jueves, 15 de enero de 2015

Trapicheo poético






  
En días pasados, a raíz de un intercambio de caricias virtuales que sostuve con mi colega Manuel Iglesias, (llegados a los cincuenta nos ponemos ñoños) y empujado por una oportuna intervención de mi querida Aleisa Ribalta, recordé una anécdota que quiero recrear para mis lectores, especialmente para aquellos que leen poemas como poseídos por un inclemente demonio que los fuerza a semejante deriva. Mi com-pasión con ustedes es enorme, amigos. Acéptenme este cuento en prosa que pretende aliviarlos de imagen musical, aunque su asunto precisamente ronde la producción, exposición, venta y consumo de la poesía.

Manolo y yo comenzamos hace unos años una gira mundial que nos llevó a numerosos escenarios con un espectáculo que combinaba canciones y poemas, titulado (el nombre fue cosa suya; río) “Tierra, mujer y guitarra”. Nos habíamos conocido cenando en casa de la cantante María Salgado y el poeta Fernando Escudero, su marido. A los postres, María, una gran amiga, sabedora de que Fernando detesta leer su obra en ocasiones tales, me pidió que leyera algo de la mía. En fin, ante María, que es un ángel, no puedo negarme a nada, así que abrí uno de mis libros (ella, que los tiene todos, ya me los había acercado sin que apenas se notara) y comencé a leer. Me pareció raro, pues no considero que una alegre sobremesa sea ocasión ideal para la poesía, y siempre se me enreda la lengua cuando leo después de unos cuantos vinos, pero lo cierto es que Manolo mostró un especial interés por mis poemas. Yo, que en casa de músicos trato de resultar lo más musical posible, estaba leyendo los más bailongos, y él apenas se sujetaba al margen de su guitarra. Está claro que aquella parte de mi obra lo inducía al musiqueo. El caso es que apenas habían pasado dos meses de nuestro primer encuentro “mariano”, y ya el bueno de Manolo tenía tres poemas míos musicalizados; ya había ideado nuestra gran gira.

A veces solos, a veces acompañados por C.M., (un hombre muy formal y serio que seguramente no querrá verse involucrado en esto) actuamos en muchas plazas: sedes consistoriales, bibliotecas, casas de cultura, librerías, salas de teatro... En fin, nunca reunimos a más de doscientas personas, ni cobramos más de ochocientos euros en total, pero sus canciones y mis poemas estuvieron intimando durante un par de años con el público de lugares tan lejanos entre sí como Valoria la Buena, Boecillo, Portillo, Urueña, Valladolid, Salamanca, Zamora y León… León, tierra de grandes poetas. En esta ciudad tuvimos la experiencia más memorable, la que pretendo contar a mis amigos y lectores, especialmente a los adictos a la poesía.

Resulta que Manolo, un traficante incorregible de cualquier cosa, también de libros, incluso de poemarios, a quien se le metió en la cabeza trabajar en paralelo por mi “Cervantes” y su consagración musical, conocía a Don Alfredo, un buen hombre y cabal funcionario que dirigía y dirige la Biblioteca Pública de León. No debió costarle mucho trabajo convencerlo de que la ciudad y su Biblioteca necesitaban nuestra actuación, porque Don Alfredo le dejó claro que no podía pagarla, y de lo que no cuesta (se dice por aquí) lléname la cesta. Así que el Director puso fecha rápidamente al estreno leonés. Y como experimentado gestor cultural, conocedor de la curia que solía participar de tales eventos, pensó en enero. No es baladí esta elección, porque como todos (ahora, incluso yo) saben (sé) durante el invierno los ancianos persiguen las actuaciones que se ofrecen en sitos cerrados y con calefacción, para ausentarse de casa por dos o tres horas, y en ese intervalo no gastar energía calentándola. Supuestamente, en invierno la asistencia de público a estos actos está garantizada.

Casi todo estaba preparado cuando Manolo pidió a César (mi editor, Difácil) dos cajas de uno de mis libros (“Penúltima espira”) que contenían cada una alrededor de cien ejemplares. A esto sumamos otro buen número de ejemplares de tres títulos más que ya tenía publicados entonces, y que metimos en elegantes bolsas de plástico para el affaire leonés. Aparecimos en la Biblioteca Pública de León una fría tarde de enero, con un recital perfectamente ensayado y unos trescientos libros por vender. Manolo me había asegurado que triunfaríamos, que lo venderíamos todo, pues la prensa local se había hecho eco de la actuación, y la Biblioteca tenía un programa cultural muy seguido en la ciudad.

Llegamos y tuvimos que aparcar en un callejón contiguo al edificio, situado entre éste y un solar yermo deficientemente vallado. Unos cincuenta metros había entre aquel improvisado aparcamiento y la entrada a la Biblioteca. Claro, el cantautor y el poeta tuvieron que acarrear a hombros los instrumentos musicales, el equipo de sonido y, lo que es peor, el pesado cargamento de libros destinados a la venta. El frío atemperó el esfuerzo físico, pero la imagen de aquel ambicioso tráfico de cajas y bolsas no resultaba demasiado halagüeña. La salita donde actuaríamos, (vaya sorpresa) con capacidad para unas sesenta personas, presagiaba lo peor: cada asistente, en el supuesto caso de aforo completo, al final de la actuación debía comprar unos cinco libros para descargarnos y compensar la gratuidad del recital. En fin, no podrían llegar ni siquiera a sesenta personas, al menos satisfechas, porque en medio de aquel reducido espacio, el arquitecto (qué pena de colega, Dios lo perdone) había dejado un enorme pilar de hormigón armado que prácticamente inutilizaba un cuarto de las butacas. Qué trabajo para colocarnos en el escenario calculando los mejores ángulos, para disponer las mesas de apoyo en que situaríamos el equipo de sonido y el cargamento poético. Tal vez por todo ello, Manolo, que confiaba a ciegas en el éxito de aquel recital, cometió el peor fallo posible: colocó los libros sobre una mesa situada detrás de nosotros, en el fondo del escenario, dejando la única puerta de la sala libre de reclamos comerciales y comprometedora presencia poética.

Antes de comenzar la actuación, Manolo, como siempre hace, recordó al público que teníamos libros a la venta con los poemas que se leerían, que podrían comprarlos a un precio módico. Unas treinta personas lo escuchaban. Su promedio de edad rondaba los setenta años, y su exagerada puntualidad (llegaron media hora antes de lo necesario) venía a demostrar la dicha teoría del imán calefactor.

La actuación fue un éxito. Cada canción y cada poema fueron generosamente aplaudidos. Nos pareció a ambos que la gente se la pasó muy bien. En ese sentido resultó realmente reconfortante. Pero habiendo terminado, aun cuando todos se acercaban a felicitarnos y agradecernos, y en tanto nosotros estábamos entre ellos y los libros, les fue muy fácil escapar sin hacer el esperado desembolso. Les había encantado el recital, pero nadie habló de llevárselo impreso y encuadernado. Cuando Manolo quiso darse cuenta (yo en esos trances soy nulo) el multitudinario público había desaparecido sin llevar libros consigo.

Hasta aquí todo más o menos normal. Nunca he vendido más de veinte ejemplares de mis libros en ningún recital, y en más de uno he vendido menos de cinco. Don Alfredo se mostraba apenado por lo sucedido, (lo hacía sinceramente, creo yo) a la vez que lamentaba que no se hubiera llenado la sala para disfrutar de lo que él consideraba una actuación muy especial. Doné varios libros a la Biblioteca. El Director lo agradeció amablemente antes de invitarnos a picar algo en un bar cercano. Comenzamos a recoger los andariveles. Aquella vez se nos hizo especialmente pesado al tener que desandar los más de cincuenta metros que había entre la sala y el mal llamado aparcamiento con todas las cajas de libros, íntegras, a hombros. Lo hicimos dignamente; sin alegría, pero sin excesiva amargura. Hasta aquí todo más o menos normal, insisto.

Pero durante el último paseo que di entre coche y escenario, cuando subía la pequeña escalinata que da acceso a la Biblioteca, se me acercó una mujer de unos cuarenta años que había escuchado el recital; la única persona que no alcanzaba los sesenta, seguro. Estaba aparentemente entusiasmada, incluso excitada, y me regaló elogios de todo tipo. Sin embargo, su despiste era tal, que hizo un comentario para ella desafortunado, pues dijo: qué pena que no tuvieras tus libros aquí para poder comprarlos, me habría encantado hacerlo. Madre mía, a la sazón Manolo pasaba por allí. Venía de cerrar el maletero del coche que ya guardaba de nuevo todas las cajas. Era de noche. Hacía un frío atroz, pero mi partenaire acometió a aquella chica con unas ganas tremendas y un oficio implacable: ¿Qué dices. No viste las cajas que estaban encima de la mesa. No me escuchaste…? Estás de suerte. Tenemos libros para ti. Sígueme. La mujer palideció, pues se había metido ella sola en un pequeño lío, pero resignada siguió a Manolo callejón abajo hasta el coche. Por suerte, una farola cercana evitaba que la zona fuera del todo impenetrable y permitía intuir la cerradura del maletero. Manolo lo abrió en el acto y comenzó su agresiva labor comercial. En seguida me llamó: Jorge, ven, que tendrás que firmar libros. Yo me sentía, lo juro, poco menos que un atracador. La escena era completamente surrealista, porque el sitio era el menos indicado para firmar y vender un libro, y porque la otrora entusiasta señora no mostraba ninguna determinación ante la posible compra. Manolo no cejaba. Finalmente la clienta accedió a llevarse uno. No recuerdo cuál, pero sí que debí firmarlo apoyado en el techo del coche y bajo una farola de luz amarilla, en medio de una niebla que progresaba amenazante. Parecía que todo había acabado, pero Manolo no soltaba presa: ¿Cómo que uno solo?, Jorge será reconocido no tardando como uno de los grandes poetas del XXI, le decía insistentemente a su víctima mientras yo moría de vergüenza. Déjalo, Manolo, iba a interrumpirle, cuando lo escucho citar a Marvell: “Si Mundo y Tiempo hubiéramos bastante, no fuera esta esquivez, Señora, crimen”. Dios mío, pensé, hasta dónde puede llegar este hombre. Yo conocía su gusto por la poesía inglesa del siglo diecisiete, sabía que lee religiosamente a Done y a Herbert, que prefiere la poesía metafísica del barroco inglés, antes, incluso, que la conceptista del Siglo de Oro, pero atreverse a utilizar tales recursos frente a una desarmada señora, que ya para entonces había confesado que ni siquiera era de León, que estaba de vacaciones en casa de unos familiares y se había acercado a la Biblioteca a pasar un rato…

Manolo le vendió dos libros más. No sé cómo pude firmarlos. No veía. Tenía las manos heladas. Estaba avergonzado. Y Don Alfredo comenzaba a llamarnos desde la acera, detenido a unos veinte metros callejón arriba. Apenas puse firma y fecha. En ese momento fui incapaz de coger el dinero. Lo hizo Manolo (luego me lo dio, por supuesto, es un tío muy legal) que había “salvado” la jornada. Algo es algo. No nos íbamos con las manos vacías. Teníamos para gastos.

Partimos con Don Alfredo al bar, y cuando tomamos consciencia de lo que había pasado comenzamos a reír a carcajadas. Riendo comimos y bebimos con el Director de la Biblioteca, a quien no contamos todos los detalles del episodio, claro. Allí estuvimos hasta entrada la madrugada. El buen hombre pagó la cuenta. Nos despidió descargado al comprobar nuestra simpática alegría. Se dio por disculpado ante el fiasco comercial del recital y nos repitió lo bueno que le había parecido. Manolo, que vende libros profesionalmente, y visita con frecuencia a Don Alfredo, dice que siempre le pregunta por mí, que más de una vez le ha dicho que espera tener algún día presupuesto para invitarnos de nuevo y pagarnos lo que merecemos.

Ya en el coche de regreso a casa (conducía Manolo, lo aclaro por si acaso no ha prescrito el delito, pues habíamos bebido) no parábamos de reír. Manolo literalmente asaltó a la vacante señora por haber cometido el sano error de presentarse a un recital poético-musical, e impostar su interés ante un depredador de sangre nabatea. Dios mío, cómo pude firmar aquellos libros. Sólo el agitado diafragma me salvaba de pensar seriamente en todo lo acontecido desde que llegamos a la Biblioteca aquella tarde. Reímos sin parar hasta que nos detuvimos en una gasolinera. Mientras Manolo llenaba el depósito de gasóleo con el dinero que a duras penas habíamos sacado de la última operación poética, yo fui al baño de un pequeño bar cercano. Ante su puerta, medio impidiendo el acceso al local, estaba sentado un anciano borracho y mal vestido, a todas luces dedicado a la mendicidad. Le pedí permiso. Me preguntó: ¿me das algo, por favor?, y añadió: aunque me veas así, soy poeta. Lo miré demoradamente. El hombre debió entender que no le creía. Entonces, señalando una farola muy parecida a la que iluminaba el callejón del “atraco” leonés, y bajo la cual descansaba amodorrado un gato pardo, dijo con una dicción y un tempo perfectos: “Siempre que veo un gato al sol me recuerda a la humanidad”.

Amanecía. Le di al viejo poeta cinco euros y le apreté la mano. Entré al baño. Salí. Regresé al coche. Abrí el maletero. Tomé un ejemplar de cada uno de mis libros y se los dediqué todos: “Al poeta, su gato, su sol y su humanidad, de…” Pero cuando regresé al bar para entregárselos, el mendigo se había esfumado. Conté a Manolo lo ocurrido. Me preguntó: ¿será suya la frase? No, es de Pessoa, le contesté. Y no reímos más aquella madrugada.

Pero lo hemos vuelto a hacer en estos días al recordar el pasado trapicheo poético. Oye, Manolo, y la pobre vacante, nuestra única clienta leonesa, ¿cómo se llamaba? ¿Habrá leído aquellos libros alevosamente vendidos, nerviosamente firmados? Y estos otros dedicados al viejo poeta-mendigo, que conservo con una mezcla de respeto y compasión, ¿cuánto valdrán ahora?



  

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