como Valoria la Buena, Boecillo, Portillo, Urueña, Valladolid, Salamanca, Zamora y León… León, tierra de grandes poetas. En esta ciudad tuvimos la experiencia más memorable, la que pretendo contar a mis amigos y lectores, especialmente a los adictos a la poesía.

Resulta que Manolo, un traficante incorregible de cualquier cosa, también de libros, incluso de poemarios, a quien se le metió en la cabeza trabajar en paralelo por mi “Cervantes” y su consagración musical, conocía a Don Alfredo, un buen hombre y cabal funcionario que dirigía y dirige la Biblioteca Pública de León. No debió costarle mucho trabajo convencerlo de que la ciudad y su Biblioteca necesitaban nuestra actuación, porque Don Alfredo le dejó claro que no podía pagarla, y de lo que no cuesta (se dice por aquí) lléname la cesta. Así que el Director puso fecha rápidamente al estreno leonés. Y como experimentado gestor cultural, conocedor de la curia que solía participar de tales eventos, pensó en enero. No es baladí esta elección, porque como todos (ahora, incluso yo) saben (sé) durante el invierno los ancianos persiguen las actuaciones que se ofrecen en sitos cerrados y con calefacción, para ausentarse de casa por dos o tres horas, y en ese intervalo no gastar energía calentándola. Supuestamente, en invierno la asistencia de público a estos actos está garantizada.

Casi todo estaba preparado cuando Manolo pidió a César (mi editor, Difácil) dos cajas de uno de mis libros (“Penúltima espira”) que contenían cada una alrededor de cien ejemplares. A esto sumamos otro buen número de ejemplares de tres títulos más que ya tenía publicados entonces, y que metimos en elegantes bolsas de plástico para el affaire leonés. Aparecimos en la Biblioteca Pública de León una fría tarde de enero, con un recital perfectamente ensayado y unos trescientos libros por vender. Manolo me había asegurado que triunfaríamos, que lo venderíamos todo, pues la prensa local se había hecho eco de la actuación, y la Biblioteca tenía un programa cultural muy seguido en la ciudad.

Llegamos y tuvimos que aparcar en un callejón contiguo al edificio, situado entre éste y un solar yermo deficientemente vallado. Unos cincuenta metros había entre aquel improvisado aparcamiento y la entrada a la Biblioteca. Claro, el cantautor y el poeta tuvieron que acarrear a hombros los instrumentos musicales, el equipo de sonido y, lo que es peor, el pesado cargamento de libros destinados a la venta. El frío atemperó el esfuerzo físico, pero la imagen de aquel ambicioso tráfico de cajas y bolsas no resultaba demasiado halagüeña. La salita donde actuaríamos, (vaya sorpresa) con capacidad para unas sesenta personas, presagiaba lo peor: cada asistente, en el supuesto caso de aforo completo, al final de la actuación debía comprar unos cinco libros para descargarnos y compensar la gratuidad del recital. En fin, no podrían llegar ni siquiera a sesenta personas, al menos satisfechas, porque en medio de aquel reducido espacio, el arquitecto (qué pena de colega, Dios lo perdone) había dejado un enorme pilar de hormigón armado que prácticamente inutilizaba un cuarto de las butacas. Qué trabajo para colocarnos en el escenario calculando los mejores ángulos, para disponer las mesas de apoyo en que situaríamos el equipo de sonido y el cargamento poético. Tal vez por todo ello, Manolo, que confiaba a ciegas en el éxito de aquel recital, cometió el peor fallo posible: colocó los libros sobre una mesa situada detrás de nosotros, en el fondo del escenario, dejando la única puerta de la sala libre de reclamos comerciales y comprometedora presencia poética.

Antes de comenzar la actuación, Manolo, como siempre hace, recordó al público que teníamos libros a la venta con los poemas que se leerían, que podrían comprarlos a un precio módico. Unas treinta personas lo escuchaban. Su promedio de edad rondaba los setenta años, y su exagerada puntualidad (llegaron media hora antes de lo necesario) venía a demostrar la dicha teoría del imán calefactor.

La actuación fue un éxito. Cada canción y cada poema fueron generosamente aplaudidos. Nos pareció a ambos que la gente se la pasó muy bien. En ese sentido resultó realmente reconfortante. Pero habiendo terminado, aun cuando todos se acercaban a felicitarnos y agradecernos, y en tanto nosotros estábamos entre ellos y los libros, les fue muy fácil escapar sin hacer el esperado desembolso. Les había encantado el recital, pero nadie habló de llevárselo impreso y encuadernado. Cuando Manolo quiso darse cuenta (yo en esos trances soy nulo) el multitudinario público había desaparecido sin llevar libros consigo.

Hasta aquí todo más o menos normal. Nunca he vendido más de veinte ejemplares de mis libros en ningún recital, y en más de uno he vendido menos de cinco. Don Alfredo se mostraba apenado por lo sucedido, (lo hacía sinceramente, creo yo) a la vez que lamentaba que no se hubiera llenado la sala para disfrutar de lo que él consideraba una actuación muy especial. Doné varios libros a la Biblioteca. El Director lo agradeció amablemente antes de invitarnos a picar algo en un bar cercano. Comenzamos a recoger los andariveles. Aquella vez se nos hizo especialmente pesado al tener que desandar los más de cincuenta metros que había entre la sala y el mal llamado aparcamiento con todas las cajas de libros, íntegras, a hombros. Lo hicimos dignamente; sin alegría, pero sin excesiva amargura. Hasta aquí todo más o menos normal, insisto.

Pero durante el último paseo que di entre coche y escenario, cuando subía la pequeña escalinata que da acceso a la Biblioteca, se me acercó una mujer de unos cuarenta años que había escuchado el recital; la única persona que no alcanzaba los sesenta, seguro. Estaba aparentemente entusiasmada, incluso excitada, y me regaló elogios de todo tipo. Sin embargo, su despiste era tal, que hizo un comentario para ella desafortunado, pues dijo: qué pena que no tuvieras tus libros aquí para poder comprarlos, me habría encantado hacerlo. Madre mía, a la sazón Manolo pasaba por allí. Venía de cerrar el maletero del coche que ya guardaba de nuevo todas las cajas. Era de noche. Hacía un frío atroz, pero mi partenaire acometió a aquella chica con unas ganas tremendas y un oficio implacable: ¿Qué dices. No viste las cajas que estaban encima de la mesa. No me escuchaste…? Estás de suerte. Tenemos libros para ti. Sígueme. La mujer palideció, pues se había metido ella sola en un pequeño lío, pero resignada siguió a Manolo callejón abajo hasta el coche. Por suerte, una farola cercana evitaba que la zona fuera del todo impenetrable y permitía intuir la cerradura del maletero. Manolo lo abrió en el acto y comenzó su agresiva labor comercial. En seguida me llamó: Jorge, ven, que tendrás que firmar libros. Yo me sentía, lo juro, poco menos que un atracador. La escena era completamente surrealista, porque el sitio era el menos indicado para firmar y vender un libro, y porque la otrora entusiasta señora no mostraba ninguna determinación ante la posible compra. Manolo no cejaba. Finalmente la clienta accedió a llevarse uno. No recuerdo cuál, pero sí que debí firmarlo apoyado en el techo del coche y bajo una farola de luz amarilla, en medio de una niebla que progresaba amenazante. Parecía que todo había acabado, pero Manolo no soltaba presa: ¿Cómo que uno solo?, Jorge será reconocido no tardando como uno de los grandes poetas del XXI, le decía insistentemente a su víctima mientras yo moría de vergüenza. Déjalo, Manolo, iba a interrumpirle, cuando lo escucho citar a Marvell: “Si Mundo y Tiempo hubiéramos bastante, no fuera esta esquivez, Señora, crimen”. Dios mío, pensé, hasta dónde puede llegar este hombre. Yo conocía su gusto por la poesía inglesa del siglo diecisiete, sabía que lee religiosamente a Done y a Herbert, que prefiere la poesía metafísica del barroco inglés, antes, incluso, que la conceptista del Siglo de Oro, pero atreverse a utilizar tales recursos frente a una desarmada señora, que ya para entonces había confesado que ni siquiera era de León, que estaba de vacaciones en casa de unos familiares y se había acercado a la Biblioteca a pasar un rato…

Manolo le vendió dos libros más. No sé cómo pude firmarlos. No veía. Tenía las manos heladas. Estaba avergonzado. Y Don Alfredo comenzaba a llamarnos desde la acera, detenido a unos veinte metros callejón arriba. Apenas puse firma y fecha. En ese momento fui incapaz de coger el dinero. Lo hizo Manolo (luego me lo dio, por supuesto, es un tío muy legal) que había “salvado” la jornada. Algo es algo. No nos íbamos con las manos vacías. Teníamos para gastos.

Partimos con Don Alfredo al bar, y cuando tomamos consciencia de lo que había pasado comenzamos a reír a carcajadas. Riendo comimos y bebimos con el Director de la Biblioteca, a quien no contamos todos los detalles del episodio, claro. Allí estuvimos hasta entrada la madrugada. El buen hombre pagó la cuenta. Nos despidió descargado al comprobar nuestra simpática alegría. Se dio por disculpado ante el fiasco comercial del recital y nos repitió lo bueno que le había parecido. Manolo, que vende libros profesionalmente, y visita con frecuencia a Don Alfredo, dice que siempre le pregunta por mí, que más de una vez le ha dicho que espera tener algún día presupuesto para invitarnos de nuevo y pagarnos lo que merecemos.

Ya en el coche de regreso a casa (conducía Manolo, lo aclaro por si acaso no ha prescrito el delito, pues habíamos bebido) no parábamos de reír. Manolo literalmente asaltó a la vacante señora por haber cometido el sano error de presentarse a un recital poético-musical, e impostar su interés ante un depredador de sangre nabatea. Dios mío, cómo pude firmar aquellos libros. Sólo el agitado diafragma me salvaba de pensar seriamente en todo lo acontecido desde que llegamos a la Biblioteca aquella tarde. Reímos sin parar hasta que nos detuvimos en una gasolinera. Mientras Manolo llenaba el depósito de gasóleo con el dinero que a duras penas habíamos sacado de la última operación poética, yo fui al baño de un pequeño bar cercano. Ante su puerta, medio impidiendo el acceso al local, estaba sentado un anciano borracho y mal vestido, a todas luces dedicado a la mendicidad. Le pedí permiso. Me preguntó: ¿me das algo, por favor?, y añadió: aunque me veas así, soy poeta. Lo miré demoradamente. El hombre debió entender que no le creía. Entonces, señalando una farola muy parecida a la que iluminaba el callejón del “atraco” leonés, y bajo la cual descansaba amodorrado un gato pardo, dijo con una dicción y un tempo perfectos: “Siempre que veo un gato al sol me recuerda a la humanidad”.

Amanecía. Le di al viejo poeta cinco euros y le apreté la mano. Entré al baño. Salí. Regresé al coche. Abrí el maletero. Tomé un ejemplar de cada uno de mis libros y se los dediqué todos: “Al poeta, su gato, su sol y su humanidad, de…” Pero cuando regresé al bar para entregárselos, el mendigo se había esfumado. Conté a Manolo lo ocurrido. Me preguntó: ¿será suya la frase? No, es de Pessoa, le contesté. Y no reímos más aquella madrugada.

Pero lo hemos vuelto a hacer en estos días al recordar el pasado trapicheo poético. Oye, Manolo, y la pobre vacante, nuestra única clienta leonesa, ¿cómo se llamaba? ¿Habrá leído aquellos libros alevosamente vendidos, nerviosamente firmados? Y estos otros dedicados al viejo poeta-mendigo, que conservo con una mezcla de respeto y compasión, ¿cuánto valdrán ahora?



  

lunes, 5 de enero de 2015

Poesía y arquitectura. La imagen entre la fuga y la estancia. El acorde posible






                                                  Cuando la imagen se abstiene de ráfagas figuradas,
                                                  cuando inaprensible huye de las cadenas causales
                                                  en pos de la fantasía y de la magia supremas,
                                                  (pura sustancia poética que a la forma se le escapa)
                                                  sabe que a su regreso, puesta a salvo de la nada,
                                                  el arquitecto, con su segura pátina,
                                                  brindando con el poeta, el pensador, el artista,
                                                  sereno mas diligente la esperará en la estoa,
                                                  para en acto de justa concreción reparadora,
                                                  llevarla (ah, madonna fatigada)
                                                  a casa.


Soy poeta y arquitecto. También (¿cómo no?) lector de libros y ciudades. Lo que puedo aportar aquí, como doble actor y espectador, tendrá necesariamente su carga teórica, pero no debe limitarse a ella. ¿Y qué es? Pues la visión de alguien que trabaja en ambas disciplinas con un afán humanista. Los muchos años que llevo escribiendo, diseñando, construyendo y leyendo, me dan la posibilidad de hacerlo desde una perspectiva no muy común. Esta visión tiene varios ángulos: el teórico, el empírico y el poético. En esta ocasión me centraré en el último. No hablaré sólo de poesía en detrimento de la arquitectura, no, sino de la poética como fin último de ambas disciplinas, de las particularidades con que actúa la imagen en cada una de ellas, y de los ámbitos en que la imagen poética y la arquitectónica pueden y deben arrumbarse para alcanzar un ambiente construido lo más adecuado posible al espíritu del hombre.

Doy por sentado que sabemos, o al menos intuimos, que la poesía y la arquitectura son artes, que por ello aspiran ambas a una poética, o sea, comparten un fin que trasciende en términos éticos y estéticos su campo meramente disciplinar; un fin que les exige ir mucho más allá del objeto concreto de su producción artística: el poema y el edificio. Ese más allá, esa demasía imprescindible radica y opera en la imagen que, con sus particularidades, gesta, caracteriza y mide la poética en ambas artes.


La imagen entre la fuga y la estancia

En un texto reciente, donde también analizaba la imagen en poesía y arquitectura, comparé: “…lo inaprensible que en términos figurativos puede llegar a ser la imagen poética o musical, con la mayor tendencia a la figuración que, aun en obras pretendidamente abstractas, suele haber en la imagen ligada a la obra de arte visual…” No hablaba entonces de forma sólo como figura externa, sino también y de manera especial como figura interna, esa que es captada con la mente, es decir, como idea. En aquel texto situaba “…en un extremo la imagen poética y en el otro la imagen arquitectónica. La imagen poética de alta calidad, que aun siendo decididamente metafísica, se resiste a ser apresada en una forma definitiva, burlando una y otra vez las cadenas causales que la pretenden, huyendo de todo intento de concreción reduccionista; frente a la imagen arquitectónica, tan necesitada ella de ese estadio de concreción que, aunque con un germen más o menos imaginativo, termina siendo fruto de una causalidad severa que la obliga a su forma en un espacio que no podrá trascender, y en un tiempo que sólo trascenderá como memoria figurada, como proyección de una idea alcanzada…” Entonces ya sugería cuáles son las principales diferencias entre la imagen poética y la arquitectónica, pero ahora quiero profundizar en ello.


La imagen poética

“Si me descifras en el río, te muerdo en la serpiente”. Esta frase de Lezama recoge a la perfección la esencia inaprensible de la imagen, especialmente la poética. La imagen poética, cuando es buena, huye de la solución definitiva, de la sentencia meridiana y razonada como si en ello le fuera el ser. Una imagen resuelta abandona el amplio territorio de la idea para entrar en el acotado predio del concepto. La verdad y la razón poéticas resuelven abriendo, no cerrando. La sustancia poética nunca formaliza definitivamente, porque si lo hace en buena medida deja de serlo. La poesía, que es o debía ser siempre un ejercicio (el principal) de alta reflexión, no maneja sin embargo respuestas unívocas, sino vías para que las preguntas puedan contaminarse de tiempo, y en esa temporal mácula renueven su simbólica fertilidad. La poesía amasa harina negra, y quienes la experimentan extraen de ella temporales y dorados panecillos para el sustento diario. Pero estos bocados, afortunadamente, alivian sólo el hambre provisional, no el eterno apetito. La imagen poética que busca la sentencia, y para su mal la alcanza, abandona lo simbólico en pos de una verdad y una razón ya no poéticas, sino conveniente y convenidamente ciertas, o sea, enfermas, cuando no muertas. La poesía resuelta es matemática leyenda, ciencia. No se puede encontrar a la poesía cómodamente instalada en una cadena causal, sujeta a un relato determinista, despejando incógnitas y resolviendo ecuaciones. La imagen poética no soporta las operaciones que la reducen a lo meramente conceptual. Decía Schopenhauer:

“…el concepto se asemeja a un recipiente muerto en el que se encuentra realmente todo lo que se ha introducido pero del que no se puede sacar (mediante juicios analíticos) más de lo que se ha introducido (mediante reflexión sintética); la idea, en cambio, desarrolla en aquel que la ha captado representaciones que son nuevas respecto de su concepto homónimo: se parece a un organismo vivo, en desarrollo, con capacidad procreadora, que produce lo que no estaba incluido en él […] el paso de la idea al concepto es siempre una caída…”

Tal capacidad procreadora es la que tiene la imagen, especialmente la poética. ¿Acaso las ideas no son imágenes? La imagen poética es siempre potencia, no agotado acto; es idea viva, no del todo resuelta.

Especial interés tiene en la poesía, sobre todo si se compara con la arquitectura, su relación con la luz. En poesía la luz (su imagen, claro, la que más ilumina) es siempre parpadeo, siempre un logro transitorio, algo que se arranca trabajosamente a la oscuridad para matar el hambre urgente con uno de aquellos dorados panecillos. La mejor imagen poética, aunque se nos presente iluminada, en el fondo padece una severa fotofobia. El poeta no trabaja con luz, en la luz. El poeta trabaja a plena oscuridad. Todo parpadeo que le es sustraído a la Señora, tiene por necesidad su negra e inmensa contraparte. Aquí no hay simetría posible. Una temporal ráfaga de luz sólo es posible si emergiendo de un continuo oscuro del que se ofrece una noticia carísima: la poética, la única que puede aspirar a un ápice de veracidad. Cuando el poeta sale de la oscuridad con su esplendente bolsita del todo abierta, esperemos deslumbrada y regalada pacotilla; porque es en cofres con cierto recato de luz donde lucen las verdaderas pepitas. Estas son las “migajas” esenciales. Todo lo hace el poeta por ellas, por su capacidad para meter sentido donde no lo hay, aunque sabe, que, como dijo Gamoneda: “Salimos/ de la oscuridad como del sueño:/ torpemente vivos.”


La imagen arquitectónica

Para explicar las características de la imagen arquitectónica, especialmente en contraposición a la poética, buscaré apoyo, no en arquitectos, sino en poetas y pensadores. Los arquitectos solemos estar, sobre todo en los tiempos que corren, inmersos en un quehacer que nos aparta vertiginosamente del humanismo. Somos “técnicos”. Cada vez nos alejamos más del ideal vitruviano y nos colocamos orejeras más agudas y rotundas. Regresamos a un estadio arquitectónico primitivo pero mucho más reducido que aquél. Sí, por ejemplo en Grecia, la arquitectura era una mera tecné, estaba dirigida a producir bienes materiales, sin embargo, al no haberse “democratizado”, extendido y distendido, al no haberse divorciado del pensamiento mitológico que la sustentaba, ni apartado de los programas “divinos”, la imagen operaba allí de una manera muy viva. De acuerdo, una simple técnica que propiciaba cobijo, pero a los dioses… En fin, que me perdonen los colegas arquitectos, pero nos movemos hace bastante tiempo en el reducido y penoso campo de una tecné sumamente empobrecida, y así… Decía Schopenhauer:

“La arquitectura se distingue de las artes plásticas y la poesía en que no ofrece una copia sino la cosa misma: no reproduce, como aquellas, la idea conocida, prestándole el artista sus ojos al espectador, sino que aquí el artista simplemente dispone el objeto para el espectador, le facilita la captación de la idea llevando el objeto individual real a una clara y completa expresión de su esencia.” […] “…el arte arquitectónico, cuyo fin en cuanto tal es explicitar la objetivación de la voluntad en el grado inferior de su visibilidad, en el que se muestra como un afán sordo, inconsciente y regular de la masa…”

Con algunos importantes matices, así es. Como ya dije en una ocasión, “…la sustancia arquitectónica sólo es si reducida a forma, sólo puede ocurrir y ocurre en un espacio y un tiempo concretos, hacia una idea que tiende a cerrar sobre sí misma...” Y comparaba: “…el poema y la pieza musical que escapan a la causal forma-idea, con el edificio que la concreta. El poema y la pieza musical que, aun ‘terminados’, se abren en múltiples potencias, frente el edificio que, concluido, se cierra en acto…” La arquitectura ocurre de un ámbito de concreción reductora de la imagen, menor, si hablamos de un mausoleo, mayor, si lo hacemos de un hospital, pero considerable en cualquier caso si la comparamos con la poesía. ¿Y a qué se debe esto? Existen varias causas:


La componente material:

La arquitectura es algo bien diferente a su dibujo, su proyecto. Tenemos una capacidad cada vez mayor de anticiparnos a ella, de simularla y prever su resultado, pero no vemos una película cuando leemos su sinopsis en prensa, nos la cuentan, o sacamos la entrada en taquilla; ni escuchamos una pieza musical cuando hojeamos su partitura. La arquitectura no es construcción, pero al menos hasta hoy, debe ser construida. La arquitectura ocurre físicamente en un espacio determinado, durante un tiempo también determinado. Es esta dependencia de lo material una de las causas que explican que la imagen arquitectónica tenga las alas más cortas que la poética. Como la materia no puede ser amorfa, y mucho menos puede serlo la manipulada por el hombre, su esencia material obliga a la arquitectura en dirección a la figuración, y la imagen arquitectónica debe figurar dentro de los límites de su materialidad. En adición, no lo hace por un instante, sino que busca una forma adecuada para una obra que necesita, cuando menos, un equilibrio estático perdurable, más en un templo que en una feria, pero siempre en alguna medida perdurable. La forma en arquitectura no lo es todo, pero es imprescindible para que ésta se pueda considerar como tal. Entonces la idea, esto es la imagen arquitectónica, no puede escapar a un importante factor de concreción formal, ligado a un espacio y un tiempo finitos y mesurables. Y además, se nos da principalmente mediante la visión, un simple sentido, con todas las limitaciones que ello implica, incluidas la propensión a la figuración resuelta, y las carencias o limitaciones frente a la evocación. La materialidad implícita en la arquitectura es para la imagen arquitectónica una reductora carga.


La componente utilitaria:

Pero la arquitectura, en la gran mayoría de los casos, tiene también una misión utilitaria. Se construye para albergar y proteger de la intemperie actividades que el hombre no puede o no debe desarrollar a campo abierto. Y este utilitarismo se extiende también a lo urbano. Observen cómo lo explica (¿lo cuenta?) Ortega:

“La urbe no está hecha, como la cabaña o el domus, para cobijarse de la intemperie y engendrar, que son menesteres privados y familiares, sino para discutir sobre la cosa pública.” […] “¿Cómo puede el hombre retraerse del campo? ¿Dónde irá, si el campo es toda la tierra, si es lo ilimitado? Muy sencillo: limitando un trozo de campo mediante unos muros que opongan el espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin. He aquí la plaza. No es, como la casa, un ‘interior’ cerrado por arriba, igual que las cuevas que existen en el campo, sino que es pura y simplemente la negación del campo. La plaza, merced a los muros que la acotan, es un pedazo de campo que se vuelve de espaldas al resto, que prescinde del resto y se opone a él.”

Sí, ya sea en el ámbito privado o público, y salvo en escalas en las que la arquitectura linda con la escultura u otras artes visuales, la obra arquitectónica, y por extensión la urbana, siempre conllevan un fin utilitario. Ello condiciona y complica el papel de la imagen en la arquitectura, porque ésta debe jugar su simbólico rol, no sólo concretamente figurada, sino además sometida a la molesta convivencia con procesos de medida y cálculo que a priori le son ajenos. Entonces ya tenemos una imagen que no puede escapar a su figuración, ni quedar dispensada en ella de cohabitar un objeto sometido a necesidades “espurias” que poco o nada tienen que ver con su esencia.


La componente técnico-económica:

Las componentes material y utilitaria de la arquitectura, que la obligan a construirse, la someten también a procesos netamente técnicos. Y no me refiero aquí a los que tienen que ver con el control del propio discurso arquitectónico, sino a los vinculados con esa “vulgar” y doble necesidad que tiene la arquitectura de materializarse “perennemente” figurada, siendo, además, útil. Decía el propio Ortega: “…la técnica es mera forma hueca (como la lógica más formalista); es incapaz de determinar el contenido de la vida…” Y si la técnica no puede siquiera determinar el contenido de la vida, cómo esperamos que opere en la sobrevida; si es incapaz de dar un sentido humano a la relación del hombre con la naturaleza, qué podrá hacer frente a la sobrenaturaleza. Eso es la imagen: sobrenaturaleza. Y ya se encontró en su camino hacia la arquitectura con una materialidad figurada, una exigencia utilitaria, y la necesaria medicación de la técnica para alcanzar ambas. Pero entonces aparece la economía. Porque todo ello debe equilibrarlo la arquitectura en dirección a obtener una relación óptima entre el esfuerzo invertido y el resultado obtenido. Claro que esto también depende del programa arquitectónico en cuestión, pero en todos ellos, en mayor o menor medida, intervienen limitaciones económicas. Siguen añadiéndose procesos de medición y cálculo que en principio son ajenos a la esencia de la imagen.


La componente espacio-temporal:

La servidumbre ante un espacio y un tiempo concretos y finitos es también una condicionante severa para la imagen arquitectónica. Decía Schiller: “Lo que nunca y en ninguna parte ha sucedido,/ Sólo eso no envejece nunca.” Si la imagen logra escapar a las apetencias de la forma y mantenerse siempre en potencia, si no se concreta en acto, figurando, dejándose medir, pesar, desentrañar del todo; es decir, si no aparece más que como posibilidad, no envejecerá. Pero si por el contrario se cierra en acto, ocurriendo formalmente en el tiempo y el espacio, estableciendo con ellos una dependencia total, no sólo envejecerá, sino que dejará de funcionar como imagen viva, pasando a ser idea alcanzada. Eso es la imagen arquitectónica, una idea que necesita concretarse, “petrificarse”, y, sin poder prescindir de lo espacio-temporal, busca entonces convertir el espacio colonizado en referencia de sí misma durante el mayor tiempo posible. Hablamos aquí de pretensiones propias de la arquitectura, no de la construcción, o de otras disciplinas que a veces intentan suplantarla. Entonces la imagen arquitectónica llama, como ninguna otra, a la puerta de la memoria. Porque es en la memoria donde puede seguir operando, esta vez como noticia de los condicionantes que la hicieron precipitar y sedimentar cual fenómeno en la obra de arquitectura. Es tan grande el esfuerzo invertido por el hombre para fijar con éxito a su tiempo-espacio la idea o imagen arquitectónica válida, que no puede permitirse el lujo de olvidarlo. En la memoria, la arquitectura se redimensiona. Su fertilidad es cuestionable en términos creativos, pero mantiene otro tipo de interés… Aún así, el templo griego ya nos dijo todo lo que importa, mientras que el acusmata pitagórico se mantiene inagotable. El uno habla del griego y sus circunstancias. El otro, del hombre, de lo sobrehumano. El uno está en el tiempo y el espacio, en los suyos. El otro no está en el espacio; sí en el tiempo, pero en todo el tiempo del hombre, y siempre con la misma y rabiosa juventud. El uno se puede medir y pesar, ocurrió. El otro es inaprensible, no ocurre más que a ráfagas y siempre fuga. El uno es luz franca. El otro, oscuridad, con apariciones oblicuas de una luz escapista. Ahí están las diferencias esenciales.


La componente simbólica:

La arquitectura fue (¿todavía es?) el más eficaz soporte simbólico con que cuenta el hombre. Pero en ella se produce una paradoja interesante: es la mejor vía para fijar símbolo. Sin embargo, el símbolo fijado puede tender a explicarse, y si lo hace, morirá. Nos dice Jung: “Un símbolo pierde su virtud mágica, por decirlo así, o si se quiere su virtud redentora, tan pronto como su reductibilidad es reconocida. Por eso un símbolo activo ha de tener una hechura inasible”. La imagen arquitectónica, sometida a sus componentes material, utilitaria, técnico-económica y espacio-temporal, tiene que ajustar el símbolo a un discurso concreto, incluso retórico que, aun cuando se haga muy abstracto, inevitablemente tomará forma y cerrará en acto. Si Atenea hace en el Ática una aparición numinosa en el crujido de una rama que parte en su árbol, no habrá comprometido su potencial simbólico en medida alguna; la idea “Atenea” quedará intacta. Pero si la diosa se hace escultura y adquiere casa en la Acrópolis, su potencial simbólico se habrá comprometido con una forma, un discurso, un vocabulario, unos procesos de cálculo y medida... Aquí el símbolo se va reduciendo, y la idea, ya figurada “para siempre”, va cayendo progresivamente hacia el concepto. La arquitectura fue, especialmente antes del “siglo de las luces” y su revolución industrial, el arte escogido por las clases sociales dominantes para dar cabida formal a sus símbolos, y proyectarlos, hábilmente sometidos a la figura, sobre el presente y hacia el futuro; en cierta medida con su propio lenguaje abstracto, y en mayor medida aún con el lenguaje figurado de otras artes visuales a las que ofreció un soporte óptimo para sus fines. La imagen arquitectónica, no sólo tuvo las limitaciones ya expuestas con anterioridad para mantenerse inasible del todo, abierta en potencia, sino que fue requerida para gestar símbolo; no mágico, irreducible, para eso ya estaba la poesía, sino pétreo y matemático. Claro, el símbolo en arquitectura es muy visible, mientras funciona es apabullante, pero está siempre cercado por su tiempo, por su espacio, por la necesidad de concreción formal. Sin embargo, la imagen arquitectónica, también por quedar fijada, “petrificada” a la vista de todos, aun con un valor simbólico nulo si nos referimos al concebido en origen, es muy capaz de operar en la memoria colectiva redirigiendo el símbolo original por derroteros muy diferentes al que en inicio tuvo. La imagen arquitectónica nace reducida, pero su poética no sólo opera en su tiempo y por una vía, es capaz de perdurar asida a la memoria con una nada despreciable vocación “arqueológica”. Mas por aquí nos vamos desviando, así que regresemos.


La dependencia de la gravedad y la luz:

La imagen arquitectónica está siempre “presa” en la gravedad y la luz. Claro que tiene capacidad evocativa, pero toda ella pasa por estas razones físicas que condicionan su metafísica y su poética. Se cuenta que san Juan de la Cruz, en medio de una visita que hizo con algunos discípulos a un bello edificio recién construido, al notar el desmedido entusiasmo de ellos ante la obra, les dijo: “Recuerden que no hemos venido a ver, sino a no ver”. Bueno, el místico podrá abstraerse del hecho arquitectónico para trascender sus límites a plena oscuridad, pero la arquitectura hay que verla… y a la luz. Decía Shakespeare: “Si cierro más los ojos, mejor veo”, y Goethe: “Al conjuro de nuestra imaginación podemos producir en la oscuridad las imágenes más claras”. Bien, lo que pueden mejor “ver” o producir los poetas con los ojos cerrados es, sobre todo, imagen poética, pero la imagen arquitectónica, una vez que lo es, o sea, que ocurrió definitivamente en el edificio, sólo puede ser experimentada con los ojos abiertos. Con ellos cerrados se podrá recordar, incluso recrear lo antes visto, pero no se podrá tener la primera y necesaria impresión. Si bien para la imagen poética la oscuridad es fundamental, para la arquitectónica lo es la luz. Esta es una diferencia esencial. Contra la omnipresencia de la gravedad y la luz, para medirlas, controlarlas y dirigirlas interesadamente manipuladas en un sentido favorable a lo que la obra demanda, trabajamos los arquitectos incansablemente, pero nunca podremos, al menos en la tierra, lograr una obra ingrávida o puramente etérea, como tampoco una que se pueda experimentar a plena oscuridad.


El acorde posible

Hasta ahora, y aceptando de partida que tanto la poesía como la arquitectura son artes cuyo principal afán debe ser la poética, hemos visto resumidamente cuáles son algunos de los factores que diferencian a la imagen cuando obra en ambas disciplinas. Pero de poco nos valdría haberlo hecho si nos detenemos aquí. Avancemos para examinar en qué medida confluyen ambas artes y sus respectivas poéticas, y cómo pueden apoyarse mutuamente en pos de un acorde que beneficie especialmente a la arquitectura y al ambiente habitado por el hombre.

Aunque pueda parecer lo contrario, varios autores, desde clásicos a contemporáneos, se han acercado a este tema desde muy diferentes perspectivas. Hay numerosos ejemplos de artistas que han cultivado ambas disciplinas, y de estudiosos que, de manera más o menos directa, se han preguntado lo que ahora nos preguntamos: ¿Qué relación existe entre ambas artes? Pues bien, después de haberlas ejercido durante algunos años, y de haber leído al respecto varias obras de distinta índole; creo que entre la arquitectura y la poesía existe una obvia relación disciplinar, si bien ésta se hizo más o menos intensa, más o menos evidente, según la época de que se tratara. Pero también creo que ambas disciplinas comparten fines más acá y más allá del objeto concreto de su producción artística: el poema y el edificio; ya que comparten varias herramientas de trabajo, o sea, varios medios para alcanzar, tanto sus obras concretas, como, en última instancia, los fines que las trascienden en términos éticos y estéticos. Hagamos un poco de historia:

En la antigüedad clásica, sobre todo en Grecia, la poesía y la arquitectura estaban consideradas de manera bien distinta: la arquitectura era sólo una tecné dirigida a producir bienes materiales. Junto a la pintura, la escultura y la orfebrería, se consideraba la arquitectura como un arte mecánica en la que tenían una indeseable incidencia asuntos tan prosaicos como el esfuerzo físico y el consecuente sudor. La arquitectura estaba peor valorada que la geometría o la retórica, por ejemplo. Mientras tanto, la poesía era considerada por casi todos como una disciplina excelsa, ajena a la producción de bien material alguno. Era una actividad propia de verdaderos elegidos que obraban por inspiración divina, bajo el amparo interesado de Apolo y de las Musas, quienes podían otorgarle, incluso, dones sobrehumanos.

En el medioevo, a la lumbre del cristianismo, bajo una Episteme marcada por la religión, ambas disciplinas estaban también desigualmente consideradas. La poesía dejó de ser vista como un don especial desde el punto de vista estrictamente humanista, y se convirtió progresivamente en un vehículo de acercamiento a Dios, en una suerte de vía para la oración, la devoción y el misticismo. Mientras tanto, la arquitectura, aun siendo la vía para conseguir los grandes espacios rituales y doctrinales, aun haciendo resonar en ellos el contrapunto entre cielo y tierra, aun soportando y ofreciendo con su vocabulario los mensajes religiosos dirigidos a feligreses incapaces de leerlos en otro lenguaje, por lo general mantuvo su consideración de arte menor destinado a la producción de bienes materiales.

Es con el impulso humanista del renacimiento, finalmente superado el concepto clásico y medieval de “artes liberales” (Trivium: Gramática, Retórica y Dialéctica; Quadrivium: Aritmética, Geometría, Astronomía y Música) que la poesía y la arquitectura van a avanzar en su relación y equiparación disciplinar, hasta llegar a ser consideradas ambas, junto a la pintura y la escultura, como nuevas artes liberales. La figura de Alberti, por citar el caso tal vez más llamativo, es una muestra ejemplar del ejercicio equiparable y equiparado de la arquitectura y la poesía a un mismo tiempo y por un mismo artista. Aunque todavía en esta época autores como Cellini, por ejemplo, siendo él mismo orfebre y escultor, se permitía el lujo de referirse con cierto desprecio a los escultores, porque se ganaban la vida con ese sudoroso oficio.

La ilustración primero, y después el romanticismo (siglos XVIII y XIX), trajeron nuevas segregaciones semánticas y conceptuales que afectaron a todas las artes, también a la poesía y a la arquitectura. Estas dos últimas, ya más equiparadas desde el XVI, siguieron distinguiéndose por su objeto y su alcance. Ambas pretendían la belleza, pero la lograda por la poesía seguía escapando a lo estrictamente sensorial, no se veía, ni se tocaba; mientras que la lograda por la arquitectura, sí. La arquitectura, la pintura y la escultura pasaron a integrar las Bellas Artes, y se fueron democratizando poco a poco bajo las exigencias del emergente “hombre-masa”. Por su parte la poesía, para los neoclásicos, y sobre todo para los románticos, volvió a ser considerada como la manifestación suprema de la inspiración y el genio.

En el siglo pasado, colmo de los procesos socio-culturales y político-económicos que se iniciaron en el tardío medioevo, cuando el paradigma religioso comenzó a ceder terreno ante el moderno: la “sacra” comunión de la ciencia experimental con la economía de mercado, la arquitectura y la poesía mantuvieron diferencias disciplinares en cuanto a valoración social y destinatarios. Aunque en ámbitos académicos la arquitectura se incluyó, junto con las llamadas artes plásticas, dentro de las artes visuales, el arquitecto se fue alejando progresivamente del artista, derivando hacia el técnico, apartándose por ese camino de su modelo post-napoleónico y decimonónico. El poeta, aunque también condicionado por su tiempo, se movió menos. Ambas disciplinas afinaron su vocación “democrática”, pero con desigual rotundidad. Mientras el discurso arquitectónico dominante abandonaba sus afanes elitistas a lo “Beaux Arts” para atender a la mayoría, y cedió a las exigencias de una voraz industria de los materiales, de las ingenierías técnicas y las financieras, confundido ya muchas veces con el propio de la construcción, el discurso poético no siempre lo hizo. Porque junto a tendencias más o menos veristas, más o menos mayoritarias o rebeldes frente a las élites de todo tipo, siguieron existiendo voluntades más “clásicas”, importantes espacios poéticos para la “imagen de alcurnia”, que situaba todavía a muchos autores entre los genios incomprendidos, incomprensibles. Recordemos, por ejemplo, que Juan Ramón Jiménez dedicaba su “poesía pura” “A la inmensa minoría”.

Claro, aunque como hemos visto, la arquitectura y la poesía tuvieron más o menos relación disciplinar según la época de que se tratara, ambas compartieron siempre lo que llamó Aristóteles la Poética. Si convenimos con el pensador estagirita en que todo proceso artístico parte de la mímesis, de la capacidad del ser humano para imitar a la naturaleza, y de su necesidad irrefrenable de hacerlo; si convenimos, digo, con Aristóteles, en que el grado de excelencia en ese proceso de imitación (que yo quiero ahora llamar también interpretación) de la naturaleza, de la realidad, conduce a la poética; tendremos que aceptar que la poética no sólo está al alcance de cualquier arte, sino que debe ser su máxima aspiración. Entonces la arquitectura y la poesía están relacionadas, no sólo desde el punto de vista disciplinar, sino también por su meta común: la poética. El arquitecto, como el poeta, el pintor, el escultor, o cualquier otro artista, imita la naturaleza. Creo yo que además, y en primer lugar, la interpreta, traduce, reinventa en busca de su poética.

Pero ¿dónde confluyen ambas artes y sus respectivas poéticas? ¿Cómo pueden apoyarse?

En primer lugar aparece un punto de encuentro bastante obvio. No es lo que más importa, pero la poesía y la arquitectura son artes que comparten varias estrategias y herramientas de producción, cuyo conocimiento en una de ellas, puede ayudar para el ejercicio en la otra. Por ejemplo, ambas disciplinas necesitan de una vocación estructural, en muchos casos buscan la misma economía de medios, la misma eficacia comunicativa, tienen parecidas concepciones del ritmo, similar necesidad de administrar tensiones, y de introducir momentos o períodos de feliz desconcierto en sus obras. Esto hace que cualquier poeta que haga arquitectura, o la experimente guiado por un conocimiento amplio de sus reglas, así como cualquier arquitecto que escriba poesía, o la lea dotado con la capacidad de disfrutarla en toda su complejidad, estén mejor preparados para ejercer sus respectivas artes que aquellos de sus colegas que carezcan de tales apoyos. Pero como ya dije, esto no es lo más relevante, y además, no es exclusivo de la poesía y la arquitectura. Cualquier artista estará mejor preparado para ejercer su arte, mientras mejor conozca, como actor o espectador, las otras. Es en otro terreno donde encuentro el mayor margen de apoyo entre la poesía y la arquitectura. Y ese apoyo se me hace más esencial cuando va de la primera a la segunda.

Vimos que la imagen arquitectónica, en el proceso de producción de la obra de arquitectura, cae de la idea al concepto involucrada en una cadena causal donde intervienen condicionantes de muy diverso tipo. En tal proceso, la imagen que, atención, puede partir de su máxima potencia (ahí está el detalle que importa) va cerrándose en acto en la medida que el edificio va configurándose (diseño y construcción) hasta quedar definitivamente conformada en él. Concibo el hecho arquitectónico dividido en tres grandes fases o etapas: conceptualización inicial, anticipación y concreción. En las tres opera la imagen arquitectónica que, en proceso de formalización, va de su mayor potencia (conceptualización inicial) hasta su reducción actual (concreción) pasando por la anticipación (diseño). Una vez superada la primera fase, de ocurrir ésta, pues muchos arquitectos la obvian, la imagen arquitectónica que ya entró de pleno en su cadena causal, así condicionada, y sujeta además a un entramado conceptual más o menos cerrado, será cada vez más ella misma y admitirá menos apoyos de cualquier tipo. Es en la conceptualización inicial, especialmente en el comienzo de esta fase, donde la imagen arquitectónica, en gestación aún, admite y necesita ayuda. Es aquí donde la imagen poética puede aportar mucho a la arquitectónica.


Conceptualización inicial en la arquitectura. El margen poético

La arquitectura es, o debía ser, una disciplina humanista. Aquella visión de Vitruvio sobre el arquitecto: “Será instruido en la Buenas Letras, diestro en el Dibuxo, hábil en la Geometría, inteligente en la Óptica, instruido en la Aritmética, versado en la Historia, Filósofo, Médico, Jurisconsulto, y Astrólogo”, con algunos matices obvios, forzados por la importante progresión que ha tenido el conocimiento desde su época a la nuestra, tiene total vigencia en su fondo. Sí, el arquitecto debe ser un humanista. Como cualquier otro artista, debe poner su lenguaje y su vocabulario al servicio de una intención con un ascendente claramente cultural en el sentido más amplio del término. Para ello cuenta con muchos y variados medios: la luz, la gravedad, el propio lenguaje arquitectónico, el sitio, la ciencia, la técnica, los materiales de construcción, el dinero, etc. Pero el fin: aquella poética aristotélica, que si me permiten trasciende ahora, para nosotros, la simple imitación de la naturaleza, y aborda la realidad demandando también su interpretación, la lectura de sus múltiples planos, sus infinitas traducciones para hacerla más potable a los “consumidores”; no se puede definir si no en y desde el más profundo humanismo. Aunque suene a cuento, dada la triste realidad en la que se desarrolla nuestra actividad cotidiana las más de las veces, la aspiración de Vitruvio mantiene sus fundamentos en la actualidad. Claro, la ilustración y la revolución industrial la han convertido en una quimera. Tal vez sea totalmente imposible que un arquitecto pueda hoy día reunir en sí un saber tan enciclopédico. Pero aún aceptando como irremediables la especialización y la división del trabajo actuales, un arquitecto no debería prescindir jamás de tal aspiración: la que ha de inclinarlo hacia el conocimiento humanista, ése que le impedirá confundir los medios con los fines. No se puede enfrentar la obra de arquitectura partiendo sin más de un análisis técnico-económico-normativo, un programa funcional y un levantamiento topográfico. Eso podrán hacerlo la ingeniería, la construcción, pero nunca la arquitectura. Insisto, si estamos aquí, es porque sabemos o intuimos que la arquitectura es un arte. Y el arte no puede ceñirse a semejantes supuestos. Sencillamente no cabe en ellos. La arquitectura debe nacer de premisas humanistas, y para ello, antes de entrar en su fase de anticipación pura y dura (diseño) debe ser ideada, (imaginada) a un nivel superior. Más aún, debe ser dotada de la fuerza germinal de la imagen en toda su potencia. Y esto no necesariamente tiene que dibujarse, porque el dibujo tiene una servidumbre frente a la forma que puede ser muy comprometedora en estas instancias primeras. La arquitectura tiene que ser ideada antes de ser anticipada. Y es en tal etapa de conceptualización inicial, mientras la imagen conserva toda su fuerza y su carga sugestiva, justo antes de que la imagen arquitectónica comience a consolidarse, cuando la poética puede servirnos de mucho. Recordemos la tendencia de la imagen arquitectónica a reducirse a concepto. Ayudemos entonces a que lo haga de la manera más abierta, amplia y fértil posible. Aun a riesgo de cometer “culpa” de idealismo, recuperemos aquí y ahora a Schopenhauer poniendo en paralelo idea (imagen) y concepto:

“El concepto es abstracto, discursivo, totalmente indeterminado dentro de su esfera, definido solo en sus límites, accesible y comprensible para cualquiera que simplemente esté dotado de razón, transmisible en palabras (o signos arquitectónicos, digo yo) sin ulterior mediación y susceptible de agotarse en su definición. Por el contrario, la idea, que ha de definirse siempre como representante adecuada del concepto, es plenamente intuitiva y, aunque representa una cantidad infinita de cosas individuales, está completamente determinada…” […] “La idea es la unidad disgregada en la pluralidad en virtud de la forma espacio-temporal de nuestra aprehensión intuitiva: en cambio, el concepto es la unidad restablecida desde la pluralidad a través de la abstracción de nuestra razón…” […] “Según todo lo dicho, el concepto, por muy provechoso que sea para la vida y por muy útil, necesario y productivo que resulte para la ciencia, para el arte es estéril a perpetuidad. En cambio, la idea concebida es la única y verdadera fuente de toda obra de arte auténtica…”

Aunque no suscribamos tal discurso en su totalidad, (al menos yo no lo hago) este gran pensador nos ayuda a entender por qué la imagen poética puede obrar provechosamente en los inicios del proceso gestor de la arquitectura. Justo antes de que la imagen arquitectónica comience a “cerrarse” para caer al concepto, la poética puede y debe intervenir para ensancharla lo máximo posible. Por eso, después de haberlo experimentado en múltiples ocasiones, recomiendo acudir a la poesía, y, buscando en ella la enorme capacidad sugestiva que tiene la imagen poética, introducirla en los primeros estadios del proceso de conceptualización que debe inaugurar todo intento de arquitectura. Antes de los primeros bocetos. Es ahí, en el fuego primigenio de una caldera netamente humanista, donde la imagen poética puede mejor arder para ayudar a la arquitectónica. Si esto sucede en ese momento, el camino que recorrerá la imagen arquitectónica hasta su figuración definitiva será más poderoso. Ojo, no más claro, sino poderoso…

Pero además, lo inaprensible de la imagen poética no está reñido con su capacidad para la ráfaga figurada. Todo lo contrario. Demandada por la conceptualización inicial del proceso gestor de la arquitectura, la poesía también puede hacer escala en la forma para abrir la puerta rápidamente a la imagen arquitectónica hacia su necesaria reducción conceptual. La imagen poética, si requerida en tal sentido, puede ser un surtidor de conceptos. En estos estadios iniciales, donde más acude el arquitecto a su “caja negra” dejando en un segundo plano su “caja de cristal”, la ayuda de la imagen poética puede ocurrir de muchas maneras. ¿Quiere esto decir que la imagen arquitectónica será necesariamente otra y distinta en esencia, si se ha gestado con tales premisas, que puede tender a lo literario? Para nada. La arquitectura sólo puede alcanzar su poética por medios propios. No hay arquitectura posible fuera del discurso arquitectónico. No es la carga literaria de los textos coránicos insertos en la yesería de La Alhambra, lo que le otorga la poética a sus espacios. Es la idea, la imagen de Dios (ese enorme poema) hecha arquitectura. Dios, imagen poética inaprensible, La Alhambra, imagen y poética arquitectónicas de ella resultantes. Ahí tienen un ejemplo notable del acorde posible.