lunes, 12 de octubre de 2015

El ojo malo del poeta




  
I



En el 90 representó a Portugal en un Taller convocado por la Academia Internacional de Arquitectura de Bulgaria, con vistas a obtener ideas para el diseño de una nueva urbanización en las afueras de Sofía. En el entonces recién restaurado Monasterio de Santo Kiriko, cercano a Plovdiv, flamante sede de la referida institución, se reunieron aquel año sesenta jóvenes arquitectos, procedentes de más de quince países, para formar los varios equipos multinacionales que enfrentarían el ejercicio. Allí pasaron un mes a pensión completa, alternando sesiones de trabajo, fiesta y sexo. Cuando salían, lo hacían como turistas profesionales, buscando información útil para su cometido, aunque también vino barato y gangas para regalar a su regreso.

Gabriela formó equipo con un etiope, un vietnamita, dos letonas, una búlgara, dos cubanos y un mexicano. Era tan alegre como joven, cándida y despistada. Apenas transcurrida la primera semana de convivencia, se había enamorado de José de A. (el mexicano) sin haber detectado su palmaria homosexualidad. Ella, además de ejercer como arquitecto en un importante Estudio portugués, era amante de la fotografía, y a ratos trabajaba en la tienda de antigüedades que su familia tenía en Coimbra. Él era seguidor de Barragán (famoso arquitecto, también mexicano) e incondicional de Plácido Domingo, a quien consideraba íntimo amigo. Ella vestía desenfadadamente. Él iba siempre como si a la Ópera. Eran dos seres muy distintos, pero Gabriela se había enamorado. No sólo encoñado, entiéndase, enamorado.

     


II



Aquella madrugada tropezaron con un objeto muy raro mientras caminaban por los alrededores del monasterio. (Gabriela se había presentado semidesnuda en la habitación de José; se le había metido en la cama pensando que de esa manera encendería sus ganas sin necesidad de achisparlo. El chilango se espantó, claro. Y fue tan ofensivo su desarreglo, que consideró oportuno dar un paseo compensatorio con la mujer repelida). Se trataba de un ojo de vidrio mordisqueado por un gato que huyó cuando los sintió acercarse. Parecía viejo. José, por segunda vez en la noche, se puso muy nervioso; mostraba asco y respeto por aquello, imploraba a su llorosa compañera que no lo tocara. Gabriela, sin embargo, dejaba de llorar mientras lo examinaba con sumo cuidado. Sabía que no podría llevarle a su padre un souvenir más conveniente.

Muy poco se hablaron después del fallido affaire. Funcionaban integrados en el equipo, pero sin la complicidad que habían mostrado hasta entonces. Los demás suponían el origen de tal enfriamiento. Y pudieron comprobarlo, porque Gabriela, en un momento de especial debilidad, lo contó a la persona menos discreta del grupo, Bogdana, su colega búlgara, que durante la primera orgía tras la confesión, entre risas regaló su contenido a los compañeros de faena.

Gabriela lloró de nuevo la última mañana. No desayunó. Alguien había robado su magnífica cámara fotográfica y su ojo de vidrio. De este último, sólo le quedaron unas fotos, aún sin revelar, en el carrete que utilizó para documentarlo, y que por suerte no guardaba con la cámara. Junto a la chica, permanecían en el monasterio el vietnamita y los cubanos. Los demás habían partido la noche anterior. Cualquiera de los ausentes pudo ser el ladrón, pero ya no había remedio... ¿O sí?   




 III



Entró a México por San Diego. Ya había estado en Mexicali y en Querétaro cuando llegó al D.F. Buscaba a un joven poeta mexicano, autor del libro “Bulgaria Mexicalli”. Después de veinticuatro años investigando el asunto, tenía razones de peso para creer que el ojo de vidrio que le habían robado en Bulgaria estaba en su poder. Pero el muchacho había muerto una semana antes. Sus padres no sabían mucho acerca de aquel objeto, (que, por cierto, se había extraviado) y para nada lo relacionaban con la muerte de su hijo. Sí, el chico guardaba un ojo artificial envejecido, pero ellos creían que estaba falsamente asociado con Porfirio Cadena, un antihéroe justiciero, personaje legendario a quien en México llamaban Ojo de Vidrio, muy famoso en todo el país gracias a una célebre radionovela que había recreado su vida muchos años atrás. Gabriela, por duro que resultara, debía contarles todo, incluida la sospecha de que su hijo había sido asesinado.




IV



Cuando regresó de Bulgaria a Portugal, rápidamente reveló el carrete donde había registrado las imágenes del ojo. Su padre examinó las fotografías con detenimiento, incluso con lupa. Se pudo ver entonces una inscripción muy rara y casi invisible sobre la cornea: MILEV.

Antonio, el experimentado anticuario, más por complacer a su hija que por verdadero interés en el asunto, decidió hablar con un antiguo amigo, industrial lisboeta que había dedicado toda su vida a fabricar ojos para muñecas, y que entonces sopesaba la posibilidad de entrar en el complejo mercado de las prótesis oculares humanas. El especialista se quedó con las fotografías del ojo. Le prometió que indagaría sobre él sin escatimar esfuerzos.

En unos quince días tuvo Antonio la respuesta de su amigo. El ojo debió pertenecer al célebre poeta búlgaro Geo Milev. El “asesor” creía saber, además, que había sido fabricado a principios del XX por una empresa especializada en este tipo de prótesis con sede en Wiesbaden, Alemania; casi con total seguridad, por los herederos del afamado Friedich Adolf Müller.




V



Xopxe (Jorge) Manso era un plovdivien de ascendencia española, germanista y también experto en literatura búlgara, que había redactado su tesis doctoral precisamente sobre la obra de Milev. Gabriela dio con él a través de un estudiante búlgaro matriculado en la Facultad de Letras de la Universidad de Coimbra, que lo conocía y consideraba su maestro.

Manso recibió a Gabriela en febrero del 91. Cuando escuchó su historia y vio las fotografías del ojo, no tuvo dudas: se trataba del ejemplar de vidrio del mismísimo Milev, robado a Elías Canetti en Plovdiv, en el 67. El Premio Nóbel, que a la sazón residía en Zurich, aunque viejo y enfermo, podía ser consultado. Manso lo conocía muy bien, pues ambos compartían patria, intereses literarios y origen sefardí. Se ofreció a tratar el asunto con él. Canetti le contó a Manso todos los detalles que conocía sobre el ojo y sus avatares. Manso hizo lo mismo con Gabriela, a quien la “dichosa” prótesis le cambió la vida para siempre.




VI



A Milev lo mataron en el 25. La policía búlgara lo relacionó con el famoso atentado en la Catedral de Sveta-Nedelya, que pretendía acabar con la élite militar y política del país, incluso con la vida del rey Boris III. Hasta el 54 nadie supo cómo ni dónde se habían deshecho de su cadáver. Ese año apareció su ojo de vidrio en una fosa común, y gracias a él fue posible identificar los restos del poeta.

Canetti no sabía cómo había podido llegar el ojo a manos de aquel general del ejército soviético. Pero se lo compró en octubre del 62. Lo recordaba bien, porque la transacción tuvo lugar en una Alemania Federal alborotada por la Crisis de los Misiles en Cuba. A través de un diplomático de la R.D.A. que viajaba (no se sabe por qué) con frecuencia a Bonn, el general Zaitsev envió el ojo al escritor, y por la misma vía, éste le pagó dos mil libras esterlinas, una pequeña fortuna para la época; especialmente en su caso, porque entonces atravesaba una etapa de penurias económicas en Inglaterra. Canetti guardó el ojo varios años en uno de los cajones de su mesa de trabajo. Se sentía como Goethe (dijo, sonriendo, a Manso) cuando robó el cerebro de Schiller del laboratorio que lo estudiaba. Para él, al margen de ideologías y credos políticos, Milev había sido un gran intelectual, un compatriota del que podía sentirse orgulloso.    

En un viaje que hizo Canetti a Plovdiv en el 67, invitado por el metropolita de la ciudad para dar unas conferencias sobre el papel de Bulgaria durante la Segunda Guerra Mundial, alguien robó el ojo de la habitación en la que se hospedaba. Canetti había llevado el ojo con él, cosa que nunca hacía, para dar la sorpresa a las autoridades religiosas de la ciudad, cuyo extraordinario papel en la salvación de miles de judíos durante la guerra es de sobra (re) conocido por todos. Sin embargo, alguna inoportuna filtración atrajo al “amante de lo ajeno” hasta la codiciada “prenda”. Tuvo que contar con la complicidad, como mínimo, del servicio de habitaciones del hotel, pero nunca se supo a ciencia cierta qué pasó, quién se quedó con ella, adónde fue a parar. Entonces, todo hotel que hospedara extranjeros en Bulgaria, o en cualquier otra finca estalinista, era una mal disimulada sucursal de la K.G.B.


    

VII



Poco interesaba a Gabriela el periplo del ojo desde el cajón de la habitación de Canetti en el hotel de Plovdiv, hasta el pequeño foso donde fue escondido en los alrededores del Monasterio de Santo Kiriko, (que, para dificultar una hipotética investigación, había sido cárcel, hospital psiquiátrico y edificio en ruinas, antes que Academia Internacional de Arquitectura) y del que debió extraerlo aquel gato en una noche de infausto recuerdo para la mujer. Quería recuperarlo, sólo eso. Por ello dedicó media vida a investigar minuciosamente a los colegas que participaron en el Taller del 90. Los primeros años resultaron muy duros. Pero a partir de la implantación masiva de Internet, sus progresos fueron enormes. Pudo seguir la traza de cada uno de ellos. El yugoslavo y el egipcio habían muerto, pero los demás vivían; y ni siquiera el etiope, el vietnamita, o el cubano que continuaba residiendo en su país, (del otro, que vivía en España, era muy amiga) resultaban invisibles a los ojos de los satélites.

Por Internet. Así llegó a conocer los detalles de la vida que llevaba el arquitecto José de Arimatea Bujan Alemany, quien, casado en México, D.F. con un abogado canadiense, había dejado de ejercer su profesión y mantenía una intensa actividad en las redes sociales. En una de ellas, y oculta tras un nombre falso, Gabriela reinició la relación con él. Poco a poco le fue dejando caer un fingido gusto por los objetos-fetiche, en especial por los que hubieran pertenecido a artistas y escritores célebres. Sin imaginar quién era su “amiga”, el chilango se fue interesando progresivamente por la adicción de su interlocutora, hasta que un día (¡Bingo!) le habló del ojo de Milev. Le dijo que conocía a alguien que se lo había vendido a un poeta de Querétaro, que tal vez podía recuperarlo si la oferta por él llegara a merecer la pena.

Gabriela, sin calcular el daño que causaría a terceras personas, dijo que con gusto pagaría cien mil dólares por algo así; y fingiendo unas vacaciones que la distanciarían por un tiempo de aquella red, comenzó a investigar a todos los contactos de José (reales o virtuales) que calzaran en un posible comprador para tan raro objeto. Así dio con el autor de “Bulgaria Mexicalli”. Era él quien lo tenía, seguro.




VIII



Lo llevaban esposado… En primera instancia, la policía mexicana creyó que el joven poeta se había suicidado, y por ello cerró la investigación. Pero las razones de Gabriela obligaron a reabrirla. Una vez interesados en ella, por este orden: los padres del muerto, la prensa nacional e internacional, los herederos de Canetti y la embajada de Bulgaria en México, no alcanzaron los dineros del asesino y su marido juntos para detener la maquinaria jurídico-forense.

Antes de entrar en el coche policial, José miró a Gabriela. La reconoció en el acto. Sonrió sin ganas. Le preguntó: ―¿Tú?. Y añadió sin dar tiempo a contestación alguna: ―Pues ni para ti ni para mí. El ojo malo del poeta ya no cabe en nuestras órbitas. Gabriela comprendió que el asesino tenía razón. Ella había perdido más de veinte años buscando aquella prótesis; había participado indirectamente en la desaparición de un joven, cuya única “culpa” fue admirar a Milev y entrar en contacto con José. Y todo ello, para nada… O no, quién sabe… Un ojo, incluso de vidrio, si pudo lidiar la ambiciosa mirada de un buen poeta, puede obrar cualquier milagro. Gabriela lo perdió. Tendrá que encajarlo. Pero quizás la solución del caso, y el consecuente regreso de la mujer a Coimbra, devuelvan las ganas de vivir a su anciano padre.




Coletilla



Con la palabra “padre” había terminado este cuento a finales del 14. Pero supe hace unos días que Manso llamó a Gabriela para contarle las últimas novedades sobre el ojo de Milev que tantos años estuvo persiguiendo: Es falso. El verdadero está (estuvo siempre) en poder de la Iglesia Ortodoxa de Bulgaria. (¿Para qué querrán algo así?) No tiene inscripción alguna. Al parecer, el actual metropolita de Plovdiv lo guarda celosamente en una iglesia de la ciudad (¿…?). Fue la jerarquía eclesiástica búlgara quien, en el 54, encargó a unos artesanos de Wiesbaden la copia en cuestión, debidamente envejecida y rotulada, y la echó a rodar en el mercado negro (vaya señuelo) para alejar a los fetichistas del original. El bueno de Manso se lo podía haber callado, pero…

Cuando me llamó por teléfono Gabriela, (que, claro, no se llama Gabriela) para decírmelo (jamás perdí el contacto con ella desde aquel Taller del 90) intuí lo peor. En el acto se lo comenté a mi mujer. Subimos al coche y nos dirigimos a Coimbra. Sólo paramos una vez para repostar combustible. De allí venimos. No debo abundar en lo visto y hecho; pero confieso que vuelvo más convencido que nunca de que sólo el Amor, y las variaciones que sobre él ejecutan nuestros familiares y amigos, dan sentido último a un evento tan estérilmente gesticulante, leve y quebradizo como la Vida.

Te queremos, menina.



6 comentarios:

  1. Me dieron ganas de preguntar si es Cuento o realidad o cierto. Pero me da igual. Te engancha enseguida y te arrastra hasta el final.

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  2. Gracias, amigo Greko, por lectura y comentario. ¿Y qué más da si es cuento o realidad? Si lo miras bien, ambas cosas son la misma. Te abrazo.

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  3. Me encantó. Intrigamte, ameno, en un lenguage muy diáfano y elegante.
    Felicidades. Lo quiero para LLM
    Gracias y bendiciones, amigo

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  4. Gracias, amiga, muchas gracias. Será un honor publicarlo en tu magnífica revista. Besos.

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  5. Hermano querido: me encanta el verismo de este cuento. Si no te conociera tan bien me involucraría en averiguaciones. Qué bien hilvanado, qué redondo, qué bien contado. Te abrazo con orgullo.

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  6. Ay, amigo, me alegra mucho que te guste. Muchas gracias por tus consideradas palabras. También orgulloso de ti, te abrazo.

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