I
En el 90 representó a Portugal en un Taller convocado por la Academia Internacional
de Arquitectura de Bulgaria, con vistas a obtener ideas para el diseño de una nueva
urbanización en las afueras de Sofía. En el entonces recién restaurado
Monasterio de Santo Kiriko, cercano a Plovdiv, flamante sede de la referida
institución, se reunieron aquel año sesenta jóvenes arquitectos, procedentes de
más de quince países, para formar los varios equipos multinacionales que
enfrentarían el ejercicio. Allí pasaron un mes a pensión completa, alternando
sesiones de trabajo, fiesta y sexo. Cuando salían, lo hacían como turistas
profesionales, buscando información útil para su cometido, aunque también vino
barato y gangas para regalar a su regreso.
Gabriela formó equipo con un etiope, un vietnamita, dos letonas, una
búlgara, dos cubanos y un mexicano. Era tan alegre como joven, cándida y
despistada. Apenas transcurrida la primera semana de convivencia, se había
enamorado de José de A. (el mexicano) sin haber detectado su palmaria
homosexualidad. Ella, además de ejercer como arquitecto en un importante
Estudio portugués, era amante de la fotografía, y a ratos trabajaba en la
tienda de antigüedades que su familia tenía en Coimbra. Él era seguidor de
Barragán (famoso arquitecto, también mexicano) e incondicional de Plácido
Domingo, a quien consideraba íntimo amigo. Ella vestía desenfadadamente. Él iba
siempre como si a la Ópera. Eran dos seres muy distintos, pero Gabriela se
había enamorado. No sólo encoñado, entiéndase, enamorado.
II
Aquella madrugada tropezaron con un objeto muy raro mientras caminaban
por los alrededores del monasterio. (Gabriela se había presentado semidesnuda en
la habitación de José; se le había metido en la cama pensando que de esa manera encendería
sus ganas sin necesidad de achisparlo. El chilango se espantó, claro. Y fue tan
ofensivo su desarreglo, que consideró oportuno dar un paseo compensatorio con
la mujer repelida). Se trataba de un ojo de vidrio mordisqueado por un gato que
huyó cuando los sintió acercarse. Parecía viejo. José, por segunda vez en la
noche, se puso muy nervioso; mostraba asco y respeto por aquello,
imploraba a su llorosa compañera que no lo tocara. Gabriela, sin embargo,
dejaba de llorar mientras lo examinaba con sumo cuidado. Sabía que no podría
llevarle a su padre un souvenir más conveniente.
Muy poco se hablaron después del fallido affaire. Funcionaban integrados en el equipo, pero sin la
complicidad que habían mostrado hasta entonces. Los demás suponían el origen de
tal enfriamiento. Y pudieron comprobarlo, porque Gabriela, en un momento de
especial debilidad, lo contó a la persona menos discreta del grupo, Bogdana, su
colega búlgara, que durante la primera orgía tras la confesión, entre risas regaló
su contenido a los compañeros de faena.
Gabriela lloró de nuevo la última mañana. No desayunó. Alguien había
robado su magnífica cámara fotográfica y su ojo de vidrio. De este último, sólo
le quedaron unas fotos, aún sin revelar, en el carrete que utilizó para
documentarlo, y que por suerte no guardaba con la cámara. Junto a la chica,
permanecían en el monasterio el vietnamita y los cubanos. Los demás habían
partido la noche anterior. Cualquiera de los ausentes pudo ser el ladrón, pero
ya no había remedio... ¿O sí?
III
Entró a México por San Diego. Ya había estado en Mexicali y en Querétaro
cuando llegó al D.F. Buscaba a un joven poeta mexicano, autor del libro
“Bulgaria Mexicalli”. Después de veinticuatro años investigando el asunto, tenía
razones de peso para creer que el ojo de vidrio que le habían robado en
Bulgaria estaba en su poder. Pero el muchacho había muerto una semana antes.
Sus padres no sabían mucho acerca de aquel objeto, (que, por cierto, se había
extraviado) y para nada lo relacionaban con la muerte de su hijo. Sí, el chico
guardaba un ojo artificial envejecido, pero ellos creían que estaba falsamente
asociado con Porfirio Cadena, un antihéroe justiciero, personaje legendario a
quien en México llamaban Ojo de Vidrio, muy famoso en todo el país gracias a
una célebre radionovela que había recreado su vida muchos años atrás. Gabriela,
por duro que resultara, debía contarles todo, incluida la sospecha de que su
hijo había sido asesinado.
IV
Cuando regresó de Bulgaria a Portugal, rápidamente reveló el carrete
donde había registrado las imágenes del ojo. Su padre examinó las fotografías con
detenimiento, incluso con lupa. Se pudo ver entonces una inscripción muy rara y
casi invisible sobre la cornea: MILEV.
Antonio, el experimentado anticuario, más por complacer a su hija que por
verdadero interés en el asunto, decidió hablar con un antiguo amigo, industrial
lisboeta que había dedicado toda su vida a fabricar ojos para muñecas, y que
entonces sopesaba la posibilidad de entrar en el complejo mercado de las
prótesis oculares humanas. El especialista se quedó con las fotografías del
ojo. Le prometió que indagaría sobre él sin escatimar esfuerzos.
En unos quince días tuvo Antonio la respuesta de su amigo. El ojo debió
pertenecer al célebre poeta búlgaro Geo Milev. El “asesor” creía saber, además,
que había sido fabricado a principios del XX por una empresa especializada en
este tipo de prótesis con sede en Wiesbaden, Alemania; casi con total
seguridad, por los herederos del afamado Friedich Adolf Müller.
V
Xopxe (Jorge) Manso era un plovdivien de ascendencia española,
germanista y también experto en literatura búlgara, que había redactado su
tesis doctoral precisamente sobre la obra de Milev. Gabriela dio con él a
través de un estudiante búlgaro matriculado en la Facultad de Letras de la Universidad de Coimbra,
que lo conocía y consideraba su maestro.
Manso recibió a Gabriela en febrero del 91. Cuando escuchó su historia y
vio las fotografías del ojo, no tuvo dudas: se trataba del ejemplar de vidrio
del mismísimo Milev, robado a Elías Canetti en Plovdiv, en el 67. El Premio
Nóbel, que a la sazón residía en Zurich,
aunque viejo y enfermo, podía ser consultado. Manso lo conocía muy bien, pues
ambos compartían patria, intereses literarios y origen sefardí. Se ofreció a
tratar el asunto con él. Canetti le contó a Manso todos los detalles que conocía sobre el ojo
y sus avatares. Manso hizo lo mismo con Gabriela, a quien la “dichosa” prótesis
le cambió la vida para siempre.
VI
A Milev lo mataron en el 25. La policía búlgara lo relacionó con el
famoso atentado en la
Catedral de Sveta-Nedelya, que pretendía acabar con la élite
militar y política del país, incluso con la vida del rey Boris III. Hasta el 54 nadie supo cómo ni dónde se habían deshecho
de su cadáver. Ese año apareció su ojo de vidrio en una fosa común, y gracias a
él fue posible identificar los restos del poeta.
Canetti no sabía cómo había podido llegar el ojo a manos de aquel general
del ejército soviético. Pero se lo compró en octubre del 62. Lo recordaba bien,
porque la transacción tuvo lugar en una Alemania Federal alborotada por la Crisis de los Misiles en
Cuba. A través de un diplomático de la
R.D.A. que viajaba (no se sabe por qué) con frecuencia a
Bonn, el general Zaitsev envió el ojo al escritor, y por la misma vía, éste le
pagó dos mil libras esterlinas, una pequeña fortuna para la época;
especialmente en su caso, porque entonces atravesaba una etapa de penurias
económicas en Inglaterra. Canetti guardó el ojo varios años en uno de los
cajones de su mesa de trabajo. Se sentía como Goethe (dijo, sonriendo, a Manso) cuando robó el cerebro
de Schiller del laboratorio que lo estudiaba. Para él, al margen de ideologías
y credos políticos, Milev había sido un gran intelectual, un compatriota del
que podía sentirse orgulloso.
En un viaje que hizo Canetti a Plovdiv en el 67, invitado por el
metropolita de la ciudad para dar unas conferencias sobre el papel de Bulgaria
durante la Segunda Guerra
Mundial, alguien robó el ojo de la habitación en la que se hospedaba. Canetti
había llevado el ojo con él, cosa que nunca hacía, para dar la sorpresa a las
autoridades religiosas de la ciudad, cuyo extraordinario papel en la salvación
de miles de judíos durante la guerra es de sobra (re) conocido por todos. Sin
embargo, alguna inoportuna filtración atrajo al “amante de lo ajeno” hasta la
codiciada “prenda”. Tuvo que contar con la complicidad, como mínimo, del
servicio de habitaciones del hotel, pero nunca se supo a ciencia cierta qué
pasó, quién se quedó con ella, adónde fue a parar. Entonces, todo hotel que
hospedara extranjeros en Bulgaria, o en cualquier otra finca estalinista, era
una mal disimulada sucursal de la
K.G.B.
VII
Poco interesaba a Gabriela el periplo del ojo desde el cajón de la
habitación de Canetti en el hotel de Plovdiv, hasta el pequeño foso donde fue escondido
en los alrededores del Monasterio de Santo Kiriko, (que, para dificultar una
hipotética investigación, había sido cárcel, hospital psiquiátrico y edificio
en ruinas, antes que Academia Internacional de Arquitectura) y del que debió
extraerlo aquel gato en una noche de infausto recuerdo para la mujer. Quería
recuperarlo, sólo eso. Por ello dedicó media vida a investigar minuciosamente a los colegas que participaron en el Taller del 90. Los primeros años
resultaron muy duros. Pero a partir de la implantación masiva de Internet, sus
progresos fueron enormes. Pudo seguir la traza de cada uno de ellos. El
yugoslavo y el egipcio habían muerto, pero los demás vivían; y ni siquiera el
etiope, el vietnamita, o el cubano que continuaba residiendo en su país, (del
otro, que vivía en España, era muy amiga) resultaban invisibles a los ojos de
los satélites.
Por Internet. Así llegó a conocer los detalles de la vida que llevaba el
arquitecto José de Arimatea Bujan Alemany, quien, casado en México, D.F. con un
abogado canadiense, había dejado de ejercer su profesión y mantenía una intensa
actividad en las redes sociales. En una de ellas, y oculta tras un nombre
falso, Gabriela reinició la relación con él. Poco a poco le fue dejando caer un
fingido gusto por los objetos-fetiche, en especial por los que hubieran
pertenecido a artistas y escritores célebres. Sin imaginar quién era su
“amiga”, el chilango se fue interesando progresivamente por la adicción de su
interlocutora, hasta que un día (¡Bingo!) le habló del ojo de Milev. Le dijo
que conocía a alguien que se lo había vendido a un poeta de Querétaro, que tal
vez podía recuperarlo si la oferta por él llegara a merecer la pena.
Gabriela, sin calcular el daño que causaría a terceras personas, dijo que
con gusto pagaría cien mil dólares por algo así; y fingiendo unas vacaciones
que la distanciarían por un tiempo de aquella red, comenzó a investigar a todos
los contactos de José (reales o virtuales) que calzaran en un posible comprador
para tan raro objeto. Así dio con el autor de “Bulgaria Mexicalli”. Era él
quien lo tenía, seguro.
VIII
Lo llevaban esposado… En primera instancia, la policía mexicana creyó que
el joven poeta se había suicidado, y por ello cerró la investigación. Pero las
razones de Gabriela obligaron a reabrirla. Una vez interesados en ella, por
este orden: los padres del muerto, la prensa nacional e internacional, los
herederos de Canetti y la embajada de Bulgaria en México, no alcanzaron los
dineros del asesino y su marido juntos para detener la maquinaria jurídico-forense.
Antes de entrar en el coche policial, José miró a Gabriela. La reconoció
en el acto. Sonrió sin ganas. Le preguntó: ―¿Tú?. Y añadió sin dar tiempo a contestación alguna: ―Pues ni para ti ni para mí. El ojo malo del poeta ya no cabe en nuestras
órbitas. Gabriela comprendió que el asesino tenía razón. Ella había perdido
más de veinte años buscando aquella prótesis; había participado indirectamente en
la desaparición de un joven, cuya única “culpa” fue admirar a Milev y entrar en
contacto con José. Y todo ello, para nada… O no, quién sabe… Un ojo, incluso de
vidrio, si pudo lidiar la ambiciosa mirada de un buen poeta, puede obrar
cualquier milagro. Gabriela lo perdió. Tendrá que encajarlo. Pero quizás la
solución del caso, y el consecuente regreso de la mujer a Coimbra, devuelvan
las ganas de vivir a su anciano padre.
Coletilla
Con la palabra “padre” había terminado este cuento a finales del 14. Pero
supe hace unos días que Manso llamó a Gabriela para contarle las últimas
novedades sobre el ojo de Milev que tantos años estuvo persiguiendo: Es falso.
El verdadero está (estuvo siempre) en poder de la Iglesia Ortodoxa de Bulgaria. (¿Para
qué querrán algo así?) No tiene inscripción alguna. Al parecer, el actual
metropolita de Plovdiv lo guarda celosamente en una iglesia de la ciudad (¿…?).
Fue la jerarquía eclesiástica búlgara quien, en el 54, encargó a unos artesanos
de Wiesbaden la copia en cuestión, debidamente envejecida y rotulada, y la echó
a rodar en el mercado negro (vaya señuelo) para alejar a los fetichistas del
original. El bueno de Manso se lo podía haber callado, pero…
Cuando me llamó por teléfono Gabriela, (que, claro, no se llama Gabriela)
para decírmelo (jamás perdí el contacto con ella desde aquel Taller del 90) intuí
lo peor. En el acto se lo comenté a mi mujer. Subimos al coche y nos dirigimos
a Coimbra. Sólo paramos una vez para repostar combustible. De allí venimos. No
debo abundar en lo visto y hecho; pero confieso que vuelvo más convencido que
nunca de que sólo el Amor, y las variaciones que sobre él ejecutan nuestros familiares
y amigos, dan sentido último a un evento tan estérilmente gesticulante, leve y
quebradizo como la Vida.
Te queremos, menina.
Me dieron ganas de preguntar si es Cuento o realidad o cierto. Pero me da igual. Te engancha enseguida y te arrastra hasta el final.
ResponderEliminarGracias, amigo Greko, por lectura y comentario. ¿Y qué más da si es cuento o realidad? Si lo miras bien, ambas cosas son la misma. Te abrazo.
ResponderEliminarMe encantó. Intrigamte, ameno, en un lenguage muy diáfano y elegante.
ResponderEliminarFelicidades. Lo quiero para LLM
Gracias y bendiciones, amigo
Gracias, amiga, muchas gracias. Será un honor publicarlo en tu magnífica revista. Besos.
ResponderEliminarHermano querido: me encanta el verismo de este cuento. Si no te conociera tan bien me involucraría en averiguaciones. Qué bien hilvanado, qué redondo, qué bien contado. Te abrazo con orgullo.
ResponderEliminarAy, amigo, me alegra mucho que te guste. Muchas gracias por tus consideradas palabras. También orgulloso de ti, te abrazo.
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