DAMARIS CALDERÓN, LA
SOÑANTE.
LA COLA VIVIRÁ MIENTRAS LO
HAGA SU MONO.
Preguntó el pensamiento: «¿Sabes algo? »
«Sí, ―contesté―. Tengo nuevas del Advenimiento. » Pero no pude explicarme.
El Pensamiento sacudió la cabeza, y dijo:
«¡No veo banderas ni cortejos!»
[…]
Vino una voz del cielo: «¡Derriba tu palacio!»
«¿Por qué?, preguntó el Pensamiento»
«Porque hoy es el día del Advenimiento, y tu
palacio estorba el paso»
[…]
«¿Y para esto dijeron que era el día del
Advenimiento?» (simplemente
un niño corría, riendo, de los brazos de
su madre a la luz abierta)
«Sí, ―respondió alguien―. Pensamiento, tú levantas muros para
encerrarte; tus siervos trabajan para esclavizarse; pero toda la tierra y el
espacio infinito son para el niño, para la Vida Nueva.»
[…]
El Pensamiento me preguntó: «Poeta, ¿tú lo
comprendes?»
Tagore
Nones.
Cómo comprender tal obstinación de la Luz frente a la Madre Oscuridad… En tanto
que obrero del Pensamiento faeno en su palacio, pero en tanto que poeta, en los
días de asueto procuro la sombra que se encarece en las cuadras. Todavía no
conozco el genoma del bosque circundante. ¿Le temo? No lo sé, pero le canto de
lejos. Busco descifrarlo con el lenguaje (el más peligroso de los bienes, Hörderlin). No me atrevo a una
inmersión franca, desarmada… Ay, el bosque, el sotobosque, cómo sobrecargan de
preguntas los cascos de mis caballos…
Aquí, en las cuadras, me escondí
del arquitecto y del capataz para disfrutar otra vez del Advenimiento: un niño,
claro, el de siempre. Éste no corría hacia la luz, o eso me pareció, pero venía
con un libro de poemas. Con san Agustín me dijo: ―Toma y lee, toma y lee.
Y abundó: ―vengo de parte de
Sonia, de casa de Chago. ―Leo poca poesía de mis contemporáneos, le advertí. ―Toma y lee, toma y lee, insistió, quien
bien te quiere…
(En las cuadras de Palacio tengo
un cuartucho para leer, no para escribir, con la ventana al norte y la puerta
al sur. La ventana es acristalada y recibe una luz difusa, agradable por lo previsible
y regular, lo poco escandalosa, su escaso dramatismo. La puerta, que mantengo
cerrada mientras leo para evitar el contagioso alboroto de los sementales, deja
entrar, por sus múltiples rendijas, una otra luz muy distinta: chillona, redundante.)
Me recluí por un día, quizás.
Empecé a las 10:00 horas y son las 10:00 horas, pero ¿de qué hoy, de qué ayer o mañana? Recuerdo
un viejo chiste de ópera recreado por Daniel Innerarity que dice así: me senté a las seis a ver El ocaso de
los dioses y cuatro horas más tarde miré
el reloj. Eran las seis y cuarto. No, no es el caso, qué va. Llevo mucho
tiempo con este libro de Damaris Calderón: “La soñante” (¿La em-barca-da?).
Quizás sean en este momento las 10:00 horas de todos los días, justo cinco
antes de que en La Habana mueran todas las Lolas, folklóricas, condenadas por la
Justicia Poética: ―abuso de lugares comunes… Sí, tengo
cinco horas para contarles esto, para contagiarles mi vertical entusiasmo. Debo
terminar antes de que el cadáver de la Lola Nuestra de Hoy, se filtre mal
soplado por la puerta sur de mi cuarto y aborte el encantamiento.
“La
soñante” es un compendio generoso de la mejor poesía de Damaris, esto es, de una
parte de la mejor poesía contemporánea escrita en castellano que podamos leer
ahora mismo. Leer a Damaris, así, entera: de la empella al tuétano, del busto a
la entalladura, es enfrentarse a la Totalidad de la manera menos agotadora posible.
“La soñante” (para nada se trata de una antología al uso, sino de una
construcción poética perfectamente estructurada) es una valiosa aportación al
Poema-Uno-Todo en que estamos enfrascados desde que desembarcamos en la Historia.
Pero a la Totalidad se puede llegar (cuando se hace, en esos poquísimos casos)
directo al Centro o merodeándolo; sin escala o con ella, pernoctando, o no, en
la periferia. Damaris ha hecho el viaje más largo. Y claro, ha llegado a la
Totalidad deshecha en menudos pedazos, pero bien nutrida y con
el imán pletórico.
Leerla
es leernos… Ah, malos lectores, cuánto lo siento por ustedes. ¿Acaso no se
rieron de mí cuando rehusé follarme a Lola, tan dada y confortante, por estar
pendiente de los movimientos de Safo, Jantipa, Aspasia, Lilit; del filo de la
espada con que Judith iba a descabezarnos? Se siente. Este libro no es para
ustedes. La democracia, enjendro de ojos inespresivos (sí, con jota y con ese,
porque me da la gana de alzar a Juan Ramón aquí, ahora), no alcanza a la
poesía… Este libro, aristocrático, es para los buenos lectores, que bien se lo
merecen. Leerla es leernos, insisto, hurgar finamente en el enorme montón de
pretérito que hemos levantado, participar de una tertulia con unos seis mil
años de antigüedad, escuchar a todos los que importan muy bien moderados por la
médium, para que sólo el “desgobierno” de la poesía se interponga, redentor,
entre la letra y la sangre. Damaris, ante nosotros, se las ve, por sólo citar
algunos ejemplos, con Heráclito, Diógenes, Arístipo, Zenón, Pirrón, Epicuro;
con Ovidio, Virgilio el peninsular, Dante, san Juan, santa Teresa; con Nietzsche,
Juan Ramón, Borges, Lezama, Virgilio el insular; y también con Beckett, con Lee Masters;
pero, sobre todo, y esto ya es una impresión muy personal, con Dickinson y
Vallejo. Son espectros, sí, por fortuna, y qué espectros… Sólo los tontos
prefieren los espejos a los espectros.
Damaris, que como ya dije, viajó al Centro por tierra, atravesando
periferia, llegó sobrecargada, con una costra más ancha que el Ecuador, más
profunda que Las Marianas. Es una poeta postmoderna en el mejor sentido posible,
o sea, sin perseguirlo ni abusarlo. Superdotada para la intertextualidad,
maneja una urdimbre de referencias maravillosa. Y lo hace de la única manera
que ello resulta aprovechable, desde la confianza y la relajación que puede
tener, sólo, quien, sencillamente, pertenece al mundo referenciado; o sea, sin
la más mínima impostura, sin ademanes calculados. Si no me fiara tan poco de
los grandes poetas, diría: acaso sin pretenderlo.
Pero ¿de qué valdría todo esto, si no en poder de un verdadero
poeta? De muy poco. Damaris se relaciona con esos figurones en la cocina de sus
casas. Nada interesan a ella los salones donde sus estatuas lustrosas resbalan
impenetrables para la mirada hueca de los saltimbanquis. Nuestra poeta puede
cocinar con ellos, y en franca comunión preparar los postres para concelebrar
el verdadero Advenimiento: el de la Poesía, que no ocurre donde doblan afanosas
las campanas, sino en el Monte, donde los dioses suelen citarse con sus
elegidos. Ya lo dijo Seferis: Para hallar
el frescor de la montaña hay que / escalar más alto que el campanario.
Damaris, en poesía, puede con
todo, pero creo yo que se siente más segura (¿es éste el término?) si con los
pies de Emily entre las cuatro paredes de Vallejo. Claro, ella se ha ulcerado
esos pies, ha medido y contramedido esas paredes. Sabe exactamente cuánto valen
ambos regalos. ¡Qué extraño que unos pies
con carga tan preciosa / a un umbral tan pequeño hayan llegado!, con Emily
diría a su alter ego; para luego, con César,
quejarse por su abandono: …si vieras
hasta / qué hora son cuatro estas paredes. Un umbral tramposamente escaso y
cuatro paredes inabarcables. El miedo obrando en las vísceras de la poeta-varona. Miedo a la soledad, por más que se entrene, miedo a que su voz se apague, miedo
a que no penetre, ni siquiera impacte, más que en el corazón de los muertos ilustres,
de los cuatro gatos mortales que la lean. Cuando
me olvido que soy dos / lloro por mí toda la noche, se dice en voz alta, ¿para
que la escuchemos? Miedo, ¿acaso también a que cierren las puertas de la
posteridad antes de que dé tiempo a suicidarse? Ahora, en dúctiles formas sublimo la cobardía, trazo un rastro para la
posteridad que se borra implacablemente, nos aclara.
Tranquila,
poeta, sigue con los pies (¿descalzos?) que compartes con ella, midiendo las
cuatro paredes (¿carmelitas?) que compartes con él. Recuerda al gordo de
adiposas (pero sabias) palabras: Sólo el
mercader acaricia sus telas y [en vida]
recibe lo esperado. Recuerda también a la santa, que por mucha apología a
la muerte cristiana que hiciera, bien que dijo: Dos horas son de vida, grandísimo premio. Te necesitamos soñando y
sonando, resonando. Recuerda por último al loco bigotudo: Yo y Mí están siempre trabados en empeñoso diálogo; esto sería
insoportable sin un amigo.
En fin, unos pies divinos para escrutar,
y con suerte poder medir, el hermético temenos.
Y además miedo, perplejidad, escepticismo, pesimismo, misantropía, amargura,
fatalismo, existencialismo, dualidad… pero también un optimismo que pende de un hilo de luna. Amor, y, sobre todo,
Poesía. Alta Poesía en una conversación ininterrumpida con los pocos sabios que en el mundo han sido. ¿Quién da más?
Lean este libro. No toda la
poesía contemporánea está hecha de ripios vacantes. Lo que se ve desde la playa
no es mar pleno. Créanme, compren el libro, léanlo, para que conmigo y desde
las fértiles cuadras de Palacio, puedan parafrasear a Damaris: aunque todo parezca
ir tan rápido, tan inhumanamente rápido hacia ninguna parte, aunque las
gasolineras ya se hayan convertido en ruinas románticas, la cola vivirá
mientras lo haga su mono.
Muchas gracias, Sonia (Díaz
Corrales) por este regalo tan especial
Gracias, Chago (Santiago Méndez)
por tu complicidad en ello
La soñante. Damaris Calderón
Campos
Prologado por Yoandy Cabrera
Ortega
Efory Atocha Ediciones, Madrid,
2014
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